Tanis Semielfo recibe una desagradable sorpresa
Caramon recordó finalmente como llegar al castillo de Tanis, situado en Solamnia, pero conocía el camino sólo por tierra, no volando a lomos de un dragón. Sara, sin embargo estaba familiarizada con todo el continente de Ansalon, un detalle que al hombretón le resultó inquietante.
—Ariakan dispone de mapas excelentes —aclaró ella, un tanto desconcertada.
Caramon se preguntó por qué los caballeros de Takhisis tenían mapas excelentes del continente. Lamentablemente no era difícil imaginar la razón.
El viaje apenas duró. Poquísimo, en lo que concernía a Caramon, que iba encorvado en la parte trasera de la silla del dragón, con frío y hambre (se había comido la carne hacía ya mucho rato), y el sueño ahuyentado por la conmoción de lo ocurrido. Intentaba discurrir cómo explicar aquella extraña historia a su amigo Tanis.
¿Y si el semielfo era el padre? Caramon rumió el asunto todo el viejo. «¿Voy a hacerle un favor sacando a relucir de repente un hijo suyo? ¿Qué dirá Laurana? Nunca le cayó bien Kit, de eso estoy condenadamente seguro. ¿Y qué pasa con el hijo de ellos dos? ¿Cómo se sentirá con una noticia así?».
Cuando más pensaba en ello, más lamentaba Caramon haber decidido acompañar a Sara. Finalmente, ordenó a la mujer que diese media vuelta, que lo llevara a su posada, pero o no lo oyó por el silbido del viento o hizo caso omiso a propósito. Podía saltar de la silla, sin embargo, teniendo en cuenta a la altura que volaban eso quedaba totalmente descartado.
Se le pasó por la cabeza la idea de que iba armado y de que quizá podría reducir a Sara. No obstante, tras meditarlo seriamente, comprendió que aunque lograra superarlo, nunca sería capaz de controlar a su Dragón Azul, el cual, de hecho, le dirigía miradas desconfiadas de vez en cuando. Y, para cuando Caramon hubo llegado a esa conclusión, ya aterrizaban en la cresta de una colina desde la que se divisaba el castillo de Tanis.
El hombretón desmontó del dragón. Todavía no había amanecido, pero faltaba poco para que saliese el sol. Sara tranquilizó al animal, le dio la orden de que se quedara allí —o eso supuso Caramon, ya que no entendió lo que la mujer decía— y acto seguido echó a andar en dirección a la casa palaciega. Al darse cuenta de que Caramon no la seguía, se volvió hacia él.
—¿Qué ocurre? —preguntó con un tono de ansiedad.
—Tengo ciertas dudas —contestó, pensativo, el hombretón.
—La expresión de Sara se tornó de nuevo asustada, como si fuera a empezar a llorar otra vez. Caramon suspiró.
—De acuerdo —capituló finalmente—. Voy.
—¡Caramon Majere! El gran botarate nada menos… ¿Queréis disculparnos un momento, señora? —pidió cortésmente Tanis.
Agarró a Caramon por un brazo y lo condujo al otro extremo del amplio cuarto, alumbrado por el fuego de la chimenea.
—Podría ser todo una trampa —susurró el semielfo—. ¿Te lo has planteado?
—Sí.
—¿Y? —demandó Tanis.
—No creo que lo sea —respondió Caramon tras pensarlo un momento.
—Obviamente, no has… —empezó Tanis, tras soltar un suspiro.
—Lo que quiero decir es… —continuó su amigo—, ¿a cuento de qué iban a tener la intención de tender una emboscaba esos paladines oscuros a alguien como yo, un posadero de mediana edad?
—No, pero… —Tanis parecía incómodo—. Tal vez la trampa no está preparada para ti…
—Lo sé —asintió Caramon con aire enterado—. Tú eres mucho más importante. Pero fue Tika la que sugirió que hablase contigo, no Sara. Y —agregó seriamente tras otro instante de profunda reflexión—, dudo que Tika te haya tendido una trampa, Tanis.
—Por supuesto que no —espetó el semielfo—. Es sólo que… Vale, de acuerdo, quizá no sea una trampa. Quizá me… No quiero… —Sacudió la cabeza y volvió a empezar—. Recuerdo aquel terrible día en que murió Kitiara. Intentó acabar con Dalamar, ¿recuerdas? Él frustró su intento… —Tanis hizo una pausa y tragó saliva.
»Murió en mis brazos. Y entonces el Caballero de la Muerte apareció para reclamarla. La oí, suplicándome que la salvara de aquel horrible destino. «Incluso ahora te tiende sus tentáculos desde el más allá…», me dijo Dalamar entonces. Y aún lo hace, Caramon.
—No, no es cierto. Este no es tu hijo…
—Si das crédito a lo que dice esa mujer, Sara.
—¿No la crees? —preguntó el hombretón, inquieto.
—Ya no sé qué creer. Pero tienes razón. Debemos descubrir la verdad, y hacer lo que esté en nuestras manos para ayudar a ese joven, sea hijo de quien sea. Además, esto me dará la oportunidad de ver qué se trae entre manos Ariakan. No es la primera vez que nos llegan informes sobre esos paladines oscuros, pero no había ningún modo de comprobar si era verdad o se trataba de meros rumores. —Lanzó una mirada sombría a Sara, que resultaba una imagen escalofriante con el yelmo azul y la capa bordeada en negro—. Al parecer era cierto.
»Sin embargo, ahora —añadió con una sonrisa desganada mientras sacudía la cabeza—, he de enfrentarme a una tarea realmente difícil. Tengo que contarle lo que ocurre a mi mujer.
Tanis estuvo sólo con Laurana durante una hora. Caramon, que paseaba por el vestíbulo de la mansión del semielfo, se imaginaba muy bien la naturaleza de la conversación. La esposa elfa de Tanis, Laurana, sabía todo respecto a la relación entre Kitiara y su marido. Había sido comprensiva sobre todo habida cuenta de que ese asunto había acabado hacía mucho tiempo. Pero ¿qué pasaría ahora, existiendo la posibilidad de que hubiera un hijo? Un posibilidad muy factible, a entender de Caramon. Lo cierto es que no podía creer que el padre fuera realmente Sturm.
«Más, ¿por qué iba a mentir Kit?», se preguntó.
La respuesta escapaba a su comprensión. Claro que nunca había sido capaz de entender el porqué de la mitad de las cosas que su hermanastra había hecho.
Tanis salió de la estancia rodeando a su esposa con el brazo. Laurana sonreía, y Caramon respiró más tranquilo. La elfa hizo un alto incluso para dirigir unas palabras quedas a Sara, que se sentó, completamente exhausta, en un rincón próximo a la chimenea. Caramon reparó entonces en lo joven que parecía Laurana en comparación con su marido; era la tragedia de las relaciones entre humanos y elfos. Aunque Tanis tenía ascendencia elfa, la sangre humana iba encaneciendo, como rezaba el dicho. Cuando contrajeron matrimonio, unos veinte años atrás, parecían más o menos de la misma edad. Ahora podrían pasar por padre e hija.
«Pero cuando se casaron ambos sabían que eso ocurriría —se dijo para sus adentros Caramon—. Están sacando todo el partido posible del tiempo del que disponen, y eso es lo que cuenta».
Tanis estuvo preparado para partir casi de inmediato. Como embajador oficial y enlace entre los Caballeros de Solamnia y las naciones élficas, pasaba mucho tiempo viajando, al igual que su esposa. Se había puesto una armadura de cuero —la preferida por los elfos— y una capa verde. Verlo de tal guisa, le trajo a la memoria de manera intensa y casi dolorosa los viejos tiempos de aventuras.
Quizá Laurana pensaba lo mismo, ya que le alborotó la barba que sólo un elfo con sangre humana podía dejarse crecer, e hizo un comentario burlón en la lengua elfa que hizo sonreír a Tanis. Este se despidió de su mujer, y ella le besó con dulzura mientras el semielfo la abrazaba cariñosamente.
Después se despidió de su hijo, un joven de aspecto frágil y débil, adorado por sus padres, y que miró a Tanis con una expresión de amor teñida de ansiedad. El muchacho era elfo de los pies a la cabeza, sin rastros visibles de los rasgos de su progenitor. Su tez tenía la palidez enfermiza de quien rara vez sale al exterior.
«No es de sorprender que tanto Tanis como Laurana lo mantengan en una jaula como un pajarillo habida cuenta de las muchas veces que han estado a punto de perderlo. Si fuese elfo al cien por cien, se conformaría con pasar el tiempo con la nariz metida en algún libro, pero también es humano. Fíjate en esos ojos, Tanis. Mírale cuando te ve partir a la aventura, a ver cosas maravillosas de las que él sólo ha leído».
—Algún día, Tanis —dijo entre dientes el hombretón—, volverás a casa y te encontrarás con la jaula vacía.
Subieron la colina hasta donde el Dragón Azul dormitaba, con las alas pegadas a los costados.
—¿Qué murmuras? —preguntó el semielfo, malhumorado.
Tanis observaba al Dragón Azul con gesto severo, sin quitarlo ojo de encima. Aparentemente, a la vestida no le gustó el efluvio a elfo que percibió, ya que se despertó al instante, agitando los ollares. Sacudió la testa con desagrado, enarcó el cuello y enseñó las fauces.
Sara Dunstan era una experta amazona de dragones, sin embargo. Emitió una corta palabra de reprimenda y tuvo bajo control a su montura en un visto y no visto. Caramon subió el primero, en el asiento trasero de la silla, para dos jinetes, y luego se inclinó para izar a su amigo, levantándolo sin esfuerzo con un movimiento de su fornido brazo.
—Sólo pensaba para mis adentro que a tu chico se le ve buen aspecto —mintió.
Tanis rebulló en la silla para encontrar una postura más cómodo, cosa prácticamente imposible de conseguir. Tendría que agarrarse al borrén trasero del asiento de Caramon; o eso, o sentarse en las piernas del hombretón.
—Gracias —dijo. Su gesto se tornó satisfecho, y miró con orgullo a su hijo, que se encontraba en el jardín, con los grandes y almendrados ojos prendidos fijamente en ellos—. Creemos que está mejorando. ¡Si supiéramos lo que le pasa! Pero ni siquiera la hija venerable Crysania puede decírnoslo.
—Quizá sólo necesita más tiempo al aire libre. Deberías dejarle que viniera a visitarnos —sugirió Caramon—. Mis chicos le llevarían a pasear en caballo, a cazar…
—Ya veremos —respondió cortésmente el semielfo, aunque con ese tono de «ni muerto»—. ¿Alguna señal de que os persigan, señora?
Caramon recorrió el cielo con la mirada. Apuntaba el alba cuando habían llegado, y ahora la mañana estaba avanzada, con el sol otoñal disipando el frío dejado por la noche. No se veía señal alguna de otros dragones.
—Con suerte no me habrán echado de menos —contestó Sara, aunque parecía preocupada—. Ahora soy entrenadora de dragones, a menudo me ausento para ejercitar a las monturas. Me hice cargo de esa tarea en previsión de esto.
Le dijo una palabra al dragón, y el Azul saltó hacia arriba, impulsado por sus poderosas patas traseras al tiempo que batía las fuertes alas para elevarse en el aire. Sobrevolaron en círculo el castillo una vez a fin de que el animal se orientara, y después enfilaron hacia el norte.
—Llegaremos a la fortaleza después de oscurecer —les dijo Sara—. Lamento perder todo el día, pero no puede evitarse, y con suerte recuperaremos el tiempo que perdamos. ¿Habrá problemas con los caballeros de Solamnia? —preguntó Sara a Tanis con aire de ansiedad.
—Siempre hay problemas con los Caballeros de Solamnia —gruñó Tanis. Estaba de mal humor, y Caramon no lo culpaba por ello. Después de todo, el semielfo podía estar dirigiéndose al encuentro de un hijo del que nunca había tenido noticia de su existencia—. Pero, con ayuda de Paladine, los superaremos.
El Dragón Azul echó una mirada feroz hacia atrás. Sara pronunció una palabra en tono seco y enérgico, y la vestida giró la cabeza con actitud sombría.
—Sería mejor no pronunciar el nombre de ese dios otra vez —sugirió la mujer en voz baja.
Después de aquello, a ninguno de los tres se le ocurrió de qué otra cosa hablar. En cualquier caso, mantener una conversación era difícil; tenían que gritar para hacerse oír con el ruido del aire que levantaban las poderosas alas del dragón. De modo que viajaron en silencio, dejaron atrás Ansalon, las tierras conocidas y civilizadas, y se sumergieron en la oscuridad.
Quedaban dos días.
Dos días para salvar un alma.