6

El alcázar de las tormentas

—¡Dios mío! —Exclamó, sombrío, Tanis, cuidando de no mencionar a qué deidad invocaba en su estupefacción—. ¡Es enorme!

—¿Cómo se llama la fortaleza? —Le preguntó Caramon a Sara.

—El alcázar de las Tormentas —respondió la mujer. El ventarrón arrastró hacia atrás sus palabras, de manera que Caramon tuvo la impresión de que era el viento el que hablaba—. El nombre se lo puso Ariakan. Decía que cuando sus puertas se abrieran, se desataría una tormenta sobre Ansalon que destruiría todo a su paso.

La fortaleza estaba ubicada muy al norte del continente. Inmenso e imponente, el alcázar de las Tormentas estaba construido sobre una gran isla rocosa, cuyos peñascos mostraban formas irregulares y afiladas. Las negras y relucientes paredes de la fortaleza recibían las constantes rociadas de las rompientes olas del mar de Sirrion. En lo alto de las grandes torres ardían fuegos, y su luz servía para orientar el vuelo de los dragones, cuyas alas se recortaban negras contra las estrellas mientras las bestias realizaban sus vuelos en el cielo nocturno.

—¿A qué se debe tanta actividad? —inquirió, nervioso, Caramon—. No será por vos ¿verdad?

—No —lo tranquilizó Sara—. Sólo son los soldados, que practican ataques nocturnos. Ariakan dice que un error que cometieron los Señores de los Dragones durante la última guerra fue combatir de días. Los caballeros y sus monturas están bien entrenados para luchar de noche, utilizando en su provecho la oscuridad.

—Ningún barco podría acercarse a este lugar —masculló Tanis, que contemplaba las blancas rociadas de espuma al romper las olas contra los acantilados abruptos de la costa.

—Aquí las aguas son demasiado turbulentas para la navegación. Ni siquiera los minotauros se aventuran tan al norte, una de las razones por las que Ariakan eligió esta isla. Sólo es accesible con dragones y mediante la magia.

—Al menos no llamaremos la atención entre tanta actividad —comentó Caramon.

—Cierto —convino Sara—. Es lo que había pensado.

Nadie reparó en ellos, o al menos no les prestó mucha atención. Un gigantesco Dragón Rojo les lanzó un bramido irritado cuando el Azul, más pequeño, descendió entre el Rojo y la torre que estaba «bajo ataque». Las dos bestias intercambiaron maldiciones y gruñidos en su propio lenguaje; el soldado que montaba el Rojo se unió con sus propios insultos a los que Sara replicó igualmente. La mujer mantuvo el curso, ya a la vista su punto de destino, atravesando la falsa batalla.

Caramon, estupefacto y apabullado, miraba en derredor con espanto, pasmado por el alto número de efectivos y la osada destreza de los oscuros paladines, que estaban derrotando de forma aplastante a los «defensores» de las torres. Y los dragones ni siquiera utilizaban su arma más poderosa, su aliento, que podía expulsar fuego, ácido, o lanzar rayos. El gesto de Tanis era severo y sombrío mientras procuraba tomar nota mental de cuanto veía y de memorizar cada detalle.

Sara ordenó al dragón que aterrizara en una zona despejada, lejos del cuerpo principal de la fortaleza. En esa parte de la construcción reinaba una relativa calma, en marcado contraste con el alboroto que había en la zona de la batalla.

—Esos son los establos —informó a Caramon y a Tanis en voz baja, mientras desmontaban—. Guardad silencio y dejad que hable yo.

Los dos hombres asintieron con la cabeza, y cerraron bien las capas azules bordeadas en negro que llevaban sobe sus propias armaduras. Sara había llevado una consigo, pensando que sólo tendría que disfrazar a Caramon, pero le entregó la suya a Tanis, cuidando antes de quitar el broche del lirio negro.

—No debéis tocarlo —le advirtió—. Ha sido bendecido por los clérigos oscuros. Podría dañaros.

—Pero vos lo tocáis —dijo él.

—Estoy acostumbrada —respondió quedamente.

El Dragón Azul se acomodó en el amplio patio abierto, un enorme punto de aterrizaje situado fuera de los muros de la fortaleza. Más allá, una larga hilera de cuadras retumbaba con los relinchos ansiosos y frustrados de caballos. Excitados por el sonido de la batalla, querían tomar parte.

—A los caballeros se les enseña también a combatir a caballo, al igual que montados en dragones —les explicó Sara.

—Ariakan piensa en todo, ¿verdad? ¿Dónde guardáis los dragones? Aquí no, obviamente —inquirió el semielfo.

—No, la isla no es lo bastante grande. Los dragones tienen un territorio propio. Nadie sabe con certeza dónde. Acuden cuando se les llama.

—¡Chist! —Caramon tiró de la manda de Sara—. Tenemos compañía.

Un goblin se acercó a la carrera y los miró de hito en hito.

—¿Quién va? —Demandó con desconfianza mientras levantaba la antorcha que chisporroteaba con la lluvia—. ¡Ningún Azul salió esta noche! ¿Qué…? ¡La mujer de Ariakan!

Sara se quitó el yelmo y sacudió el cabello.

Lord Ariakan para ti, gusano. Y no soy mujer de nadie sino mi propia dueña. Recuerdas mi nombre, ¿verdad, Glob? ¿O tu diminuta mente lo ha olvidado?

El goblin hizo una mueca burlona.

¿Qué haces fuera esta noche, S… S… Sara? —Siseó el nombre con sorna—. ¿Y quiénes son estos dos? —Los pequeños ojos porcinos repararon en Caramon y Tanis, aunque los dos hombres habían tenido cuidado de mantenerse apartados de la luz de la antorcha.

—Yo que tú no haría demasiadas preguntas, Glob —replicó fríamente Sara—. A lord Ariakan no le gusta que los subordinados metan la nariz en sus asuntos. Ocúpate de que mi dragón tenga lo que necesite. Vosotros dos, seguidme —añadió sin mirar hacia atrás, pero hizo un ademán a Caramon y a Tanis.

Los dos pasaron por delante del goblin, que parecía un tanto intimidado por la mención de los asuntos de Ariakan, y retrocedió un paso. Sin embargo sus ojillos se estrecharon, observándolos atentamente; cuando ambos pasaron frente a él, arrebujados en sus capas. YU en ese momento quiso la mala fortuna —o la Reina Oscura—, que un golpe de viento soplara en el patio de los establos y retirara el largo y canoso cabello de Tanis, dejando a la vista la oreja puntiaguda.

El goblin ahogó una exclamación. Se acercó de un salto al semielfo, le apartó el brazo y acercó la antorcha a su cara, tan próxima que casi le prendió la barba.

—¡Elfo! —chilló, añadiendo una maldición.

—Caramon se llevó la mano a la espada, pero Sara se interpuso entre el hombretón y el goblin.

—¡Glob, grandísimo idiota! ¡Ya la has hecho! ¡Lord Ariakan te arrancará las orejas por esto!

—¿Qué quieres decir? —Demandó Glob—. ¿Qué he hecho? ¡Es un maldito elfo! ¡Un espía!

—Pues claro que es un espía —gruñó Sara—. ¡Acabas de desenmascarar a uno de los dobles agentes de mi señor! ¡Has puesto en peligro toda la misión! ¡Si Ariakan se entera de esto, hará que te corten la lengua!

—Yo no hablo —repuso Glob en tono osco—. El gran señor lo sabe.

—Ya lo creo que hablarás si algún Túnica Blanca te pone la mano encima —predijo sombríamente Sara.

Caramon había apartado los dedos de la espada, pero su corpachón resultaba imponente y amenazador. Tanis se cubrió la cabeza con la capucha y lo miró con expresión siniestra. El goblin adoptó un gesto ceñudo y contempló con odio al semielfo.

—No me importa lo que digas. Voy a informar de esto.

—Es tu lengua la que están en peligro —replicó Sara, que se encogió de hombros—. Recuerda lo que le pasó a Blosh. Y si no te acuerdas, ve a preguntarlo. Pero no contengas el aliento esperando a que te responda.

El goblin se encogió. La lengua antes mencionada entró y salió con nerviosismo entre los amarillentos diente. Luego, tras echar otra mirada feroz a Tanis, el goblin se alejó a buen paso.

—Venid —dijo Sara.

Caramon y Tanis fueron tras ella, pero echaron ojeadas disimuladas hacia el goblin y vieron que la criatura abordaba a un hombre alto, vestido con armadura negra. El goblin les señaló mientras hablaba con voz chillona. Le llegó un palabra: «elfo».

—Seguid caminando —dijo Sara—. Fingid que no os habéis dado cuenta.

—Debí haberle roto el cuello —rezongó Caramon, que llevaba la mano sobre la empuñadura de la espada.

—No hay donde esconder el cadáver —explicó ella con voz fría—. Alguien habría encontrado al desgraciado y se armaría una buena. Aquí la disciplina es muy estricta.

—La zorra de Ariakan… —les llegó clara la voz del goblin.

Sara apretó los labios, pero se las ingenió para sonreír.

—No creo que tengamos que preocuparnos gran cosa. Ah, tenían razón, ¿veis?

—¡Habla con respeto de la señora Sara, cara de sapo!

El caballero asestó tal bofetón al goblin que este cayó despatarrado en el barro del patio. Luego el caballero reanudó su camino, centrado de nuevo en asuntos más importantes.

Sara siguió andando.

—Lo de que somos espías. Eso ha sido pensar con rapidez —contestó Tanis. Caramon cerraba la marcha y miraba en derredor, alerta.

—En realidad, no. —Sara se encogió de hombros—. Ya tenía pensado qué decir si nos veían. Ariakan ha estado trayendo a sus agentes aquí, principalmente para impresionarlos, creo. Un goblin cometió el error de comentar que había reconocido a uno. Ariakan hizo que le cortasen la lengua. Eso me dio la idea.

—¿Y el dragón no dirá nada?

—Le he contado la misma historia. De todos modos, Llamarada me es leal. Los Azules lo son. No les gustan los Rojos.

—Ese caballero parecía respetaros… —empezó el semielfo.

—Inusitado, tratándose de una zorra ¿no? —se le anticipó Sara.

—No iba a decir eso.

—No, pero es lo que pensabais. —La mujer siguió caminando sumida en un silencio agrio, parpadeando para protegerse de la lluvia y las rociadas de espuma que azotaban su cara.

—Lo lamento, Sara —se disculpó Tanis mientras ponía la mano sobre su brazo—. Sinceramente.

—No, soy yo quien debería disculparse. —Sara suspiró—. Sólo habríais dicho la verdad. —Alzó la cabeza con orgullo y la giró para mirarlo—. Soy lo que soy. No me avergüenzo. Volvería a hacer lo mismo. ¿Qué sacrificaríais por vuestro hijo? ¿Vuestra salud? ¿Vuestro honor? ¿Vuestra propia vida?

El viento arrastró las nubes en el cielo nocturno, y de repente, durante un instante, Solinari, la luna plateada, quedó libre del oscuro manto. Su intensa luz brilló sobre el alcázar de las Tormentas y, durante un extraño instante, Tanis vio el futuro iluminado para él, como si las palabras de Sara hubiesen abierto una puerta a la estancia alumbrada por la luna. Sólo tuvo un atisbo fugaz de peligro y amenaza agitándose alrededor de su frágil hijo como la tormentosa lluvia, y entonces las nubes cubrieron Solinari, ocultándola, impidiendo el paso de su luz plateada. La puerta se cerró, dejando a Tanis turbado y asustado.

—Ariakan no me ha tratado mal —decía Sara, un tanto a la defensiva, equivocando el angustiada silencio del semielfo, por desaprobación—. Todo estuvo muy claro entre nosotros desde el principio, que sólo me tendría para su placer, nada más. No tomará esposa. Ya no. Tiene más de cuarenta años y está casado con la guerra.

«”Los verdaderos caballeros deberían tener un único amor», dice. «Y ese amor es la batalla». Se considera un padre para los jóvenes paladines. Les enseña disciplina y a tener respeto a sus superiores y a sus enemigos. Les enseña a tener honor y abnegación. Considera que tales cosas sol el secreto de la victoria de los Caballeros de Solamnia.

«”Los solámnicos no nos derrotaron», les dice a los jóvenes. «Nos derrotamos nosotros mismos, persiguiendo egoístamente nuestras insignificantes ambiciones y conquistas en lugar de unirnos para servir a nuestra gran soberana».

—El Mal se vuelve contra sí mismo —citó Tanis, intentando borrar el miedo que lo acosaba, la imagen plasmada en su memoria de la inesperada visión de su hijo.

—Antaño sí —dijo Sara—, pero ya no. Estos caballeros se han criado juntos desde pequeños. Son una familia muy unida. Todos los paladines jóvenes que hay aquí sacrificarían gustosamente la vida para salvar a su hermano, o para satisfacer la ambición de la Reina de la Oscuridad.

—Me cuesta creer eso —comentó Tanis, sacudiendo la cabeza—. El egoísmo está en la naturaleza del Mal, el anteponerse a uno mismo en detrimento de otros. Si no fuera así… —Vaciló y no acabó la frase.

—¿Sí? —instó Sara para que continuara—. ¿Qué pasaría si no fuera así?

—Si los hombres perversos actuaran movidos por lo que consideran una causa noble y un fin, si estuvieran dispuestos a sacrificarse por eso… —Tanis estaba muy serio—. Entonces, sí, creo que el mundo podría estar en peligro. —El aire húmedo y frío lo hizo tiritar, y se arrebujó más en la capa—. Pero las cosas no funcionan así, gracias a los dioses.

—Reservaos vuestra opinión y vuestras preces —dijo Sara con voz temblorosa—. Todavía no conocéis al hijo de Sturm.