8

La torre del Sumo Sacerdote

—¿Qué has hecho, madre? —demandó furioso el joven paladín.

Había recobrado el conocimiento en las montañas, en un promontorio azotado por el viento desde el que se divisaba la Torre del Sumo Sacerdote. Al principio estaba desorientado y aturdido, pero la comprensión y la ira disiparon de golpe la bruma producto de la poción.

—Deseo darte la oportunidad de reconsiderar lo que van a hacer —le contestó Sara.

No suplicó ni gimió; no ofrecía una imagen patética, sino sosegado y digna, mientras afrontaba la ira de su hijo, y Tanis vio un parecido entre ellos que no era producto de la sangre, sino que tenía sus raíces en largos años de mutuo respeto y afecto.

Fuese cual fuese la arcilla que sus padres habían traído a este mundo, era Sara quien la había trabajado y dado forma.

Steel se tragó las amargas recriminaciones o las palabras duras. En cambio, volvió los oscuros ojos hacia Tanis y Caramon.

—¿Quiénes son estos hombres?

—Amigos de tu padre —repuso Sara.

—Así que se trata de eso —dijo Steel a la par que dedicaba una mirada fría y altanera a Tanis y Caramon.

Magnífico en su juventud y su fuerza, manteniendo el orgullo y la compostura cuando la cabeza tenía que estar dándole vueltas y la mente ofuscada por la bruma de la poción, Steel se ganó la admiración, aunque a regañadientes, de los dos.

El Dragón Azul olisqueó el aire, sacudió la cabeza, y gruñó. Los Dragones Plateados, preferidos por los Caballeros de Solamnia, patrullaban de vez en cuando el cielo por encima de la Torre. A esa hora temprana no se divisaba ninguno, pero obviamente la hembra Azul percibía un efluvio que no le gustaba nada.

Sara tranquilizó a Llamarada y luego la condujo a una amplia oquedad en las rocas, donde el animal podría ocultarse, parcialmente al menos; esa era la razón de que hubiesen aterrizado precisamente allí. Los tres hombres permanecieron plantados en el saliente, mirándose en un incómodo silencio.

Steel parecía enfermo, no se sostenía firmemente de pie, pero antes moriría que admitir su debilidad, de modo que ni Tanis ni Caramon se ofrecieron para ayudarlo. Caramon dio un suave codazo el semielfo.

—¿Recuerdas el otoño que empezó la guerra, justo después de que abandonáramos Solace con Goldmoon y Riverwind? Habíamos tenido un choque con los draconianos y Sturm estaba herido. La sangre le cubría la cara. Apenas podía sostenerse en pie, cuando menos andar, pero aún así no pronunció una sola palabra de queja, se negó a pararse…

—Sí —contestó Tanis en voz baja mientras miraba al joven—. Lo recuerdo. —Era una evocación muy vívida en ese momento.

Steel, consciente de que estaba bajo su escrutinio, si es que no discutían sobre él, se dio media vuelta con actitud orgullosa.

Tanis observó la armadura negra del paladín, adornada con espantosos símbolos de muerte, y se preguntó, sombrío, cómo iban a entrar en la Torra del Sumo Sacerdote. Y como si eso no fuera problema suficiente, cuando Sara salió de la cueva Tanis comprendió que había algo más.

—¿Qué ocurre, Sara? ¿Pasa algo?

—No será una patrulla —empezó Caramon mientras lanzaba una mirada nerviosa al cielo.

—Llamarada afirma que nos han seguido —informó la mujer en voz baja, sin mirar a Steel—. Aquel caballero tuvo que sospechar algo.

—¡Fantástico, lo que nos faltaba! —Rezongó el semielfo—. ¿Cuántos?

—Un Azul con un solo jinete. —Sara sacudió la cabeza—. Ya no está aquí. Regresó a la fortaleza una vez que descubrió nuestro punto de destino.

—Pero los Caballeros de Takhisis vendrán a buscarnos —manifestó Steel con una sonrisa fría y triunfante. Se volvió hacia Sara—. Podemos marcharnos ahora, madre, antes de que ocurra algo irremediable. Deja a estos dos fósiles con sus recuerdos enmohecidos. —Suspiró y acarició suavemente su mejilla—. Sé lo que quieres hacer, madre, pero no funcionará. Nada me hará cambiar de opinión. Regresemos a casa. Me ocuparé de que lord Ariakan no te culpe por esto. Le diré a milord que esta absurda idea fue mía. Una apuesta hecha bajo los efectos del vino, de escupir a la Torre del Sumo Sacerdote…

Caramon emitió un sonido profundo y retumbante.

—Cuidado con lo que dices, chico —gruñó—. La sangre de tu padre tiñe esas piedras, y su cadáver reposa dentro.

La estupefacción de Steel resultó evidente. Enseguida recobró la compostura y se encogió de hombros.

—De modo que mi padre sucumbió en el asalto…

—Murió defendiendo la Torre —le interrumpió Tanis, que observaba atentamente las reacciones del joven—, y la caballería.

—Es venerado en todo Ansalon —añadió Caramon—. Su nombre, como el de Huma, se pronuncia con respeto.

—Ese nombre es Sturm Brightblade —intervino quedamente Sara—. Y ese es el apellido que llevas.

El joven se había quedado pálido. Los miraba a todos con una incredulidad que enseguida dio paso a la desconfianza.

—No os creo.

—Para ser sinceros —repuso el semielfo, que pisó a Caramon para advertirle que guardara silencio—, tampoco nosotros lo creemos. Esta mujer —gesticuló, señalando a Sara—, vino con una absurda historia de una relación entre tu madre y un hombre que era nuestro amigo, una relación de la que tú fuiste el involuntario resultado. No negamos a creerla, de modo que le dijimos que trajese aquí para demostrarlo.

—¿Por qué? —Demandó Steel, burlón—. ¿Qué probará eso?

—Buena pregunta, Tanis —susurró entre dientes Caramon—. ¿Qué probará?

Tanis miró a Sara esperando una respuesta.

«Llevad a mi hijo a la Torre —suplicaron sus ojos—. Que vea a los caballeros. Recordará cómo los respetaba en la infancia. Sé que lo recordará. Las historias que yo le contaba volverán a su memoria».

—Quisiera Paladine que yo tuviera vuestra fe, señora —masculló entre dientes el semielfo. Se rascó la barba, intentando discurrir alguna excusa. Todo aquel asunto tenía cada vez menos sentido y se iba volviendo más y más peligroso.

»Hay una joya que cuelga del cuello de tu padre —manifestó en voz alta lo primero que le vino a la cabeza—. Lo enterraron con ella. La Joya Estrella es mágica. Se la regaló una princesa elfa, Alhana Starbreeze. Esa joya…

—Esa joya ¿qué? —se mofó Steel—. ¿Se disolverá cuando yo entre en la sagrada cámara?

—Nos revelará la verdad —espetó Tanis, irritado por la arrogancia del joven—. Créeme, esto me gusta tan poco como a ti. ¿Qué? ¿Decías algo, Caramon?

—La joya elfa es un presente de amor. No…

—Tienes razón, amigo. —Le interrumpió el semielfo—. Es un objeto maravilloso. Con mucha magia.

—Esto es un truco —opinó Steel, que llevó la mano hacia la espada, olvidando que no la llevaba, que la había dejado en casa de su madre. Enrojeció y apretó los puños—. Lo que intentáis es cogerme prisionera. Una vez entremos en la Torre, me entregaréis a los caballeros. Ese es tu plan, ¿verdad, madre?

—¡No, Steel! —gritó Sara—. Esa nunca fue mi intención, te lo aseguro. Ni la de estos hombres. Si después decides regresar al alcázar de las Tormentas, no haremos nada para impedírtelo. La decisión será tuya, hijo.

—Por mi honor y mi vida, te juro que esto no es una añagaza. Te protegeré como si fueras mi propio hijo —manifestó Tanis con vez queda.

—Y yo también, sobrino. —Caramon asintió enérgicamente y luego posó la mano sobre la empuñadura de la espada—. Eres mi sangre. Tienes mi palabra. Lo juro por mis hijos, tus primos.

—Lucharéis en mi defensa. —Steel rio—. Gracias, pero dudo que llegue el día en que necesite la ayuda de dos hombres maduros y blandos que… —Hizo una pausa, repentinamente consciente de que había oído. Sobrino. Primos. Sus oscuros ojos se enturbiaron—. ¿Quién eres?

—Tu tío. Caramon Majere —repuso el hombretón con dignidad—. Y él es Tanis Semielfo.

—El hermanastro de mi madre. —Los oscuros iris se volvieron hacia Tanis—. Y uno de sus amantes, según lord Ariakan. —Los labios del joven se curvaron.

Tanis enrojeció. «Aquello quedó en el pasado y está olvidado —se recordó—. Kitiara lleva muerta muchos años. Amo a Laurana. La amo, con toda mi alma y mi corazón. No he pensado en Kit en todos estos años, y ahora, con un parpadeo, un giro de cabeza, esa sonrisa sesgada, y todo vuelve de golpe a mi cabeza. Mi vergüenza, mi indiscreción. Nuestra juventud, nuestro gozo…».

—Así que los dos habéis venido a salvarme de mí mismo —dijo Steel con amargo sarcasmo.

—Sólo queremos darte otra opinión —repuso el semielfo, encogidos los hombres para protegerse del frío viento y contra unas emociones igualmente heladoras—. Como Sara ha dicho, la decisión será tuya.

—Para eso luchamos en la guerra, sobrino —añadió Caramon—. Para que la gente tuviese opciones.

—Sobrino. —Steel sonrió, y el gesto que quería ser cínico y arrogante, pero sus labios temblaron antes de que pudiera apretarlos, y durante un fugaz instante hubo un atisbo de un niño solitario y triste.

Fue entonces, en ese momento, cuando Tanis llegó a creer realmente que el joven era hijo de Sturm. En aquella expresión de sombrío orgullo y angustia el semielfo volvió a ver al joven caballero que creció durante un tiempo en el que los Caballeros de Solamnia eran odiados y vilipendiados, cuando se sintió despreciado, cuando lo hicieron avergonzarse de su derecho de nacimiento.

Sturm había sabido lo que era ser distinto a los demás. Había utilizado su orgullo como un escudo contra el odio y los prejuicios. Aquel escudo de orgullo fue difícil de llevar al principio, pero Sturm aprendió a aliviar su peso con estoicismo y altruismo. Este oscuro paladín llevaba el peso del escudo con anhelo, de buen grado, y le había dejado marcas crueles.

Tanis abrió la boca, a punto de manifestar en voz alta sus pensamientos, pero lo pensó mejor. «Nada de lo que diga atravesará ese escudo, esa negra y cruel armadura. Es el hijo de Sturm, sí, pero también lo es de Kitiara. Es una criatura de perversa oscuridad y de luz sagrada».

—Les debes a estos caballeros una disculpa, Steel —reprendió severamente Sara al joven—. Han demostrado lo que valen en la batalla, algo que tú aún tienes pendiente. No tienes derecho a faltarles al respeto.

La regañina de su madre hizo que las mejillas de Steel se pusieran rojas, pero el joven había sido criado en una escuela estricta.

—Os presento mis disculpas, señores —dijo con fría formalidad—. Conozco vuestras hazañas durante la guerra. Puede que os cueste creerlo —añadió con una severa sonrisa—, pero a los que servimos a Takhisis se nos ha enseñado a teneros respeto.

En verdad a Tanis le contaba creerse esto, no le gustaba considerar las implicaciones que tenía tal idea.

—Entonces os habrán enseñado a respetar las hazañas de tu padre…

—Si es que Sturm Brightblade fue mi padre —repuso Steel—. Me enseñaron a admirar su muerte heroica, la de alguien que se enfrenta solo a muchos enemigos. También me han enseñado a honrar la memoria de mi madre, Kitiara, la Señora del Dragón que lo mató.

Aquel comentario acalló a todos. Caramon rebulló apoyando el peso en uno y en otro pie tosió, y clavó la vista en el suelo. Tanis soltó un suspiro exasperado y se pasó la mano por el cabello. Una maldición si Steel descubría quién fue su padre, según le había dicho Ariakan al joven. Tanis estaba empezando a creer que era verdad. Por mucho que lo intentaba, era incapaz de ver qué de bueno podía salir de toda aquella desdichada situación.

Steel les dio la espalda a todos. Caminó hacia el borde del saliente y contempló desde allí arriba, con interés, la Torre del Sumo Sacerdote.

—Lo siento Sara —dijo el semielfo en voz baja—. Diré esto por última vez. Vuestro plan no va a funcionar. Por mucho que digamos o hagamos, no le haremos cambiar de idea. Steel tiene razón. Deberíais marcharos los dos ahora, regresar a casa.

Los hombros de la mujer se hundieron. Sara cerró los ojos y se llevó una temblorosa mano a la boca. Las lágrimas corrieron por su semblante agobiado. Era incapaz de hablar, pero asintió con la cabeza.

—Vamos, Caramon —dijo Tanis——. Tenemos que salir de estas montañas antes de que anochezca.

—Un momento —instó de repente Steel, que se dio media vuelta y caminó hasta situarse junto a Sara. Le rozó la mejilla con los dedos y le hizo girar la cara hacia el sol—. Estás llorando —musitó, y en su voz había asombro—. En todos estos años jamás te había visto llorar.

Sabía cómo defenderse contra un batallón de caballeros, pero las lágrimas de su madre lo desarmaron por completo.

—¿De verdad quieres que paso por esta… necedad? —inquirió, frustrado, impotente y perplejo.

La expresión de Sara se tornó radiante y se aferró a él con ansiedad.

—Oh, sí, Steel. ¡Por favor! Hazlo por mí.

Tanis y Caramon aguardaron en silencio. Steel miró a su madre; en su semblante se reflejaba la batalla que se libraba en su interior. Entonces, tras lanzas una mirada sombría a los dos hombres, manifestó fríamente:

—Os acompañaré, señores… por el bien de ella.

Giró sobre sus talones y se encaminó al borde del saliente, desde donde saltó a otra cornisa que había debajo, y empezó a bajar la ladera entre la maraña de rocas con la agilidad y fuerza propias de la juventud.

Cogido completamente por sorpresa, Tanis se apresuró a ir en pos de él, pero sus elegantes y caras botas —destinadas a caminar por su palacete, no para trepar por montañas— resbalaron en un montón de grava. Perdió el equilibrio y habría rodado ladera debajo de no ser porque una mano fuerte le agarró por el cuello de la túnica y lo sostuvo firmemente.

—Tómatelo con calma, amigo —dijo Caramon—. Tenemos un largo recorrido por delante, y no va a ser nada fácil ni para nuestras botas y ni para nuestros huesos. —Señaló con un gesto de la cabeza a Steel, cuyos oscuros rizos apenas se veían entre los peñascos—. Deja que nuestro joven amigo camine solo durante un rato. Necesita tiempo para pensar Su mente debe de ser como esa corriente de ahí.

Un arroyo, espumoso y burbujeante, corría en remolinos entre las piedras y de vez en cuando se detenía en oscuros estanques para después liberarse y seguir su marcha imparable hasta su destino final, el eterno mar.

—Estará más tranquilo cuando llegue abajo, tendrá fría la cabeza —finalizó Caramon.

—Nosotros no —rezongó Tanis. El sol caía a plomo en la cara de la vertiente, y el semielfo ya sudaba bajo la armadura de cuero. Posó la mono en el brazo del hombretón y le sonrió—. Eres un hombre sabio, amigo mío.

Caramon, que parecía azorado, se encogió de hombros.

—Bah, no sé. Tengo tres chicos, eso es todo.

Tanis percibió en el comentario del posadero unas palabras sobreentendidas.

—Sigamos —instó bruscamente. Miró hacia atrás, a Sara.

—Os esperaré aquí —dijo ella, de pie frente a la cueva—. Llamarada está inquieta. No sería conveniente dejarla sola. Podría seguir a Steel.

Tanis asintió con la cabeza y empezó a bajar nuevamente por la ladera, en esta ocasión más despacio y con mayor cuidado.

—Que los dioses os bendigan por esto —añadió fervientemente Sara.

—Sí, bueno, uno de ellos seguramente nos bendecirá —rezongó el semielfo.

Prefería no pensar cuál.