El hijo de Kitiara

Al borde del mundo

Deambula el malabarista,

Ciego y sin rumbo,

Confiando en la venerable

Amplitud malabarista de sus manos.

Deambula al borde

de una antigua historia,

haciendo malabarismos con lunas,

haciendo desfilar a su paso

las anónimas estrellas fijas.

Algo parecido al instinto

y algo parecido al ágata

dura y transparente

en la profundidad de sus reflejos

insufle vida en el aire

a los objetos;

estiletes y botellas,

pinzas de madera y ornamentos

lo visto y lo no visto

—todo reagrupado de nuevo—

Traducido en luz y destreza.

Nos guiamos por esta versión de luz;

constelaciones de recuerdos

y una química nacida

en el alambique de la sangre,

donde el motivo y la metáfora

y el impulso de la noche

con el temple de la mañana

cristalizan en nuestros semblantes,

en las líneas de las huellas

de nuestros dedos que se alzan.

Algo en cada uno de nosotros

anhela ese equilibrio,

esas químicas desaparecidas

que temblaban en acero.

Lo mejor del malabarismo

radica en las treguas

que dan forma a nuestra intención

a través de cuchillos, de filamento

de botellas medio vacías

y espejos y químicas,

y del olvidado

filón de la noche.