VI

Saltiel se paseó impetuosamente toda la noche por el puente del barco. A la luz de la luna, leía alternativamente una novela policíaca y un libro de aventuras del Far West. Esperaba hallar en tan apropiadas lecturas sugerencias para las circunstancias y se proponía seguirle la pista a su sobrino o encontrar en Brindisi algún cabello rubio de la señora de Valdonne. A ratos interrumpía la lectura para preguntar a los marineros si el carbón era de buena calidad y llegaría el barco a su hora o para cerciorarse de que su pasaporte y el de su abuelo estaban en su bolsillo. ¿Por qué el pasaporte de su abuelo que llevaba muerto cuarenta años? Prudencia. Nunca se sabe. Siempre es útil conservar un pasaporte. ¿Y no está dicho además que resucitarán los muertos?

A las ocho de la mañana, atracó el barco en el muelle de Brindisi. Saltiel zarandeó a los pasajeros, quiso ser el primero en salir, se equivocó de escalera, se metió en la rampa por donde desembarcaban el ganado, se dio de trompicones con las vacas, se abrió paso con angustia entre los cuernos, rabos y morros tibios. Se perdió por las calas, pensando con terror que el barco iba a zarpar de regreso hacia Cefalonia. Dio diez francos a un pañolero para que lo acompañase cogido de la mano hasta el muelle: ¡a grandes males, trágicos remedios!

Preguntó a un carabinero si había visto a un joven muy guapo. El soldado lo mandó a la administración. Al llegar ante las oficinas de seguridad, el ancianete reflexionó y dio media vuelta: resultaba más prudente no mezclar a policías en el asunto. Un cochero se brindó a transportar «al señor conde». Saltiel no se tomó ni tiempo para paladear la apelación y pidió que lo llevase a la sinagoga. El calesero entendió mal y lo llevó al manicomio. Los jadeos del pobre hombre hicieron concebir sospechas a los internos y a poco no lo dejan salir.

A las tres de la tarde, se sentó ante el ayuntamiento, desató los complejos nudos de su maleta. Estaba desanimado y convencido de que le habían traído mala suerte las vacas. ¿Cómo iba a encontrar a Sol en una bota de mil quilómetros? Comió lentamente los buñuelos al ajo y se serenó.

—Veamos la situación y veámosla bien.

Pero no veía nada. Pasaron dos enfermeras y con ellas la juventud y la alegría. Lió un cigarrillo, lo encendió. Eran guapas, pero la maldita era aún más guapa. Le echaría a perder a su sobrino. Dejó el gorro a un lado y aspiró una bocanada.

—¿Dónde he de buscarlos, dónde? Que me lo digan y me precipito. Pero si no me lo dicen, ¿cómo voy a precipitarme? ¿En Nápoles o en Brindisi, en Trieste, en Como o en los Estados papales? ¿Soy un policía, o un coronel? ¿Y entonces por qué me mandan de búsqueda y qué mal he hecho para merecer este castigo?

Se esforzaba en recordar las estratagemas de la novela policíaca. ¿Quizá haría mejor poniéndose una barba pelirroja? Lo empujaron los empleados del ayuntamiento. Un señor tripudo echó cinco céntimos en el gorro. Saltiel rió amargamente. Todo aquello era de muy buen augurio. Dio los cinco céntimos a un chiquillo que lo miraba rascándose la cabeza.

—¿No habrás visto a una señora y a un chico?

—Sí.

—Bendito seas y acércate. ¿Dónde?

—En el hotel.

—¿Y cómo se llama ese hotel?

—Allá, enfrente de los barcos.

—¿Y cómo era el niño?

—Un rico. Con zapatos.

—Por ser rico, lo es. ¿De qué color era su pelo negro? —preguntó el detective.

—Rubio.

—¡Lárgate con la ramera de tu madre y con tu hermana de dudosa reputación!

Pero de todas formas tenía razón el niño. Era menester indagar en los hoteles. Se levantó. Bueno, ¿otra vez vacas? ¿Pero qué país era éste?

En el hotel, preguntó por el director. El conserje miró la maleta agujereada y mandó a Saltiel al subconserje quien le dijo que una señora y un joven habían pasado efectivamente la noche en el hotel. La señora era rubia y el joven moreno. Habían tomado billetes para Florencia. Pero podían haberse detenido en el camino.

—En el camino —repitió Saltiel ofuscado—. Han podido detenerse en el camino, naturalmente.

En la ventanilla de la estación, pidió un billete, se durmió durante tres segundos y despertó para sugerir un descuento.

—Pero ¿quién es usted? ¿Es que es usted inválido de guerra?

—Eso, amigo mío, no puedo decírtelo. Pero mi tío abuelo sirvió en los ejércitos de Francia a las órdenes de Napoleón, que es francés y no italiano.

La ventanilla se cerró con violencia.

En el compartimiento, una vieja aplastaba un tomate entre las encías. En el furgón contiguo, gemían los terneros.

—Esta mañana las madres —observó en voz alta Saltiel— y esta tarde los hijos.

La vieja no entendió y aseguró, cabeceando al ritmo del tren, que los hijos siempre eran ingratos. Tras escuchar toda la historia, le aconsejó que pusiese un cirio a san Antonio. Saltiel se abstuvo de contestar y se durmió. Cargado de cadenas, el tren clamaba su ebriedad.

A las cuatro de la mañana, una información mal interpretada le indujo a apearse en Foggia. A las doce del mediodía, tomó un tren de mercancías y viajeros y eligió un compartimento ocupado por unos judíos polacos que habían querido trasladarse a Jerusalén pero habían sido rechazados en Constantinopla y se dirigían hacia América —donde uno de ellos fue nombrado ayer rector de la Universidad de Harvard.

Saltiel contó su historia en hebreo. Sus acompañantes le dieron direcciones de protectores y le ofrecieron el pasaporte de uno de ellos, muerto durante la travesía. Uno flaco le aconsejó que denunciara el caso ante el ministerio de Asuntos Exteriores francés. Otro, al tiempo que se ensortijaba la barba, propuso una sortija de auténticas esmeraldas falsas para la señora francesa. Uno gordito ofreció la mitad de una carpa, salada en Kichinev. Saltiel compartió con ellos un pastel de almendras. Aquellas manos vivas estaban afelpadas por el humo. Al tiíto le dolía la cabeza. El futuro rector se le brindó como intérprete. Saltiel se indignó. ¿Por quién lo tomaban, por un servio o por un mongol? Dio rienda suelta de repente a su desprecio.

—Y además, ¿sois auténticos hijos de Israel? ¡Tenéis apellidos germánicos y una jerga de la que Dios nos guarde!

—¡Silencio! —dijo un patriarca velado de sombra y recelo—. Hemos huido de las persecuciones.

—Eso se dice —canturreó el tío Saltiel que se durmió.

Cuando se detuvo el tren en Florencia, se despidió de sus correligionarios con bendiciones y les prometió que les escribiría el resultado de sus pesquisas. Se apeó del compartimento titubeando, echó a andar con placer por las calles vacías, saboreando las perlas del alba y de las campanas, bastante feliz de haberse separado de aquellos polacos que bien podía ser tuviesen mal de ojo. En el umbral de una tienda de ultramarinos, un barítono cubría el escaparate de pastas frescas y de hinojo. Saltiel le pidió un vaso de agua e información.

—Nuestra antigua ciudad…

—Déjate de tu antigua ciudad. ¿Dónde están los hoteles y cuál es el mejor? Pues ella es rica.

—¿Es usted criado de alguna señora inglesa?

Comenzó a explicar Saltiel pero se dio cuenta de que no acababa de saber muy bien lo que era. Por fin, el tendero le indicó el Gran Hotel. Se llegó allí. Victoria. Los dos viajeros habían llegado la víspera. El conserje fue a despertar al joven.

Diez minutos después, bajó Solal. Estaba pálido y somnoliento. («¡Ya me lo ha echado a perder!»). Sonrió por toda respuesta cuando le preguntó su tío si llevaba equipaje.

—Entonces, ven —dijo Saltiel—, podemos irnos.

—Pero es que me gustaría…

El tiíto pensó que llevaba razón el niño, a fin de cuentas. Bien, tenía que verla por última vez. Así ocurría en todas las novelas.

—Me gustaría darle una propina a la camarera.

—Deja —dijo Saltiel decepcionado—, ¡deja! Llevo tres días enriqueciendo a Italia con mis propinas.

El adolescente tomó el brazo de su tío y salieron. Hacía buen tiempo. Solal preguntó si iban a regresar inmediatamente a Cefalonia. Saltiel pensaba en la pobre mujer tan guapa, durmiendo en aquel instante e ignorando el abandono. Replicó con frialdad.

—Su padre, caballero, no quiere volver a verle. Y yo me quiero ir a dormir porque, sepa usted, caballero, que llevo buscándole tres días.

Solal trepó al pretil y arrojó piedras al Arno. Saltiel temblaba de reprobación. Aquella pobre mujer que había abandonado al marido y cuya vida quedaba definitivamente arruinada. Pero ¿cómo se las habría apañado aquel demonio para dejarse querer a los dieciséis años? ¡A él, Saltiel, rico en experiencia y lleno de sentimientos poéticos, siempre le habían tomado el pelo las mujeres!

—Tenga la bondad de caminar a mi lado. Vamos a ir a un hotel. Me ha dado una lista el tendero.

Solal obedeció, tomó la mano de su tío y la acarició.

—¿Qué opinas tú de este hotel de los Tres Palacios que aparece anotado aquí como de cuarta categoría? Me agradan esos tres palacios y el membrete del papel de carta hará furor en Cefalonia. ¿Qué opina usted? —repitió Saltiel recordando que estaba enfadado.

Tomaron dos habitaciones. Tras no pocos cálculos en el dorso de una cajetilla de cigarrillos, tras reflexiones y contraórdenes, Saltiel encargó un «baño completo con los perfeccionamientos» en el que se pasó una hora para aprovecharlo bien y no haber gastado tres liras inútilmente. Pidió acto seguido quince hojas de papel y tres plumas nuevas. Embutido en el batín, cortó la pluma de oca, examinó cuidadosamente la oquedad, sopló en el papel, se humedeció los labios, se sonó, se acodó a sus anchas, buscó la inspiración, sacó la lengua y caligrafió.

«Querida hermana:

»Tras realizar una travesía feliz aunque ingrata desembarqué con viento favorable en Brindisi en el año cinco mil seiscientos setenta y cuatro de la creación del mundo y siendo día de sabbat me abstuve, por supuesto, ¡de fumar durante tan sagrado día! No te contaré al detalle las asechanzas y tropiezos que el Señor. ¡Alabado Sea Su Nombre!, interpuso en mi camino pero que me permitió superar. ¡Nada más llegar, querida hermana, corrió Peligro mi vida! ¡Un rebaño de toros feroces de los que traen de las montañas de Albania y cuyos cuernos son como una Garra se me vino encima! ¡Referirte mis heridas, mi firmeza, mi valor es empresa imposible a la que renuncia mi pluma!

»Por abreviar. Tras minuciosas pesquisas altos en distintas ciudades alimentándome de frutas silvestres en el camino. Tras caer en las manos de unos estafadores que dieron en venderme una sortija probablemente robada, ¡aléjese el mal y no vuelva!, llegué felizmente a Florencia donde di con tu hijo que te manda un saludo. Buscaré para él un colegio sin duda en Francia, ¡amable refugio de nuestros ancestros y veneradísima Patria nuestra! ¡Gloria al Altísimo! ¡Su poder me aterra!

»¡Saltiel de los Solal!

»¡Y también me aterra su bondad! Recibirás más detalles con la próxima locomotora. La vida es carísima en Italia. Al hombre del carbón del barco di diez dracmas, eso puedo jurarlo sobre la tumba de nuestro abuelo que está bien donde está y mejor estamos nosotros acá. Hace bastante buen tiempo y pienso visitar la ciudad en la que se encuentran abominaciones de piedra bastante airosas, ¡confunda el Cielo a quien las hizo! Pienso también comprarme un Sombrero de Paja pues tengo el gorro agujereado de una cornada véase descripción más arriba. Si aparece por allí Comeclavos le dices que puedo prestar juramento asimismo sobre el asunto de los toros. Es inútil que Salomon se lo cuente a toda la isla, ahora bien, si lo hace que sepa que los Cuernos tenían el Tamaño de un Niño de tres años. Gracias a los falsos datos del otro niño pude obtener las informaciones exactas del conserje. Ya ves que el Cielo ha sembrado milagros en mi camino. Otro prodigio, en la ciudad denominada Foggia, ¡vi a una mujer que comía gusanillos despreciables y cocidos encerrados en una concha! El mundo es grande, querida hermana, y bastante terrible. Es inútil organizar acciones de gracias por el Episodio de los Toros. Parece que los Terneros trajeron Buena Suerte, desde el furgón, pero ello ha de ser examinado y me propongo someter el caso a nuestro venerado Padre cuya mano beso con inexpresable respeto. Soy de nuevo

»¡Saltiel de los Solal!

»¡Psst! ¡A los católicos los admiro mucho por mil razones y también a los protestantes! ¡Pero me gustaría mucho discutir, polemizar con ellos para demostrarles que el Eterno es inmensamente Uno!».

El tío Saltiel, que quería resarcirse de sus padecimientos, estaba decidido a tomarse un buen mes de vagabundeo. Viajaron. Pisa, Luca, Bolonia, Módena, Mantua, Parma.

Saltiel se extasiaba ante los monumentos y Solal miraba. Por la noche, regresaban al hotel con comida. El tío sacaba de la maleta un infiernillo de alcohol y, al tiempo que entonaba salmos, preparaba deliciosas cenillas. Una vez cenados, se paseaban por las calles silenciosas, bajo bóvedas, entre altas casas ornadas de escudos. Iban cogidos del dedo meñique y Saltiel canturreaba melopeas con voz gangosa. Algún que otro literato se volvía a contemplar al risueño ancianillo con calzones y tomaba nota sobre el pintoresquismo italiano.

La víspera del día fijado para marchar y buscar un internado en donde Solal prepararía la segunda etapa del bachillerato, Saltiel permaneció largo rato al pie de la cama de su sobrino y cantó los éxodos de las generaciones precedentes. El adolescente escuchaba con atención, advirtiendo que aquella vida no tardaría en resultarle ajena.

Al cabo de dos horas, fingió que se dormía y abrazó la almohada. Muy pronto volvería a ver a Adrienne. Sabía que poseía una propiedad en Cimieu, cerca de Aix-en-Provence. Allí se habría refugiado. Le atenazaba de nuevo un violento deseo de verla. En definitiva, la amaba tremendamente. Pero ¿por qué había seguido entonces a su tío? Porque el viejecillo era simpático. En cualquier caso, debía haber ido a verla antes de abandonar Florencia. Tanto daba, ya daría con ella.

Saltiel alzó un flequillo fastuosamente negro que caía sobre el párpado del falso durmiente, rozó con los labios la frente y salió de puntillas maldiciendo sus zapatos que crujían.

A la mañana siguiente, se presentó con una solemne compra. Desenvolvió el paquete y sacó una violenta chistera peluda. Solal exclamó que era lo más precioso del mundo. El tío se la caló y lanzó una mirada dictatorial al espejo, a su sobrino y de nuevo al espejo. Dejó luego a un lado el sombrero, cruzó los brazos y los descruzó.

—Sí, no me sienta mal —dijo con distinción—. Pero dejémonos ahora de perendengues. Iremos a Francia y buscaremos un colegio. Dentro de un año, tu padre habrá olvidado y perdonará y volverás a Cefalonia y ya veremos y Dios es grande. Así soy yo. O sea que nos vamos. Efectivamente, me sienta bastante bien la chistera. Bueno.

Suspiró y se hundió la solemne chistera hasta los ojos. Solal propuso ir a Aix-en-Provence. El tío aceptó dicha ciudad porque algún que otro antepasado suyo había vivido allí y porque allí transcurría una novela de capa y espada leída en su juventud.

Llegaron a los dos días. El jefe de estación les aconsejó el internado Bosq. Saltiel, durante el camino, se detenía ante las fuentes de agua caliente, de granito musgoso, admiraba las cariátides. Para comprender mejor las gárgolas que remataban los canalones, muequeaba como ellas, a paso ligero.

Celebró una larga conversación con el director de la institución a quien propuso pagar una cantidad superior a la estipulada. A continuación presentó al señor Bosq a Solal.

—Aquí tienes a tu tercer padre, hijo mío. Creo que es mejor que me marche.

Se alejó el director. Saltiel bendijo a su sobrino a quien prodigó consejos llenos de cordura. De repente, dejó caer sus manos temblorosas. Contempló al hijo de su alma con ojos de perro abandonado y marchó, olvidándose el paraguas.

Al llegar a la calle perfumada por las acacias, caminó al azar sujetando la velluda chistera, la maleta y los guantes agujereados. Renqueó y desapareció.

En la sala de espera de la estación, discutía consigo mismo. Los molinetes del brazo derecho le explicaban las ventajas de la institución Bosq, pero su puño izquierdo cerrado no estaba de acuerdo. Se durmió un rato en el banco, mecido por el canto de los grillos. Lo despertó un toque de silbato.

Convencido de que iba camino de París, tomó, con lágrimas en los ojos, el tren que iba a Marsella. Temía haber perdido a su sobrino para siempre.