II

Saltiel madrugó más al día siguiente. Temía llegar tarde a la ceremonia de la mañana en la que se proclamaría la mayoría religiosa de su sobrino, cuyos trece años habían llegado por fin. Se sentía responsable de grandes deberes para con Solal de los Solal. Tenía que observar las distintas reacciones de la opinión pública, conocer al detalle los regalos que mandarían y describir en fin a sus amigos y enemigos el estado de felicidad en que se hallaba así como los suntuosos alimentos que se preparaban en la mansión del rabino. Imaginaba rostros lívidos de envidia con un placer que se le antojaba satánico y que no era sino el de un entrañable y cándido viejecillo.

La ceremonia tenía que comenzar a las nueve. A las seis de la mañana, se hallaba al pie de la cuesta de los Jazmines, caminillo que bordeaba el mar. Sonó una voz aguda en el frescor.

—¡Eh, compadre Saltiel! ¿Qué noticias hay?

Contempló al hombre ataviado con una túnica de tela verde ceñida en el talle por un cinturón de cuero. Le saludaba agitando el arpón de hierro que remataba su brazo amputado. Mattathias Solal, alias Mascarresina, alias capitán de los Avaros, dueño de la barcaza que transportaba la sosa para los jaboneros de la isla, arrojó el ancla y se acercó a Saltiel a quien estrechó la mano. Se le habían quedado oblicuos los ojos y abiertas las orejas de tanto mirar a derecha e izquierda y querer escucharlo todo.

—Déjame en paz, hermano, que tengo mil preocupaciones —dijo Saltiel que se hallaba en el colmo del arrobamiento.

Mattathias paseó de uno a otro carrillo la resina de lentisco y se acarició las hebras rojizas de la perilla. Su mirada era particularmente circunspecta.

—¡Que no te aqueje ningún mal, tío! ¿Cuáles son pues tales preocupaciones? Espero que no sean de orden financiero.

—Los trece años. ¿Sabrá atar las filacterias? Es hombre en Israel. ¡Ah, cuántas preocupaciones! —contestó Saltiel con un hastío fingido que pobló de bonitas arrugas la tersa piel de su rostro cándido.

—Enhorabuena —dijo Mattathias cuyos ojos azules no se dejaban engañar—. ¡Salud, fuerza y vida para Solal de los Solal!

—Deja, deja, Mattathias. Pese a tus prestamos al seis por ciento, eres un buen muchacho, siempre lo he dicho.

—¿Cómo que al seis por ciento? —replicó Mattathias ofendido pues jamás prestaba a menos del siete y cuarto—. No me crees mala reputación, por favor.

El gordito Salomon, vendedor de bebidas frescas, se hallaba a un centenar de metros. Esgrimiendo el redondo barrigón, llevaba una enorme jarra de arcilla sujeta con una tira de cuero y llamaba a invisibles clientes al tiempo que hacía entrechocar dos cubiletes de cobre. Aquel poeta, ataviado con una corta chaqueta amarilla y pantalones bombachos rojos, gritaba para sí en plena ebriedad matinal:

—¡Agua de albaricoque y limonada de limoncillos! ¡Fresca mi limonada como el amor en primavera! ¡Fresca el agua de albaricoque como los ojos de la gacela y como los labios de la Sulamita!

Se le iluminó el afable semblante imberbe, la nariz respingona se estremeció cuando avistó a sus dos íntimos amigos. Echó a correr hacia ellos con todo el brío de sus piernas regordetas y de sus piececillos descalzos.

—¡Oh tío Saltiel!, ¿usted por aquí? —preguntó sin resuello y con tono de exquisita cortesía—. Se lo ruego, bébase un vaso de agua fresca con zumo de albaricoque. Y tú, Mattathias, bébete también un vaso gratis. ¡Y también yo beberé, si place a Dios! ¡Y qué estupendo es todo esto y qué felices somos!

Lavó los vasos con simulaciones destinadas a convencer de que empleaba mucha agua, los restregó con una hoja de naranja y los llenó hasta el borde de un líquido dorado, al tiempo que formulaba donosos votos de felicidad.

—Gracias, Salomon —dijo Saltiel—. Ten, toma este cigarrillo. Te lo fumas esta noche.

—Bueno, ¿y cómo van todos? —inquirió Salomon volviendo ingenuamente la menuda mano.

—Muy mal, amigo mío. Me duele la cabeza. Triste tiempo éste —dijo Saltiel contemplando el magnífico cielo terso como si fuese a estallar y limpio de toda nube—. Me ha fallado un negocio soberbio.

—¿Algún número de lotería que leyó usted en sueños? —preguntó con arrebato el inocente Salomon que respetaba los conocimientos cabalísticos de su amigo.

—¡Nada que ver con loterías! Me habían pedido que dirigiera una factoría de pesca de bacalao en Spitzberg —contestó Saltiel mirando fijamente al crédulo vendedor de agua.

Mattathias, sin dejar de escudriñar con la mirada las grietas del camino con la esperanza de encontrar alguna monedilla, se preguntaba de dónde sacaría el tío Saltiel sus mentiras y cuentos absurdos.

—Y no quise por no abandonar mi isla y a mis amigos. ¡Tan cierto como que Dios y yo estamos vivos!

—Pero no es más que un aplazamiento, se marchará usted mañana —dijo Salomon cuyos ojos brillaban de codicia ante la imagen de una situación tan poética y lejana.

—Oh, no importa. Hay más negocios. Por ejemplo en Ceylán. En Ceylán. En Ceylán, querido amigo, hay una barbaridad de perlas. Así es. Te zambulles. Vendes las perlas. Cien luises de oro. Te fumas un pitillo después de zambullirte. Y eres rico y dichoso.

El propio Mattathias, con todo su escepticismo, no pudo resistirse a tan agradable visión y comprobó maquinalmente si llevaba bien cerrado el monedero.

—Así sea, oh compaño Saltiel —suspiró.

Salomon, de pura emoción, se rascaba frenéticamente el menudo cráneo pelado y la plantación de cabellos rebeldes e invertidos, junto a la frente.

—¡Te zambulles! —dijo fascinado—. Pescas perlas. ¡Cien luises de oro! ¡Mil cigarrillos! A mí sí que me gustaría pescar en Ceylán, tierra de la felicidad. —Y sin dejar de retorcerse el mechón frontal que había resistido a las tijeras de numerosos barberos, anotó las cifras en un pequeño carné que llevaba siempre consigo.

—Y a veces —agregó Saltiel—, el mar indio de Ceylán contiene ostras con diamantes y rubíes, caracoles marinos cuya concha es de zafiro y glóbulos de racamalardinisfaronfo que, como sabéis, es entre las preciosas la piedra más preciosa y prácticamente inencontrable.

—Lo sabíamos —repitió Salomon. (Un lapso)—. O mejor dicho, a decir verdad, sólo lo sabía un poco —agregó bajando la cabeza.

Y así brillaba el pobre Saltiel ante sus humildes amigos, consolándose de los desplantes que le infligía su arrogante cuñado.

—Cuéntanos, colega, uno de tus viajes, pero no mientas demasiado —le pidió Mattathias acariciándose la barbita.

Saltiel sacó una llavecilla y dio cuerda a su reloj.

—¡Dios santo, las siete ya, amigos míos! La ceremonia se celebrará a las nueve y esta tarde viene la consulesa. En fin, sentémonos, hijos de la Alianza, y platiquemos dos minutillos.

Declaró Salomon, como de costumbre, que por hoy había trabajado bastante; que estaba cansado; que no le apetecía morir joven y de agotamiento; que mañana seguiría trabajando; que además le quedaban veinte céntimos, lo que le daba para vivir tan a gusto durante dos días. Conque fue a dejar la jarra a casa de un vecino. Se reunió al punto con sus amigos que se habían sentado en los peldaños del convento de las Damas de la Misericordia y sacó un cucurucho de garbanzos tostados. Comenzaron los tres a hablar de jerarquías, prelaciones, generales, política, ministros. Como siempre que abordaban tal tema de predilección, discutieron prolijamente, se pelearon y acabaron insultándose.

—Oh hijo idiota de padre imbécil, así cojas la lepra, ¿has visto alguna vez algún ministro?

—Sí, señor mío, sí que he visto.

—¿Y sabes que cobran propinas de medio millón?

—Estoy en antecedentes. Y hasta de un millón. Ya ves que estoy al corriente. Ten, toma unas pasas.

—Alabado seas y ojalá vivas ciento tres años. Ten, coge almendras.

Eran felices y tan sólo echaban de menos la presencia de sus otros dos amigos, Comeclavos y Michaël el Fuerte.

—¡Cómo nos queremos los cinco! —declaró Salomon frotándose las manos—. ¡Ni al pie del cadalso renunciaremos a nuestra amistad! ¡Solemnemente lo juro! La amistad que nos une es proverbial. Somos cinco como los dedos de la mano. Auténticos amigos que lloran la desgracia del uno y se cuelgan de la alegría del otro. Qué mejor cosa que cuando estamos los cinco juntos y nos damos el brazo y nos paseamos. ¡Ojalá me reúna con vosotros en el Paraíso, amigos míos! ¿No tengo razón? (—Tienes razón —corroboraron los otros). ¡Y Solal los cinco! ¡Qué gran familia formamos!

Un lejano parentesco unía, en efecto, a los cinco amigos. Descendían de los Solal de la rama menor quienes, tras siglos de vagabundeo por distintas provincias francesas, se habían instalado a finales del siglo XVIII en la isla griega de Cefalonia. De padres a hijos, los Solal de la rama menor habían seguido hablando entre ellos la lengua francesa. Su lenguaje en ocasiones arcaico arrancaba sonrisas a los turistas franceses que visitaban la isla. Pero aquella fidelidad al país amado y a la noble lengua resultaba entrañable. Durante las veladas de invierno, los cinco amigos leían juntos a Villon, a Rabelais, a Montaigne o a Corneille, para no «perder la costumbre de usar expresiones elegantes», que hacían asomar a los ojos de Saltiel o de Salomon lágrimas de efusión y añoranza. Los cinco amigos se sentían, ni que decir tiene, orgullosos de seguir siendo ciudadanos franceses —como, por lo demás, una parte de los judíos de Cefalonia—. Mattathias, Salomon y Saltiel, por distintas razones y no obstante su insistencia, habían sido dispensados del servicio militar, en tanto que Michaël y Comeclavos se ufanaban de haberlo realizado en el 141 de infantería en Marsella. El jenízaro había sido apuesto tambor mayor y Comeclavos áspero cabo.

Así como los chicos miraban por encima del hombro a los judíos de la isla que eran súbditos griegos, tenían en cambio un pelín de envidia a los Solal de la rama primogénita. Éstos, originarios de España, habían llegado a Cefalonia a comienzos del siglo XVI. La línea primogénita, a la cabeza de la cual se hallaba situado el rabino Gamaliel, tenía por autor al exilarca Judá y su jefe ostentaba, desde tiempos inmemoriales, el título de Príncipe de la Dispersión. Rica, dueña de palacios en Venecia, El Cairo y Nápoles, distinguida con hombres célebres y audaces, contaba la familia entre sus antepasados con grandes médicos, filósofos (uno de ellos fue célebre), astrónomos, cortesanos, poetas y caballeros hábiles en los torneos. En la biblioteca de Gamaliel había un retrato de Don Solal ben Gamaliel Solal, primer ministro del rey Alfonso de Castilla y amigo de la reina.

—Me han llegado voces de que desde hace algún tiempo nos llaman los Esforzados de Francia —dijo Salomon—. Celos, porque hablamos entre nosotros la grata lengua de nuestro lejano país que es como uva moscatel, y porque compartimos entre nosotros todos nuestros bienes, a excepción de Mattathias, y cuando uno de nosotros está en quiebra reina la desesperación entre los otros cuatro que corren aquí y allá y se las ingenian para salvarlo. ¡A mí me encanta afanarme por mis amigos cuando me dan una orden!

—Un solo Salomoncito tenemos —murmuró Saltiel—. Que Dios nos lo conserve.

—Hombre, es que saben que somos amigos de siempre y que nos amamos más que entre hermanos —dijo el tío—. ¿Te acuerdas, Salomon, de la Escuela de Talmud? Tenías cinco años y yo veinte. Eras siempre el último.

—¡Y usted, tío, siempre el primero! —contestó Salomon alzando ufano la cabeza—. Y ahora le ruego que se sirva contar su historia.

Saltiel, consciente de que su cuñado le echaba en cara que se rebajara alternando con humilde compañía, miró que no apareciese ningún notable por el horizonte. Tranquilizado, metió mano en el cucurucho de Salomon y comenzó en estos términos:

—¡En primer lugar, oh hijos de Israel, oh fieles y dilectos míos, oh colegas de mi vida y destino, exaltaré el nombre del Eterno pues es uno y benigno! Y a continuación, menester es que os diga y que sepáis que hace frío en Spitzberg.

—¡Vaya, hombre! —exclamó Salomon, al tiempo que cogía garbanzos—. Y yo que pensaba que al revés. ¿Y dónde para ese país de la gelidez y el escalofrío?

Cruzó las cortas piernas y aspiró con satisfacción la tibieza del aire. Saltiel contempló severamente al ignorantillo y contestó que Spitzberg se hallaba en un ángulo de Inglaterra.

—País de la libra esterlina —anunció Mattathias meneando la cabeza con gravedad y competencia.

—¿Quién puede luchar contra el Banco de las Inglaterras? —suspiró Salomon frotándose la oronda faz imberbe salpicada de pecas—. Pero prefiero Francia.

—Que viva y prospere —dijo Saltiel—, pues es el más precioso país del mundo. Pues Inglaterra, ya digo, como su nombre indica está llena de ángulos[1].

—¿Y cuándo fuiste a ese Spitzberg? —preguntó Mattathias sospechándose algo.

—En una época de mi vida —replicó secamente Saltiel.

—¿Y qué se hace allá? —inquirió Salomon, totalmente satisfecho de la respuesta.

—Nada. Unos días hace frío, otros, calor. Comes bacalao al sol de medianoche. Y ya está.

Saltiel Solal había estado efectivamente en Spitzberg a consecuencia de un error. Cualquier otro se hubiese ufanado de las aventuras que le habían ocurrido realmente en el lejano país y se hubiese limitado a referirlas con veracidad.

—Tenía, pues, que ir a Argentina, pero el hijo de Moab que estaba en la ventanilla de la oficina de los viajes, por puro odio a nuestra santa nación, me indicó una fragata que no era. Y, no yendo a esa Argentina…

—País del dinero[2] —explicó Mattathias a Salomon.

—Exacto —dijo Salomon—. Y «tina» es por lo bonita.

—No yendo, me perdí el mayor negocio de mi vida. Jamás caí en semejante emboscada. En vez de hacerme millonario, vi focas; en las montañas, focas; en el mar, animales llamados leonfantes; y serpientes y cocodrilos en todos los caminos. Por otra parte, ese Spitzberg será probablemente un invento de las compañías de navegación que están dirigidas, como sabéis, por los jesuitas —concluyó Saltiel con cara de hastío.

—Verdad —dijo Mattathias.

No tenía ni idea pero la inesperada aparición de los jesuitas aquellos le complacía infinitamente. Salomon, estupefacto, abría la boca de par en par olvidando masticar los garbanzos. ¡Qué maravillas le contaría a su mujer al volver a casa! Suplicó a Saltiel que le escribiese en el cuadernillo aquellos nombres de países y animales que temía olvidar.

—Pues los jesuitas que tienen una policía tremenda —continuó diciendo el inventivo tío—, cuando ven que uno de nuestra raza marcha a hacer fortuna a Argentina, ¡dan órdenes rápidamente y te lo mandan a Spitzberg! Y precisamente sólo judíos había en aquel barco que iba a Spitzberg.

—Somos multitud —dijo gravemente Mattathias.

—¡Más numerosos que los saltamontes y que los granitos de arena del desierto! —agregó Salomon, irradiante de tímido orgullo.

Prosiguió Saltiel con sus delirios, embriagado por la ligera brisa y por la admiración de sus compadres.

—¡Aquellos judíos, traicionados todos como yo! Además, como os he dicho, no me creo que el Spitzberg ese sea un país auténtico del mundo. O si no, estará situado más bien hacia el centro. En Marruecos quizá. ¡Vete a investigar y a juzgar! Además, que hace frío en Spitzberg. Lo que prueba que no es un país de los de arriba. Compruébalo si puedes.

—Uno de nuestros antiguos dijo —comenzó a decir Mattathias.

—Más bien uno de nuestros sabios —sugirió Salomon que quería colocar una palabra sensata.

—Dijo: «Antes de que esté el hilo en la aguja, no puedes decir que estará cosida la túnica».

La intervención no guardaba la menor relación con el relato de Saltiel; pero al haber hablado éste de juicio, se le había antojado oportuno a Mattathias proferir, como es de recibo entre gentes de educación, una cita sentenciosa. A Saltiel no le gustaba que lo interrumpieran.

—¡Escuchad mi palabra si queréis que hable y si no queréis que hable decidlo pero si queréis que hable os calláis!

Reinó un largo silencio.

—En aquel triste asunto de Spitzberg, la malignidad de las naciones —prosiguió Saltiel con trágico mohín— se me reveló en su tenebrosidad. Y cuando le preguntaba al comandante, se reía como quien se burla. ¡Como podéis imaginar, cobraba doble propina!

—Seguro —dijo Salomon, a quien no se le alcanzaban aquellas complicaciones pero cuya alma era bondadosa y complaciente—. Y hasta puede que triple propina.

Saboreaban los tres soñadores la discusión y charlaban sin reparar en las horas que pasaban. Tanto daba a aquellos hijos de Oriente que su conversación fuese fantasiosa y vagabunda. Lo esencial era platicar en fraternal compañía y hablar de lejanos horizontes. El ahorrador Mattathias tuvo un hermoso gesto de generosidad. Sacó un pañuelo que contenía pepitas de calabaza, dio doce a Saltiel y cuatro a Salomon que dio las gracias con fervor. Masticaron sonriéndose de felicidad. Un precavido mosquito tanteaba, se equivocaba, vacilaba con una fina esquila en el calzón color avellana de Saltiel y acabó deteniéndose en la media. Alzó la mano Mattathias para aplastar el insecto.

—¡No, no mates al bicho, Mattathias! —exclamó con vehemencia el pequeño Salomon.

—Sí, déjalo vivir —dijo Saltiel pensando que la criatura sería sobrino de otro mosquito—. Los mosquitos también poseen alma pero es pequeñita y no inmortal. ¡Vamos, mosquito, ve hacia tu destino y diviértete mientras estés con vida!

Suspiró, cansado de sus mentiras.

—Ya no sé. Ya no sé dónde paraba aquel Spitzberg y, a fin de cuentas, me trae sin cuidado pues Dios está en todas partes. ¿Acaso hay calles en el mar? Agua aquí, agua allá. Han metido en Marruecos algún oso o algún esquimal, hijos de Cam ambos. ¿Y quién sufría por no estar en Argentina? ¡Ciento cincuenta víctimas judías de la opresión y de la intolerancia religiosa! ¡Pero brillará el día del Señor y serán barridos nuestros enemigos!

Salomon admiró a su amigo.

—Venga a almorzar conmigo, compadre —suplicó—. Jugaremos a las tablas reales.

—No, hijo mío. ¡Huele!

Saltiel alargó a Salomon su pañuelo perfumado.

—¡Deliciosa mirra! —exclamó Salomon respirando el pañuelo con muy infinito placer.

—Otra vez iré. Y no olvides que me gusta el bazo de buey en vinagre. ¡Oh desdicha! Son las once y me he perdido la ceremonia de la sinagoga. Tengo que ir al Domo. Hay reunión de notables y me esperan. ¡Adiós, hijos, el Cielo sea con vosotros!

—Creo que también yo estoy invitado —dijo tímidamente Salomon.

—No es verdad. Pero ven igualmente, hijo —dijo Saltiel sonriendo con afabilidad.

Mattathias marchó a vender recuerdos de Cefalonia a los ingleses que salían del hotel. Caminaba y sus ojos acechaban en los ojos de los turistas el deseo de sus mercancías. Transitaba cabizbajo pero con la mirada alzada oblicua indagadora rápida certera computadora voraz. Se detenía de cuando en cuando a recoger «un pulidísimo trozo de pan» abandonado por algún pródigo, algún desconsiderado, algún hombre de pecado. Se preparaba así excelentes gachas.

Saltiel y Salomon cruzaban entretanto el puerto, la aduana y la ciudad griega.

En los establecimientos vibrantes de moscas y almizcle donde los barberos tentaban a toques monótonos sus mandolinas o las epidermis, zumbaban noticieros y políticos. Se balanceaban bacalaos sobre las tiendas de ultramarinos y de los toneles despanzurrados escapaban los regueros yesosos del queso. Bajo los arcos, los coroneles de policía tomaban café y comían pastas rosadas que les engolosinaban las mejillas confiriéndoles una expresión distinta e imponente, se limpiaban luego las manos con pañuelos de seda, respiraban hondo, sonreían. Colgaban corderos despellejados arrimados a las paredes enlucidas. Circulaban golosinas azules y billetes de lotería. Se desgañitaban los vendedores de turrón rojo, rosarios y huevos duros. Discutían dos sacerdotes; el más joven con voz aguda, en tanto que el anciano, arremangándose con dos delicados dedos, asentía por cortesía al tiempo que aguardaba su momento de victoria dialéctica. Un mendigo inmóvil repetía en una calle solitaria su lamento implorando la piedad de los misericordiosos que no le dirigían una mirada.

Salomon pidió autorización a su amigo para pasar un instante por su casa a darse una pizca de cosmético en el pelo y coger la guitarra. Mientras lo aguardaba sin impaciencia, contemplaba Saltiel las moscas que caminaban por los párpados de un mendigo dormido y pensaba que también ellas estaban contentas, porque se frotaban las patas delanteras.

Por fin, apareció el hombrecillo y reemprendieron la marcha. Acompañándose con la guitarra de la que volaban pesadamente moscas metálicas que zigzagueaban de ebriedad y de calor, tarareaba Salomon una melodía de su invención.

Como llegaban tarde, tomaron un coche. Antes de azuzar al caballo que soltó un violento y herboso chorro de orina, el cochero cerró los ojos de placer, se inclinó hacia atrás, tomó las riendas y exhaló la orden: «¡Andando, hijo de la yegua!».

Un chiquillo acariciaba con gestos desvergonzados a una cortesana que lo insultaba y reía a los soldados griegos a quienes incitaba con el dedo medio. Un borracho cantaba una canción campesina y gritaba blasfemias y tornaba a cantar con voz loca de amor. Un alcahuete seguía a un inglés haciéndole ofertas con voz queda y falsamente indiferente. Arrodillada, una vieja de mejillas arenosas sonreía, desdeñosa y suspensa, al cordero que se asaba en la brasa.

Saltiel y Salomon empujaron la verja bordada de lazos oxidados. Penetraron en el patio, rojizo de sol y enlosado con piedras redondas, donde los parásitos habían desplegado a la sombra sus alfombrillas y aguardaban las fuentes de comida, controvertiendo, fumándose sus pipas de agua, computando las cuentas de sus rosarios y suputando complejidades. Al fondo del patio, el Domo de los Solal hinchaba bajo el cielo azul su cúpula blanca. Sentado en el banco de guardia, Michaël espantaba con su sable de caballería a los enjambres de falsos invitados. Al divisar al tío Saltiel, se levantó, saludó a lo gran señor respetuoso. La mano partió del corazón, se elevó hasta la frente y rozó el escudo de mano doble de los Solal, esculpido en la pared.

Al tiempo que rogaba que aquella buena acción fuese incluida en el crédito de la cuenta celeste de su sobrino, Saltiel lanzó tres céntimos a un mendigo que invocaba y que, al no tener nada más que esperar, recobró su cara de odio. Salomon se detuvo en medio del patio, delante del pozo, y bebió en el pozal de cobre. Se quedó delante de las bóvedas del edificio separado donde se ubicaban las cocinas y las habitaciones de la servidumbre. Del horno escapaban efluvios de cordero y los vapores salados del queso. Salomon, con la boca abierta y un índice liberal metido en la nariz, contemplaba los frisos de pimientos y admiraba a las criadas que avivaban los hornillos.

—¡Desolación! —gimió Saltiel—. Se me ha olvidado. Bien-Nommée, pichoncita, dales lustre a mis borceguíes.

La criada se puso en cuclillas y restregó con violencia. El tiíto, bajo el sol que le caía ferozmente en la nuca, seguía con obnubilada y severa atención el trabajo de Bien-Nommée que se afanaba y esmeraba. Se sintió feliz al ver el glorioso brillo de sus zapatos y prometió a la fea criada que Michaël se casaría con ella. Se rascó ella la barriga y rió avergonzada.

—Ah, amigos míos —continuaba diciendo Salomon—, de tener una cocina semejante a esta mansión de belleza recibiría en la cocina a los invitados. ¡Y si me visitase el rey en la cocina lo recibiría! ¡Parrillas de veinte dimensiones, escudillas, rascadores!

Cerrados los ojos y en pleno delirio, salmodió la enumeración bajo el cielo cuyos ardores lo postraban. Por fin, suspiró que la riqueza era santa cosa.

—Qué quieres, hijo mío, el Señor se ha mostrado pródigo —dijo Saltiel.

—Sí, pero no conmigo —replicó el aguador.

Un violento estruendo les hizo aguzar el oído. El exaltado Salomon disfrutó imaginando imposibles acontecimientos y que tronaban los acorazados británicos.

—¡Que vienen los ingleses a salvarnos la vida y a defendernos de las matanzas!

—No te emociones —dijo el tío—, es Comeclavos que está tosiendo.

El quinto de los Esforzados de Francia se acercó, tosiendo y gesticulando. Se mesaba indignado las dos puntas de la barba ahorquillada. Tenía su voz ronca los rugidos rotundos de un torrente.

—¡Negarme la entrada a la ceremonia a mí que soy Casi Abogado, a mí, caballeros, que intervengo ante el tribunal rabínico y de contrabando ante el tribunal de los griegos!

—A lo mejor no te ha querido mi hermana porque complicas demasiado los pleitos —dijo Saltiel.

—Mira —pregonó ufano Salomon—. Mírame. Yo observo una buena conducta ejemplar.

—Cállate. Estoy por encima de tales mezquindades. Hablaba de eso por hacer lengua. Escucha, querido Saltiel, que tengo que hablarte en confianza. Dame algo, oh tío del honorificado, dame cualquier cosa. Aunque sea una perra. Para tomarme una taza de café. Si no, soy capaz de maldecir a tu sobrino. (Tremendo rictus de Comeclavos).

Saltiel le dio un escudo, besó la Salvaguardia clavada en el marco y empujó la puerta de la casa.

Treinta hombres y veintitrés mujeres se interpelaban en la antecámara cuyas ventanas batidas dejaban entrar el viento que torcía el chorro de agua en torno al cual respetuosos comerciantes discutían sobre el agio con agradables sonrisas, sacando bien la barriga en aquel día de importancia. Deambulaban cubiertos por el damero de mármol. Las mujeres contoneantes y enjoyadas lucían agresivos colores florales. Los trajes de los hombres ostentaban los tonos apagados de los sorbetes de frutas que sorbían distraídamente. Las corrientes de aire sacudían las cabelleras de astracán de las sudadoras que guiñaban los ojos deslumbradas por los rayos oblicuos del sol.

Desde lo alto de la galería donde se abrían las habitaciones del primer piso, observaba Solal a sus tres primos, los hijos de Jacob Solal muerto en Jerusalén: Reuben que masticaba con unificadora avidez tres peladillas junto con el diente que acababa de romperse, Saül iluminado y Nadab rico en desprecio. Los asistentes evitaban a los tres adolescentes a quienes veían abocados a la locura como su padre.

Solal, a continuación, analizó a su madre. En el ancho rostro de arena, los ojos de Rachel brillaban como el carbón tallado. ¿Por qué le inspiraba repulsión aquella mujer que lo examinaba con odiosa clarividencia? Adrienne de Valdonne. ¿Por qué querría ver al rabino? ¿Qué había en común entre aquella diosa y aquel hombre perverso a quien llamaban El Rabino del Mediterráneo o la Luz del Exilio?

Saltiel escrutaba el rostro de su sobrino creyendo leer en él la emoción que experimentaba sin duda el niño en aquel día de iniciación religiosa. «Se me parece. Y es guapo. Por mucho que haga y diga el rabino, el niño tiene mi nariz, mi boca, mis dientes. Los dientes de la rama primogénita no están mal. Pero comparados con la dentadura de la rama menor, clavos de especia pasados».

Se inquietaba Rachel de que no apareciese su marido. Rogó a su hermano que se acercase a la Academia de Talmud donde enseñaba Gamaliel a veinte rabinos llegados de distintas comunidades de Oriente. Vaciló el tiíto pues temía a su cuñado que despreciaba su agitación, sus ensueños y su pereza.

—¡Siempre los recados ingratos! ¡Los Solal primogénitos son magníficos leones que nunca tienen prisa, que miran a este lado y luego al otro!

Pero era de carácter servicial y se decidió a salir. Abrió la puerta. Las dos criadas jóvenes que se relevaban ante el ojo de la cerradura retrocedieron. A Saltiel le apeteció ejercer de jefe.

—¡A las cocinas las alcahuetas, intrigantes y traidoras!

Un cuarto de hora después, se oyó el rumor del coche que traía a Gamaliel Solal. Perline, a quien aterraba la llegada del amo, giró sobre sí misma y se bebió un vaso de agua para demostrar actividad.

Asomadas a las ventanas del callejón de Oro, caras demasiado vivas espiaban a través de la ropa tendida de una a otra casa y comentaban la generosidad del magnífico rabino que acababa de donar diez mil escudos a los fondos para viudas y huérfanos. Y su hermano el banquero había dado el doble. ¡Dios los bendiga! Manos ligeras señalaban la carroza de dos caballos y el turbante morado de Gamaliel que descendía, seguido de su hermano Joseph, el banquero llegado de Egipto para traer la ofrenda y el tributo anuales a su hermano primogénito. Un grupo de rapaces desnudos se inclinaban gravemente al paso del rabino. Uno demasiado pequeño y regordete se vino abajo. (Me gusta mucho). Seguía a ambos señores el geniecillo Saltiel que dirigía saludos tutelares a la población, caminando de puntillas para no quedar anulado por la elevada estatura de los Primogénitos.

Enmudecieron los invitados. La pesada túnica rabínica hacía un ruido de hojas secas. Algunos hombres, empleando el plural de dignidad, pidieron a Nuestros Rabinos Gamaliel que los bendijera. Alzó la mano que doró el sol. Solal amó femeninamente aquel porte, aquellas frondosas cejas que se juntaban y formaban una hirsuta barra encima de la nariz de noble cuño de donde descendía un torrente gris de inteligente Eterno. Estaba embobado por la seducción que emanaba aquella prestancia. Gamaliel sonrió con dulzura al hijo único.

Pese al apuro que le producía el hablar a su mujer, le dirigió unas frases corteses. Se acomodó en una suerte de trono, hizo una señal a Solal que se acercó. Bajando la vista, habló con voz cansada y como hastiada a su hijo, responsable a partir de aquel día de sus actos.

—Sin esperanza de recompensa actúa con justicia a fin de que el pueblo sea ensalzado. (Pausa). Desprecia a la mujer y a lo que denominan belleza. Son dos colmillos de la serpiente. Anatema a quien se detenga a contemplar un árbol hermoso. (Pausa). La caridad es el placer de los pueblos femeninos; el caritativo saborea los humos de su bondad; en su fuero secreto, se proclama superior; la caridad es vanidad y el amor al prójimo viene de las partes impuras. El pobre posee derecho legal de propiedad sobre una parte de tus bienes. (Pausa). Más adelante, no te produzca rechazo nuestra deformidad. Somos el monstruo de humanidad; pues hemos declarado combate a la naturaleza.

Como contento de haber concluido, bendijo a su hijo, le alargó los filacterios, se levantó y salió. Los asistentes se sentían molestos. Se esperaban un hermoso discurso y aquellas frases desabridas les habían decepcionado. ¿Habrían turbado los estudios y vigilias la mente del rabino? Pero los notables se tranquilizaron pensando que el Exilarca era rico y magnífico en prestancia; que los más venerables de entre los doctores lo juzgaban un maestro y, en fin, que su «Comentario de los Comentarios» era una obra de peso.

Resoplidos, resuellos, congratulaciones, abrazos. Michaël regaba el suelo de peladillas que Reuben recogía. Las mujeres de rosa y de verde bebieron, se atracaron y regocijaron, sujetando las blandas manos con distinción los pastelillos de miel y de aceite. Fueron, entre exclamaciones y risas, a importunar a Solal y a entregarle regalos. Veintitrés bocas cloquearon; los húmedos orificios se estiraban en sonrisas esclavas y dominadoras; las palabras eran bastas, pero por los ojos cruzaban finas chispas de ironía y de ciencia.

—¡Querida rabina —dijo una gorda abanicándose con violencia—, es hora ya de pensar en la novia!

—Sí, ¡ojalá pueda ser conducido pronto bajo el dosel nupcial!

—¡Que viva ciento cinco años!

—¡Y diez más!

—¡Mil napoleones de dote necesitaremos! —dijo Fortunée.

—¡Diez mil! —susurró Salomon.

—¡Cien mil! —rectificó Saltiel.

—¡Y bien contados! —exigió Comeclavos que apareció por allí de improviso.

Uno tras otro, fueron despidiéndose los notables. Pero la clase humilde hormigueaba aún ante la puerta. Los vendedores de buñuelos habían traído como homenaje pasteles humeantes, los de agua habían depositado palmas y cidras, y el jefe de los carniceros llevaba en los brazos un cordero ceñido con un collar de perlas azules. Los vendedores de queso, los de maíz asado, los vigilantes nocturnos, los empleados de la sinagoga entregaban a Michaël los cuernos de coral, las perras chicas doradas, las flores de jazmín y de limonero. El jenízaro despidió a aquellas gentes de poca monta con gestos condescendientes y risas. La multitud protestó, afirmó que la madre de Michaël había concebido a aquel hijo de las tinieblas con el Maligno en una noche de invierno.

—¡Y le abría tu abuela las piernas a tu madre!

Debidamente proferidas las imprecaciones, marcharon en paz los visitantes en tanto que, con nueve clavos de desigual tamaño entre los labios y gran estrépito, Saltiel clavaba un par de cuernos encima de la puerta para conjurar el mal de ojo. Habida cuenta de que algunos invitados habían alabado la apostura de Saltiel, no estaba de más tomar precauciones. Contempló satisfecho su útil labor echándose para atrás; acto seguido, ordenó a los criados que depositaran en el suelo unos puñados de harina y pasas. El rabino, incomodado por el ruido, abrió la puerta.

—Es por los Innombrables y para su apaciguamiento —dijo Perline—. Nos lo ha ordenado su cuñado, señor —explicó Bien-Nommée abriendo una sonrisa sobre sus siete dientes.

El rabino cerró la puerta. Saltiel, avergonzado de ver descubiertas sus precauciones, expulsó a las cocinas a las descreídas, las supersticiosas y las adoradoras de Baal. Pero se guardó muy mucho de acercar el pie a los montones mágicos, yendo a reunirse en el patio, encapotado ahora por un cielo de tormenta, con Michaël, Mattathias, Comeclavos y Salomon que degustaban una sandía y sus pepitas al tiempo que discutían los respectivos méritos del rey Saúl y del rey David. Para espantar a Salomon, Comeclavos, que en realidad era devotísimo, se declaró de repente «ateo materialista científico», añadiendo que Moisés era un gran embustero que no había existido nunca.

—¡E insulto a Dios! —concluyó con placer y cierta inquietud.

El pequeño Salomon se tapó los oídos e, indignado, propinó una patada al blasfemo. Sonó un trueno y Comeclavos masculló piadosamente que el Eterno de los Ejércitos era Uno.

Pasada la tormenta se sacó del bolsillo una condecoración roja que acababa de comprar y se otorgó el grado de oficial de la Legión de Honor. Sus amigos lo felicitaron. Los Esforzados sabían no complicarse la existencia inútilmente: cuando les apetecía una condecoración, la exhibían sin más durante uno o dos días. Así evitaban humillantes gestiones y experimentaban infinitamente más placer que los auténticos condecorados. Inspirémonos en su cordura.

Sentado entre sus amigos, el tío Saltiel silbaba desentonando. Habían transcurrido los instantes de alegría y tenía numerosos acreedores. Descubría que había fracasado en todas sus empresas y que no servía para nada. Suspiró, sonrió a una mariposa que revoloteaba gravemente. Tornó a ponerse hermoso el cielo. Los amigos permanecían silenciosos.

—¡Cuántas palabras! —dijo de repente Salomon.

—¿Qué quieres decir, ignorantuelo? —preguntó Comeclavos.

—Quiero decir que cuántas palabras en el mundo, cuántas frases, cuántos pensamientos. Me ha chocado de repente.

—Pero cuántos silencios también —dijo Saltiel.

—A fin de cuentas, ¿qué es la verdad? —preguntó soñadoramente Salomon.

—Es lo que está entre las palabras —dijo el tiíto—, y se siente con alegría.

Pidió albóndigas de carne con espinacas, se acomodó en un rincón umbrío del gran patio, comió y se durmió, con un pedazo de pan entre los dientes.

Al despertar, se fue en busca de una cuidadora de ocas, una cristiana cuya ciencia mágica era célebre. Dio con la vieja cuyas encías segaban hierbas sin cesar. Durante el camino, trató de convertirla.

—¿Pero por qué, respetable abuela, no crees en nuestro Dios que es auténticamente Dios? ¡Un Dios auténtico, sagrado, vamos! ¿Por qué crees en estatuas, en pedazos de madera, de hierro, como eso? —explicó empujando con el pie una cacerola desportillada que yacía en medio de la calleja, cuyo estruendo despertó a un mendigo pustuloso, quien, abriendo una boca cuajada de moscas, insultó a los ancestros y a la posteridad de Saltiel Solal—. ¡Explícamelo, abuela! Es una lástima, sabes. ¡Ah si supieras cuán grande es nuestro Dios! Y por añadidura es Uno, ¿entiendes? —concluyó empujando la puerta del Domo.

Solal acechaba ante la ventana la llegada de la señora de Valdonne. Se frotaba las dos perlas contra las mejillas y tenía miedo.

La vieja paseó la barbilla velluda por la mano del niño que se dejaba contemplar. La sacudió un fuerte estremecimiento, besó la mano de Solal y se alejó sin responder. Saltiel se fue hasta ella y la interrogó, temblando de impaciencia.

—Hombre, únicamente puedo decirte esto: el niño porta el signo.

—¿Qué signo, oh tía de infinita consideración? —preguntó Saltiel espantado.

—¡Tiene en las manos las mismas líneas, las mismas! —afirmó la vieja con exaltación.

—¿Pero las mismas que quién, que qué, oh setenta y siete veces maldita a quien he pagado un escudo por nada?

—No puedo contestarte, judío —dijo la vieja que desapareció.