Rosa blanca, lirio negro
—¡Los dioses nos protejan! —Exclamó Tika—. Pero significaría… ¡Qué extraño linaje! ¡Bendito sea Paladine! —Se levantó del banco y miró fijamente, horrorizada, a su marido—. ¡Ella lo mató! ¡Kitiara mató al padre de su hijo!
—No me lo creo —repitió Caramon con voz enronquecida. Tenía metidas las manos en los bolsillos del pantalón; taciturno, dio un golpe con el pie a un tronco que amenazaba con caerse de la rejilla, provocando que un montón de chispas ascendieran por el tiro de la chimenea—. Sturm Brightblade era un caballero, en espíritu, ya que no según las reglas de la Orden. Él jamás… —Caramon hizo una pausa y su rostro enrojeció—. Bueno, nunca haría algo así.
—También era un hombre. Un hombre joven —adujo suavemente Sara.
—¡Vos no lo conocíais! —Caramon se volvió hacia ella, enfadado.
—Pero lo conocí después, en cierto sentido. ¿Vais a escuchar el resto de mi historia?
Tika posó la mano en el fornido hombro de su marido.
—«Cerrar los oídos no cierra la boca a la verdad» —dijo, citando un antiguo proverbio elfo.
—No, pero acalla los chismorreos de las lenguas largas —masculló el hombretón—. Decidme: ¿Ese niño aún vive?
—Sí, vuestro sobrino vive —contestó seriamente Sara, cuya expresión era triste y preocupada—. Tiene veinticuatro años, y él es la razón de que me encuentre aquí.
Caramon soltó un profundo suspiro nacido de su acongojado corazón.
—De acuerdo, continuad —accedió.
—Como vos dijisteis, Kitiara y el joven caballero partieron de Solace, encaminándose hacia el norte. Buscaban noticias de sus respectivos padres, que habían sido Caballeros de Solamnia, de modo que parecía lógico que realizasen juntos el viaje. Sin embargo por lo que deduje, formaban una pareja muy dispar.
»Las cosas fueron mal entre ellos desde el principio. La propia naturaleza de sus búsquedas era distinta. La de Sturm, sagrada, buscando a un padre que había sido parangón de la caballería. Todo lo contrario que el de Kit. Ella sabía, o al menos sospechaba, que su padre había sido expulsado de la Orden, desacreditado. Puede que incluso hubiese estado en contacto con él. Ciertamente, algo la atraía hacia los ejércitos de la Reina Oscura que se estaban formando en secreto en el norte.
»Al principio, Kit pensó que el joven Brightblade, con su dedicación estricta y su fervor religioso, resultaba divertido. Pero no duró mucho. Enseguida la aburrió. Y después empezó a molestarla profundamente. Se negaba a quedarse en las tabernas, afirmando que eran lugares de perversión. Se pasaba las noches entonando sus rezos rituales, y de día la sermoneaba severamente por sus pecados. Eso podría haberlo tolerado, pero entonces el joven caballero cometió un terrible error. Intentó ponerse al mando, tomar las riendas.
»Kitiara no podía permitir tal cosa. Ya la conocíais. Tenía que tener bajo su control cualquier situación. —Sara sonrió tristemente—. Esos pocos meses que pasó en mi casa hicimos las cosas a su modo. Comíamos lo que ella quería comer. Hablábamos de lo que quería hablar.
»«Sturm era exasperante», me contó, y sus negros ojos chispeaban cuando hablaba de él, meses más tarde. «Era la mayor, y la que más experiencia tenía en la lucha. ¡Pero si ayudé a entrenarlo a él! ¡Y tuvo la desfachatez de empezar a darme órdenes!».
»Cualquier otra persona se habría limitado a decirle: «Mira, amigo mío, no congeniamos. Esto no funciona. Separemos nuestros caminos».
»Pero Kitiara, no. Quería destrozarlo, darle una lección, demostrando quién era más fuerte. Al principio, dijo, se planteó provocarlo para tener un duelo y derrotarlo en combate. Pero después decidió que eso no sería lo bastante humillante. Y concibió una venganza adecuada. Demostraría al joven caballero que la coraza de su pretendida superioridad moral se abollaría al primer golpe. Lo seduciría.
Caramon tenía prietas las mandíbulas y el rostro rígido. Su corpachón rebulló con desasosiego, apoyando el peso ora en un pie ora en otro. Por mucho que quisiera dudar, era obvio —conociendo como los conocía a los dos— que veía claramente lo que había ocurrido.
—La seducción de Brightblade se convirtió en un juego para Kit, un incentivo en que daba sabor a un viaje que se había vuelto monótono y aburrido. Sabéis lo encantadora que podía ser vuestra hermana cuando se lo proponía. Dejó de discutir con Sturm. Fingió tomarse en serio todo lo que él decía y hacía. Lo admiraba, lo alababa. Sturm era honrado, idealista, quizás un tanto pomposo, después de todo, era joven, y empezó a pensar que había domado a aquella salvaje mujer, que la había conducido al camino del Bien. Y, no me cabe duda, habría empezado a enamorarse de ella. Fue entonces cuando Kit comenzó a tentarlo.
»El pobre caballero debió de luchar dura y largamente contra sus pasiones. Había prestado juramento de castidad hasta el matrimonio, pero era humano, con la sangre ardiente de un hombre joven. A esa edad, a veces el cuerpo parece actuar con voluntad propia, arrastrando consigo al reacio espíritu. Kitiara tenía experiencia en ese campo, todo lo contrario que el joven e ingenuo caballero. Dudo que Sturm supiera lo que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde, cuando su deseo era demasiado intenso para poder soportarlo. —Sara bajó la voz.
»Una noche, él recitaba sus plegarias. Era el momento elegido por Kit. Su venganza sería completa si podía seducirlo apartándole de su dios. Y lo consiguió.
Sara se quedó callada. Los tres permanecieron en silencio. Caramon miraba fijamente las moribundas brasas, y Tika retorcía el delantal entre sus manos.
—A la mañana siguiente —continuó Sara—, el joven caballero fue plenamente consciente de lo ocurrido. Para él, lo que habían hecho era pecaminoso. Intentó enmendarlo del único modo que creía que podía hacerlo. Le pidió que se casara con él. Kitiara se echó a reír. Lo ridiculizó, burlándose de él, de sus votos, de su fe. Le dijo que todo había sido un juego, que no lo amaba, que, de hecho, lo despreciaba.
»Alcanzó su objetivo. Lo vio desmoronado, avergonzado, como había esperado. Lo zahirió, lo atormentó. Y después lo abandonó.
»Me explicó su aspecto —dijo Sara—. «Como si le hubiese atravesado el corazón con una lanza. ¡La próxima vez que se quede tan blanco, lo enterrarán!».
—Maldita Kit —masculló Caramon en voz baja. Descargó el puño contra los ladrillos de la chimenea—. Maldita.
—¡Calla, Caramon! —Intervino rápidamente su mujer—. Está muerta. ¿Quién sabe a qué espantoso castigo se enfrenta ahora?
—Me pregunto si su sufrimiento será suficiente —intervino Sara con voz queda—. Por entonces yo misma era joven e idealista, y podía imaginar cómo debió de sentirse el pobre hombre. Intenté decírselo a Kitiara, pero se enfureció. «Lo merecía», afirmó. Y, después de todo, él tuvo su venganza. Así es como Kit veía su embarazo, como una venganza de Sturm. Y fue por eso por lo que me hizo prometer no contarle a nadie quién era su padre.
Caramon rebulló.
—Entonces, ¿por qué me lo contáis a mí? ¿Qué importancia tiene ahora? Si es verdad, lo mejor es dejarlo en el olvido. Sturm Brightblade fue un buen hombre. Vivió y murió por sus ideales y los de la caballería. Uno de mis hijos lleva su nombre. No quiero que ese nombre quede deshonrado. —Se le ensombreció el gesto—. ¿Qué es lo que queréis? ¿Dinero? No tenemos mucho, pero…
Sara se puso de pie. Tenía lívido el rostro; era como si la hubiese golpeado.
—¡No quiero vuestro dinero! ¡Si fuera eso lo que buscara, habría venido hace años! Vine buscando vuestra ayuda, porque oí que erais un buen hombre. Obviamente no es así.
Echó a andar hacia la puerta.
—¡Caramon, eres un zopenco! —Tika corrió en pos de Sara y la agarró cuando se ponía la capa—. Perdonadlo, por favor, milady. No habló en serio. Está dolido y angustiado, eso es todo. Esto ha sido un golpe para los dos. Vos habéis vivido durante años sabiendo ese secreto, pero para nosotros ha sido como un mazazo entre los ojos. Volved y sentaos.
Tika tiró de Sara hacia el banco. Caramon estaba tan colorado como las brasas de la chimenea.
—Lo siento, Sara Dunstan. Tika tiene razón. Me siento como un buey derribado de un hachazo. No sé ni lo que me digo. ¿Cómo podemos ayudaros?
—Tenéis que escuchar el resto de mi historia —dijo Sara. Se tambaleó cuando iba a sentarse, y se habría desplomado si Tika no la hubiera sostenido—. Perdonadme. Estoy muy cansada.
—¿No deberíais descansar primero? —Sugirió Tika—. Ya habrá tiempo mañana de…
—¡No! —Sara se sentó muy derecha—. Tiempo es lo que nos falta. Y esa debilidad no es física, sino anímica.
»El hijo de Kitiara tenía semanas cuando ella se marchó. Ni él ni yo volvimos a verla. Tampoco diré que lo sentí. Amaba al pequeño tanto como si fuera mi propio hijo. Quizá más, porque, como ya he dicho, parecía que hubiera sido un regalo de los dioses para aliviar mi soledad. Kitiara cumplió su promesa. Me enviaba dinero a mí y regalos para Steel. Pude seguir su progreso con el paso de los años porque las sumas de dinero aumentaban y los regalos eran más costosos. Estos eran todos de naturaleza bélica: espadas y escudos pequeños, una navaja pequeña con el puño de plata labrado en forma de dragón para su cumpleaños. Steel adoraba esas armas. Como Kit había previsto, era un guerrero nato.
»Cuando tenía cuatro años, estalló la guerra. El dinero y los regalos dejaron de llegar. Kitiara tenía asuntos más importantes en su cabeza. Oí historias sobre la Dama Oscura, de cómo había ascendido en el favor del Señor del Dragón Ariakas, el general de los ejércitos del Mal Recordé lo que me había dicho sobre que cuando el niño fuera lo bastante mayor para entrar en combate regresaría a buscarlo. Miraba a Steel, y aunque sólo tenía cuatro años era más fuerte, más alto y más inteligente que la mayoría de niños de su edad.
»Si alguna vez lo echaba en falta, estaba segura de que lo encontraría en la taberna, escuchando relatos sobre batallas con la boca abierta y una expresión anhelante en los ojos. Los soldados eran mercenarios… mala gente. Se mofaban de los Caballeros de Solamnia, los llamaban flojos, por esconderse detrás de sus armaduras. No me gustaba lo que Steel estaba aprendiendo. Nuestra ciudad era pequeña, sin más protección que aquella chusma, y yo temía que estuviesen aliados con las fuerzas de la Reina de la Oscuridad. En consecuencia, me fui.
»Mi hijo —Sara lanzó una fiera mirada a Caramon, como retándole a que osara objetar contra eso— y yo nos trasladamos a Palanthas. Creí que allí estaríamos a salvo, y quería que el chico creciese entre los Caballeros de Solamnia para que descubriera la verdad sobre el honor y el Código y la Medida. Pensé que eso podría… podría… —Sara hizo una pausa e inspiró temblorosamente antes de proseguir—. Confiaba en que eso podría contrarrestar la oscuridad que veía en él.
—¿En un niño? —El tono de Tika sonó incrédulo.
—Incluso siendo un niño. Quizá peséis que me influía conocer las dos sangres tan dispares que corrían por sus venas, pero os juro por los dioses del Bien, cuyos nombres ya no puedo pronunciar con inocencia, que veía literalmente la batalla que se libraba para conquistar su alma. Todas sus buenas cualidades estaban enfangadas por el Mal, y todas sus características malignas, recubiertas por el Bien. ¡Lo veía ya entonces! Y ahora es aún más evidente.
Agachó la cabeza; dos lágrimas se deslizaron por sus pálidas mejillas. Tika la rodeó con el brazo, y Caramon se apartó de la chimenea y se situó protectoramente cerca de ella.
—Estaba en Palanthas cuando oí hablar de Sturm Brightblade por primera vez —continuó Sara—. A otros caballeros, y no de un modo particularmente aprobados. Se lo criticaba por estar asociado con gente extraña, una doncella elfa, un kender y un enano, y se comentaba que desafiaba la autoridad. Pero la gente corriente de la ciudad confiaba en Sturm y lo apreciaba, mientras que no se fiaba de muchos de los otros caballeros ni le caían bien. Hablé de Sturm con Steel, aproveché todas las oportunidades que se me presentaron para hacerle ver la nobleza y el honor de su padre…
—¿Sabía Steel la verdad? —La interrumpió Caramon.
—No. —Sara sacudió la cabeza—. ¿Cómo iba a decírselo? Podría haberlo confundido. Es extraño, pero nunca me preguntó quiénes eran sus padres, a pesar de que jamás oculté que no era su verdadera madre. Había demasiada gente en mi pequeña ciudad que sabía lo ocurrido. Pero he vivido, y sigo viviendo, con el miedo a la pregunta: ¿quiénes son mis verdaderos padres?
—¿Queréis decir que lo ignora? —Caramon no salía de su asombro—. ¿Al día de hoy?
—Sabe quién es su madre. Ya se encargó la gente de decírselo. Pero no ha preguntado el nombre de su padre una sola vez. Quizá cree que no lo sé.
—O quizá no quiere saberlo —sugirió Tika.
—Sigo opinando que debería estar informado —arguyó Caramon.
—¿Eso creéis? —Sara le asestó una mirada agria—. Planteaos esto. Recordad la batalla en la Torre del Sumo Sacerdote. Como sabéis, los caballeros ganaros. La Señora del Dragón, Kitiara, fue derrotada, pero ¿a qué terrible precio? Como dijisteis, mató a Sturm Brightblade, cuando él se encontraba solo en las almenas.
»Me quedé horrorizada cuando me enteré de lo ocurrido. ¿Podéis imaginar lo que sentí? Miraba a Steel y sabía que su madre había matado al hombre que fue se padre. ¿Cómo podía explicar algo semejante a un chico cuando ni yo misma era capaz de entenderlo?
—No sé —Caramon suspiró, taciturno—. No sé.
—Vivíamos en Palanthas cuando la guerra acabó —prosiguió Sara—. Y entonces sí que me asusté de verdad. Me aterrorizaba la idea de que Kitiara empezase a buscar a su hijo. Tal vez lo hizo. En cualquier caso, no dio con nosotros. Al cabo de un tiempo, me enteré de que había iniciado una relación el hechicero Dalamar, un elfo oscuro, un aprendiz de su hermano que en ese momento era el Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
El semblante de Caramon asumió una expresión plácida, seria y nostálgica, como ocurría siempre que se mencionaba a su hermano.
—Perdonadme, Caramon —dijo en voz queda Sara—, pero cuando oí las historias sobre vuestro hermano, lo único que se me ocurrió pensar fue: más sangre oscura corriendo por las venas de mi niño. Y me daba la impresión de que Steel se hundía más y más en las sombras cada día. No era como otros niños de su edad. Todos jugaban a la guerra, pero para Steel no era un juego. A no tardar, los otros chiquillos se negaron a jugar con él. Los hacía daño, ¿comprendéis?
—¿Daño? —Tika abrió mucho los ojos.
—No era intencionadamente —se apresuró a aclarar Sara—. Después siempre lo lamentaba. No disfrutaba infligiendo dolor, gracias a los dioses. Pero, como ya he dicho, los juegos no eran tal para él. Luchaba con una fogosidad que ardía en sus ojos. Los enemigos imaginarios eran reales para él. Y así, los otros niños le rehuían. Se sentía solo, lo sé, pero era orgulloso y nunca lo habría admitido.
»Y entonces estalló la guerra en Palanthas, cuando lord Soth y Kitiara atacaron la ciudad. Mucha gente perdió la vida. Nuestra casa quedó destruida en los incendios que hubo por toda la ciudad, pero lloré de alivio cuando supe que Kitiara había muerto. Por fin, pensé, Steel estaba a salvo. Recé para que se disipara la nube oscura que lo envolvía, para que empezara a crecer en el camino de la Luz. Mis esperanzas se truncaron.
»Una noche, cuando Steel tenía doce años, me despertó una fuerte llamada a la puerta. Miré por la ventana y vi tres figuras envueltas en capas negras, montadas a caballo. Todos mis temores volvieron de golpe. De hecho me asusté tanto que desperté a Steel y le dije que debíamos huir, escapar por la puerta trasera. Se negó a marcharse. Creo… creo que una oscura voz lo llamaba. Me dijo que huyera yo si quería, pero que él no lo haría. No tenía miedo.
»Los hombres golpearon de nuevo en la puerta. Su cabecilla era… ¿Recordáis que mencioné a Ariakas?
—El Señor del Dragón del Ala Roja del ejército de los Dragones. Murió en el templo, durante el asalto final. ¿Qué tiene él que ver con todo esto?
—Algunos comentaban que era amante de Kit —medió Tika.
—No habría sido la primera —comentó Sara al tiempo que se encogía de hombros—, y probablemente tampoco la última. Pero, por lo que me contaron, Zeboim, hija de Takhisis, estaba enamorada de Ariakas, se convirtió en su amante y le dio un hijo, llamado Ariakan. Este combatió en las tropas, a las órdenes de su padre, durante la Guerra de la Lanza. Era un guerrero avezado que luchó valientemente. Cuando los Caballeros de Solamnia lo capturaron, más muerto que vivo, se quedaron tan impresionados por su valentía que, a pesar de ser su prisionero, lo trataron con todo respeto.
»Ariakan estuvo preso muchos años, hasta que finalmente lo soltaron pensando, erróneamente, que en esos tiempos de paz no podría causar ningún daño. Ariakan había aprendido mucho durante su forzada permanencia con los caballeros. Llegó a admirarlos a pesar de que los despreciaba por lo que consideraba su debilidad.
»Poco después de que Ariakan fuese puesto en libertad, Takhisis se le apareció en su forma de Guerrero Oscuro. Le ordenó que fundase una orden de caballeros dedicados a ella, del mismo modo que los caballeros de Solamnia estaban dedicados a Paladine. «Los que ahora son niños crecerán a mi servicio —le dijo—. Los educarás para que me veneren. Me pertenecerán en cuerpo y alma. Cuando se hayan hecho hombres, estarán preparados para dar la vida por mi causa».
»Casi de forma inmediata, Ariakan empezó a «reclutar» muchachos para su abominable ejército. —La voz de Sara se convirtió en un susurró—. Ariakan era el hombre plantado en la puerta.
—¡Bendito Paladine! —exclamó Tika, acongojada.
—Había descubierto lo del hijo de Kitiara. —Sara sacudió la cabeza—. No sé muy bien cómo. Según él, Kit le había dicho lo del niño a su padre, pero no di crédito a eso. Creo… Creo que fue el hechicero Dalamar, el maligno Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, quien encaminó a Ariakan hacia nosotros.
—Pero Dalamar me lo habría contado —protestó Caramon—. Él y yo somos… bueno… —El hombretón vaciló mientras Sara lo observaba de hito en hito, muy abiertos los ojos—. No amigos, pero nos tenemos un mutuo respeto. Y el chico es mi sobrino, después de todo. Sí, Dalamar me lo habría dicho…
—¡Ni hablar! —Sara resopló—. Y al y a la postre es un hechicero Túnica Negra. Dalamar sirve a la Reina de la Oscuridad y a sí mismo, y no necesariamente en ese orden. Si vio que Steel podría resultar valioso… —Se encogió de hombros.
»Quizá Dalamar sólo seguía órdenes —musitó Sara mientras echaba una ojeada temerosa hacia la ventana, a la noche—. Takhisis quiere a Steel. Eso lo creo de todo corazón. Ha hecho cuanto ha estado en su poder para conseguirlo… ¡Y está a punto de tener éxito!
—¿Qué queréis decir? —demandó Caramon.
—Es la razón de que me encuentre aquí. Esa noche, Ariakan le hizo una oferta a Steel: convertirlo en un paladín oscuro. —Sara alargó la mano hacia su capa y asió el broche del lirio negro con mano temblorosa—. Un Caballero de Takhisis.
—No existe semejante orden perversa —protestó el posadero horrorizado.
—Existe —o contradijo Sara en voz baja—, aunque muy pocos lo saben. Pero se sabrá. Oh, sí, se sabrá. —Se quedó en silencio, temblando, y al cabo volvió a arrebujarse en la capa.
—Continuad —pidió, sombrío, Caramon—. Creo que sé hacia dónde se encamina esto.
—El hijo de Kitiara se encontraba entre los primeros que Ariakan buscó. He de admitir que es astuto. Sabía exactamente cómo manejar a Steel. Habló al chico de hombre a hombre, le dijo que le enseñaría a ser un poderoso guerrero, un líder de legiones. Le prometió gloria, riquezas, poder. Steel estaba fascinado. Esa noche accedió a irse con Ariakan.
»Nada de cuanto dije o hice, ni siquiera mi llanto, sirvió para que Steel cambiara de idea. Sólo conseguí una concesión: podía acompañarlo. Ariakan accedió a ello sólo porque supuso que yo podría serle útil. Necesitaría a alguien que cocinara para los chicos, arreglara sus ropas y se ocupara de la limpieza. Eso y… que se encaprichó de mí —concluyó Sara en voz queda.
»Sí —añadió, en parte avergonzada y en parte desafiante—, me convertí en su amante. Lo fui durante muchos años, hasta que fui demasiado mayor para interesarle.
El semblante de Caramon se ensombreció.
—Entiendo. —Tika palmeó suavemente la mano de la otra mujer—. Os sacrificasteis por vuestro hijo. Para estar cerca de él.
—¡Fue la única razón! ¡Lo juro! —Gritó vehementemente Sara—. ¡Los odiaba a ellos y lo que representaban! Detestaba a Ariakan. ¡No imagináis lo que tuve que soportar! Muchas veces deseé acabar con mi vida. La muerte habría sido mucho más fácil. Pero no podía abandonar a Steel. Todavía alienta la bondad en él, aunque ellos hicieron todo lo posible para pisotear y apagar esa chispa. Me quiere y me respeta, para empezar. Ariakan se habría librado de mi hace mucho tiempo de no ser por Steel. Mi hijo me ha protegido y defendido, en detrimento propio, aunque nunca habla de ello. Ha visto a otros ascender a caballeros antes que él. Ariakan ha frenado la promoción de Steel por culpa mía.
»Mi hijo es leal. Y honorable, como su padre. Ambas cosas en extremo, quizá, porque al igual que es leal conmigo también lo es con ellos. Ha vinculado su vida con esa orden perversa y está plenamente volcado en ella. Finalmente, se le ha ofrecido la oportunidad de convertirse en uno de ellos. Dentro de tres noches, Steel Brightblade, prestará el juramente, tomará los votos y entregará su alma a la Reina de la Oscuridad. Esa es la razón de que haya acudido a ves, de que haya arriesgado la vida, porque si Ariakan descubre lo que he hecho, me matará. Ni siquiera mi hijo podrá impedírselo.
—No —lo interrumpió Sara, que posó tímidamente su mano en la del hombretón—. Quiero que impidáis que mi hijo, vuestro sobrino, tome tales votos. Es el alma del honor, aunque esa alma sea oscura. Debéis convencerlo de que está cometiendo un terrible error.
Caramon la miraba de hito en hito, estupefacto.
—Si vos, su madre, una mujer a la que ama, no ha podido hacerlo cambiar durante todos estos años, ¿qué puedo hacer yo?
—Vos no —convino Sara—. Pero quizá sí haga caso a su padre.
—Su padre está muerto, milady.
—Me he enterado de que el cadáver de Sturm Brightblade reposa en la Torre del Sumo Sacerdote. Se cuenta que el cuerpo posee poderes milagrosos. ¡Sin duda el padre intervendría para ayudar a su hijo!
—Bueno… Tal vez… —Caramon no parecía muy convencido—. He visto cosas extrañas a lo largo de mi vida, pero sigo sin entender qué queréis que haga yo.
—Quiero que llevéis a Steel a la Torre del Sumo Sacerdote.
El hombretón se quedó boquiabierto.
—¡Así sin más ni más! —Exclamó cuando salió de su sorpresa—. ¿Y si resulta que él no quiere ir?
—Oh, no querrá —comentó Sara sin vacilar—. Tendréis que hacer uso de la fuerza. Probablemente llevarlo a punta de espada. Y eso no será fácil. Es fuerte y diestro con las armas, pero podréis hacerlo. Sois un Héroe de la Lanza.
Perplejo, totalmente confundido, Caramon miró a la mujer sumido en un silencio incómodo.
—Tenéis que hacerlo —imploró Sara, uniendo las manos en un gesto de súplica. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, incontenibles, cuando el cansancio, el miedo y la pena la superaron finalmente—. ¡O el hijo de Sturm Brightblade se perderá!