¿Por qué no preguntaste nunca?
La vivienda de Sara era una casa de dos piezas, otra más entre las muchas apiñadas contra los muros exteriores de la fortaleza, como si el propio edificio se asustara con las rompientes olas golpeando en las rocas y buscara la protección de las imperturbables paredes. Tanis alcanzaba a oír el estampido de las olas con monótona regularidad a menos de un kilómetro de donde se encontraban. Las rociadas de espuma traídas por el viento azotaban sus mejillas y les dejaban salitre en los labios.
—Apresuraos —instó Sara mientras abría la puerta—. Steel acabará su servicio pronto.
Los hizo entrar casi a empujones. Era una casa pequeña pero bien construida, cálida y seca. Apenas tenía muebles. Una olla de hierro colgaba sobre el amplio hogar de piedra. Cerca de la chimenea había una mesa y dos sillas. Detrás de una cortina, en otro cuarto, se atisbaba una cama y un baúl grande de madera.
—Steel vive en los barracones con los otros caballeros —explicó Sara mientras iba de aquí para allí, echando en la olla carne y unas pocas verduras, en tanto que Caramon se ocupaba de encender el fuego—. Pero le permiten comer conmigo.
Tanis, perdido en sus propias reflexiones, todavía acosado por aquella visión de su hijo, no dijo nada.
Sara vertió agua en la olla. Para entonces, Caramon ya tenía un buen fuego chisporroteando debajo del recipiente—. Escondeos los dos ahí, detrás de la cortina —instruyó Sara, empujándolos hacia la habitación—. No hace falta que os diga que guardéis silencio. Por suerte, el viento y las olas hacen bastante ruido como para que en ocasiones nos cueste oír algo más que lo que hablamos entre nosotros.
—¿Cuál es vuestro plan? —preguntó Tanis.
Como respuesta, la mujer sacó un frasquito del bolsillo y lo sostuvo en alto para que lo viera.
—Un narcótico —susurró.
Tanis asintió, captando la idea. Iba a añadir algo, pero Sara sacudió la cabeza en un gesto admonitorio y corrió las cortinas con un movimiento brusco. Los dos hombres, en la penumbra, retrocedieron hasta situarse contra la pared, uno frente al otro. En caso de que al joven se le ocurriera correr la cortina, de momento sólo vería una habitación vacía.
Caramon descubrió un desgarrón en la tela que le permitió atisbar lo que ocurría al otro lado. Tanis también dio un agujero por el que escudriñar. Los dos observaron y escucharon sumidos en un tenso silencio.
Sara se encontraba cerca de la olla; sostenía el frasquito en la mano, destapado.
Pero no lo vaciaba en la comida.
Tenía la tez pálida. Se mordió el labio, la mano le tembló.
Tanis lanzó una mirada alarmada a Caramon.
«¡No va a seguir adelante!» advirtieron los ojos del semielfo.
Los dedos de Caramon se cerraron sobre la empuñadura de la espada. Ambos se prepararon, aunque ninguno de los dos tenía muy claro qué hacer si la mujer se echaba atrás.
De repente, mascullando unas palabras que podrían ser una plegaria, Sara vertió el contenido del frasquito en el guiso de la olla.
Una estruendosa llamada sonó en la puerta. Sara tiró el frasquito vacía en el fuego y se pasó la mano por los ojos.
—Adelante —respondió.
Cogió la escoba y se puso a quitar el barro que habían dejado por el cuarto. La puerta se abrió y entró un joven. Caramon casi se cayó a través de la cortina en su afán de ver algo, y Tanis hizo un seña, instándolo a que se apartara, pero el propio semielfo tenía el ojo pegado al agujero de la cortina.
El joven, que estaba de espaldas a ellos, se quitó la capa mojada y desabrochó el cinturón de la espada. Apoyó el arma —enfundada en una vaina decorada con un hacha, una calavera y un lirio negro— contra la pared. Se despojó del peto y a continuación se quitó el yelmo con un gesto rápido e impaciente que hizo que el corazón de Tanis se encogiera con recuerdos dolorosos. Había visto a Kitiara quitarse el yelmo con aquel mismo gesto. El joven se inclinó para besar a Sara en la mejilla y puso una mano en su hombro.
—¿Cómo estás, madre? No tienes buen aspecto. ¿Has estado enferma?
—No, sólo muy ocupada. Ya te contaré después. Estás calado hasta los huesos, Steel, ve a calentarte o cogerás una pulmonía.
Steel desanudó el cordón de cuero que sujetaba su pelo y sacudió la espesa melena. Los dos observadores reconocieron aquellos oscuros rizos. Kitiara había llevado corto el pelo, al contrario que su hijo, a quien le caía hasta los anchos hombros. Al acercarse a la chimenea y extender las manos hacia el fuego, la luz de las llamas alumbró su semblante.
Caramon soltó un silbante respingo.
—¿Qué ha sido eso? —Steel miró atentamente a su alrededor.
—El viento, que cimbrea esa ventana rota —respondió Sara.
—La arreglé la última vez que vine —se extrañó Steel, frunciendo el entrecejo. Dio un paso hacia la cortina.
—Bueno, el pestillo ha vuelto a aflojarse —dijo Sara—. Anda, cena antes de que enfríe. Mientras dure esta tormenta no puedes arreglar el pestillo.
Steel lanzó una última mirada hacia el cuarto de la cortina y después regresó junto a la chimenea. Tanis cambió ligeramente la postura para no perderse nada de lo que ocurría.
El joven cogió un cuenco y lo llenó de carne estofada. Una expresión de desconcierto asomó a su semblante; olisqueó la comida.
Tanis sacudió la cabeza e hizo un gesto a Caramon, señalando la sala de estar, advirtiéndole que se preparara. Siendo dos y pillando por sorpresa al joven, tenían una oportunidad.
Steel alzó la cuchara, probó el caldo, torció el gesto y volvió a echar el contenido del cuenco en la olla.
—¿Qué… Qué pasa? —inquirió Sara, anhelante.
—«Cena entes de que se enfríe» —repitió Steel, imitando su voz con cariñosa guasa—. Madre, tendría que haber sacado el guiso fuera para que estuviese más frío. ¡Ni siquiera se ha hecho aún!
—Lo… Lo lamento, querido.
La sensación de alivio fue tan intensa que Sara se quedó desmadejada; y a Tanis le ocurrió otro tanto, pero le preocupaba la mujer, que temblaba y tenía el semblante ceniciento. Lógicamente, Steel no pudo menos que notarlo.
—¿Qué ocurre, madre? —Preguntó, serio de nuevo—. ¿Qué te pasa? Me enteré que habías salido esta noche. ¿Qué tenías que hacer?
—Yo… Tuve que transportar a un par de espías… Desde el continente…
—¡El continente! —Las oscuras cejas del joven se fruncieron en un ceño preocupado—. ¡Espías! Eso es peligroso, madre. Corres demasiados riesgos. Hablaré con lord Ariakan y…
—No tiene importancia, Steel —lo atajó Sara, que recobró la compostura—. No fue él quien me envió. Yo misma elegí ocuparme de la misión. O lo hacía personalmente, o tenía que dejar que un desconocido montase a Llamarada, y no podía permitir tal cosa. Ya sabes que es muy temperamental.
Dio la espalda a joven, cogió el atizador y avivó el fuego. Steel la observó con un gesto serio y pensativo.
—Me resulta extraño eso de transportar espías, madre. No creía que estuvieses tan comprometida con nuestra causa.
—No es por la causa, Steel. —Sara hizo una pausa en su tarea. Habló en voz baja, con los ojos fijos en las llamas—. Eso lo sabes muy bien. Lo hago por ti.
Los labios de Steel se curvaron, adoptando de repente una expresión dura y fría. Tanis, que no lo perdía de vista, reconocía aquel gesto. Y también Caramon, que se puso tenso, dispuesto a actuar.
—¿Transportas espías por mí, madre? —El tono del joven sonaba burlón, desconfiado.
Sara soltó el atizador, se incorporó y se volvió hacia su hijo.
—Algún día, Steel, cabalgarás hacia la guerra. Lo apruebe o no, haré cuanto esté en mi mano para velar por tu seguridad. —Entrelazó las manos—. ¡Oh, hijo mío! ¡Reconsidéralo! ¡No tomes esos votos! ¡No entregues tu alma a…!
—Ya hemos hablado de esto antes, madre —la interrumpió el joven, exasperado.
—¡No quieres hacerlo realmente! ¡Sé que no! —La mujer se acercó a él y lo agarró—. No puedes entregar tu alma d su Oscura Majestad…
—No sé qué quieres decir, madre —replicó Steel, que se soltó de un tirón de las manos de Sara.
—Por supuesto que lo sabes. Tienes dudas. —Bajó el tono de voz y echó una ojeada nerviosa hacia la ventana y al patio azotado por la lluvia, donde se anunciaba ya el amanecer—. Sé que las tienes. Por eso has esperado tanto a tomar los votos. No dejes que Ariakan te presione…
—¡La decisión es mía, madre! —En la voz de Steel había un timbre cortante como el filo de un cuchillo—. Se avecina la guerra, como has dicho. ¿Crees que quiera entrar en batalla a pie, dirigiendo a un grupo de goblins mientras otros hombres, con la mitad de mi habilidad en combate a lomos de un dragón, alcanzan el honor y la gloria? Tomaré los votos, y serviré a la Reina de la Oscuridad con toda mi pericia. En cuanto a mi alma, es mía. Y seguirá siéndolo. No le pertenece a ningún hombre ni a ninguna deidad.
—Todavía no —arguyó Sara.
Steel no contestó. La apartó a un lado y cruzó la estancia para ir a detenerse frente a la chimenea, mirando fijamente la olla.
—¿Está listo para comer? Me muero de hambre.
—Sí, ya está caliente —dijo Sara con un suspiro—. Siéntate.
Al percibir el tono pesaroso de la mujer, Steel miró hacia atrás, arrepentido, aunque a regañadientes.
—Siéntate tú, madre. Pareces exhausta.
Respetuoso, atento, condujo a Sara hasta una silla y la apartó para que se acomodara en ella. La mujer se dejó caer en el asiento y después alzó los ojos hacia su hijo con expresión añorante. Obviamente, al joven le incomodó su silenciosa súplica, de modo que le dio la espalda bruscamente. Sirvió dos cuencos con el guiso y los puso en la mesa, delante de cada uno de ellos.
Sara miró de hito en hito el suyo mientras que Steel empezaba a comer con buen apetito. Tanis soltó un suspiro de alivio y sintió que Caramon hacía lo mismo. ¿Cuánto tardaría la poción en hacer efecto?
—No estás comiendo, madre —observó Steel.
Sara lo estudiaba con atención. Tenía apretados los puños debajo de la mesa, sobre el regazo.
—Steel, —empezó con voz estrangulada—, ¿por qué no me has preguntado nunca por tu padre?
—Quizá —contestó, encogiéndose de hombros—, porque dudaba que pudieras responder a esa pregunta.
—Tu madre me dijo quién era.
Steel sonrió, fue una sonrisa sesgada que despertó en Tanis unos recuerdos tan vívidos, tan dolorosos, que tuvo que apretar los ojos.
—Kitiara te dijo lo que creía que deseaban oír, madre. No pasa nada. Ariakan me contó sobre ella. También me habló de mi padre —añadió Steel, en tono despreocupado.
—¿Lo hizo? —Sara no salía de su asombro. Dejó de mover las manos sobre el regazo.
—Bueno, su nombre no. —Steel comió otra cucharada de estofado—. Pero sí todo lo demás de él.
«¡Maldición, qué lenta es esa poción!», pensó el semielfo.
—Ariakan me dijo que mi padre fue un valiente guerrero —siguió el joven—, un hombre noble que murió bizarramente, dando la vida por la causa en la que creía. Pero Ariakan me advirtió que nunca debería saber la identidad de mi padre. «Ese conocimiento conlleva una maldición que caerá sobre ti si llegas a descubrir la verdad». Un extraño comentario, pero ya sabes lo melodramático que es Ariakan… —La cuchara resbaló de los dedos laxos del joven.
¿Pero qué…? —Parpadeó y se llevó la mano a la frente—. Me siento muy raro… —De repente sus ojos de enfocaron. Inhaló aire e intentó ponerse de pie, pero se tambaleó—. ¿Qué… has hecho? ¡Traidora…! ¡No, no permitiré que…!
Se lanzó hacia Sara, extendida la temblorosa mano, y entonces cayó sobre la mesa, tirando por el aire los cuencos de la comida. Hizo un ´´ultimo y débil intento de incorporarse antes de desplomarse sobre el tablero, inconsciente.
—¡Steel! —Sara se inclinó sobre él y apartó el oscuro y rizoso cabello del rostro atractivo y severo—. Oh, hijo mío…
Tanis salió rápidamente de detrás de la cortina, con Caramon pisándole los talones.
—Ha perdido el conocimiento y seguirá así durante un tiempo, a juzgar por apariencias. Bien, Caramon, ¿qué opinas? —Tanis examinaba los rasgos del joven.
—Es hijo de Kit, de eso no cabe duda.
—Sí, en eso tienes razón —repuso el semielfo en voz queda—. ¿Y el padre?
—No lo sé… —El hombretón tenía el entrecejo fruncido por la intensa concentración—. Podría ser Sturm. La primera vez que lo vi, casi pensé que era él. Me… ¡Me quedé de un pieza! Claro que, después, lo único que vi en él era a Kit. —Caramon sacudió la cabeza—. Al menos no tiene ascendencia elfa, Tanis.
El semielfo no había esperado eso en ningún momento, a fuer de ser sincero, de modo que se sorprendió al notar una sensación de alivio… y también cierta desilusión.
—No, no es hijo mío, eso seguro —contestó en voz alta—. En fin, no me parece probable. Ariakan quizás habría cogido al chico aunque tuviese sangre elfa, ya que, después de todo, hay elfos oscuros, pero lo dudo. ¿Creéis que Ariakan sabe la verdad? —inquirió a Sara con gesto interrogante.
—Es posible. Podría ser la razón de que jamás le revelase a Steel el nombre de su padre, de que le advirtiera en contra de indagarlo y añadiese ese cuento de viejas sobre la supuesta maldición.
—Por lo general las viejas saben lo que se dicen —comentó Tanis—. Las maldiciones pueden adoptar muchas formas. Como mínimo, a este joven le espera una desagradable sorpresa que lo conmocionará.
—Y se pondrá furioso cuando despierte —señaló Caramon—. Dudo que quiera escucharnos, cuando menos creer cualquier cosa que le digamos. Esto es inútil, Sara. Vuestro plan no…
—¡Funcionará! ¡Tiene que funcionar! ¡No lo perderé! —Los miró ferozmente—. Lo habéis visto. ¡Lo habéis oído! No está totalmente entregado al Mal Aún puede cambiar de opinión. ¡Por favor, ayudadme! ¡Ayudadle! Cuando lo hayamos sacado de aquí, lejos de esta oscura influencia… Una vez que vea la Torre del Sumo Sacerdote y recuerde…
—De acuerdo. Lo intentaremos —accedió Tanis—. Después de todo, ya hemos llegado muy lejos. Yo lo cogeré por un brazo y…
—Deja, Tanis, ya me encargo yo. —Caramon lo apartó a un lado.
Acostumbrado a cargar barriles de cerveza sobre su ancha espalda, Caramon cogió al joven y se lo echó al hombro sin esfuerzo. La cabeza y los fláccidos brazos de Steel quedaron colgando, con el largo cabello casi rozando el suelo. Con un gruñido, el hombretón acomodó mejor el peso del oven y luego asintió.
—Vamos.
Sara echó una capa sobre Steel, después recogió la suya y el yelmo de jinete de dragón. Abrió la puerta una rendija y atisbó el exterior. Había dejado de llover y las estrellas brillaban. La constelación de la Reina Oscura, muy próxima, resplandecía con una intensidad ominosa. Los nubarrones de tormenta volvían a acumularse en el horizonte.
La mujer hizo una seña y el grupo salió a la calle sin perder tiempo. No se toparon con nadie hasta encontrarse cerca de los estables, y entonces casi se dieron de bruces con un caballero de negra armadura, que miró a Steel y sonrió fríamente.
—¿Otra baja? Los muchachos echaron el resto en el entrenamiento de esta noche. Los clérigos se ganarán su paga hoy. —Saludó y después reanudó el camino, ocupándose de sus cosas.
El silencio envolvía la fortaleza; los hombres descansaban después del duro esfuerzo de la noche o, como había apuntado el caballero, se recuperaban de las heridas. Varios dragones montaban guardia desde lo alto de las torres. Por las atalayas paseaban centinelas, seguramente más por mor del entrenamiento y la disciplina que porque se esperara realmente un ataque. Ariakan no tenía nada que temer. Por ahora, no. Todavía no. Muy pocos sabían que estuviese allí o lo que tramaba.
«Pero ahora yo lo sé —comprendió, incómodo, Tanis—. Puedo dar la alerta, sólo que quizá sea ya demasiado tarde. Steel llamó traidora a Sara ¿Lo es? ¿Realmente ha causado tanto daño a su causa? Pensó en lo que la mujer había dicho por la noche, que su principal meta era mantener a salvo a Steel. Para alcanzar esa meta, había servido al Mal en silencio durante diez años. Al final había roto su mutismo, pero sólo llevada por la desesperación, para salvar al joven de un compromiso último e irrevocable».
Llegaron a la zona despejada; Sara se llevó la mano hacia el broche que llevaba prendido en el pecho. En el cielo apareció un Dragón Azul, planeando sobre ellos.
—Si podéis invocar a los dragones, podríais haber huido de este sitio hace mucho —dijo Tanis, siguiendo el curso de sus pensamientos.
—Tenéis razón. —Sara se acercó a Steel, que colgaba desmadejado sobre el hombro de Caramon—. Pero habría tenido que marcharme sola. Él se habría negado a acompañarme. Tendría que haberlo dejado solo aquí. Mi influencia es lo único que lo mantiene en el camino de la Luz.
—Pero podríais haber puesto sobre aviso a alguien. Los Caballeros de Solamnia quizás hubiesen podido detener a Ariakan. —Tanis gesticuló, señalando la imponente fortaleza—. Ahora es demasiado fuerte.
—¿Y qué habría hecho los caballeros? —Demandó Sara—. ¿Venir con sus dragones? ¿Con sus lanzas? ¿Y qué habría conseguido con eso? Ariakan y los caballeros habrían combatido hasta la muerte, hasta que no quedara ninguno de nosotros vivo. No, no podía correr ese riesgo. Por entonces todavía albergaba esperanza de que, algún día, Steel llegase a ver la maldad que representan. Que habría accedido a acompañarme… Pero ahora… —Sacudió la cabeza, sombría.
La hembra de Dragón Azul se posó en el suelo, cerca de ellos. Llamarada se mostró agitada al reparar en la figura, aparentemente sin vida, de Steel. Sara la tranquilizó con unas suaves palabras de explicación. Llamarada seguía indecisa, al parecer, pero era obvio que confiaba en Sara y que era solícita en extremo con Steel. No apartó un solo instante la mirada del joven mientras Caramon lo colocaba en la silla y después montaba él detrás, en una postura incómoda.
Sara hizo intención de dirigirse a la hembra de dragón para montar, pero Tanis la detuvo poniendo la mano sobre ella.
—Haremos lo que nos pedís, Sara Dunstan, pero la decisión final es de Steel. A menos que planeéis encerrarlo en un sótano y arrojar la llave al mar —añadió secamente.
—Todo saldrá bien. Funcionará —insistió ella.
—Sara —continuó Tanis, sin soltarle la mano—, si no funciona, le habréis perdido. Nunca os perdonará esto, por traicionarle, por traicionar a la caballería. Lo sabéis, ¿verdad?
La mujer miró el cuerpo desmadejado de su hijo con el semblante tan frío y lúgubre como su negro broche del lirio de la muerte. Fue entonces cuando Tanis vio la gran fortaleza de aquella mujer que había habitado en esa oscura prisión durante tantos años sombríos.
—Lo sé —musitó ella. Y acto seguido montó en el dragón.