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La espada de su padre

A instancias de Tanis, Llamarada voló hacia las estribaciones de las montañas Khalkist, que aún eran tierra de nadie, y donde podrían descansar fuera de peligro y pensar que hacer a continuación.

Ninguno de ellos habló durante el viaje. Sara lanzaba miradas preocupadas a Steel cada dos por tres. Tanis le había explicado, en cuatro palabras, parte de lo que había ocurrido en la cámara. Era Steel quien debía decidir si contarle o no todo lo que había sucedido allí.

Sara le preguntó al joven varias veces, pero Steel no respondió. Ni siquiera pareció escucharla. Iba sentado con la mirada fija en el cielo azul, absorto, los ojos insondables y sus pensamientos indescifrables.

Finalmente Sara se dio por vencida y se concentró en el vuelo. Eligió un lugar de aterrizaje adecuado, un amplio claro rodeado de un denso pinar.

—Acamparemos aquí para pasar la noche —manifestó Tanis—. A todos nos vendrá bien dormir. Luego, por la mañana, decidiremos qué hacer y adónde ir.

Sara se mostró de acuerdo.

Steel no dijo nada. No había pronunciado palabra desde que huyeron de la Torre del Sumo Sacerdote. Nada más aterrizas, bajó ágilmente de un salto de la espalda del dragón y se internó en el bosque. Sara hizo intención de seguirlo, pero Caramon se lo impidió.

—Dejadlo solo —dijo afablemente—. Necesita tiempo para pensar. A ese joven le han ocurrido un montón de cosas. La persona que entró en la cámara no es la misma que salió de ella.

—Sí, supongo que tenéis razón —aceptó Sara con un suspiro. La mujer contemplaba fijamente el bosque y se retorcía las manos con nerviosismo—. ¿Steel se…? ¿Creéis que ha cambiado de idea?

—Sólo él sabe la respuesta a eso —contestó Tanis.

Sara volvió a suspirar y luego miró al semielfo con ansiedad.

—¿Tenéis alguna duda de que Steel sea hijo de Sturm Brightblade?

—Ni la más mínima duda —manifestó firmemente el semielfo.

Sara sonrió. Parecía más esperanzada, y fue a acomodar al dragón para pasar la noche.

—¿Qué es lo que pasó exactamente en la cámara, Tanis? —Inquirió Caramon en voz baja mientras preparaban una pequeña lumbre—. ¿Vi realmente lo que creo que vi?

Tanis reflexionó unos segundos.

—No lo sé con certeza, Caramon. Tampoco yo estoy seguro. Hubo un destello intenso que me cegó, pero juraría que vi a Sturm Brightblade de pie allí. Alargó una mano y, a saber cómo, un momento después la joya elfa colgaba del cuello de Steel.

—Sí, eso fue lo que vi yo también —Caramon se quedó pensativo—. No obstante, podría tratarse de un truco. Quizás la robó…

—Lo dudo. Vi la expresión de su cara. Steel era el más sorprendido de los que estábamos en la cámara. Miró la joya, estupefacto, y después la cogió y la guardó bajo la armadura. Fíate de lo que te dice el corazón, Caramon. Sturm entregó a Steel tanto la joya como su espada. Se las dio ambas a su hijo.

—¿Y qué hará con ellas, una prenda de amor elfa y una espada de un Caballero de Solamnia? Ahora ya no regresará a ese lugar horrible, ¿verdad?

—Eso depende únicamente de él —respondió quedamente el semielfo.

—Y si decide quedarse, ¿qué haremos con él? Y con su madre. No creo factible llevarlos conmigo. Tendré suerte si el magistrado y sus hombres no me están esperando en la escalera de la posada cuando vuelva. Por no mencionar el hecho de que Ariakan saldrá en busca de su paladín perdido Quizá tú…

—Voy a tener que dar muchas explicaciones y deprisa si quiero evitar que me arresten —comentó Tanis con una sonrisa desganada. Se rascó la barba mientras le daba vueltas al asunto—. Podríamos llevarlos Qualinesti —decidió finalmente—. Allí estarían a salvo. Ni siquiera lord Ariakan se atrevería a ir tras ellos en el reino elfo. Alhana dejaría quedarse a Steel una vez que viera la joya y escuchara la historia.

—No será una vida muy agradable para ese joven, ¿verdad? —Caramon sacudió la cabeza—. Me refiero a vivir entre elfos. No lo digo con ánimo de ofender, Tanis, pero tú y yo sabemos cómo lo tratarán. Supongo que los Caballeros de Solamnia no le permitirían entrar en la Orden.

—Lo dudo mucho —repuso secamente Tanis.

—Entonces, ¿qué hará? ¿Convertirse en mercenario? ¿Poner su espada al servicio del que pague mejor? ¿Ir dando tumbos por la vida sin norte?

—¿Y qué hicimos nosotros, amigo mío? —le preguntó Tanis.

—Nosotros éramos trotamundos —respondió el hombretón tras un momento de profunda reflexión—. Pero Sturm Brightblade no lo era.

Steel estuvo ausente toda la noche. Tanis se quedó dormido. Caramon —siempre pensando en dónde sacar la siguiente comida— se marchó a pescar y atrapó unas truchas en un arroyo cercano. Añadió piñones y cebollas silvestres que encontró en el bosque a las truchas y lo envolvió todo en hojas húmedas para cocinarlo sobre unas piedras calentadas en el fuego.

Al anocheces, Sara estaba tremendamente nerviosa. Iba a enviar a Llamarada a buscar al joven cuando este apareció, saliendo de las sombras del bosque. Sin decir nada, Steel se puso en cuclillas junto al fuego y dejó la espada, enfundada en la antigua vaina, sobre la hierba, a su lado. Después empezó a comer el pescado.

Tanis esperaba que Sara le planteara a su hijo la pregunta que había deseado hacerle desde que el joven escapó de la Torre, pero o ahora le daba miedo oír la respuesta, o es que esperaba a que Steel sacara el tema, ya que guardó silencio. Sin embargo, su cariñosa mirada no se apartó un momento de él.

Steel estaba concentrado en la comida, como si evitara los ojos de su madre. Tanis tuvo la sensación de que el joven había tomado una decisión. Quizás estaba pensando cómo decírselo.

Siguieron cenando en silencio hasta que Caramon, que miraba hacia lo alto, tocó el brazo de Tanis.

—Tenemos compañía —dijo.

El semielfo se incorporó raudo. Hacia el oeste, como viniendo de Palanthas, cuatro dragones volaban en círculo una y otra vez contra los rayos rojos y anaranjados del sol poniente.

—¡Maldición! ¡Y nosotros aquí, tan cómodos junto a un fuego! ¡Como si hubiésemos salido a una merienda campestre! Llevo apartado de estas cosas demasiado tiempo, amigo mío.

—Apaga eso —ordenó Caramon.

Steel ya estaba haciéndolo, cubriendo la lumbre con tierra para evitar que echara humo.

—¿Qué tipo de dragones son? ¿Alcanzas a verlos? —Caramon tenía los ojos entrecerrados, escudriñando el cielo. Intentó que su voz sonara confiada—. Quizá son caballeros que han salido de patrullas.

—Caballeros sí, pero no solámnicos —dijo el semielfo, sombrío.

—Son Dragones Azules —corroboró Sara con certidumbre.

Su propia montura se mostraba impaciente, pateando el suelo y agitando la cola. Disciplinada, la bestia guardaba silencio, sin llamar a sus compañeros, como habría hecho en caso contrario, pero saltaba a la vista que la hembra de dragón los había reconocido y no entendía por qué no le permitían unirse a ellos. Steel observó a los reptiles en vuelo.

—Semielfo, tú conoces esta zona. ¿Hay alguna ciudad cerca, a la que se pueda llegar caminando?

Sara entrelazó las manos y sus ojos brillantes de alegría. Tanis reflexionó un momento.

—Hay un pueblo de enanos de las colinas al pie de la montaña. Calculo que está a un día de distancia a pie. Los enanos comercian con Palanthas, y las caravanas van y vienen constantemente.

—Excelente —dijo Steel sin apartar la vista de los Azules en lontananza—. No quería dejaros tirados. Me llevo a Llamarada.

La alegría desapareció de los ojos de Sara, y su tez se tornó pálida.

—Me están buscando, por supuesto —continuó el joven con tono enérgico—. Volaré a su encuentro, y vosotros estaréis a salvo aquí. Mi regreso satisfará a lord Ariakan, que ordenará interrumpir la persecución.

Sara soltó un grito ahogado, de angustia.

Steel la miró y se puso pálido, pero la firme resolución plasmada en su semblante no flaqueó. Su mirada se desvió hacia los dos hombres.

—He decidido quedarme la espada —manifestó, desafiante, como si esperara oposición—. Es antigua, lo admito, pero jamás había visto una tan bien hecha.

Tanis asintió en silencio y esbozó una débil sonrisa.

—El arma es tuya por derecho. Tu padre te la entregó. Cuídala bien, Steel Brightblade. Esa espada está acostumbrada a que se la trate con respeto. Su linaje es largo y orgulloso.

—Según tu padre —añadió Caramon solemnemente—, la hoja se romperá únicamente si flaquea el espíritu de quien la empuña.

—La hoja nunca se rompió cuando Sturm la llevó —abundó Tanis—. Ni siquiera el final.

Steel estaba obviamente abrumado. Los oscuros ojos brillaron con las lágrimas contenidas, y sus manos tomaros suave, reverentemente, la empuñadura, decorada con la rosa y la corona.

—Es un arma excelente —dijo en voz baja, enronquecida—. Le daré los cuidados y el honor que merece, podéis estar seguros de ello.

«Conservará la espada —pensó Tanis—, pero ¿y la joya que lleva al cuello? ¿La sigue teniendo? ¿O se ha librado de ella en el bosque? ¿Qué dirá él respecto de eso?».

Al parecer, nada.

—Quiero darte las gracias, Tanis Semielfo —continuó el joven—, y a ti, Caramon Majere, por combatir a mi lado. Sé que os encontráis en un serio problema, quizás incluso en peligro, por mi causa. No lo olvidaré. —Desenvainó la espada y la sostuvo ante sí—. Con el arma de mi padre, os honro.

Le hizo un saludo a cada uno al estilo de los caballeros, y por último, enfundando cuidadosamente el arma en la desgastada vaina, se volvió hacia Sara. La mujer tendió desesperadamente los brazos hacia él.

—Steel…

El joven la estrechó contra sí.

—Prometiste que la decisión sería mía, madre.

—¡Steel, no! ¿Cómo puedes hacer esto? ¡Después de lo que has visto, de todo lo que ha pasado antes! —Sara empezó a sollozar.

Suave, pero firmemente, Steel se soltó de los amorosos brazos de la mujer.

—Cuida de ella, ¿quieres, tío? —Pidió quedamente a Caramon—. Que no le ocurra nada malo.

—Lo haré, sobrino. —Caramon agarró a Sara y la apartó del joven.

Steel giró sobre sus talones y corrió hacia el dragón. Llamarada esperaba, ansiosa por emprender el vuelo. El joven saltó a lomos del reptil y este extendió las alas.

Sara se soltó de un tirón de las manos de Caramon y corrió hacia su hijo.

—¡Haces esto por mí! ¡No, por favor, no!

El apuesto rostro mostraba una expresión fría y dura, severa e implacable. Apartó los ojos de ella y miró al sol poniente.

—Una maldición, dijo lord Ariakan. Una maldición si descubría la verdad. —Suspiró, y luego, bajando de nuevo la vista a Sara, añadió fríamente—. Apártate, madre. No querría que acabaras herida.

Caramon agarró de nuevo a Sara, que sollozaba desconsoladamente, y la alejó de las enormes alas del dragón.

Steel pronunció una palabra y Llamarada levantó el vuelo. El dragón giró en círculo sobre ellos una vez. Los tres divisaron la cara del joven, blanca contra el azul de las alas.

Y quizá fue imaginación de Tanis o tal vez un efecto engañoso de la luz crepuscular del sol, pero le pareció ver un destello argénteo, como si lo irradiara la joya elfa, en la mano del joven.

El Dragón Azul desapareció en el cielo progresivamente oscuro, volando hacia el norte.