La extraña petición de un jinete de dragón azul
Era otoño en Ansalon, en Solace. Las hojas de los vallenwoods, a decir de Caramon, estaban más hermosas que nunca con las tonalidades rojas tan intensas como el fuego, las doradas brillando más que las monedas recién acuñadas que llegaba n de Palanthas. Tika, la esposa de Caramon, coincidía con su opinión. Jamás se habían visto colores semejantes en Solace.
Cuando el hombretón salió de la posada para subir otro barril de la cerveza negra, Tika sacudió la cabeza y se echó a reír.
—Caramon dice lo mismo todos los años; las hojas tienen más color y están más hermosas que el año anterior. Nunca falla.
Los clientes rieron con ella, y unos cuantos le tomaron el pelo al hombretón cuando este regresó a la posada con el pesado barril de cerveza negra cargado a la espalda.
—Las hojas están un poco marrones este año —comentó tristemente uno de ellos.
—Secándose, sí —añadió otro.
—Sí, se están desprendiendo muy pronto, antes de que tengan tiempo de cambiar completamente de color —abundó un tercero.
La expresión de Caramon se tornó sorprendida. Negó rotundamente que tal cosa fuera cierta e incluso arrastró a los incrédulos al porche y casi les metió la cara en una de las frondosas ramas para demostrar la veracidad de su afirmación.
Los clientes —vecinos de Solace de toda la vida— admitieron que tenía razón, que las hojas nunca habían estado tan bonitas, tras lo cual Caramon, tan satisfecho como si las hubiese pintado él personalmente, condujo a los clientes de vuelta al interior de la taberna y los invitó a una ronda gratis de cerveza. También esa se repetía todos los años.
La posada El Último Hogar se encontraba especialmente concurrida aquel otoño. A Caramon le habría gustado atribuir a las hojas ese aumento en el negocio; eran muchos los que viajaban a Solace, en estos tiempos de relativa paz, para contemplar los maravillosos vallenwoods, que crecían exclusivamente allí y en ningún otro lugar de Krynn (a despecho de las afirmaciones contrarias, hechas por ciertas ciudades envidiosas, cuyos nombres no se mencionarán).
Pero incluso Caramon tuvo que dar la razón a Tika y a su mentalidad práctica. El inminente Cónclave de Hechiceros tenía mucho más que ver en el incremento de clientes que las hojas, por hermosas que estas fueran.
Un Cónclave de Hechiceros se celebraba rara ven en Krynn, y sólo se llevaba a cabo cuando los magos de alto nivel de las tres Órdenes —Blanca, Roja y Negra— consideraban necesario que todos los que practicaban la magia a cualquier nivel, desde el aprendiz más reciente hasta el hechicero más diestro, se reunieran para discutir asuntos del arcano arte.
Magos de todo Ansalon viajaban a la Torre de Wayreth para asistir al Cónclave. También estaban invitadas algunas personas pertenecientes a las llamadas razas de la Gema Gris, que no usaban la magia pero sí tenían que ver con la creación de diversos objetos y artefactos mágicos. Varios miembros de la raza enana eran invitados distinguidos. Un grupo de gnomos llegó, cargado con planos, esperando persuadir a los hechiceros de que los admitiera. Ni que decir tiene que también aparecieron numerosos kenders, pero fueron rechazados con delicadeza, aunque firmemente, en la frontera.
El Último Hogar era la última posada cómoda antes de que un viajero llegara el mágico bosque de Wayreth, en el que se encontraba una de las Torres de la Alta Hechicería, las ancestrales sedes de magia en el continente. Muchos magos y sus invitados paraban en la posada de camino a la Torre.
—Han venido para admirar el color de las hojas —remarcaba Caramon a su esposa—. La mayoría de esos hechiceros habrían podido trasladarse mágicamente a la Torre sin molestarse en hacer paradas por el camino.
Tika se reía, se encogía de hombros y convenía con su marido que sí, que debía de ser por las hojas, de modo que Caramon se mostraba inusualmente satisfecho de sí mismo durante el resto del día.
Ninguno mencionaba el hecho de que todos los magos, hombres o mujeres, que llegaban para albergarse en la posada llevaban consigo un pequeño presente de estima y recuerdo hacia el gemelo de Caramon, Raistlin. Hechicero de gran poder y mayor ambición, Raistlin se había vuelto hacia el Mal y había estado a punto de destruir el mundo, pero al final se había redimido sacrificando su propia vida; de ello hacía ya veinte años. Una pequeña habitación de la posada se consideraba el «cuarto de Raistlin» y ahora estaba repleta de diferentes regalos (algunos de ellos mágicos) dejados allí para conmemorar la vida del hechicero. (¡A ningún kender se le permitía acercarse a aquel cuarto!).
Faltaban sólo tres días para el Cónclave de Hechiceros, y esa noche, pos primera vez desde hacía una semana, la posada se hallaba vacía. Todos los magos habían reanudado el viaje, ya que el bosque de Wayreth era un lugar engañoso; uno no lo encontraba, sino al revés. Todos los hechiceros, incluso los de más alto rango, sabían que era posible que se pasaran un día entero deambulando de un lado para otro, esperando que el bosque apareciese.
Así pues se habían marchado, y ninguno de los clientes habituales había vuelto aún. Los vecinos, tanto de Solace como de las comunidades aledañas, que acudían a la posada a diario, ya fuera por la cerveza o por las patatas picantes de Tika, o por ambas cosas, no se dejaban ver por allí cuando aparecían los magos. Los practicantes de la magia (a diferencia de los viejos tiempos en los que se los perseguía) eran tolerados en Ansalon, pero no se confiaba en ellos, ni siquiera en los que llevaban la Túnica Blanca y que servían al Bien.
La primera vez que se celebró el cónclave —varios años después de la Guerra de la Lanza— Caramon habían abierto su posada a los magos (en muchas rehusaban servirles), y había habido problemas. Los clientes habituales protestaron enérgica y duramente, y uno de ellos estaba lo bastante ebrio para intentar intimidar y molestar a un joven hechicero Túnica Roja.
Aquella fue una de las contadas veces que la gente de Solace pudo recordar haber visto furioso a Caramon, y aún se seguía hablando de ello en la actualidad, bien que no en presencia del posadero. Al borracho lo sacaron de la posada con los pies por delante, después de que sus amigos le soltaran la cabeza de la horquilla de una rama que crecía dentro del establecimiento.
Tras el incidente, cada vez que se celebraba un Cónclave los clientes habituales se marchaban a otras tabernas, y Caramon servía a los magos. Cuando el Cónclave acababa, la clientela regresaba y las cosas volvían a la normalidad.
—Esta noche —dijo Caramon, que hizo una pausa en el trabajo para mirar a su esposa con admiración— nos acostamos pronto.
Tika se volvió para que no viera su sonrisa.
—Sí, sí, estoy cansada —repuso, a la par que soltaba otro suspiro—. He tenido que hacer un montón de camas, además de supervisar a la nueva cocinera y poner las cuentas al día.
Los hombros de Caramon se hundieron.
—Bueno, está bien —farfulló—. ¿Por qué no te vas a acostar y yo acabaré de…?
Tika soltó la escoba, se echó a reír y rodeó con los brazos —hasta donde podían llegar— a su marido, cuyo contorno habían ensanchado de manera considerable a lo largo de los años.
Grandísimo zoquete —musitó cariñosamente—. Sólo te tomaba el pelo. Pues claro que iremos a la cama y «pasaremos un rato charlando», ¡pero recuerda que como resultado de esas «charlas» tenemos a nuestros hijos! Vamos. —Tiró del delantal de su marido, juguetona—. Apaga las luces y arranca la puerta. Dejaremos lo que queda por hacer para mañana.
Caramon, sonriente, cerró la puerta de golpe, e iba a echar la pesada tranca de madera cuando alguien llamó desde fuera.
—¡Oh, maldita sea! —Tika frunció el ceño—. ¿Quién puede ser a estas horas de la noche? —De un soplido, apagó rápidamente la vela que llevaba en la mano—. Haremos como si no hubiésemos oído nada. Quizá se marche.
—No sé —empezó el buenazo de Caramon—. Esta noche va a helar…
—¡Oh, Caramon! —Dijo exasperada Tika—. Hay otras posadas…
Se repitió la llamada, más fuerte en esta ocasión.
—¿Posadero? —Dijo una voz—. Lamento llegar tan tarde pero estoy sola y en un terrible apuro.
—Es una mujer —dijo Caramon, y Tika supo que había perdido. Sin embargo, por discutir un poco no pasaba nada.
—¿Y qué hace una mujer sola deambulando por ahí tan tarde? Apuesto que nada bueno.
—Oh, vamos, Tika —empezó Caramon en aquel tono engatusador que tan bien conocía ella—, no digas eso. Quizá va a visitar a un pariente enfermo y la oscuridad la sorprendió en el camino, o…
—Anda, abre —Tika encendió la vela.
—¡Ya voy! —bramó el hombretón. Mientras se dirigía a la puerta hizo una pausa para mirar a su mujer—. Deberías echar leña al hogar de la cocina. Quizá tenga hambre.
—Pues que coma carne fría y queso —espetó Tika al tiempo que soltaba la vela en la mesa con un seco golpe.
Tika era pelirroja, y aunque el cabello había encanecido, suavizando el tono con la edad, no ocurría lo mismo con su carácter. Caramon dejó a un lado el tema de la comida caliente.
—Probablemente está muy cansada —adujo, con la esperanza de tranquilizar a su mujer—. Sin duda se irá derecha a su habitación.
Tika resopló. Puesta en jarras, asestó una mirada iracunda a su marido.
—¿Vas a abrirle la puerta o la vas a dejar ahí fuera, helándose?
Caramon agachó la cabeza, abochornado, y se apresuró a abrir.
En el umbral había una mujer, pero no era como había esperado ninguno de los dos, e incluso el compasivo Caramon, al verla, pareció plantearse si dejarla entrar o no.
Iba abrigada con capa y botas, y llevaba el yelmo y los guantes de curo propios de un jinete de dragón. Eso, por si mismo, o era significativo; muchos jinetes de dragones pasaban por Solace en esos días. Pero el yelmo, la capa y los guantes eran de un color azul oscuro, ribeteados en negro. La luz brilló fugazmente en escamas azules y se reflejó en los pantalones de cuero y las botas negras.
Un jinete de dragón azul.
Alguien así no había vuelto a verse en Solace desde los tiempos de la guerra, y por una buena razón. Si la hubiesen sorprendido de día, la habrían tomado como prisionera. Incluso en la actualidad, veinticinco años después del final de la guerra, los habitantes de Solace recordaban claramente a los Dragones del Mal que incendiaron y arrasaron su ciudad y mataron a muchos de los suyos. Y había veteranos que habían combatido en la Guerra de la Lanza —Caramon y Tika entre ellos— y que recordaban con odio a los Dragones y a sus jinetes, servidores de la Reina de la Oscuridad.
Los ojos, a la sombra del yelmo azul, sostuvieron la mirada de Caramon con firmeza.
—¿Tenéis habitación para pasar la noche, posadero? He viajado un largo trecho y estoy muy cansada…
La voz que salió de detrás de la máscara sonó melancólica, débil y… nerviosa. La mujer se mantuvo a la sombrea del umbral, y mientras esperaba la respuesta de Caramon, miró hacia atrás un par de veces, pero no hacia el suelo, sino al cielo.
Caramon se volvió hacia su mujer. Tika era sagaz juzgando a las personas, una habilidad sencilla de adquirir si a uno le gustaba la gente, cosa que le ocurría a ella. Hizo una inclinación de cabeza brusca y breve.
El hombretón se volvió y con un además indicó a la mujer que pasara. Ella echó una última ojeada por encima del hombro y luego entró rápidamente, evitando que le diese la luz directa. El propio Caramon echó un vistazo al exterior antes de cerrar.
El cielo estaba intensamente alumbrado, ya que la luna roja y la blanca se encontraban fuera y muy cerca la una de la otra, aunque no tanto como lo habían estado unos cuantos días antes. La luna negra también estaba allí arriba, en alguna parte, aunque sólo podían verla quienes servían a su Oscura majestad. Aquellos cuerpos celestes ejercían dominio sobre tres fuerzas: el bien, el Mal y el equilibrio entre ambos.
Caramon cerró de golpe y colocó la pesada tranca. La mujer dio un respingo cuando el grueso madero se sentó en su sitio con estruendo, ya que estaba embebida en la tarea de soltar el broche que sujetaba la capa; un broche hecho de madreperla que irradiaba un débil y fantasmagórico brillo en la penumbra de la posada apenas iluminada. Le tembló la mano, y el broche cayó al suelo. Caramon se agachó para recogerlo, pero la mujer se movió rápidamente para adelantarse e intentó ocultarlo.
El posadero se inclinó sobre ella, fruncido el ceño.
—Un extraño adorno —dijo mientras la obligaba a abrir el puño para que Tika viera el broche. El hombretón descubrió, ahora que podía observarlo bien, que detestaba tocarlo.
Su mujer escudriñó el broche y apretó los labios. Quizás estaba pensando que su infalibilidad para juzgar a las personas había fallado finalmente.
—Un lirio negro.
El lirio negreo, una flor azabache, cerosa, con cuatro pétalos puntiagudos y el centro rojo como sangre, tenía fama, conforme a una leyenda elfa, de brotar en las tumbar de quienes habían muerto de forma violenta. Se decía que germinaba en el corazón de la víctima, y que si se arrancaba, el tallo sangraría.
La mujer retiró bruscamente la mano y guardó el broche entre la piel que bordeaba su capa.
—¿Dónde habían dejado a vuestro dragón? —instó severamente Caramon.
—Escondido en un valle, cerca de aquí. N tenéis por qué preocuparos, posadero. La tengo controlada y me es totalmente leal. No hará daño a nadie. —La mujer se quitó el yelmo de cuero azul que llevaba para protegerse el rostro durante el vuelo—. Os doy mi palabra.
Una vez que estuvo destocada, la imagen del temible y formidable jinete de dragón desapareció, y en su lugar surgió una mujer de mediana edad; era difícil de calcular su edad juzgando por su aspecto. Tenía arrugas en la cara, pero eran más las huellas dejadas por el dolor que por los años. El cabello trenzado era canoso, diríase que prematuramente. Tampoco sus ojos eran los crueles, duros, implacables de quieres servían a Takhisis, sino afables, tristes y… asustados.
—Os creemos, milady —manifestó Tika, con una mirada desafiante al silencioso Caramon; una mirada que, a decir verdad, el hombretón no se merecía.
Caramon reaccionaba siempre con lentitud, no porque fuese lerdo (como hasta sus mejores amigos la habían considerado antaño, de jóvenes), sino porque siempre examinaba los acontecimientos nuevos o extraños desde cualquier punto de vista concebible. Esas cavilaciones lo hacían parecer lento de entendederas, y frecuentemente sacaba de sus casillas a sus compañeros (incluida su esposa) de razonamiento más rápido. Pero Caramon se negaba a que le metieran prisa y, en consecuencia, a menudo llegaba a unas conclusiones sorprendentemente perspicaces.
—Estáis temblando, milady —añadió Tika, en tanto que su marido seguía sin reaccionar, con la mirada perdida en el vacío, de modo que lo dejó en paz. Conocía bien las señales de la mente de su esposo en pleno proceso de reflexión. Condujo a la otra mujer más cerca de la chimenea—. Sentaos aquí. Atizaré el fuego. ¿Os apetece comer algo? Sólo tardaré un minuto en encender la lumbre…
—No, gracias. No os molestaré con eso. Sólo es el frío lo que me hace temblar. —La mujer pronunció las últimas palabras en voz baja. Más que sentarse en el banco, se dejó caer en él.
Tika soltó el atizador que había estado utilizando para avivar el fuego de la chimenea.
—¿Qué ocurre, milady? Os habéis escapado de una terrible prisión, ¿verdad? Y os están persiguiendo.
La mujer alzó la cabeza y miró asombrada a Tika, tras lo cual esbozó una lánguida sonrisa.
—Casi habéis dado en el blanco. ¿Tanto trasluce mi cara? —Se llevó la mano a la mejilla ajada.
—Esposo, ¿dónde está tu espada? —Tika se enderezó con brío.
—¿Eh? —Sacado de sus reflexiones, Caramon levantó bruscamente la cabeza— ¿Qué? ¿Espada?
—Despertaremos al alguacil. Que la milicia ciudadana entre en acción. No os preocupéis, milady. —Mientras hablaba, Tika desanudó su delantal—. No os llevarán de vuelta allí.
—¡No, esperad! —La mujer parecía más asustada de toda esa actividad desplegada por ella que de cualquiera que fuera el peligro que la amenazara.
—Espera un momento, Tika —dijo Caramon mientras ponía la mano en el hombro de su mujer. Y cuando Caramon utilizaba ese tono, su testaruda esposa siempre escuchaba—. Tranquilízate. —Se volvió hacia la otra mujer, que se había puesto de pie, alarmada—. No os preocupéis, milady. No le diremos a nadie que os encontráis aquí hasta que vos no queráis que lo hagamos.
La mujer soltó un suspiro de alivio y volvió a sentarse en el banco.
—Pero, querido… —empezó Tika.
—Ha venido aquí a propósito, querida —la interrumpió Caramon—. No paró en la posada sólo buscando habitación. Vino con la idea de encontrar a alguien que viviera en Solace. Y no creo que se escapara de un lugar horrible, sino que se marchó. —Su voz se tornó severa—. Y me parece que cuando se vaya, regresará allí… por su propia voluntad.
La mujer se estremeció. Hundió los hombros y agachó la cabeza.
—Tenéis razón. He venido para encontrar a alguien de Solace. Vos, un posadero, quizá sabríais dónde podría localizar a ese hombre. He de hablar con él esta noche. No me atrevo a quedarme más tiempo. Tiempo… —Se retorció las manos enfundadas en los guantes azules—. Se está acabando.
Caramon cogió su capa, colgada en una clavija, detrás del mostrador.
—¿Quién es? Decidme cómo se llama e iré corriendo a buscarlo. Conozco a todos los que viven en Solace…
—Espera un momento. —La prudente Tika lo detuvo—. ¿Qué queréis de ese hombre?
—Puedo deciros su nombre, por no el motivo por el que quiero verlo, más por su propio bien que por el mío.
—¿Y esto traerá sobre él también ese peligro que quiera que sea en el que estáis vos? —preguntó el posadero, fruncido el ceño.
—¡No lo sé! —La mujer eludió sus ojos—. Tal vez. Lo lamento pero…
Caramon sacudió lentamente la cabeza.
—No puedo despertar a un hombre en mitad de la noche y conducirlo a lo que podría ser su perdición…
—Podría haberos mentido —adujo la mujer, que alzó sus angustiados ojos hacia él—. Podría haberos dicho que todo iría bien, pero eso no lo sé. ¡Sólo sé que soporto un secreto y he de compartirlo con la única persona viva que tiene derecho a saberlo! —Alargó la mano y cogió la de Caramon—. Hay una vida en juego. ¡No, es más que una vida! ¡Un alma!
—No nos corresponde a nosotros juzgarlo, cariño —intervino Tika—. Es ese hombre, sea quien sea, el que debe decidir por sí mismo.
—De acuerdo, iré a buscarlo. —El posadero se echó la capa sobre los hombros—. ¿Cómo se llama?
—Majere. Caramon Majere —dijo la mujer.
—¿Caramon? —exclamó él, estupefacto.
La desconocida confundió su estupefacción con reticencia.
—Sé que pido un imposible. Caramon Majere, un héroe de la Lanza, uno de los guerreros más renombrados de Ansalon, ¿cómo querría tener nada que ver con alguien como yo? Pero si no viene, decidle… —Hizo una pausa para pensar qué podía revelar—. Decidle que he venido por algo relacionado con su hermana.
—¡Con su hermana! —Caramon se apoyó bruscamente en la pared. El golpe sacudió la posada.
—¡Paladine nos asista! —Tika entrelazó las manos con fuerza—. No será… Kitiara.