Capítulo 6

Mientras viviera, Gil no olvidaría la primera vez que avistó la legendaria ciudad de Qualinost. El primer atisbo, pero aún así, una imagen familiar para él.

Rashas se volvió para ver la reacción del joven, y reparó en que las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Gil. Asintió con aprobación. Incluso le desaconsejó que se las limpiara.

—La belleza inunda el corazón hasta casi hacerlo estallar, y la emoción ha de encontrar una válvula de escapo. Dejad que se descargue por vuestros ojos. No consideréis una vergüenza esas lágrimas, mi príncipe, sino más bien un gran mérito. Es lógico que lloréis la primera vez que contempláis vuestro verdadero hogar.

A Gil le pasó inadvertido el énfasis puesto por el senador en la palabra «verdadero» y no pudo estar más de acuerdo con él.

«¡Sí, este es mi lugar, formo parte de él! Ahora lo sé. Lo he sabido toda mi vida. Porque no es la primera vez que veo Qualinost. La he visto en sueños muchas veces».

Cuatro esbeltas torres hechas de piedra blanca y revestidas con reluciente plata se elevaban por encima de las copas de los álamos, que crecían copiosos en la ciudad. Una torre más alta, construida con oro bruñido, que resplandecía a la luz del sol, se alzaba al norte de la ciudad rodeada de otros edificios hechos de chispeante cuarzo rosa. Calles tranquilas serpenteaban como cintas de seda entre alamedas y jardines de flores. Una sensación de paz se apoderó del alma de Gilthas, de paz y de pertenencia.

Cierto, había llegado a casa.

El grifo aterrizó en el patio central de una casa construida de cuarzo rosa y decorada con verde jade. La propia casa parecía delicada, frágil y, sin embargo, había aguantado —como Rashas alardeó con orgullo— los temblores y los huracanes del Cataclismo. Gil contempló las torres del palacete de sus padres. La mansión, a la que Laurana había dado el nombre de Final del Viaje, era rectangular, de pronunciados ángulos, ventanas rematadas en gablete y tejado de vertientes en ángulo agudo. Comparada con los hermosos y gráciles hogares elfos, la recordaba como una construcción amazacotada, sólida y fea. Parecía… humana.

Rashas le dio cortésmente las gracias al grifo por los servicios prestados, le entregó varios regalos de calidad y se despidió de él. Después condujo a Gilthas al interior de la casa. Por dentro era aún más hermosa que por fuera, si tal cosa era posible. A los elfos les encantaba el aire libre, de modo que, como rezaba el dicho, sus hogares eran más ventanas que paredes. La luz del sol penetraba por las filigranas palladas y se entretejía con las sombras para formas dibujos sobre el suelo, unos dibujos que parecían estar vivos, ya que cambiaban constantemente con los movimientos del sol y las nubes. Dentro de la casa crecían flores, y del suelo se alzaban árboles. Los pájaros entraban y salían volando, libremente, llenando las estancias con sus musicales trinos. Desde fuentes interiores el agua corría y salpicaba entonando su canto semejante a dulces nanas, creando un contrapunto con la alegre música de las aves.

Varios elfos kalanestis —altos y musculosos, con las extrañas marchas en la piel— revivieron a Rashas con reverencia y muestras de deferencia.

—Estos son mis Elfos Salvajes —le explicó el senador a Gilthas—. Antaño fueron esclavos. Ahora, de acuerdo con los decretos recientes, se me exige pagarles por sus servicios.

Gil no estaba seguro, pero tuvo la incómoda sensación de que el tono de Rashas sonaba muy molesto. El elfo mayor lo miró de soslayo y sonrió, y Gil llegó a la conclusión de que el senador sólo había bromeado. Nadie, en los tiempos actuales y en esta era, podía aprobar la esclavitud.

—Ahora sólo vivimos aquí mis sirvientes y yo —continuó Rashas—. Soy viudo. Mi esposa murió durante la guerra, y mi hijo pereció combatiendo en los ejércitos de la Piedra Blanca, que estaban dirigidos por vuestra madre, Gilthas. —Lanzó una extraña mirada al joven—. Mi hija está casada y tiene casa y familia propias. La mayoría del tiempo me encuentro solo.

«Pero hoy tengo compañía, un honorable huésped, que me visita. Espero que también vos, mi príncipe, consideréis vuestra mi casa. Confío en que honréis mi morada con vuestra presencia. —Parecía anhelante, ansioso de que Gilthas respondiera afirmativamente».

—Soy yo quién se siente honrado, senador —dijo el joven, rojo de placer—. Vuestra amabilidad me abruma.

Dentro de un momento os mostraré vuestro cuarto. Los sirvientes lo están preparando ahora. La dama que es mi invitada está deseosa de conoceros. Sería descortés por nuestra parte hacerla esperar. Ha oído hablar mucho de vos. En, creo, una íntima amiga de vuestra madre.

Gil estaba perplejo. A raíz de su matrimonio, su madre había conservado contados amigos entre los elfos. Quizás esa persona había sido una de las compañeras de infancia de Laurana.

Rashas subió, precediendo a Gil, tres tramos de una escalera de grácil trazado sinuoso. Una puerta situada en lo alto se abrí a un espacioso corredor; en este había tres puertas, una al fondo y otras dos, una a cada lado. Una pareja de silenciosos sirvientes kalanestis se encontraba junto a la puerta del fondo. Hicieron una reverencia a Rashas, y a una señal de este, uno de los Elfos Salvajes llamó respetuosamente a la puerta.

—Adelante —respondió una voz femenina, baja y musical, queda e imperiosa.

Gil se quedó atrás para dejar pasar a Rashas, pero el senador hizo una reverencia y un además, invitándolo a adelantarse.

—Mi príncipe —dijo.

Azorado, poco complacido, Gilthas entró en la habitación seguido de Rashas. Los sirvientes cerraron la puerta.

La mujer estaba de espaldas a ellos, de pie junto a un ventanal. El cuarto tenía forma octogonal, y era un pequeño vivero. En el centro crecían árboles, con las ramas cuidadosamente guiadas para formar un techo vivo de verdor. En las paredes había altos y estrechos ventanales. Gil reparó en que no estaban abiertos, sino cerrados y cubiertos con seda. Supuso que a la ocupante de la estancia no le gustaba el aire fresco.

Dos puertas, una a cada lado del cuarto, conducían a habitaciones privadas. Los muebles, un sofá, una mesa y varias sillas, eran cómodos y elegantes.

—Milady —saludó respetuosamente Rashas—, tenéis una visita.

La mujer continuó en la misma postura un momento más. Sus hombros parecieron ponerse tensos, como si se preparase para algo. Después se volvió lentamente hacia ellos.

Gil soltó una exclamación de ahogada admiración. Nunca había visto o imaginado que existiese una belleza igual, que pudiera encarnarse en un ser vivo. El cabello de la mujer era de un tono tan oscuro como el cielo en la medianoche más profunda, sus ojos poseían el profundo color violeta de las amatistas. Era grácil, encantadora, etérea, efímera, y a su vez la envolvía un halo de tristeza que igualaba la de los dioses.

Si Rashas la hubiese presentado como Mishakal, compasiva deidad de la curación, Gil no se habría sorprendido lo más mínimo. Se sintió fuertemente impelido a postrarse de rodillas en señal de reverencia.

Pero esa mujer no era una diosa.

—Mi príncipe, os presento a Alhana Starbreeze… —empezó el senador.

—La reina Alhana Starbreeze —lo corrigió suave, altaneramente. Se mostraba orgullosa y, curiosamente, desafiante.

—La reina Alhana Starbreeze —rectificó Rashas con una sonrisa, como quien consiente el capricho de un niño—. Permitidme que os presente a Gilthas, hijo de Lauranthalasa de la casa Solostaran… y de su esposo, Tanthalas Semielfo —lo último lo añadió como si acaba de ocurrírsele.

Gil advirtió la ligera pausa en la frase del senador, una pausa que separaba de manera muy efectiva a su padre de su madre. Gil sintió arderle las mejillas de azoramiento y vergüenza. No podía mirar a esa orgullosa y altanera mujer, que debía sentir lástima y desprecio por él. Ella habló, pero no a Gil, sino a Rashas, y tal era la confusión del joven que al principio no entendió lo que decía. Cuando lo hizo, levantó la cabeza y la miró con complacida estupefacción.

—…Tanis Semielfo es uno de los grandes hombres de nuestro tiempo. Es conocido y respetado en todo Ansalon. Se le han conferido los mayores galardones que cada nación puede ofrecer, incluidas las elfas, senador. Los orgullosos Caballeros de Solamnia se inclinan ante él con respeto. La Hija Venerable Crysania, del Templo de Palanthas, lo considera un amigo. El rey enano de Thorbardin llama hermano a Tanis Semielfo.

El senador tosió.

—Sí, majestad —dijo secamente—. Tengo entendido que el semielfo también cuenta con amigos entre los kenders.

—Sí, en efecto —repuso fríamente Alhana—. Y se considera afortunado de haberse ganado su inocente consideración.

—Hay gustos para todo —comentó Rashas, curvando los labios.

Alhana no contestó. Miraba a Gil y ahora fruncía el entrecejo, como si una idea nueva y desagradable se le hubiese ocurrido de repente.

Gil no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Todavía se sentía demasiado aturdido, demasiado nervioso. ¡Oír tan grandes elogios de su padre, y de boca de la reina de Qualinesti y Silvanesti! Su padre uno de los grandes hombres de la época… Caballeros orgullosos inclinándose ante él… El rey enano llamándole hermano… Los mayores honores de cada nación…

Él no había sabido nada de eso. Nunca.

Comprendió de repente que un silencio ensordecedor se había apoderado por completo de la estancia. Se sintió terriblemente incómodo y deseó que alguien dijera algo. Y entonces se alarmó.

«¡Quizá sea yo! —Se dijo para sus adentro, presa del pánico, e intentando recordar las lecciones de su madre sobre cómo tratar y agasajar a la realeza—. Quizá se espera que sea yo quien inicie una conversación».

Alhana lo observaba con gran atención. Sus adorables ojos, clavados en él, lo privaron de cualquier alocución coherente. Gil intentó decir algo, pero se encontró sin voz. Miró alternativamente al senador y a la reina y supo que algo iba mal.

El sol no podía entrar en aquella estancia; las cortinas estaban echadas en los ventanales. Las sombras que al principio parecían frescas y relajantes, ahora resultaban ominosas, inquietantes, como el sudario que envuelve al mundo antes de estallar una violenta tormenta. Hasta el aire transmitía peligro, cargado de tensión.

Alhana rompió el silencio. Sus ojos violeta se oscurecieron hasta casi tornarse negros.

—Así que este es vuestro plan —le dijo a Rashas, hablando Qualinesti con un ligero acento que Gilthas reconoció como el de los silvanestis, su pueblo.

—Y uno muy bueno, ¿no os parece? —le contestó el senador, que se mantenía tranquilo, sin inmutarse ante la ira de la mujer.

—¡Sólo es un niño! —gritó Alhana en voz baja.

—Tendrá guía, un sabio consejero a su lado —repuso Rashas.

—Vos, por supuesto —comentó mordazmente ella.

—El Thalas-Enthia elige al regente. Por supuesto, me agradará ofrecer mis servicios.

—¡El Thalas-Enthia! ¡Tenéis a ese grupo de hombres y mujeres ancianos en vuestro bolsillo!

Gil sintió el nudo atenazándole el estómago, y la sangre empezó a palpitar dolorosamente en su cabeza. De bueno, los adultos hablaban sobre, alrededor, por debajo y por encima de él, como si fuese uno de aquellos árboles que se alzaban desde el suelo.

—No lo sabe, ¿verdad? —dijo Alhana. Su mirada a Gil fue de lástima.

—Creo que tal vez sepa más de lo que da a entender —manifestó el senador con una sonrisa astuta—. Ha venido por propia voluntad. No se encontraría aquí si no quisiera estar. Y ahora, majestad —añadió con un ligero sarcasmo—, si vos y el príncipe Gilthas me disculpáis, he de ocuparme de asuntos importantes en otro lugar. Hay muchos preparativos que hacer para la ceremonia de mañana.

El senador hizo una reverencia, giró sobre sus talones y abandonó la habitación. Los sirvientes cerraron la puerta nada más salir él.

—¿Querer qué? —Gilthas estaba perplejo y furioso consigo mismo—. ¿De qué hablaba? No entiendo…

—¿De veras? —le preguntó Alhana.

Antes de que pudiera responder, la mujer se dio la vuelta. Estaba rígida, con los puños tan apretados que se clavaba las uñas en las palmas.

Sintiéndose como un chiquillo al que han encerrado en el cuarto de los niños mientras los adultos celebran una fiesta en el salón de abajo, Gil se encaminó hacia la puerta y la abrió bruscamente.

Dos de los kalanestis altos y fuertes se interponían en el umbral. Ambos sostenían una lanza en las manos.

Gil empezó a empujarlos para apartarlos.

Los elfos no se movieron.

—Disculpad, pero quizá no lo entendéis. Me marcho —dijo cortésmente el joven, pero en un tono severo para demostrarles que hablaba en serio.

Adelantó un paso. Los dos guardias permanecieron en silencio y con las lanzas cruzadas delante de él.

Rashas desaparecía en ese momento escaleras abajo.

—¡Senador! —llamó Gilthas, que intentaba mantener la calma. La llama de la ira empezaba a vacilar bajo el viento frío del miedo—. Hay un malentendido. ¡Vuestros sirvientes no me dejan salir!

Rashas se detuvo y miró hacia atrás.

—Esas son sus órdenes, mi príncipe. Encontraréis realmente cómodos los aposentos que compartiréis con su majestad, de hecho son los mejores de la casa. Los Elfos Salvajes os proporcionarán cuanto deseéis. Solamente tenéis que pedirlo.

—Lo que deseo es marcharme —dijo el joven sin alzar la voz.

—¿Tan pronto? —Rashas sonreía placenteramente—. No podría permitirlo. Acabáis de llegar. Descansad, relajaos, mirad por la ventana, disfrutad del paisaje que se divisa.

»Y, por cierto —añadió el senador mientras empezaba a bajar de nuevo la escalera, de manera que las palabras flotaron en el aire tras él como una estela—. Me complace enormemente que Qualinesti os parezca hermosa, príncipe Gilthas. Vais a vivir aquí mucho, mucho tiempo.