Capítulo 4

Envuelto en una capa, Tanis Semielfo yacía tumbado en el duro y frío suelo. Dormía tranquila, profundamente. Pero la mano de Caramon lo agarraba por el hombro y lo sacudía. «¡Tanis, te necesitamos! ¡Tanis, despierta!».

«Lárgate —le contestó Tanis mientras se daba la vuelta y se hacía un ovillo—. No quiero despertarme. Estoy cansado, muy cansado. ¿Por qué no me dejáis en paz? Dejadme dormir…».

—¡Tanis!

Despertó sobresaltado. Había dormido más de lo habitual, más de lo que tenía pensado, pero no había sido un sueño reparador, sino que lo había dejado con los miembros agarrotados y la mente ofuscada. Parpadeó, y alzó los ojos esperando ver a Caramon.

Era Laurana.

—Gil se ha ido —dijo su mujer.

Tanis se debatió para despejarse del sueño, de la pesadez.

—¿Ido? —repitió tontamente—. ¿Adónde?

—No lo sé con certeza, pero creo que… —la voz se le quebró. En silencio, le tendió una hoja de papel hecho con fina pasta de hojas doradas.

Tanis se frotó los ojos y se sentó en la cama. Laurana lo hizo a su lado y lo rodeó con el brazo. Él leyó la invitación.

—¿Dónde lo encontraste?

—En… su cuarto. No tenía intención de husmear, sólo que… no bajó a desayunar. Pensé que podía estar enfermo y fui a comprobarlo. —Inclinó la cabeza; las lágrimas corrían por sus mejillas—. La cama no estaba deshecha, faltaba sus ropas y esto… se encontraba tirado en el suelo… junto a ventana…

No pudo continuar. Tras un momento de silenciosa lucha logró recobrar el control de sí misma.

—Fui a los establos. También falta su caballo. El mozo de cuadras no oyó ni vio nada.

—El viejo Hastings está más sordo que una tapia. No habría oído ni el Cataclismo. Caramon trató de advertirme de que ocurriría esto, pero no quise escucharlo. —Tanis suspiró. En su subconsciente, sí lo había escuchado. Eso era lo que significaba el sueño.

«Dejadme dormir…».

—Todo saldrá bien, cariño —dijo animadamente Tanis, que besó a su esposa y la estrechó contra sí—. Gil dejó esto sabiendo que lo encontraríamos. Quiere que vayamos tras él, quiere que lo detengamos. Esto no es más que un cacareo jactancioso de independencia. Lo encontraré en El Cisne Negro, exhausto, pero demasiado orgulloso para admitirlo, fingiendo que va a seguir viajando y esperando para sus adentros que discuta con él hasta convencerlo para que no lo haga.

—No pensarás regañarlo —argumentó ansiosamente Laurana.

—No, claro que no. Tendremos una conversación de hombre a hombre. Será extensa. Quizás incluso pasemos la noche fuera de casa, y nos pongamos en camino por la mañana para regresar.

La idea le resultó muy grata a Tanis. Ahora que lo pensaba, nunca había pasado un día sólo con su hijo. Charlarían, hablarían en serio. Le haría ver que lo comprendía.

—De hecho, esto puede resultar positivo para el chico, querida.

Tanis salió de la cama y se vistió con ropa de viaje.

—Quizá debería ir yo también…

—No, Laurana —se opuso firmemente Tanis—. Esto es entre Gil y yo. —Hizo una pausa en los preparativos—. No entiendes realmente por qué ha hecho esto, ¿verdad?

—Ningún joven elfo haría algo así —contestó quedamente ella, con las lágrimas brillándole en los ojos.

Tanis se inclinó y le besó el lustroso cabello. Recordaba a un joven semielfo que huyó de su hogar, de su gente; un joven semielfo que había huido de ella. Imaginó que su mujer debía de estar recordando lo mismo.

El ansia de cambio… la maldición de la raza humana.

O la bendición.

—No te preocupes —dijo—. Lo traeré de vuelta, sano y salvo.

Laurana siguió hablando, pero Tanis no la escuchaba. Estaba oyendo la voz de otra mujer, de otra madre.

«¿Qué sacrificaríais por vuestro hijo? ¿Vuestra salud? ¿Vuestro honor? ¿Vuestra propia vida?». Eran las palabras de Sara… Sara, madre adoptiva de Steel Brightblade.

Asustado, helado, Tanis recordó la visión. No había pensado en ello hacía años, lo había apartado de su mente. De nuevo se encontró en la maligna fortaleza de lord Ariakan, Caballero de Takhisis. Los negros nubarrones se apartaron y la luz plateada de Solinari brilló entre el resquicio, ofreciéndole a Tanis una fugaz visión del peligro que envolvía a su débil hijo como un aguacero. Y entonces las negras nubes ocultaron a Solinari y la visión desapareció. Y él la había olvidado.

Hasta ahora.

—¿Qué ocurre? —Laurana lo miraba asustada.

¡Qué bien lo conocía! Demasiado bien…

—Nada —mintió, obligándose a esbozar una sonrisa tranquilizadora—. Tuve un mal sueño anoche, eso es todo. Supongo que aún me afecta. Sobre la guerra, ya sabes…

Sí, Laurana lo sabía porque ella también tenía esos sueños. Y sabía que no estaba diciendo la verdad, no porque no la amara o no confiara en ella o no la respetara, sino simplemente porque no era capaz. Había aprendido desde una edad temprana a mantener bien ocultos sus sufrimientos, pesares y temores internos. Demostrar alguna debilidad daría ventaja a cualquiera sobre él. Laurana no le culpaba por ello; había visto cómo había crecido. Un semihumano en la sociedad elfa, se le permitía vivir en Qualinesti por caridad y compasión. Pero él nunca lo había aceptado. Los elfos no habían dejado de mostrar de un modo y otro que era —que sería siempre— un intruso.

—¿Y qué pasará con Rashas? —preguntó, teniendo el tacto de cambiar de tema.

—Me ocuparé de él —dijo Tanis, sombría—. Debía adivinar que él estaría detrás de todo esto. Siempre conspirando. Me pregunto por qué lo aguantará Porthios.

—Porthios tiene otras preocupaciones, querido, pero ahora que Silvanesti ha quedado libre de la pesadilla de Lorac, podrá regresar a casa por fin y ocuparse de los asuntos de su patria.

La pesadilla de Lorac. Lorac había sido el anterior monarca silvanesti que dirigía la nación cuando estalló la Guerra de la Lanza. Temeroso de que su tierra fuese a caer víctima de los ejércitos invasores de la Reina Oscura, Lorac había intentado utilizar unos de los poderosos Orbes de los dragones para salvar a su pueblo, a su reino. Por el contrario, trágicamente, Lorac había caído víctima del Orbe. El dragón del Mal, Cyan Bloodbane, se había apoderado de Silvanesti y había susurrado sueños horribles al oído del rey elfo.

Los sueños se habían convertido en realidad, y Silvanesti se transformó en una tierra devastada y encantada por la que pululaban criaturas malignas que era, al mismo tiempo, reales y producto de la visión de Lorac, desfigurada por el miedo.

Incluso después de su muerte y de la derrota de la Reina Oscura, Silvanesti no se había librado por completo des tinieblas. Durante largos años, los elfos habían luchado contra lo que quedaba de la pesadilla, contra criaturas malignas que seguían merodeando por el país. Sólo ahora las habían derrotado finalmente.

Tanis pensó en la historia de Lorac y le encontró una relevancia especial en este día. Una vez más, algunos elfos actuaban de manera irracional, llevados por el miedo. Algunos elfos mayores, aferrados a las viejas costumbres, como el senador Rashas…

—Por lo menos Porthios tiene algo que le aparta la mente de las preocupaciones, ahora que Alhana está embarazada —comentó el semielfo con fingida alegría, que sólo era una fachada, mientras se abrochaba la armadura de cuero.

Laurana miró la armadura, que su marido nunca se ponía a menos que esperara toparse con problemas. Se mordió el labio inferior, pero no hizo comentario alguno. Siguió el tema de conversación que él había iniciado.

—Sé que Alhana está complacida. Hace mucho que deseaba un hijo. Y creo que Porthios también siente lo mismo, aunque intenta actuar como si la paternidad no fuese nada especial, sólo un deber que cumplir para con su pueblo. Veo una calidez en su trato que no ha habido en todos estos años. Realmente creo que empiezan a sentir afecto el uno por el otro.

—Iba siendo hora —rezongó Tanis. Nunca le había gustado mucho su cuñado. Se echó la capa, la abrochó, cogió una mochila y se inclinó para besar la mejilla a su esposa—. Adiós, cariño. No te inquietes si no volvemos de inmediato.

—¡Oh, Tanis! —Laurana lo miró, interrogante.

—No temas. El chico y yo necesitamos hablar, ahora lo comprendo. Debería haberlo hecho hace mucho tiempo, pero esperaba que… —Se calló y después dijo—. Te mandaré noticias.

Se ciñó la espada, volvió a besar a Laurana, y se marchó.

No fue difícil seguir el rastro de su hijo. Las lluvias primaverales habían anegado Solamnia durante un mes; el terreno estaba embarrado, y en él se marcaban, profundas y calaras, las huellas de cascos de su caballo. La única otra persona que había recorrido esa calzada últimamente era sir William, para entregar el mensaje de Caramon, y el caballero había marchado en dirección contraria, hacia Solamnia, mientras que El Cisne Negro se encontraba en la calzada que se dirigía al sur, a Qualinesti.

Tanis cabalgó sin forzar el paso. El sol matinal era una rendija de fuego en el cielo, y el rocío resplandecía en la hierba. La noche había estado despejada, y la temperatura era lo bastante fresca para agradecer la capa, pero no fría en exceso.

«Gil tiene que haber disfrutado de la cabalgada —se dijo Tanis. Recordó, con culpable placer, a otro joven y otro viaje a medianoche—. Yo no tenía caballo cuando me fue. Fui a pie desde Qualinesti hasta Solace buscando a Flint. No tenía dinero ni cuidado ni sentido común. Es un milagro que llegara vivo. —Tanis rio de buena gana y sacudió la cabeza».

«Pero iba lo bastante raído para que ningún asaltante me mirara dos veces. No podía permitirme el lujo de dormir en una posada, de modo que no me metí en peleas. Pasaba las noches paseando bajo las estrellas, sintiendo que por fin podía respirar profundamente».

«Oh, Gil —suspiró Tanis—. Hice justo lo que me prometí cien veces que no haría jamás. Te até y te encadené. Eran unas cadenas de seda, forjadas por el amor, pero no por ello dejaban de ser cadenas. Mas, ¿de qué otra cosa podrían haber sido? ¡Eres tan importante para mí, hijo! Te quiero tanto. Si te ocurriese algo…».

«¡Basta, Tanis! —se reprendió severamente—. Estás pidiendo prestados problemas y sabes el interés que esa deuda puede cobrarte. Hace un día precioso, Gil tendrá un buen viaje, y hablaremos esta noche. Pero hablar de verdad. Es decir, hablarás, tú, hijo. Y yo te escucharé. Lo prometo».

Tanis continuó, siguiendo las huellas del caballo. Vio donde Gilthas había dado rienda suelta al animal, las señales de un galope alocado, tanto cárcel como jinete borrachas de libertad. Pero después el joven había calmado al caballo y continuó a un paso razonable para no cansar al animal.

—Bien hecho, muchacho —dijo Tanis con orgullo.

Para olvidar sus preocupaciones, empezó a plantearse qué le diría a Rashas, del Thalas-Enthia. Tanis lo conocía bien. Más o menos de la edad de Porthios, Rashas era un enamorado del poder, y no había nada con lo que disfrutara más que con una buena intriga política. Había sido el elfo más joven que se había sentado en el senado. Corría el rumor de que había acosado a su padre hasta que este cedió finalmente a la presión y renunció a su asiento a favor de su hijo. Durante la Guerra de la Lanza, Rashas había sido un cardo bajo la silla de montar de Solostaran, el Orador de los Soles. Y ahora le tocaba aguantar esa irritación al sucesor de Solostaran, Porthios.

Rashas abogaba persistentemente por el aislamiento elfo del resto del mundo. No ocultaba el hecho de que, en su opinión, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había hecho bien al ofrecer recompensas por enanos y kenders. Sin embargo, de ser por él, habría realizado un cambio: habría añadido los humanos a la lista.

Los cual hacía que todo este asunto fuera inexplicable ¿Por qué esa vieja araña cautelosa quería atraer a Gilthas, nada menos un cuarterón humano, a su tela?

—En cualquier caso —masculló Tanis—, esto me dará una oportunidad para arreglar mis propias cuentas contigo, Rashas, viejo amigo de la infancia. Recuerdo todos tus comentarios insidiosos, los insultos susurrados, las pequeñas bromas crueles. Los golpes que recibí de ti y de tu pandilla de matones. Entonces tenía prohibido devolvértelos, pero ¡por Paladine que ahora no habrá nadie que me lo impida!

La agradable idea de imaginar por anticipado que estrellaría el puño en la puntiaguda barbilla de Rashas mantuvo entretenido a Tanis gran parte de la mañana. No tenía idea de qué era lo que quería de su hijo, pero suponía que nada bueno.

—Hice mal en no hablarle a Gil de Rashas —reflexionó Tanis—. Y en no contarle casi nada de cómo fue mi vida en Qualinesti. Tal vez haya sido un error mantenerlo apartado de allí. Si no lo hubiésemos hecho, habría conocido a Rashas y a los que piensan como él. No habría caído en sean cuales sean las argucias que ese conspirador. Pero quería protegerte, Gil. No quería que sufrieras lo que yo sufrí… —Tanis hizo parar a su caballo y le hizo dar medio vuelta—. Maldito sea el Abismo.

Observó fijamente la calzada de tierra, sintiendo el corazón en un puño. Desmontó para ver mejor. El barro, que se iba endureciendo poco a poco con el brillante sil, mostraba claramente lo ocurrido. Sólo había una criatura en Krynn que dejara ese tipo de huellas, con tres garras delanteras y una trasera, así como la sinuosa marca de una cola de reptil.

—Draconianas… Cuatro.

Tanis examinó las huellas. Su caballo las olisqueó y se apartó relinchando con repulsión.

Agarró al animal y le sujetó la cabeza cerca de las huellas hasta que se hubo acostumbrado al olor. Volvió a montar y siguió el rastro. Podía ser una coincidencia, se dijo. Tal vez los draconianos viajaban en la misma dirección que Gil, simplemente.

Pero, al cabo de un par de kilómetros, Tanis estaba convencido de que aquellos seres iban siguiendo a su hijo, al acecho.

En cierto momento, Gil había desviado a su caballo, saliendo de la calzada para conducirlo hasta la orilla de un arroyo. También allí los draconianos habían dejado el camino. Rastreando tenazmente las huellas del caballo arroyo abajo, los draconianos lo habían seguido a lo largo del borde del agua, y posteriormente de vuelta a la calzada.

Además, Tanis advirtió que las criaturas llevaban cuidado de mantenerse ocultas. En distintos puntos, las pisadas de tres garras dejaban el camino y buscaban la seguridad de la espesura.

Esta calzada no estaba muy frecuentada, pero los granjeros la usaban, así como algún que otro caballero. Si los draconianos fueran merodeadores corrientes que se marchaban de la zona, no habrían dudado en atacar a un solitario granjero para robarle la carreta y los caballos. Estos draconianos se escondían de la gente que pasaba por la calzada; obviamente tenían una misión.

Mas, ¿qué conexión podía haber entre Rashas y unos draconianos? El elfo tenía sus defectos, cierto, pero conspirar con criaturas de la oscuridad no era uno de ellos.

Asustado, Tanis espoleó al caballo. Las huellas tenían horas, pero no se encontraba lejos de El Cisne Negro. La posada estaba localizada en una villa de buen tamaño, llamada Campogentil. Cuatro draconianos no se atreverían nunca a aventurarse en una zona poblada. Fuera cual fuese su intención, tendrían que atacar antes de que Fil llegase a la posada.

Lo que significaba que Tanis podría llegar demasiado tarde.

Cabalgó por la calzada a una velocidad moderada, sin perder de vista las huellas, tanto de las criaturas como las del caballo de Gil. Obviamente, el joven no tenía ni idea de que lo estaban siguiendo. Marchaba a un tranquilo trote, disfrutando del paisaje, regocijándose con su recién descubierta libertad. Los draconianos no se desviaban de su curso.

Y entonces Tanis supo dónde atacarían.

A unos pocos kilómetros de Campogentil, la calzada atravesaba un área muy boscosa. Robles y castaños crecían apiñados, con las ramas entrelazándose por encima del camino, tapando la luz del sol y manteniendo la calzada en sombras. En los días posteriores al Cataclismos, ese bosque tenía fama de haber sido el refugio de ladrones, y en la actualidad se lo conocía extraoficialmente como Acres de Ladrones. Las cuevas horadaban las laderas de las colinas, proporcionando escondrijos donde los hombres podían ocultarse y regodearse con su botín. Aquel era lugar perfecto para tender una emboscada.

Muerto de miedo, Tanis dejó de seguir las huellas y puso a galope a su caballo. Casi arrolló a un sobresaltado granjero, que le gritó preguntándole qué demonios le pasaba. Tanis no perdió tiempo en responder. El bosque estaba a la vista, una amplia extensión verde oscuro que bordeaba la calzada al frente.

Las sombras de los árboles se cerraron sobre él, el día se convirtió en oscuridad en un abrir y cerrar de ojos. La temperatura bajó de manera notable. Aquí y allí parches de luz solar se filtraban a través del dosel de ramas. Comparada con la oscuridad que la rodeaba, la luz resultaba casi cegadora. Pero a no tardar incluso esos atisbos de luz se terminaron a medida que la floresta se volvía más densa.

Tanis hizo que el caballo frenara un poco la marcha. Aunque detestaba perder tiempo, no quería pasar por alto cualquier pista que hubiese quedado marcada en el suelo.

No tardó en hallar el final de la historia.

No le habría pasado inadvertido aunque hubiese ido a galope tendido. La calzada de tierra estaba removida hasta tal punto que a Tanis le resultó imposible descifrar qué había ocurrido exactamente. Las huellas de los cascos del caballo se confundían con las de los draconianos; aquí y allá le pareció vislumbrar la esbelta huella de un pie elfo. Además, se sumaban otras huellas con garras distintas. Esas le resultaron vagamente familiares, pero no alcanzó a identificarlas de inmediato.

Gil había llegado hasta allí, y no había seguido.

Pero, por todo lo más sagrado, ¿qué le había ocurrido?

Tanis retrocedió sobre sus pasos, extendiendo la búsqueda entre los árboles. Su paciencia se vio recompensada.

Huellas de cascos de caballo se metían en el bosque, flanqueadas por las de los draconianos.

Tanis juró entre dientes. Regresó hasta su animal, lo ató a un lado de la calzada, y cogió el arco largo y la aljaba con flechas atados a la silla. Soltó la correílla que sujetaba la espada a la vaina y se metió en el bosque.

Toda su habilidad como rastreador y cazador volvió de nuevo a él. Bendijo la previsión —¿o quizá fuese la visión en el alcázar de las Tormentas?— que lo había inducido a ponerse las botas de flexible cuero, así como llevarse el arco y las flechas, que rara vez cogía en estos tiempos de paz. Su mirada barría el suelo. Se movía entre árboles y arbustos sin hacer ruido, pisando con ligereza, cuidando de no hacer chascar una ramita o que una rama se agitara a su paso.

La fronda se hizo más densa, más oscura. Se encontraba bastante lejos de la calzada, rastreando a cuatro draconiano, y él iba solo. No era una maniobra particularmente inteligente.

Siguió adelante. Tenían a su hijo.

El sonido de voces guturales, hablando un lenguaje que le erizó la piel y le trajo desagradables recuerdos, hizo que Tanis aflojara le paso. Conteniendo el aliento, avanzó sigiloso, moviéndose de árbol en árbol, aproximándose a su presa.

Y allí estaban, o al menos parte de ellos. Tres draconianos se encontraban delante de una cueva y conversaban en su horrible lenguaje. Y estaba el caballo de Gil, con los finos arreos y las cintas de seda tejidas en las crines. El animal temblaba de miedo, y tenía marcas de golpes. No era un caballo de batalla entrenado, pero al parecer había luchado contra sus captores. Uno de los draconianos maldecía al animal y señalaba un corte ensangrentado en el escamoso brazo.

Pero no había señales de Gilthas. Probablemente lo tenían en la cueva, vigilado por el cuarto draconiano. Pero ¿por qué? ¿Qué cosas horribles le estaban haciendo?

¿Qué le habían hecho?

Al menos Tanis tenía el magro consuelo de que la única sangre visible en el suelo era de color verde.

Eligió su blanco. Se trataba del draconiano que estaba más cerca de él, Moviéndose más silencioso que el viento, Tanis tomó el arco, encajó una flecha en él, lo alzó hasta su mejilla y a continuación disparó. La flecha se hundió en la espalda del draconiano, entre las alas. La criatura soltó un gorgoteo de dolor y sorpresa y después cayó de bruces muerta. El cuerpo se convirtió en piedra, reteniendo firmemente la flecha. No había que atacar nunca a un baaz con la espada si podía evitarse.

Rápidamente, Tanis tenía preparada otra flecha. El segundo draconiano, desenvainada la espada, se volvía en su dirección. Tanis disparó. La flecha alcanzó al draconiano en el pecho. El ser dejó caer la espada y sus manos con garras asieron el astil; después, también se desplomó muerto en el suelo.

—¡No te muevas! —ordenó secamente el semielfo, hablando en Común, lenguaje que sabía que los draconianos entendían.

La tercera criatura se quedó paralizada, con la espada a medio desenvainar y los ojillos lanzando rápidas miradas a un lado y a otro.

—Tengo una flecha con tu asqueroso nombre escrito —continuó Tanis—. Está apuntando directamente a lo que vosotros, basura, llamáis corazón. ¿Dónde está el chico que habéis capturado allá atrás? ¿Qué habéis hecho con él? Tienes diez segundo para contestar o sufrirás la misma suerte de tus compañeros.

El draconiano dijo algo en su propia lengua.

—No me vengas con esas —gruñó el semielfo—. Hablas el Común mejor que yo, probablemente. ¿Dónde está el chico? Los diez segundos casi han pasado. Si no me…

—¡Tanis, amigo mío! Qué grato volver a verte —dijo una voz—. Ha pasado mucho tiempo.

Un elfo alto, apuesto, de cabello oscuro y ojos castaños, vestido con ropajes negros, salió de la cueva.

Tanis luchó para mantener tenso el arco y la flecha apuntada, aunque las manos le temblaban, los dedos estaban sudorosos y el miedo le estrujaba el estómago.

—¿Dónde está mi hijo, Dalamar? —Gritó con voz ronca—. ¿Qué le habéis hecho?

—Baja el arco, amigo mío —dijo suavemente el hechicero—. No los obligues a matarte. No me obligues.

Lágrimas de rabia, miedo y frustración lo cegaron, pero Tanis mantuvo levantado el arco, dispuesto a disparar la flecha sin importarle dónde se hundía.

Unas garras se clavaron en su espalda y lo empujaron al suelo. Un objeto pesado lo golpeó. El dolor estalló en la cabeza de Tanis y, aunque luchó para no perder el sentido, la oscuridad lo envolvió.