La segunda mañana de mayo lanzaba sobre la isla su hálito florido. El tío Saltiel soñaba que su sobrino estaba en Spitzberg y que, en compañía de la señora de Valdonne se dedicaba a matar focas con monóculo. Despertó, con la frente húmeda.
No era más que un sueño, a Dios gracias. Además, ¿no había mandado matar la misma víspera un gallo para soslayar todo infortunio de la cabeza de Sol y dibujado en la frente de su sobrino la cruz ritual con la sangre del gallo? Solal se había dejado a condición de que su tío le entregase cuatrocientos dracmas que le eran necesarios, según pretendía, para pagar libros llegados de Francia. Saltiel le había dado el dinero, única ganancia del año, que había cobrado a título de corretaje por una venta de aceite de oliva, concertada a resultas de un malentendido.
Se asomó a la ventana de su palomar y dio unas palmadas. Era la señal convenida con el cafetero turco. Tiró del cordel, subió un inmenso cesto de ropa en el que aparecía una minúscula taza. Comprobó el aroma del café, arrojó tres céntimos a su proveedor y pensó que sería bastante bonito amarrar un cañoncillo al borde del tejado; o del cesto. El cafetero comprendería más rápido al oír la detonación.
De codos en el borde de la ventana, Saltiel dio de comer a los pajarillos que cantaban sus alabanzas, se atiborraban con su propia retórica y lo conocían bien. Acto seguido, hojeó el libro de Lazare Bernard en el que se demostraba la inocencia del capitán Blum. Rogó a Dios que inundase con su óleo bendito la hermosa cabeza del querido Bernard. Pero estaba inquieto porque las letras que componían el nombre de un perseguidor del capitán formaban una cifra victoriosa. ¡Bah! Dios juzgaría al coronel Henry a tenor de sus méritos. A continuación, el tío Saltiel sacó de un escondrijo un Nuevo Testamento, miró que no lo espiaran, leyó con interés, suspiró y derramó conmovido unas lágrimas de admiración.
De repente, vio calle abajo a los tres acólitos que, puesto el dedo en la nariz, le recomendaban, a gran distancia, que callase. Se quitó la pasta dentífrica —que se había aplicado en la mejilla para curarse la fluxión— al tiempo que se preguntaba qué le querrían sus amigos para presentarse a las nueve de la mañana. Abrió el armario, ocultó en él los Evangelios y contempló con orgullo su pequeño tesoro: retratos de su madre, de Napoleón y de Racine; libros de Descartes y Pascal; un colmillo de elefante; un plano de París; una bandera tricolor y un farolillo para celebrar el 14 de julio; un gorro de general; deberes de escuela de Solal.
Salomon se precipitó sin resuello en el cuarto y advirtió al compadre Saltiel que tenía que oír una noticia espantosísima. Entró Mattathias cabizbajo, hábito contraído de tanto buscar en las cunetas monedas perdidas por hipotéticos ingleses, y apartó a Salomon. Se sentó y proclamó la siguiente sentencia inadecuada, a saber, que la lombriz de tierra se asusta de una brizna de hierba pero que el cocodrilo se ríe de las cañas. Comeclavos irrumpió el último; le bailaban los ojos, sus largos brazos colgaban de fatiga y sus pulmones silbaban con esfuerzo.
—Hazme sitio, Mattathias, a fin de que hable. —El dueño de la barcaza se levantó pues rendía homenaje a la elocuencia—. Y en primer lugar —dijo Comeclavos sentándose—, te desearé a pesar de todo, querido Saltiel, una buena semana, y te agradeceré este café pues tengo sed, y hambre también por lo demás.
Se bebió el café. Salomon sopesaba el colmillo de elefante. Saltiel se lo arrancó de las manos, cerró la puerta del armario, se ajustó el cinto de seda que le aguantaba los calzones e introdujo dos dedos en su tabaquera.
—Estoy con el alma en un hilo de impaciencia, querido Comeclavos. ¿Qué sucede?
Estornudó Salomon.
—¡Que vivas! —exclamó el anfitrión cortésmente.
—Pues bien —dijo Comeclavos auscultándose el pecho.
Estornudó Salomon.
—¡Que crezcas! —dijo Saltiel con lentitud—. Te escucho, querido Comeclavos.
Estornudó Salomon.
—¡Que revientes! —espetó Saltiel.
Salomon se limpió los ojos con la servilleta. Saltiel abrió el armario, dobló la servilleta, la colocó junto al cofrecillo que contenía la tierra de Palestina, cerró el armario, se metió la llave en el bolsillo y miró fijamente a Salomon.
—Pues bien —dijo Comeclavos—. ¡Conoces mi corazón y sabes lo mucho que te quiero, Saltiel Ezequiel Moisés Jacob Israel de los Solal! Palabra de honor que preferiría anunciarte la muerte de tu padre, la muerte de tu hermana, la muerte de tus sobrinas, siempre y cuando tengas.
—No estamos en el tribunal —dijo Saltiel que no se espantaba por tan poco—. Habla más claramente.
Pero Salomón se fue del pico y soploneó sin más.
—Se ha fugado el hijo del rabino —dijo.
—¡Oh destructor de exordio! —gritó Comeclavos—. ¿Es posible que tu santa madre haya perdido nueve meses para engendrar a este gusanejo intempestivo?
—Sí —dijo Mattathias liando un cigarrillo con su mano única—. Se ha fugado con una diabla.
—Y me han llegado noticias de que ella está enamorada como un morueco —se creyó obligado a inventar Comeclavos.
Saltiel estaba pálido. Le temblaba la rodilla por donde la hebilla de los calzones. Les preguntó si era cierta la noticia. No contestaron, no protestaron, no juraron. Por tanto, habían dicho la verdad.
—¿Con la consulesa?
—¡Así agujeree Dios su piel y haga caer sobre ella una quiebra! —dijo Mattathias.
—Dieciséis años —soñó Salomon—. A los treinta, aún era yo puro. ¡A los dieciséis años raptar a una mujer de cónsul y larga y guapa! ¡Qué leopardo!
—Cállate —ordenó Saltiel—. El niño es lucero y diamante. ¿Cuándo se marcharon?
—Esta mañana, a las siete, en el barco italiano. Dicen que la ha echado el marido. El cómplice Michaël ha huido a las montañas.
Saltiel se levantó palidísimo, se esforzó en mantener el cuerpecillo erguido, se alisó el gorro y rogó a sus amigos que advirtieran a su hermana que iría a verla. Bajaron los tres, seguidos por los mozos de cuerda de las fábricas y por los lenceros que habían cerrado sus tiendas para ir a contar a sus mujeres el inusitado evento.
En la habitación con los postigos cerrados en donde crepitaban las lamparillas olvidadas, Gamaliel arrodillado sobre un cojín de terciopelo. Junto a él, el huevo duro con que se alimentan los enlutados.
Cuántas veces había pensado mientras contemplaba las estrellas que su hijo era el Esperado. ¡La primera ramera que le salía al paso y el impúdico se había ido tras ella! Sus dedos tantearon, buscaron el huevo duro, lo aplastaron y se llevó una mitad a la boca. Le colgaba la mano sobre la rodilla. ¡Aquel niño en cuya desnudez jamás se había atrevido a pensar, cuyas largas pestañas se moría de ganas de besar, un perro! Se abrió la puerta y Rachel suplicó.
—Deje que vayan a buscarlo. ¡Por el honor del nombre, deje que vayan! Lo abandonará, ¿y qué hará él entonces?
—Vete. Di a mis tres sobrinos que vengan. Serán mi consuelo.
—Que no ve usted las cosas como son. Está trastornado y Dios lo ha hecho tan hermoso para su desdicha.
El rabino sentía un violento deseo de besar las mejillas y el cuello puro de su hijo y le venían a la mente al mismo tiempo los cabellos y los andares rápidos de la señora de Valdonne. Alzó la cabeza y divisó en el espejo su cara envejecida, impropia para los deleites de la sangre y de la tierra. Respiró el olor de los naranjos que penetraba por la ventana, abrió sus labios más rojos y escupió.
—Ya no tengo hijo. ¡Vete!
Se fue ella a su cuarto, cogió el cálamo y escribió:
«Alabado y querido hermano Saltiel. Ha prohibido que vengas y no quiere volver a oír hablar del niño. Toma el barco de las seis y vete a Brindisi. Estarán allí. No escatimes el dinero y por el amor del Señor, actúa. Encuentra al niño y confíalo a honorables educadores, por tu vida, ¡honorables! Tu hermana y sierva Rachel de los Solal. Di a los educadores que el niño es de buena extracción y que se les enviará el dinero regularmente. Manda tus cartas a nombre de nuestro padre. ¡Por el amor del Señor, Saltiel!».
Entregó a Mattathias la carta, unos florines y su diadema de napoleones.