Tres veces ha parpadeado el Eterno y han transcurrido tres años.
El caballo blanco sube por la cuesta de los Jazmines. El jinete de dieciséis años se acaricia la nariz que forma un brioso promontorio en la faz mate y alargada. Sabe ahora por qué le ha pedido su padre que vaya menos a verla. El cónsul fue a hablar hace unos días con el viejo y a expresarle su deseo de que el joven espaciase sus visitas. ¡Imbécil! De actuar, tenía que haber actuado tres años antes el Valdonne. «¡Espaciar!». ¿Qué daño han hecho? Al principio, por supuesto, hubo un amor de niño que pronto desapareció. La respeta. Es su protectora, su amiga. Ella dice que él es su hijo mayor, que se siente tan vieja a su lado. Vieja, no. Tiene veintiséis años y es tan guapa. Pero, por supuesto, no la ama. Se siente a gusto con ella y no desea nada más. «¡Espaciar!». Tendrá unas palabras con él. Menos mal que ha hablado Michaël. De ahí que lleve ocho días sin noticias de ella. Pobre, cómo sufrirá.
Si supiera el Valdonne lo bonitas que son sus relaciones. Sobre un punto concreto, incluso se muestra severa con él. Le prohíbe que mantenga relaciones con otras mujeres. Las desprecia a las mujeres. Se puso furiosa cuando le contó que le había echado una flor a la inglesa. ¿Celos? No, puesto que le tenía destinada una novia. Hasta le enseñó la foto de Aude de Maussane, la niña de la pelota. ¡Qué cara pondría el rabino! No le gusta nada esa Aude. ¡Anda y que te espacien a ti, cretino de Valdonne con tus ojos parpadeantes!
Todos han notado el afecto filial que siente por ella. Su padre, tan receloso, lo ha dejado ir, por supuesto sin entusiasmo. Cierto que hasta ahora todos pensaban que veía sobre todo al hombre. A decir verdad, se ha mostrado hipócrita con el Valdonne ese. El interés que mostró desde un principio por las excavaciones y los trozos de estatua. No, no tan hipócrita; cuando le apetece bostezar delante del cónsul, bosteza. No asciende ese cónsul. ¿Cómo es que no es ya embajador?
¡Tantos favores le debe a Adrienne! Gracias a sus lecciones pudo cursar la primera parte del bachillerato en el colegio francés de Atenas. Lo único que habían mantenido oculto era el beso en la mejilla cuando él llegaba y no estaba el marido. Y qué, ¿acaso está prohibido besar a su madre?
¡Tantos favores! Tan discretamente le ha enseñado los buenos modos, lo ha guiado en sus compras de libros. Elige las telas, el corte. Y las veinte hojas a la revista de París las mandó ella. Cuando leyó aquella descripción de una mujer desnuda, lo escrutó, entornando los ojos, como un profesor. Por supuesto, nunca había visto una mujer desnuda; se lo inventó. Y la gente esa de París que dice que tiene mucho talento. ¡A espaciarse ellos también! Aquello lo escribió para liberarse. Gotas involuntarias de su sangre fastuosa. Lo que más le gusta es cuando ella le arregla el pelo. Dice que tiene diez mil serpientes negras en la cabeza y pequeñitas. Lo llama Príncipe Sol o Solal Soleado o Jinete de la Mañana.
¡Cómo se rió de él cuando llegó, el año pasado, a caballo, con el precioso traje que se inventó él! ¡Y la ira del rabino cuando su madre mencionó el traje nuevo y el caballo! Miró atentamente la blusa de lino blanco, el cordón de oro trenzado que la ciñe y las botas blandas y no dijo nada. Hasta pagó el caballo comprado a plazos por mediación del tiíto. Lo cierto es que el rabino lo tiene que querer una barbaridad para dejarle cabalgar un animal. Aquí está el consulado. Muy pronto, la sonrisa de la amiga.
La doncella contestó que, para celebrar el cuarto aniversario de su matrimonio, los señores habían viajado a Italia y que pasarían unos días en Florencia. Solal se mordió el labio y los hermosos ojos bizquearon una pizca, como en sus momentos de ira o de apuro.
¡Se habían marchado los dos! De repente se dio cuenta de que eran marido y mujer, de que vivían solos por la noche y sin duda en la misma cama. ¿Entonces el Valdonne estampaba su boca blanda en la mejilla y en los labios de aquella mujer? La noticia era aterradora. ¡Y tres años sin reparar en nada! Estaba claro que era un simple de espíritu. ¡Traición! Que era su madre, le decía. Pero el Valdonne no era su padre. Luego era adúltera. ¡Adúltera!
Le había traicionado. Ni le había advertido que se iba. ¡Ahora, en la horrenda belleza de Florencia, besándose sin cesar y ella dejándose, tendiéndole la boca! ¡Pero qué asquerosa! ¿O sea que le mentía cuando le decía que era lo que más quería en el mundo? ¡Todo el mundo lo engañaba! Se imaginaba a la odiosa criatura paseándose, apoyada en el brazo del estúpido marido, recorriendo admirables museos. ¡Y por la noche, desnuda (porque estaba desnuda como las demás mujeres, con mil tetas), imitando el lenguaje y los gestos de Solal! ¡Y el otro burlándose y riéndose! ¡Y tres años sin enterarse de nada! Lo había estafado. Claro, con él se entregaba a pequeños placeres sin peligro, placeres impuros. ¡Qué vampira! ¡Y seguro que en Florencia se había presentado el dueño del hotel a quejarse del escándalo que organizaban con sus besos y de fijo que todos los viajeros se habían ido asqueados!
Vino un campesino a comunicarle que su caballo, sin duda mal atado a la verja, erraba por el bosque. ¿Qué necesidad tenía de caballo ahora que ya no estaba ella? Se lo regaló al hombre.
Llevó durante dos semanas una vida de aletargamiento, durmiendo de día y caminando de noche. El rabino, cuyos conocimientos médicos eran célebres en todas las comunidades judías de Grecia, lo mandó venir un día a la biblioteca, lo examinó en silencio, lo auscultó largo rato. No le dirigió el menor reproche, le propuso incluso un viaje con el tío Saltiel, pero el adolescente se negó y siguió llevando su atormentada existencia.
Una mañana, se presentó tímidamente Michaël anunciándole que el cónsul y su mujer estaban de vuelta. Solal cerró violentamente la puerta de su cuarto. ¡Qué le importaban aquellos dos, que se besaran y lo dejaran en paz! Con todo, salió y al cabo de una hora se hallaba ante el jardín del consulado.
La odiosa criatura estaba en el jardín y cortaba rosas. Se abalanzó hacia ella y la mantuvo abrazada un instante. Temiendo que la vieran los criados, ella lo rechazó y subió los peldaños de la escalera. Con ademán habitual en ella, retorcía nerviosamente el collar. Él, anegados los ojos en llanto, tendió las manos y pronunció por primera vez el nombre de la infiel. Ella lo apartó, un tanto molesta.
—Adrienne, no puedo más, no puedo vivir sin ti. No lo sabía, ahora lo veo, es espantoso. Me muero cada día desde que no te veo. Te he necesitado tanto. Te llamaba y tú no estabas. Quise matarme.
Adrienne se lo llevó a su cuarto, lo consoló, emocionada por sus lágrimas.
—Criatura, tienes que ser razonable. No debemos vernos más, se lo he prometido.
Trastornado, pidió un último paseo cerca de la ciudadela. Si no, se mataba en el acto. Consintió ella, pensando que había que calmarlo y romper poco a poco. Le daba lástima pero sobre todo temía un escándalo.
Subieron a un coche que pasaba. Él le tomó la mano, la miró con éxtasis. Corría un mendigo tendiéndoles un ramo de claveles. Solal compró las flores y olvidó ofrecerlas. Poco después, despidieron el coche y caminaron hasta el bosque de olivos.
Adrienne tropezó con una piedra y estuvo en un tris de caer. Él la sujetó, la atrajo con violencia contra él. (¡Dieciséis años, sí, pero era más alto que ella!). Permanecieron abrazados un minuto que dura aún ahora. Cayó una naranja. Solal la recogió, la mordió y miró a aquella mujer que estaba apoyada contra un árbol, con los ojos cerrados.
Anunció con voz breve que iría aquella misma noche a las doce y le ordenó que dejase la puerta abierta. Lo miró ella espantada y se escabulló. Quiso seguirla pero ella le suplicó que la dejase marchar sola. No insistió, se tumbó boca abajo, arrancó matas de hierba y rió de respiro.
Pasó una joven campesina coronada de cequíes, portando un gran jarro de cobre en la cadera violenta. Le sonrió él. Ella posó el bulto, sonrió y fue a tumbarse a su lado. En el calor, zumbaban las abejas.
No acudió a la cita. Sufrió toda la noche pero la imagen de Adrienne aguardando angustiada le dio fuerzas para quedarse. Se afilaba los dientes. Que esperara Adrienne y se fuera consumiendo en el sufrimiento. Iría cuando le viniera en gana y de ese modo la encontraría aún más a punto. La vida era la mar de hermosa.
Tres días después, recibió una carta. La señora de Valdonne le decía que la inquietaba su silencio; temía que estuviese enfermo y le pedía que tuviera a bien escribirle unas líneas o fuese a visitarla un día con sus primos que tenía tantas ganas de conocer. ¡Sus primos! ¡Por qué no el tío Saltiel y la guitarra de Salomon! Iría solo. Era Solal. ¡Existía y ella se daba ahora cuenta de su existencia! Admirable. Estaba vivo y los muertos del cementerio eran tontos. ¡Abajo los muertos! ¡Oprobio a los muertos!
Gamaliel había notado los ensueños y miradas inquietas de su hijo. La maldita aquella era guapa y Solal era guapo. El otro, el marido, tenía una faz blanda de amorreo. Preguntó a su hijo que reconoció tranquilamente haber vuelto a ver a la señora de Valdonne. Le apretó el brazo.
—No volverás a casa de esa mujer. Lo prohíbo.
Solal salió del cuarto sin contestar. Fue a confiarse a Michaël que se aplastó el bigote con competencia, se regocijó de la aventura que le proponía el leoncillo y se pasó el día cantando melodías galantes.
A la noche siguiente, el jenízaro fue a entregar a Solal la llave de la casa y quedó con él delante de la verja, una hora más tarde. El adolescente cerró la puerta tras Michaël y aguardó en su cuarto. A medianoche, bajó. Rechinó la puerta. Pero de improviso una mano se posó en su hombro. Se volvió, reconoció a su padre, confesó humildemente que iba a explicarle el grave motivo por el que había querido salir. Gamaliel aflojó la mano. Solal propinó de inmediato un violento empellón a su padre, cerró la puerta tras él y cerró con doble vuelta desde el exterior.
Corrió a reunirse con Michaël, a quien acababa de ver junto a la reja. No quiso inquietarlo y no le contó lo que acababa de suceder. Aguardaba un caballo, que acababa de robar Michaël en la cuadra de la policía. El camino era largo y no era cosa, aseguró el jenízaro, de que el joven amo llegara consumido de cansancio a casa de la dama consulesa. (Aplastamiento de mostachos y mirada experimentada).
Tomó las riendas Michaël y Solal subió a la grupa. Titilaban las estrellas de primavera. El caballo, generosamente azotado, sacudía a los dos felices a lo largo de flores admirablemente empalagosas. Bajo la cuesta de los Jazmines, el viento acariciaba la arena lamida por el mar insistente. Los gatos imploraban con gravedad.
En el parque del consulado, brillaban gusanos de amor azul. Michaël ató el caballo junto a la verja, encendió un cigarrillo y siguió a Solal. Estaba cerrada la puerta de la casa pero en el primer piso se veía una ventana entornada. El jenízaro se subió en los hombros al adolescente que alcanzó la ventana, saltó el antepecho y entró.
Adrienne dormía, una pizca enarcadas las cejas, con una sonrisa irónica flotando en los labios que él besó. Lanzó un grito, lo reconoció, tornó a cerrar los ojos. Lo atrajo hacia sí y las olas se encresparon. Intercambiaron el gran beso rojo. Canto de carnes en lucha.
Arqueada la cintura, erectas todas las venas y crueles los dientes, el adolescente desencadenaba los músculos y hacía la ofrenda a la extasiada que asentía gimiendo. Ritmo primero y ritmo padre. Caderas que alza el Eterno, caderas que baja el Eterno, embates profundos del Eterno. La vida piafante brotaba, jadeó en llanto triunfal. La mujer caía de cielo en gran cielo negro, con amplio batir de alas. Trágicas llamadas, avisos de gozo, advertencias del hombre a la mujer a quien penetra y que sonríe con desmayo a lo que está más lejos. Solal se sentía solo, ahuyentaba la imagen interpuesta de su madre y la muerte se estremecía en sus huesos y escapaba la vida en jubiloso tumulto. Se durmió un instante, despertó sobresaltado, rió de la arrobada que reconoció a su dueño.
Tapándose los pechos con las manos, se levantó y abrió la ventana. Volcado, derramaba el cesto de estrellas todos sus perfumes. El cielo curvaba su faz sobre la tierra inflamada que abría su seno. Soplo de jazmines y canto del mar. Inmortal fragancia de la inmóvil inmensidad moviente. Etcétera.
Adrienne fue a echar la llave a la puerta. Regresó, besó en la frente al adolescente que la había iniciado en la risa desesperada, en la acogida y en la vida por fin que se precipita y hace eterna a la vida. Él la miraba caminar. Aquel ondular enardeció su fuerza. Por la mañana, nada sabía y ahora era hombre. Alzó a su mujer, abatió de nuevo a aquella gran flor coralina y la cubrió. Se alzaban las resacas y lo sacudían. Gemía la dulce agonizante.
—Amado oh amado cómo irnos amado soy vieja tengo veintiséis años y tú, tú eres tan joven amado no puedo más qué guapo eres amado.
Ebrio de ser tan contemplado, decretó que se irían dentro de tres días o dentro de dos días; no, mañana. Lo había preparado todo y tenía dinero. Paladeando la palpitante paz y saciada de abundancia, lo aceptaba ella todo. Aquél era su dueño. Detestaba al otro y sus manías de impotente cerebral que hablaba clásico durante el día y necesitaba viles palabrejas de noche.
Cogió un cigarrillo de la arqueta y aguantó la primera prueba sin toser. Divisó, iluminado por un rayo de luna, un grabado de Miguel Ángel, detestó al tipo desnudo con el pelo ondeando al viento. De un brinco, asió el marco, lo abrió, hizo trizas a aquel crápula y arrojó los trozos al jardín donde Michaël se fumaba su vigésimo cigarrillo de contrabando. Dijo que él era el único hombre desnudo a quien podía mirar. Ella asintió, besó la mano y la ingle.
Pero los sobresaltó un rumor de pasos. Llamaron a la puerta. Ella pidió a Solal que se marchase. Pero él quería quedarse. No podía abandonar a su mujer. Arreciaron los golpes.
—Es él. Vístete. Ve, amado mío. Mañana nos marcharemos.
El silencio había sucedido a los golpes. Solal se ató el cordón dorado de la chaqueta y se asomó a la ventana. Dos formas luchaban abajo. Valiente Michaël. Antes de marchar, hincó la rodilla como uno de sus antepasados de España, besó la mano de Adrienne, trepó a la ventana y saltó al jardín.
Apartó a Michaël. El señor de Valdonne se incorporó, con el rostro tumefacto. El jenízaro, que conocía los usos, dejó que el amante combatiera en su lugar. Era justo: el cachorro debía probar sus garras. De un soberbio directo a la barbilla, el adolescente anestesió al cónsul. Michaël se cercioró de que latía el corazón del vencido y arrojó su esclavina roja sobre el cuerpo caído.
El amante montó a horcajadas en el caballo y ahora fue el jenízaro quien subió a la grupa. El animal, azotado en el hocico, salió disparado. Mecidas por el viento cálido de la carrera, las crines de los jinetes restallaban echando chispas. A ratos se volvía el vencedor y ambos cómplices se miraban con los ojos brillantes. Cabalgaban gozosos, echada la cabeza hacia atrás, ¡y era la vida tan tremendamente emocionante, hermosa y joven!
Antes de regresar al Domo, fueron a bañarse al mar. Reían a mandíbula batiente los dos bergantes. Solal se llegó hasta el cabo donde gemían cipreses. A la luz de la luna y en las tranquilas aguas, jugaba magníficamente y cantaba un canto de alegría, un grito de juventud.
Tras vestirse, se abrazaron con entusiasmo. Pero se acordó de su padre y le recorrió un escalofrío. El rabino le esperaba y puede que le matase. ¡Tanto daba y viva el peligro! Se detuvieron a unos cincuenta metros del Domo. Michaël fue a devolver el caballo a la cuadra y Solal abrió la puerta.
El rabino Gamaliel estaba de pie en la antecámara, en el lugar en donde lo dejara su hijo. Se acercó lentamente, lo cogió del cabello, vaciló, buscó, alzó la vista, miró al techo y arrancó de un solo golpe la cadena de cobre que sostenía una lámpara estrellada. Azotó el joven cuerpo con la cadena. Solal se desvaneció y cayó sobre el mármol donde lo abandonó su padre para ir a rezar (o quizá a meditar sobre la belleza de Adrienne).
A las cinco de la mañana, Solal se deslizó fuera de la casa y corrió hacia la cuesta de los Jazmines, flanqueada de naranjos, cactus, limoneros, mirtos, cidros, lentiscos, granados, higueras. De una roca escarlata fluía un hilillo de diamante al mar que respiraba con justicia de toda eternidad. El sol sacaba su cabeza abrasadora fuera del mar que humeó, y tres nubes de oro blanco rodearon al sol que escalonó sobre el anfiteatro de Cefalonia cubos amarillos cuyos vidrios estallaron en gritos rosas y verdes. Solal alzó las manos y saludó su vida azarosa que comenzaba con el amanecer del señor de Oriente.