La señora de Valdonne, saludada con entrañable respeto, fue conducida por Michaël junto al rabino. Saltiel, con tono de gran autoridad, ordenó al punto a Salomon que corriese y volase y contase que la consulesa, ¡que contase lo que quisiera pero que lo contase bien! A continuación, despachó a Comeclavos a alertar a los notables. Acto seguido, entró, supuestamente distraído, en la biblioteca del rabino, fingió abismarse en la lectura de un libraco y se acercó insidiosamente al grupo.
La mujer del cónsul, que fingía no reconocer a Solal, le preguntaba condescendientemente, al tiempo que contemplaba la inmensa sala cubierta de preciosas alfombras, las paredes encaladas, los topacios incrustados en las vigas. Solal balbuceaba porque lo estaba escuchando su padre, porque temía cometer faltas de sintaxis y porque desconocía aún el motivo auténtico de que se presentase allí aquella mujer. Habló sin ton ni son de Racine, impaciente por decirlo todo y por demostrar que había leído mucho. Sin interrumpir su lectura de teatro, Saltiel dijo con voz impersonal, hablando al foro:
—Trece años. Instruidísimo. Corneille, el príncipe de los autores trágicos, Moliere y todo.
La señora de Valdonne sonrió divertida. Solal proyectó asesinar a su tío aquella misma noche. ¡Deshonrado por culpa del asqueroso viejo! Sin percatarse de la suerte que le esperaba, el inocente Saltiel creía leer en el rostro de la señora de Valdonne sentimientos de admiración, feliz efecto de su oportuna apostilla. Se acercó, pegada la mano al oído haciendo corneta, y clavó la mirada, con mueca competente y amable, en la señora de Valdonne que explicaba el motivo de su visita en tanto que Solal, que se había colocado detrás de su padre, arrojaba al aire las dos perlas, las atrapaba y desafiaba a la diosa.
La mujer del cónsul, que presidía el comité del Instituto Pasteur, tras hablar de pasada del dinero que faltaba para terminar el anexo del hospital, invitó al rabino a la recepción que debía celebrarse a los dos días en el consulado de Francia, tras la inauguración del edificio principal. Se puso colorada, al pensar de repente que su gestión podía parecer extraña. Conforme hablaba, Saltiel, cuyo parecer a nadie se le ocurría consultar, se creía obligado a darlo a entender merced a una discreta mímica. Aceptaba ciertos puntos, se reservaba sobre otros; pero, conminado por una prolongada mirada del rabino, salió sin doblar la pantorrilla.
La señora de Valdonne concluyó diciendo que sería para ella un placer mandar otra invitación al joven hijo del rabino. Se tocó el collar y se le estremecieron levemente las aletas de la nariz.
Gamaliel contestó que alentaría gustoso a sus fieles a que aportasen su ayuda financiera al comité pero agregó, bajando la vista, que ni él ni su hijo podrían asistir a la inauguración: los dolorosos acontecimientos que se producían en Francia exigían recogimiento y constantes oraciones. La señora de Valdonne, que era antisemita y creía ardientemente en la culpabilidad del capitán Blum, asintió cortésmente. Solal decidió que iría a la recepción. ¡Que no se hubiera hecho oficial el tal Blum!
Rachel Solal llegó con el café dorado y la pasta de almendras. A continuación, alargó la mano a la visitante con recelosa torpeza y sonrió, sin comprender las amabilidades de la señora de Valdonne que no tardó en despedirse.
El tío Saltiel, al acecho junto a la puerta, había preparado un discurso. Pero la señora de Valdonne tenía un aire tan señorial que sólo pudo balbucir:
—Usted siga bien, señora.
Llovía suavemente. Los notables, alertados por Comeclavos, discutían en el patio. Saltiel se reunió con ellos, se pegó el dedo índice a la nariz. Veinte manos interrogadoras trazaron un cuarto de círculo; algunas falanges suplementarias y artríticas crujieron. El grupo entró sin hacer ruido. Guiaba Saltiel caminando hacia atrás y hablando con importancia.
—Creo, caballeros, que la cosa es grave, y así se lo he dado a entender a la consulesa. Podemos consentir en verdad.
Pero apareció Gamaliel. Así que Saltiel anunció que había terminado. Salió y se paseó por el patio en donde Solal corría y hada molinetes.
Dos días después, el ordenanza del consulado trajo tres tarjetas de invitación. Solal corrió a entregárselas a su padre, que las miró y las rompió. Había recibido un telegrama la víspera anunciando la condena del capitán Blum. Solal apretó los puños, se prometió ir a la recepción y siguió a su padre a la sinagoga donde debía celebrarse el servicio de contrición.
Como en el día del aniversario de la destrucción del templo de Jerusalén por el emperador Tito, el lugar de oración, tapizado de negro, aparecía iluminado por una sola mariposa. Los hombres, cubiertos de cenizas y descalzos, se lamentaban. El tío Saltiel pergeñaba planes de evasión para el capitán inocente. Sus amigos rogaban con toda el alma por el alsaciano y se balanceaban. El gordinfloncillo Salomon, para calentarse, llevaba las manos metidas en los bolsillos llenos de buñuelos ardiendo y cada vez que hacía una reverencia estaba a punto de caerse. Mattathias volvía las páginas del ritual con el arpón y masticaba. Solal, situado frente a los fieles, se había acomodado en el sillón reservado a los descendientes de Aarón. Meditaba sobre su vida futura. Cuando fuese mayor, arrojaría el dinero a la cabeza de los innobles y regalaría un coche de oro a su Adrienne.
Concluido el servicio, Saltiel sacó el periódico francés que proclamaba diariamente la inocencia del capitán Blum y al que acababan de suscribirse a escote los cinco amigos. Los Esforzados de Francia se sentaron sobre los escalones que conducían al tabernáculo y escucharon, distraídos por una mosca o por un grito lejano, las palabras de esperanza que leía Saltiel con acento de tomillo y lavanda. Salomon lloraba de confianza y estrechaba la mano de Michaël. Mattathias se marchó desanimado, golpeando con el arpón en varios bancos.
Saltiel interrumpió la lectura, se pasó la mano por la mata de cabello blanco, y se quedó mirando a Solal abismado en su ensueño. Se levantó y fue a regalar a su sobrino una flauta de caña. El niño dio las gracias con desacostumbrada amabilidad y sopesó el cetro ofrendado.
—Consígame, por favor, una tarjeta de invitación para la fiesta del consulado. Es usted ingenioso.
—Cariño, ingenioso si tú quieres y tanto como quieras, pero ¡qué ocurrencia! Condenan a nuestro hermano el pobre capitán, van a llevárselo a la Isla del Diablo donde hará grados por debajo del mercurio ¿y a ti te apetece divertirte? Y luego, ¿quién soy yo para que me den tarjetas, a mí?
Arrugó Solal sus magníficos arcos. Así que le prohibían ir a la fiesta por culpa de ese Blum del Demonio, un traidor por supuesto, no había más que ver sus lentes. Pensó en el profesor de francés que le esperaba en casa. El Lefèvre aquel seguro que tenía una invitación. Se la robaría como fuera.
El señor Aloys Lefèvre escandía los versos de Racine con delicadeza y nervio. Solal examinaba al joven flaco con cuello postizo demasiado alto, desembarcado en aquella isla griega, que se creía irónico y se felicitaba de poseer una mente lúcida. Todo cuanto le atañía tenía para el señor Lefèvre un interés sumo; quería llegar alto y sus ojos al acecho buscaban sin cesar relaciones, causas y efectos.
Solal sintió lástima, se arrepintió y cerró los dientes con un chasquido que sobresaltó al hijo de excelente familia arruinada. Salió para pedirle a Michaël su pistola damasquinada que, según afirmó, quería ver el señor Lefèvre. Regresó con el arma oculta debajo de la bata. El profesor se retocó el nudo de la corbata y se preguntó en qué estaría pensando el joven correligionario del traidor para sonreír de modo tan extraño.
—Estoy pensando en la fiesta del consulado —dijo Solal—. ¿Tiene usted invitación?
De ser necesario, lo mataría. El señor Lefèvre se abrochó la levita, se cercioró de que la flor de lis estaba en su sitio y contestó que en efecto tenía una invitación y que acudiría al consulado dentro de media hora. Se abrió la puerta. El rabino, que permitía que su hijo se iniciase a las ciencias profanas no sin remordimientos, se quedó mirando. Solal empalmó y recitó la respuesta de Eliacin a la reina Atalía. El padre cerró la puerta.
—Deme su tarjeta.
Aquella sonrisa era desagradable. Humedeciéndose los labios con la aristocrática lengua, el profesor se negó en redondo y amenazó con marcharse si el señor Solal seguía haciendo el histrión. El niño enloquecía de impaciencia y codicia. Aquella tarjeta suponía las bellezas del mundo que se le negaba. Comenzaba la vida peligrosa. Iba a decidirse su destino. «Hay que ser fuerte y no sensato. Abominación a los borregos».
El señor Lefèvre corregía una narración. Solal cogió el tintero de bronce que estaba en una mesa detrás del profesor, vaciló. Tenía el pelo tan bien peinado. Pero si no la veía hoy mismo, moriría. En definitiva, mejor el tintero que la pistola.
Mirándose actuar, cuidando de no asestar un golpe demasiado violento, alzó por encima de la cabeza inclinada del profesor la mano cargada y, con un rictus de asco, dejó caer el bronce. El señor Lefèvre se llevó lánguidamente la mano a la corbata y resbaló a cámara lenta. Solal, primero inmóvil y presa de gran remordimiento, se decidió. Hurgó en la cartera, cogió la tarjeta de invitación y se dirigió hacia la puerta. Pero volvió, mojó en un vaso de agua su pañuelo y se lo puso en la nuca al caído. Un poco más tranquilo, salió.
En el pasillo, dos criadas que llevaban una especie de litera le hicieron señas de que se detuviera. El señor Maïmon Solal, el padre de Rachel y de Saltiel, reclamaba a su nieto. El niño que había tenido el valor de dejar sin sentido al señor Lefèvre no se atrevió a desobedecer al nonagenario que, por primera vez desde hacía meses, salía de su cuarto.
Tres años atrás, los médicos habían anunciado el fin inminente de Maïmon cuyas largas vigilias consultando los libros de la cábala hacía ya tiempo que le habían debilitado la mente y consumido el cuerpo. Al tener conocimiento de que se avecinaba la hora de su muerte, el jefe de la rama menor de los Solal exigió que se le introdujese vivo en el ataúd que le estaba destinado. Los prudentes, declaró, debían demostrar así el respeto con el que recibían al emisario del Señor. Se ejecutaron sus órdenes. Pero no llegó la muerte y el anciano, con obcecación de loco, no quiso volver a salir de aquella caja donde se hallaba a gusto y en la que le trasladaban a veces a la sinagoga.
A través de la colgadura de la cama asomaron los hilos de una barba. Una mano diáfana apartó el velo y una cabeza de pájaro mostró unos ojos devorados por la curiosidad. Bajo la piel traslúcida, se hinchaba la vena de la frente con azules sobresaltos.
—He venido —dijo la voz de cabra— con el único fin de bendecir a mi nieta.
Las criadas le abrieron los ojos y le informaron de que era un nieto. Mientras el moribundo meditaba activamente, las mujeres intercambiaban miradas. Cualquiera sabía con aquel hombre que hablaba con cifras vivas. De repente el anciano, que no había dejado de lanzar taimadas miradas a Solal hipnotizado, se puso a chillar.
—¡Raza perversa que me engaña sobre el propio sexo de mis descendientes! Ven aquí, varoncito, ven aquí que te bendiga. ¡Que el caballo del Carro de Fuego te proteja y te bañe el agua del Ulai! ¡Sean tus enemigos candela y tu llama los consuma!
En la cocina, cayó al suelo una copa. Maïmon, que había perdido la noción de lugares y edades, se imaginó con su bisabuelo en Toulouse y pretendió que acababa de visitarle un magistrado.
—Decid al capitoul[3] que me encuentro mejor. Hasta puede que tome esposa muy pronto. Hace buen día y el olor a jazmín me excita los sentidos. ¡Sí, mucho bien le quiero a ese niño que es varón y no hembra! Y cuando salga mi número en la lotería de Cremona, como entonces seré riquísimo, compraré para este niño un monstruito llamado Leviatán; o un coche con un caballito fuerte oculto en su interior.
Solal se sustrajo por fin de la atracción que ejercía sobre él aquel anciano enajenado, salió y corrió gozoso hacia la cuesta de los Jazmines.
En el jardín del consulado, en el que runruneaban grupos, Adrienne se había apartado y pensaba en su triste vida.
Tras la trágica muerte de Vivian Pourtalès, su novio, sobrevenida un año antes, el conde de Valdonne, un amigo de Vivian, había compartido su dolor tan afectuosamente que al cabo de unos meses ella había consentido en casarse con aquel excelente amigo. Contaba entonces veintidós años y el señor de Valdonne tenía veinte años más que ella. Un año después del matrimonio, se arruinaban con especulaciones en la bolsa. El general de Nons —rico, avaro y proclive a tremendos ataques de ira— se negó a recibir a su hija, cuyo matrimonio había desaprobado, y a ayudar a su yerno. El señor de Valdonne, que tenía amigos en el quai d’Orsay, se decidió a aceptar aquel puesto de cónsul en Cefalonia donde pasaba la mayor parte del tiempo realizando excavaciones arqueológicas. Carecía de ambición y estaba contento con su suerte. Pese a pertenecer a la rama protestante de los Valdonne, era realista. Sabía que no tenía que contar con un ascenso.
Adrienne suspiró, sonrió pensando en el hijo del rabino. Gracioso, aquel niño. Hacía un rato, había entrado con tanto fuego y altivez; pero luego se debía de haber sentido perdido en aquel mundo en el que no conocía a nadie; había errado unos minutos y, tras comerse solitariamente un helado, se había ido a sentar bajo un cenador.
Se levantó y se dirigió hacia el niño que terminaba de grabar unas cifras en la mesa. La oyó acercarse pero no alzó la cabeza. Temblaba de angustia. Había confiado tanto en que no lo descubriese.
—Qué tranquilo está usted aquí en su rincón. Me alegro de que lo haya dejado venir su padre.
Su propio terror lo enfurecía. ¡Ah, era tímido! Pues le confesaría su crimen y ella lo echaría. Entonces la apuñalaría y sus ojos arrojarían llamas rebeldes sobre todos sus enemigos.
—No —dijo con voz ronca—, no me ha dejado y he asesinado a mi profesor que tenía una tarjeta.
Comoquiera que ella lo miraba con estupor, agregó que sólo le había dado un golpecito en la cabeza. Imaginó ella una fanfarronada, se tranquilizó y le preguntó por qué tenía tanto interés en venir.
—Yo qué sé. Además me aburro aquí.
Guiñó ella los ojos un poco miopes intentando leer las cifras grabadas. Él dijo que la primera fecha no era nada; que era la fecha de su nacimiento.
—¿Y la segunda? ¿Es la fecha de su muerte?
—No creo —sonrió él.
Se levantó, brillantes los ojos, seguro de pronto de que siempre saldría vencedor. Perdiendo la timidez, habló sin miedo, convencido de que ella lo admiraba. En realidad, lo encontraba guapo y una pizca ridículo. Le comunicó su deseo de marchar a Francia. Muy pronto se escaparía de Cefalonia y se iría allá, a las bibliotecas, a todos los teatros, y a todos los museos a ver todos los cuadros.
—Tengo reproducciones muy bonitas, se las enseñaré si usted quiere —dijo la señora de Valdonne.
Él fingió ahogar un bostezo. Le preguntó ella su edad. Contestó que dentro de tres años cumpliría dieciséis años.
—¿Y qué quiere decir la segunda fecha?
—No te… No se lo diré nunca.
—Ni siquiera sé su nombre.
—No tengo. Me llamo Solal. No me gusta que me haga preguntas. Le devuelvo las perlas que le robé.
Contestó ella que no entendía, que no había perdido ninguna perla. Él la miró. ¿A qué estaba jugando? Ya se vería. Se metió las perlas en el bolsillo.
Se acercó el señor de Valdonne, enjugándose la frente, luego las fláccidas mejillas, luego el monóculo. El niño, paralizado ante el bicornio, fue presentado. Yo también tendré uno y con más plumas, pensó al percatarse de que la señora de Valdonne no lo miraba ya con la atención casi sumisa de antes.
Tras la verja, Saltiel en éxtasis ante aquel sobrino de prodigio que charlaba con los poderosos de este mundo, rodeaba con el brazo el hombro de Salomon que se apoyaba en Comeclavos acodado en Mattathias. Solal se sentía acorralado. ¿Tenía que tender la mano a aquel hombre? Resultaba evidentemente ridículo como señor Solal. Hizo una profunda inclinación como los personajes de una novela francesa, leída con avidez y desprecio.
—¡Si le reconozco a usted! —dijo el cónsul al niño que retrocedió con aire amenazador—. ¡Se cayó usted en las gradas durante el reparto de premios del catorce de julio!
—Pesaban demasiado los libros que me tocaron.
Se arrepintió de inmediato. ¡Imbécil, imbécil, bocazas! ¡Todo perdido! Ahora ella se reía del vanidoso escolarcillo. Había que salvar la situación. (¡Y Lefèvre allá sin sentido! Ruina y desolación. Toda una vida trágica). Sí, salvar la situación, ser el que pone término a la conversación. ¿Tenía que comenzar por el hombre o por la mujer? Ignoraba sus asquerosas historias de protocolo. Alargó la mano que el cónsul estrechó con leve retraso, saludó secamente (si la primera zalema había sido un error, aquel desdén compensaría), caminó con lentitud y majestad hasta la verja y, esquivando a los Esforzados, corrió como un loco hacia el Domo, hecho un mar de confusiones, mordiéndose los puños. ¡Bonito comienzo de victoria!
Al llegar a su cuarto, se encerró con doble vuelta de llave, se miró en el espejo, se arañó las mejillas, se arrojó en la cama, hundió la cabeza bajo la almohada, lloró de rabia y vergüenza. Minutos después, le llegó un rumor de discusión y recordó que había matado a Lefèvre. Seguramente venían a detenerlo. Alzó el seguro de la pistola y abrió la puerta, resuelto a vender cara su vida. Se asomó a la barandilla de la galería.
En la antecámara, Michaël muerto de risa contaba a las criadas, recomendándoles que guardasen el secreto, que se había encontrado al profesor furioso y tambaleante y que había calmado su indignación prometiendo una mala pasada durante una noche sin luna a los charlatanes. Cuanto hiciese el amito estaba bien hecho. ¡Puede que le hubiera ofendido aquella cara de cabra llena de granos!
—¡Fuerte cerrojo a la boca asesina! —exclamó Perline que, para calmar su emoción, apuró el fondo de un viejo medicamento descubierto en el sótano, cuyas propiedades desconocía pero que hubiese sido una lástima no aprovechar.
—¡Pero si tienes tripas de acero, hermosa mía! —dijo galante Michaël que abrigaba proyectos matrimoniales.
Solal regresó a su cuarto donde, una hora después, vino su madre a anunciarle que estaba lista la cena. Bajó, se sentó a la mesa. Padre e hijo fueron servidos por la madre y los criados. Silencio. Intercambio de miradas. Al cabo de unos minutos, el rabino, runruneando una oración, se levantó y salió.
Lanzando un suspiro de alivio, Solal fue a sentarse con autoridad al sofá, se acarició señorialmente la planta del pie derecho, ordenó a su hermana que se acomodara y a Michaël que hiciese pasar a los amigos que aguardaban en el patio.
Comeclavos trinchó los restos de cordero y de carnero que traía una criada de lengua enajenada. A los postres, mientras se hurgaba en los dientes, relató imaginarias aventuras de Salomon y que cierto vendedorcillo de agua, un día en que formaba parte de la banda militar del presidente de la República, se sintió atraído por el abismo de su trombón, y cayó y se rompió el décimo hueso de la columna. Acto seguido, para purificarse el aliento, se terminó una fuente de pastas con ajo. Luego, eructó gravemente por deber de urbanidad y para demostrar que estaba ahíto; a continuación, afirmó con imparcialidad y melancolía que la cena no había estado nada mal. Finalmente, contempló el universo con despego.
Fingiendo querer comprobar si faltaba la vértebra, Michaël propinó un empellón a Salomon, atiborrado de ajos y berenjenas, que no tardó en dormirse durante un alegato de Comeclavos, que imaginaba tener que defenderlo de tres parricidios y salvarlo de la guillotina. Mattathias el ahorrador partía cerillas en dos.
Solal sacudió las crestas negras de sus cabellos, se levantó y salió. Era ya incapaz de soportar el pie descalzo de su tío y los ronquidos de Salomon yaciendo sobre su guitarra. Y por aquella raza se había pegado varias veces en el liceo francés con sus condiscípulos cristianos que le hacían la vida imposible y se burlaban de él porque era guapo y le envidiaban. ¿Por qué era judío? ¿Por qué tal desdicha? A los diez años era aún tan puro, tan fascinado, tan bueno; pero le habían invadido la amargura y la inquietud el día de la matanza de los judíos. Faldas levantadas de las mujeres asesinadas; masas encefálicas de niños en los arroyos; vientres agujereados. Sonrió con cansancio y cierta ciencia en la mirada. Y su madre siempre atemorizada desde entonces; su odiosa prudencia; aquel hábito innoble a la desdicha. ¿Sería él también más tarde un ser acosado? Su madre moriría loca de seguro. En el liceo, a veces, se dejaba pegar por hastío. ¿Para qué? Enemigos, siempre a mares. Ahora que cuando quería sacudirse aquella abulia, auténtico pavor le tenían. Los pelos que le arrancó al albanés grandullón, chorreando sangre lo dejó, él, Solal. ¡Y cómo los espantaba cuando hacía amago de coger la honda! A los diez años, ya, había conocido la maldad de los hombres, y el niño sabía que quedaría herido para toda la vida. Mientras que aquella Aude y aquel Jacques. «Ah, si supiera el mundo la bondad y la veneración que hay en mi alma. ¿Por qué quiere quitármela? Basta».
Se arrojó en la cama, dejó errar las manos por los muslos y soñó hasta el alba. Venía ella y su vestido le acariciaba. Lo despertó un estremecimiento; sentía un profundo asco. Había hecho el ridículo y no querría volver a verle. Salió, entró en una de las cocinas y cogió turrón con sésamo. Comió en la cama para consolarse. Se durmió, desesperado, con unos granos pringosos pegados a los labios. En la calle, el vigilante llamaba a los hombres a la oración del alba.
A las ocho de la mañana, entró Saltiel. Se dirigió con zancadas de primera clase hacia la cama de su sobrino, alargó en silencio dos sobres, uno de los cuales ostentaba el membrete del consulado de Francia, observó con mirada penetrante y entusiasmada al niño de prodigio que recibía ya misivas oficiales. Solal no abrió las cartas, las arrojó al suelo, pidió a su tío que lo dejara solo y se volvió contra la pared. Seguro que era ella que le mandaba unas líneas de desprecio.
Llamaron. Perline, sin duda. ¿No le tenía dicho a aquella estúpida que no volviese a entrar por la mañana cuando él estaba acostado? Ésa estaba enamorada de él, y cuando sabía que estaba solo en la cama aprovechaba el menor pretexto para ir a verle. Le daría una lección a aquella idiota, guapa por lo demás. Se quitó el camisón y fue a abrir. Se quedó ella sin respiro ante aquella desnudez de ámbar, reaccionó y balbució:
—Cabellos de noche, carita de oro, el señor rabino quiere ver a Vuestra Gracia, mi tesoro.
—No soy tu tesoro. Lávame.
En el patio, confiaba Saltiel al jenízaro que Sol era un auténtico león, que había recibido una carta del consulado y no se había dado la menor prisa en abrirla. «¡Una carta con un sello auténtico no falsificado!». Vino Fortunée a rogarle que fuera a hacer la compra. Se fue canturreando: «¡A la compra vayamos, compremos compremos buen pescado!».
Pero olvidó de inmediato la misión que se le había encomendado y se fue a soñar ante el consulado. Contempló la bandera de la querida República y alzó su gorro de castor que cayó al mar violeta. Lo pescó Mattathias desde su barcaza. Saltiel le rogó que hiciese menos ruido «delante del palacio de Francia». Callejeó durante una hora, regresó al Domo sin haber comprado el pescado, regañó a las criadas que le reprochaban su negligencia y mendigó a su sobrino el contenido de la misiva consular.
Solal no le habló de la carta por la que Lefèvre abandonaba al joven bandido a sus costumbres asiáticas y le anunciaba que abandonaba la isla al día siguiente, llamado a funciones no menos distinguidas que los sentimientos con los que tenía el honor de ser y etcétera. No le dijo tampoco que había mandado a Michaël a que llevara al profesor, en señal de homenaje y contricción, veinte mangos, un inmenso ramo de rosas y confituras de limones y naranjas. Pero enseñó a su tío, deslumbrado de mundanidad y una pizca celoso, la hermosa tarjeta del señor de Valdonne. El cónsul de Francia lo invitaba a tomar el té aquella misma tarde. Saltiel palpó los relieves de la tarjeta grabada y se eclipsó como en el teatro, para ir a clamar la noticia. Mientras corría, meditaba sobre aquel té. ¿No acababan poniéndoseles los ojos oblicuos a quienes tomaban aquella bebida china?
Cuando regresó al Domo para asistir a la comida de los dos señores, oyó extasiado al rabino autorizar la visita que Rachel se atrevía a desaconsejar. Secretamente halagado por la invitación del cónsul, Gamaliel manifestó, con la mirada baja, que el niño tenía que aprender a conocer el mundo. En el último momento, sintió remordimientos y recomendó a su hijo que rechazase los alimentos impuros que sin duda le ofrecerían. Solal prometió, besó la mano de su padre y salió.
Con paso voluntariamente indolente, pero latiéndole con fuerza el corazón, cruzó el patio donde un pueblo ingenuo admiraba al niño que iba a visitar al representante de Francia.
Michaël, de rojo ataviado, fustigó con viveza a los dos magníficos caballos que partieron al trote llevándose en el coche de gala al niño vestido de terciopelo negro. El brillante tiro era seguido de lejos por un miserable coche de punto desde el que acechaba Saltiel. Mattathias, Comeclavos y Salomon seguían al tío a distancias desiguales. El pequeño vendedor de agua iba el último de todos. Había alquilado un asno que no tiraba.