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La sangre de su madre

El viento soplaba ferozmente sobre el alcázar de las Tormentas. Las olas azotaban las rocas, rompían entre ellas en rociadas de espuma. Los relámpagos retumbaban en las oscuras nubes, los truenos retumbaban, sacudiendo los cimientos de la fortaleza. Era medianoche.

Las claras notas de una trompeta atravesaron la oscuridad. Lord Ariakan se encontraba en el centro del patio del alcázar, rodeado por un círculo de caballeros. Las antorchas chisporroteaban y titilaban bajo la lluvia. Las negras armaduras de los caballeros brillaban. El lirio negro de una muerte violenta adornaba los petos, el tallo cortado de la flor entrelazado con el hacha ensangrentada. Las capas negras, bordeadas en azul, blanco o rojo —dependiendo de la Orden de cada caballero—, se sacudían contra los cuerpos cubiertos por armaduras, pero no los protegían de la lluvia torrencial.

Los Caballeros de Takhisis se deleitaban con el aguacero, con la tormenta. Era una señal del favor de su diosa. A no tardar, el joven que sería investido caballero saldría —si la suma sacerdotisa le consideraba digno de ello— del templo, donde había pasado el día en vigilia y oración.

Uniendo las profundas voces, los caballeros empezaron a entonar preces a su Oscura Majestad.

Dentro del templo, en medio de un mortal silencio, Steel Brightblade yacía postrado en el suelo, con armadura completa, delante del oscuro altar. Había estado tendido todo el día sobre las frías y húmedas piedras, postrado humildemente ante su diosa. El templo se hallaba vacío a excepción de él; no se permitía entrar a nadie para no interrumpir la vigilia del caballero.

Al sonido de un toque de trompeta, una mujer salió de entre las gruesas cortinas que había detrás del altar de obsidiana. Era una mujer vieja y encorvada, con el largo y canoso cabello extendido sobre sus hombros hundidos. Caminaba despacio, arrastrando los pies sobre las losas de piedra. Un cerco rojo bordeaba sus ojos, que eran sagaces y astutos. Vestía los ropajes negros y el corras de dragón de una suma sacerdotisa de Takhisis.

Favorita de la Reina de la Oscuridad, la sacerdotisa tenía un inmenso poder. Se rumoreaba que, años atrás, había participado en las horribles ceremonias que produjeron a los draconianos de los huevos robados a los Dragones del Bien. No había un solo caballero en el alcázar de las Tormentas, Ariakan incluido, que no temblara bajo la mirada o el roce de la vieja mujer.

Se acercó hasta detenerse delante del joven caballero, que yacía con la cara contra las piedras, y el oscuro cabello, que brillaba con una tonalidad negro azulada a luz de las velas del altar, desparramado. En el altar, esperando la bendición de la Reina Oscura, se encontraba su yelmo, diseñado a semejanza de una horrenda y sonriente calavera, y su peto, con el lirio y el hacha. Pero no la espada, como era costumbre.

—Levántate —dijo la sacerdotisa.

Débil por el ayuno y por estar tendido, embutido en la cota de malla, sobre el frío suelo, Steel se incorporó con movimientos rígidos y torpes hasta ponerse de rodillas. Mantuvo la cabeza inclinada; sin atreverse a alzar los ojos hacia la sagrada sacerdotisa, juntó las manos ante sí.

Ella lo observó atentamente y luego, alargando una mano que parecía una garra, puso los dedos debajo de la barbilla del joven. Las uñas se hundieron en la carne, y el joven se encogió al sentir el tacto de la mujer, más frío que el de las propias piedras. Lo obligó a alzar la cara hacia la luz para escrutarlo.

—¿Sabes el nombre de tu padre?

—Sí, santidad —contestó rotundamente Steel—. Sé el nombre de mi padre.

—Dilo. Pronúncialo ante el altar de tu reina.

Steel tragó saliva al sentir que se le cerraba la garganta. No había pensado que sería tan difícil.

—Brightblade —susurró.

—Otra vez.

—Brightblade. —Su voz retumbó, desafiante y orgullosa.

Al parecer, ello no desagradó a la sacerdotisa.

—Ahora, el nombre de tu madre.

—Kitiara uth Matar. —De nuevo lo dijo con fiereza, con orgullo.

La sacerdotisa asintió con la cabeza.

—Un linaje digno. Steel uth Matar Brightblade, ¿te consagras en cuerpo, corazón y alma a su Oscura Majestad, Takhisis, Reina de la Oscuridad, Guerrero Oscuro, Reina de los Dragones, la de las Mil Caras?

—Sí —respondió sosegadamente Steel.

La sacerdotisa esbozó una sonrisa enigmática.

—¿En cuerpo, corazón y alma, Steel uth Matar Brightblade? —repitió.

—Sí, por supuesto —respondió, molesto. Aquello no formaba parte del ritual, como le habían enseñado—. ¿Por qué lo ponéis en duda?

Como respuesta, la sacerdotisa agarró una fina cadena de acero que rodeaba el cuello del caballero y tiró mostrando lo que colgaba de ella.

Era una joya elfa, tallada en forma de estrella, pálida y brillante.

—¿Qué es esto? —siseó la sacerdotisa.

Steel se encogió de hombros y soltó una risa.

—Lo robé del cuerpo de mi padre, al tiempo que robé su espada. Los caballeros estaban furiosos. ¡Les metí el miedo en el cuerpo!

Sus palabras eran osadas, pero resonaron demasiado altas, huecas y discordantes, en el silencio del templo.

La sacerdotisa rozó la joya con la yema de un dedo, cautelosamente.

Se produjo un destello de luz blanca y un sonido siseante. La mujer retiró la mano bruscamente y soltó un penetrante grito de dolor.

—¡Es un artefacto del Bien! —Escupió la última palabra—. No puedo tocarlo. Nadie que sea un verdadero servidor de su Oscura Majestad puede tocar esa maldita joya. Y sin embargo, tú puedes, Steel Brightblade, la llevas con impunidad.

Steel, mortalmente pálido, la miró consternado.

—¡Renunciaré a ella! Me la quitaré —gritó. Su mano se cerró sobre la joya, que irradiaba una brillante luz en medio de la oscuridad—. Sólo es una baratija. ¡No significa nada para mí!

Iba a propinan un tirón para romper la cadena, pero la sacerdotisa se lo impidió.

—Lleva la joya maldita. Es deseo de la Reina Oscura y un placer para ella que sea así. Ojalá te sirva como recordatorio de esta advertencia. Piensa en mis palabras cada vez que mires esa joya, Steel Brightblade. La de las Mil Caras tiene muchos ojos. Lo ve todo. No puedes ocultarle nada.

»Tu corazón le pertenece, tu cuerpo le pertenece. Pero no tu alma. Aún no… Pero le pertenecerá. —La sacerdotisa acercó tanto el rostro arrugado al del joven que este sintió el fétido aliento en la mejilla—. Y, entre tanto, Steel uth Matar Brightblade, serás de inestimable valor para nuestra soberana.

Los secos y consumidos labios besaron la frente de Steel.

Tembloroso, empapado en sudor, el joven se obligó a no retroceder ante el horrible tacto de aquella boca.

—Tu yelmo y tu peto están en el altar. Ambos han sido bendecidos por la Reina Oscura. En pie, señor caballero. Póntelos.

Steel miró a la sacerdotisa de hito en hito, sin salir de su asombro. Luego, su expresión se tornó en otra de gozo. La sacerdotisa, de nuevo con aquella sonrisa enigmática, dio media vuelta y se alejó. Apartó las negras cortinas y desapareció en la zona interna del templo.

Dos muchachos, adolescentes, entraron por las puertas delanteras del templo. A partir de ese momento, el más joven sería su paje, y el mayor su escudero. Permanecieron en silencio, respetuosamente, esperando para ayudar al caballero a ponerse la armadura. Los dos chicos contemplaba a Steel con admiración y envidia, sin duda soñando con su propia investidura, viéndola personificada en él.

Tembloroso, apenas capaz de sostenerse de pie, Steel se acercó reverentemente al altar. Una mano, la derecha, descansó sobre el peto negro, adornado con el lirio de la muerte. La otra, la izquierda, se cerró sobre la joya colgada de su cuello. Cerró los ojos. El ardor de las lágrimas escoció en sus párpados. Furioso, empezó una vez más, a tirar de la cadena para quitarse la joya.

Su mano se deslizó sobre ella, y cayó fláccida sobre el altar.

La trompeta sonó dos veces más.

En el patio del alcázar de las Tormentas, lord Ariakan aguardaba para armar caballero al oscuro paladín con la espada de su padre.

Steel uth Matar Brightblade, Caballero del Lirio, hijo de Sturm Brightblade, Caballero de la Corona, hijo de Kitiara uth Matar, Señora del dragón, Kitiara uth Matar.

Steel tomó el yelmo, semejante a una sonriente calavera, y se lo puso en la cabeza. Después, arrodillado delante del altar, ofreció una oración de gracias a su reina Takhisis.

Se incorporó con aire orgulloso, extendió los brazos e hizo un gesto a su escudero para que le abrochara el negro y reluciente peto.