Capítulo 7

—¡Dalamar! —Tanis golpeó la puerta cerrada—. ¡Dalamar, maldito seas, sé que estás ahí! ¡Sé que me oyes! ¡Quiero hablar contigo! ¡Te…!

—Ah, amigo mío —sonó una voz prácticamente en su oído—. Me alegra que hayas recobrado finalmente el conocimiento.

—Ante el sonido inesperado, Tanis casi saltó a través de la pared. Una vez que el corazón dejó de latirle desbocado, se volvió para mirar al elfo oscuro, que estaba de pie en el centro de la habitación con una ligera sonrisa en los finos labios.

—Deja de gritar, estás interrumpiendo mi clase. Mis estudiantes no pueden concentrarse en sus hechizos.

—¡Al infierno con tus estudiantes! ¿Dónde está mi muchacho? —bramó el semielfo.

—En un lugar seguro, sano y salvo —respondió el hechicero—. Ante todo…

Tanis perdió el control. Sin importarle las consecuencias, saltó sobre Dalamar con las manos tendidas hacia el cuello del elfo oscuro.

Un rayo azul centelleó en medio de un chisporroteo. Tanis salió lanzado hacia atrás y fue a chocas dolorosamente contra la puerta de madera. El impacto mágico fue paralizador; sus miembros se retorcieron, la cabeza le zumbó. Se dio unos segundos para recuperarse y luego, frustrado por su propia impotencia, volvió a cargar contra Dalamar.

—Basta, Tanis —advirtió severamente el hechicero—. Estás actuando como un necio. Afronta los hechos. Estás prisionero en la Torre de la Alta Hechicería, en mi torre. Estás desarmado, y aún cuando dispusieses de un arma no podría hacer nada para hacerme daño.

—Devuélveme mi espada —contestó Tanis, que casi jadeaba—, y veremos si eso es como dices.

Dalamar casi se echó a reír; solo casi.

—Oh, vamos, amigo mío. Te he dicho que tu hijo está salvo. Que siga siendo así depende de ti.

—¿Eso es un amenaza? —instó, furioso, el semielfo.

—Las amenazas son para los pusilánimes. Me limito a exponer los hechos. ¡Vamos, vamos, amigo mío! ¿Qué ha pasado con tu famosa lógica, tu legendario sentido común? ¿Han salido por la ventana cuando entró volando la cigüeña[4]?

«Si degenerar en un completo idiota es lo que significa ser padre, desde luego tendré cuidado de no alcanzar nunca tan dudosa distinción. Por favor, siéntate, y discutamos esto como personas racionales».

Fulminándolo con la mirada, Tanis se dirigió hacia un cómodo sillón que había cerca de un fuego agradable. Incluso en ese cálido día de primavera, la Torre de la Alta Hechicería estaba oscura y fría. La habitación en la que lo había encerrado se encontraba lujosamente amueblada, le habían proporcionado comida y bebida. Le habían curado las heridas, pocas y superficiales, en su mayoría arañazos producidos por las garras de los draconianos, así como un chichón en la cabeza. Dalamar tomó asiento con el sillón de enfrente.

—Si escuchas con paciencia, te contaré lo que está ocurriendo.

—Bien, yo escucharé y tú hablarás. —La voz del semielfo sonó queda, casi rota—. ¿Mi hijo está bien? ¿Lo está?

—Por supuesto. Gilthas no serviría de mucho a sus captores si no lo estuviera. Encuentras consuelo en ese hecho, amigo mío. Y soy tu amigo —añadió el elfo oscuro, al reparar en el destello de ira que asomó a los ojos de Tanis—, aunque admito que las apariencias me desdicen.

»En cuanto a tu hijo, se encuentro donde anhelaba estar, en su hogar. Qualinesti. Es su hogar, Tanis, aunque no te gusta oírlo, ¿verdad? Se halla cómodamente alojado, y probablemente recibiendo toda clase de atenciones. El trato de deferencia y respeto que es lógico que le den los elfos, puesto que va a ser su rey.

Tanis no daba crédito a sus oídos. Se había puesto de pie otra vez.

—Esto tiene que ser una broma de mal gusto. ¿Qué es lo que quieres, Dalamar? ¿Qué es lo que te propones realmente?

El elfo oscuro se levantó también del sillón, se acercó a Tanis y apoyó suavemente la mano en su brazo.

—Nada de bromas, amigo mío. O, si lo es, nadie se ríe. Gilthas no corre peligro ahora. Pero podría correrlo.

De nuevo, Tanis evocó la visión que había vislumbrado en el alcázar de la Tormentas: negras nubes girando en torno a su hijo. Agachó la cabeza para ocultar sus ardientes lágrimas. Los dedos de Dalamar apretaron un poco más.

—Contrólate, amigo mío, no disponemos de mucho tiempo. Queda mucho que explicar, y —añadió suavemente— planes que fraguar.