El tío Saltiel se había despertado temprano. De pie ante la ventana del palomar, que desde hacía ya años le servía de casa y que se erguía de través sobre el tejado de la fábrica abandonada, el vejete se cepillaba con esmero la levita color avellana y cantaba a voz en grito que el Eterno era su fuerza y su torre y su fuerza y su torre. Se interrumpía a ratos para aspirar las fragancias que arrojaba el viento de marzo sobre la isla de Cefalonia. Acto seguido reanudaba, fruncido el entrecejo, su importante quehacer. Silbaba de dicha pensando que cuatro horas más tarde daría el paseo habitual de los lunes con su dilecto sobrino.
Se roció con agua las mejillas, rasurándose sin más con afiladísima navaja. Se lavó con brío, se vistió con destreza. A continuación, puño en jarras, se miró complacido en el vidrio roto, se ahuecó el copete de finos cabellos blancos y se endosó el gorro de castor oblicuamente, al modo de un palomar.
El desayuno aguardaba sobre el tejado, ante la ventana. Tres platos. Una aceituna, una cebolla, un dado de queso. Tomó delicadamente la aceituna y se la comió con una corteza de pan duro. Silbó entre dientes el himno nacional francés y mojó con unas gotas de aceite el queso que saboreó protegiendo la levita con la mano izquierda y aprobando con los ojos cerrados la excelencia de su aroma. Se posó una mosca en el plato donde estaba la cebolla. El tío Saltiel arrojó el bulbo mancillado a la calle desierta, pronunció la bendición de los líquidos y bebió con satisfacción y afabilidad. Vertió el agua del cántaro en el hueco de la mano, se roció el rostro de volubles y finos rasgos, acarició lentamente la piel tensa con la palma de la mano, tornó a abrir los ojos, reconoció el mundo, aspiró con fuerza y expiró deliciosamente sin reparar en que su querida levita había sufrido múltiples salpicaduras.
—Estamos listos, caballeros —anunció el viejo solitario—. Aunque me produce cierto remordimiento el haberme lavado tan aprisa. Mañana me enjabonaré durante diez minutos, solemnemente lo juro. Bien, asunto zanjado, mi conciencia queda en paz. Vamos allá. Ah, se me ha olvidado una flor, para comenzar bien el día es menester una flor.
El hombrecillo dio media vuelta ágilmente, se asomó a la ventana, arrancó del tejado una rama de jazmín y, arqueadas las pantorrillas y abombado el pecho, se la prendió en una de las solapas de terciopelo. Se contempló en un trozo de espejo y pensó que tenía cincuenta y cinco años, que no había hecho nada aceptable en la vida, que sus múltiples e irisadas profesiones habían reventado unas tras otras, que sus magníficos inventos lo habían abocado a la ruina y que, en la actualidad, se veía reducido a ganarse la vida grabando, provisto de una lupa y de una finísima aguja, capítulos del Deuteronomio sobre castañas o huesos de pollo. Suspiró y se reconfortó admirando sus medias tornasoladas y sus pantalones cortos que había planchado la víspera.
—Mis zapatos, veamos los zapatos una vez más.
Dicha perfecta. Los zapatos de hebilla crujían con garbo y demostrarían que estaban nuevos a todos los habitantes de Cefalonia.
—Guapo no lo soy por supuesto, pero cuanto más me miro más advierto que feo tampoco soy. Es menester ser imparcial. Cara simpática, viva, abierta, franca y no desprovista de inteligencia y aun acaso de malicia. Mi cuñado el rabino me sermonea porque me afeito, sostiene que hay impudor en mostrar la faz desnuda. ¡Mi alma es tan pura como la suya, oh muy magnífico Gamaliel Solal, oh eminentísimo gran rabino de la Comunidad de las Siete Islas Jónicas con sede en Cefalonia! ¿Y si a mí me place asemejarme a los sajones en lo que atañe a la faz? Pero no quiero enfadarme. Ah, el regalo para el sobrino de mi alma, el regalito. Solal de los Solal. Tiene el mismo nombre y apellido. En fin, yo me entiendo. Es tradición, caballeros, en esta gran familia. (Rictus respetuoso a la izquierda para los Solal y despreciativo a la derecha para todas las demás familias). Cada dos generaciones, el primogénito del cabeza de familia se llama Solal de los Solal. Cosa que me place. Yo lo llamo Sol. Resulta más afectuoso. Los demás han tomado también la costumbre de llamarlo Sol, cosa que no me place en absoluto. En fin, tanto da. ¿Y quién es el auténtico papá de la criatura? Yo porque me quiere más que a su padre. ¡Ea, señores de la Riqueza, a vernos las caras! ¡Saltiel eterno vencedor!
Una vez confundidos sus adversarios ausentes, salió, regresó al cuarto a perfumarse el pañuelo con unas gotas de esencia de bergamota, bajó a toda velocidad y, consultando a cada instante su grueso reloj de hierro, se aburrió por las callejas vacías del barrio hebraico.
Saltiel Solal y su sobrino habían coronado la cuesta de los Jazmines y paseaban por el plateado bosque de olivos. Contemplaba el niño con simpatía al tiíto estrafalario con aquel chal de las Indias que le guarnecía los hombros.
—Sabes, palomito mío, diez grados sobre cero supone hoy el fin del mundo por la gelidez —dijo Saltiel con cara satisfecha.
Un anciano de ojos blancos pedía limosna declamando. Ante el maravillado espanto de su tío, Solal depositó en la mano del ciego todas sus monedillas de plata. Los cipreses montaban guardia en torno a la ciudadela de los antiguos podestás. El terso mar separaba a Solal de las maravillosas vidas extranjeras. La isla, divisada ahora, aparecía estúpida de puro hermosa.
—El Domo —presentó Saltiel con orgullo.
En la lejana colina, al otro lado del golfo, la curva mansión de los Solal dominaba el mar y custodiaba el ghetto de altas casas eccematosas separadas con cadenas de la aduana y del puerto por donde se paseaban griegos andrajosos, albaneses lentos y sacerdotes lustrosos de mugre. Solal contemplaba con curiosidad la ciudad cristiana con sus casuchas piramidales, sus iglesillas encaramadas en escaleras, sus pequeños oratorios, sus retorcidas callejas y sus perspectivas de arcadas. A cien metros restallaba la bandera del consulado francés de donde salió la diosa que ansiaba Solal. Los dos niños que acompañaban a la joven gritaron y el niño arrojó una pelota a la cría que sonrió a Solal.
—La tira mal —dijo en voz alta el hijo del rabino.
—¡Calla, por el amor de Dios! —susurró Saltiel posando una tímida mano en los negros bucles de su sobrino que frunció las fastuosas cejas y se zafó con hastío—. Es el hermanito de la consulesa. Son gente poderosa. Y la niña es hija de un senador francés. Los dos niños abandonan Cefalonia, toman el barco de mañana. Ya ves que estoy informado. Por el amor de Dios, seriedad, hijo mío, y no olvides que mañana cumples trece años.
Miraba Solal a aquellos dos que venían de un país para él desconocido. Imaginó complacido que París era una inmensa sala de mármol en la que cantaban mujeres rubias como aquélla a la que saludó Saltiel con respeto.
—Es la consulesa de Francia —se pavoneó el tiíto—. La señora de Valdonne. No me conoce. Yo tampoco a ella.
Llamó a los niños la joven.
—¡Aude, Jacques!
Saltiel corrió para alcanzar a Solal que había apretado el paso. Pasaron unas ocas con afectada importancia.
—¡Mira, cariño, mira qué bonitas son esas ocas!
Pero la belleza de las palmípedas se reveló impotente para conjurar el mal y el niño echó de pronto a correr hacia la mujer de la que estaba enamorado desde que la viera en el reparto de premios del liceo francés y a quien llamaba la diosa Montpensier. Rebasó el vestido, se detuvo, contempló con terror la cabellera dorada y la ironía violeta. La señora de Valdonne miró al niño vestido de terciopelo, posó la mano en el collar cuyo hilo se quebró. Cayeron perlas. Solal se agachó; las recogió y alargó las dos cuentas con una sonrisa; pero de improviso mudó de parecer, cerró la mano, se guardó el botín y corrió hacia su atónito tío. Cogió una piedra y apuntó a la cría que había acudido por fin atendiendo a la llamada de la señora de Valdonne.
—¡Estás loco! ¿Qué ha ocurrido? ¿Has hablado a la consulesa? ¿Y por qué quieres matar a la niña Aude?
—Me apetecía jugar —contestó Solal con suave sonrisa.
En casa, fingió leer durante toda la tarde el «Tratado de las Bendiciones» ante la mirada supuestamente profunda y escrutadora de su tío. Le había cogido dos perlas sin que ella se atreviese a protestar. ¿Vendría a quejarse? Cómo lo había mirado. A lo mejor también ella lo amaba. Una mujer desnuda. Se puso colorado.
Aguántandose la risa, se presentó el recadero del rabino y entregó al tío un largo rectángulo de cartón adornado con florecillas y dentado. Saltiel, para darse más importancia, creyóse obligado a ajustarse unas lentes de hierro cuyos vidrios raspados enturbiaban su penetrante vista. Leyó en voz alta:
Tarjeta de Visita del Licenciado Pinhas Solal
De los Solal oriundos de la Bendita Francia
Aunque Exiliados Ay desde hace Siglos
En Cefalonia Isla griega del Mar Jónico
Ciudadano francés con los Papeles en Regla
Apodado Palabra de Honor
Llamado Comeclavos Profesor
Emeritísimo de Derecho Hábil Abogado
Doctor en derecho y medicina no diplomado
Redacta Excelentes Contratos
Y Envenenadas Convenciones
¡Que para rato Te Escapas!
Llamado asimismo el Embarullador de
Procesos Quien logró un día
Encarcelar una Puerta de Madera Se Le Encuentra
Sentado en los Peldaños de los Distintos
Tribunales entre las Seis y las Once de la
Mañana el más brillante Jurisconsulto de
Cefalonia hombre Honesto Preferibles
Los pagos en especies Para los
Ignorantes Facilítase explicación de
La elegante expresión Especies quiere Decir
Dinero Pero se acepta Igualmente Comida
Se le encuentra en su Casa por la noche y
Acepta otros Asuntos hubiera Podido
Diplomarse de haberse Dignado hacerlo Pero
No se dignó No destruir La Tarjeta
Que ha costado Oro y Plata En Demasía.
Precedido de su tos cuyos ecos resonaban en las numerosas cavernas de sus briosos y tuberculosos pulmones, penetró el falso abogado Comeclavos, seguido de dos amigos, Salomon y Mattathias. Abiertos los pies descalzos, hizo crujir las formidables manos, todo huesos, pelos y venas, se abotonó la levita negra, alzó el sombrero de copa, ajustó una pluma de oca en el hueco de la oreja, esgrimió una sonrisa inútilmente sardónica y pidió hablar con urgencia con el gran rabino.
El largo y descarnado Comeclavos, también denominado Bey de los Embusteros y Padre de la Mugre, era un hombre hábil y menesteroso, dotado de hambre y sed célebres en todos los puertos mediterráneos. Las gentes de Cefalonia lo motejaban también de Capitán de los Vientos aludiendo a una particularidad fisiológica de la que Comeclavos se mostraba no poco ufano. Poseía una cultura jurídica real si bien los negociantes temían recurrir a sus conocimientos pues se complacía demasiado, por amor al arte, en complicar los procesos. Agobiábanle numerosas hijas a las que por celos no dejaba nunca salir, así como una mujer a quien zurraba con toda confianza los viernes en orden a castigarla por las infracciones que hubiera podido cometer de tapadillo o que cometería en años venideros. («Amo la justicia», acostumbraba decir al término de aquella ceremonia semanal).
Poseía Comeclavos innumerables oficios. Se había granjeado brillante reputación de médico y había versificado las propiedades medicinales de la mayoría de las verduras y frutas. («La cebolla acrecienta el esperma, alivia el cólico. Para muelas temblorosas es buen específico»). De las verduras sobre las que no poseía especiales conocimientos, afirmaba invariablemente: «Alivia los vientos y provoca la orina». Era, por añadidura, oculista, zapatero, guía, mozo de cuerda, pastelero, administrador de fincas urbanas, profesor de provenzal y de baile, guitarrista, intérprete, experto, sillero, sastre, vidriero, cambista, testigo de accidentes, ropavejero, preceptor, especialista, pintor, veterinario, lagarero universal, médico de perros, improvisador, colocador de tremendas ventosas, cantor en la sinagoga, peritomista, perforador de pan ácimo, cartomántico, piloto, comerciante quebrado, intermediario a posteriori, prestidigitador, mendigo lleno de soberbia, dentista, organizador de serenatas y raptos amorosos, pífano, enterrador, recogedor de colillas, perceptor de falsas tasas militares a diáfanos y atónitos nonagenarios, detective privado, panfletario, profesor de Talmud, tonsurador, vendimiador, apuntado a distintos fondos de socorro, abejorrero, anunciador de óbitos, pescador con dinamita, acreedor de negociantes en quiebra, representante de joyas falsas auténticas y de matrimonios, falsificador de caballos, destructor de mitos y narrador retribuido de chascarrillos. Hombre excelente por lo demás y en extremo caritativo cuando podía.
Dos semanas atrás y durante veinticuatro horas, había sido banquero. Comanditado por Saltiel, había fundado el «Banco de Crédito Ambulante y de Oriente, S. A.». En unas horas había dilapidado el pequeño haber de Saltiel en gastos de notario, en complicados registros de tenebrosos e inútiles contratos de asociación. Un único luis de oro había permanecido en posesión de Saltiel. Ambos socios lo habían invertido en una caja de cristal, sede social de la Banca, que Comeclavos llevaba en bandolera. Pero a la misma mañana siguiente, el falso abogado se había irritado de la lenta progresión de los negocios: había solicitado la disolución de la sociedad anónima, reclamado cuentas ásperamente a su socio y exigido el reparto del activo.
Comeclavos era ingenioso. Así por ejemplo, acostumbraba predecir en secreto a todos los niños de Cefalonia que llegarían algún día a millonarios. Los instaba a que tuviesen presente su profecía y se acordasen de él al alcanzar la prosperidad. Poniendo todas sus esperanzas en el cálculo de probabilidades, se preparaba así rentas para el futuro y seguía con atención el desarrollo intelectual y comercial de sus jóvenes protectores futuros quienes, llegado el día, sabrían a buen seguro demostrarle su agradecimiento. Aun a veces, donaba unos céntimos a un chiquillo particularmente dotado, a cambio de un reconocimiento de deuda de veinte mil dracmas, pagaderos en veinte años y en el caso de que el pequeño firmante del pagaré llegase a millonario. Solía asimismo negociar aquellos valores hipotéticos y, con tal objetivo, había fundado una especie de Bolsa de las Esperanzas. Si el joven deudor crecía en fuerza e inteligencia, Comeclavos, acosado sin cesar por sus acreedores, vendía el pagaré firmado por el favorito obteniendo beneficios fantásticos y por lo demás insuficientes. Y ya se ha hablado bastante de Comeclavos.
—¿Qué necesidad tienes de tarjeta de visita para entrar aquí? —le preguntó Saltiel.
—Es la nueva moda de los abogados de Marsella —contestó Comeclavos terminando de despacharse una libra de pan mojado con leche y untado con ajo—. Pero dejemos eso, tengo que hablar con el rabino y anunciarle un hecho capital. ¡Capital!
Se rizó los pelos que le salían de la oreja, se frotó el febril redondel de los pómulos y echó a andar hacia la habitación donde mantenía consulta el rabino con uno de sus colegas llegado de Bagdad.
—¡El auténtico fin del mundo venimos a anunciar! —exclamó el gordito Salomon aún sin resuello.
—Sí —se limitó a decir el sobrio y ahorrador Mattathias.
El jenízaro Michaël, bondadoso aterrorizador que había bebido un poco más que de ordinario, pellizcó el brazo regordete de Salomon al tiempo que canturreaba una melodía turca. Acto seguido, ufano de su voz ronca que se le antojaba lánguida, se aplastó el poblado y galante mostacho, apoyó el macizo puño en una de las pistolas damasquinadas que le cerraban las enaguillas y tensó los músculos del cuello, semejantes a fuertes cuerdas.
—Me pregunto, Comeclavos —dijo Saltiel en absoluto impresionado por las exaltaciones y exageraciones a las que estaba habituado—, me pregunto si es posible, cuando se tiene una deuda en moneda otomana, abonarla en napoleones de Francia acogiéndose a la cotización de la firma del contrato si se remonta al siglo dieciocho y se concertó en país berberisco…
Pero se dio cuenta de que Comeclavos se había esfumado. Salomon continuaba anunciando un fin del mundo sin más precisiones.
—¿Pero, qué ocurre, lengua de conejo? Habla —dijo Saltiel acercando las manos a la estufa.
—¡Pero déjame de una vez, Michaël! —exclamó Salomon—. ¿Qué placer hallas atormentándome, a mí, un hijo de la tribu que no puede defenderse? Eres fuerte y alto y yo débil y bajo. ¿Conque qué placer hallas? No me gusta que me pellizquen y no me gusta porque me hace daño —agregó con tono resuelto y con su sensatez habitual—. ¿Que hable, tío? Hablaré. Es lo siguiente. Comeclavos que es amigo del intérprete del consulado de Francia se ha enterado hace un rato de que la consulesa vendrá mañana a ver a nuestro rabino. ¡Y ya está! Hemos venido a toda velocidad.
Solal volvía con celeridad las páginas del Talmud. Venía por supuesto a quejarse del robo de las perlas. Mejor; así la vería. El tío Saltiel adoptó la actitud de generalísimo que requería tal noticia.
—Sigue, querido Salomon.
Pero Salomon no sabía nada más. Sonaron gritos en la cocina. Fortunée, la criada más anciana, a quien la edad había privado de razón, sabedora de la inminente llegada de la franca, se había asomado a la ventana y vociferaba desmelenándose: «¡Socorro, hombres de Judá, que nos asesinan!».
Por fin regresó Comeclavos. Saltiel se manoseó el aro de oro de la oreja derecha, introdujo dos dedos en el chaleco y aguardó. Pero el falso abogado no quiso soltar prenda y pretendió, para humillar una pizca a su amigo, que el rabino le había ordenado guardar silencio. Anunció a Solal que lo aguardaba su respetable señor padre.
Gamaliel Solal se comportó con su hijo como de ordinario, y le pidió, quizá de cara al colega de Bagdad, que leyese el trabajo de exégesis que le había mandado preparar. Rachel Solal, rellena criatura larvaria que se movía con dificultad y cuyos huidizos ojos relucían de miedo o de deseo, miraba alternativamente a su marido y a su hijo. Obedeció Solal y leyó con voz neutra. A ratos, bajo la franja de las inmensas y onduladas pestañas que semejaban maquilladas, iba y venía su mirada del padre a la madre, tratando de adivinar sus pensamientos y rechazando las odiosas imágenes del padre y la madre en el lecho nocturno.
—El trabajo es menos malo que de costumbre —dijo Gamaliel.
En realidad, el estudio talmúdico de su hijo le parecía admirable. Hizo unas preguntas de casuística a Solal, al tiempo que dirigía miradas de reprobación al enorme colega de Bagdad quien, por discreción, había cerrado sus enfurruñados párpados sobre las adiposidades pensantes, tomando nota de las respuestas y proclamando para sí la superioridad de su hijo sobre el de Gamaliel. Contestaba Solal con sensatez y agudeza sin dejar de pensar en el escándalo que provocaría la llegada de la señora de Valdonne. ¿O quizá venía sencillamente por amor hacia él y no a quejarse? ¡Más adelante, raptaría a aquella mujer, y se la llevaría a Italia! ¿Pero qué se hacía con una mujer desnuda? Tornó a ponerse colorado y se mordió el labio oscuro.