Tanis Semielfo había buscado a su esposa por toda la casa. Finalmente la encontró en la biblioteca del segundo piso. Estaba sentada cerca de la ventana a fin de aprovechar los últimos rayos del sol de la tarde. Tanis oyó el sonido de la pluma deslizándose sobre el pergamino antes de verla a ella, y sonrió.
Esta vez la había pillado.
Caminando sin hacer ruido, se acercó a la puerta y se asomó. Estaba bañada por la luz del sol, inclinada la cabeza, trabajando con tanta concentración que el semielfo supo que podía haber subido corriendo la escalera y no lo habría oído llegar. Se detuvo un momento para admirarla, para repetirse —maravillado y sobrecogido— que lo quería tanto como él a ella, un amor que se había fortalecido con el paso de los años en lugar de debilitarse.
Llevaba suelto el largo cabello rubio, que se desparramaba sobre los hombros y la espalda. Por regla general, actualmente, se lo peinaba recogido, con los dorados mechones tejidos en un moño bajo. El severo estilo le iba bien, le daba un aire de dignidad e importancia muy útil en las negociaciones con los humanos, quienes) aquellos que no la conocían) a veces tendían a tratar a la elfa de aspecto juvenil como si fuera una chiquilla bienintencionada que interfería en los asuntos de los adultos.
Eso duraba generalmente sólo los primeros quince minutos, momento en que Laurana había conseguido que se sentaran y le prestaran atención. ¿Cómo podían olvidar que había sido general durante la Guerra de la Lanza? ¿Que había conducido hombres a la guerra? Bueno, habían pasado veinticuatro años, y los humanos tenían mala memoria. No obstante, cuando se marchaban, lo habían recordado sin duda alguna.
Ella era la diplomática de la familia, mientras que su esposo era el que fraguaba los planes. Trabajaban bien como equipo, ya que Laurana era hábil para entrar deslizándose rápida y fluidamente allí donde Tanis habría irrumpido llevándose por delante cualquier obstáculo. Por su parte, él la ayudaba a comprender la mente y el corazón de los humanos, dos cosas que a veces a Laurana le resultaban desconcertantes.
Era hermosa, tanto que a Tanis le dolía el corazón al mirarla. Y estaban juntos. No por mucho tiempo. La sangre humana que corría por sus venas estaba consumiendo al elfo. Ya había vivido muchos más años que cualquier humano, pero no disfrutaría de la longeva existencia de los elfos. Algunos ya confundían a Laurana por su hija. Llegaría el día en que la tomarían por su nieta. Envejecería y moriría mientras ella seguiría siendo una mujer relativamente joven. Tal circunstancia podría haber ensombrecido su relación y, sin embargo, lo que hizo fue reforzarla.
Y, además, estaba Gil, su hijo, la nueva vida fruto del amor.
—¡Te pillé! —gritó Tanis triunfante mientras entraba de un salto en la habitación.
Laurana brincó al tiempo que daba un respingo. Un tenue rubor de culpabilidad tiñó su cara. Apresuradamente con bastante confusión, trató de ocultar lo que escribía cubriéndolo con otra hoja en blanco.
—¿Qué es eso? —demandó Tanis, que la miraba con fingida severidad.
—Sólo una lista —contestó Laurana a la par que revolvía en otros papeles del escritorio—. Una lista de… cosas que tengo que hacer mientras estamos en casa… ¡No! ¡Tanis, déjalo!
El semielfo hizo un movimiento ágil y sacó el papel de debajo de su mano. Tiendo, Laurana intentó recuperarlo agarrándolo a él, pero Tanis se escabulló.
—«Apreciado sir Thomas —leyó—, querría instaros de nuevo a que reconsideréis vuestra postura en contra del tratado de las Naciones Unificadas de las Tres Razas…».
—Sólo es una carta a sir Thomas —protestó Laurana con la tez más enrojecida que antes—. Está vacilando, casi parece dispuesto a pasarse a nuestro bando. Pensé que quizás un pequeño empujón…
—Nada de empujones —manifestó Tanis, que escondió la carta a la espalda—. Lo prometiste. ¡Me hiciste una promesa! Nada de trabajo. Por fin estamos en casa, después de un mes de viaje. Este tiempo es para nosotros. Para ti, para mí y para Gil.
—Lo sé —Laurana agachó la cabeza y el cabello se desparramó a su alrededor como una nube radiante—. Lo siento. —Se acercó a él, puso las manos es su pecho y le alisó el cuelo de la camisa—. Lo prometo, no volveré a hacerlo.
Besó la barbuda mejilla, y Tanis empezó a besarla a ella, pero en ese momento Laurana alargó la mano por detrás de su espalda, cogió la carta, y se la quitó de un tirón. Por supuesto, él no podía rechazar tal reto, de modo que la siguió a ella y a la carta.
La misiva cayó al suelo, olvidada. Los dos permanecieron junto a la ventana, envueltos en el cálido abrazo.
—¡Maldita sea todo! —Masculló Tanis, que frotó la barbilla contra el cabello dorado de su esposa—. Mira, un extraño se acerca por la calzada.
—¡Oh, un invitado no! —Suspiró Laurana.
—Un caballero, a juzgar por los arreos de la montura. Tendremos que atenderlo. Debería bajar a…
—¡No, no vayas! —Laurana estrechó más fuerte a su marido—. Si lo recibes, lo invitarás a entrar obligado por la cortesía, y ese caballero se considerará obligado por la cortesía a quedarse. Mira, ya va Gil a recibirlo. Él se las arreglará.
—¿Segura? —Tanis parecía dudoso—. ¿Sabrá cómo actuar, qué decir? Solo tiene dieciséis años…
—Dale una oportunidad —respondió Laurana, sonriente.
—No podemos permitirnos el lujo de ofender a los caballeros precisamente ahora… —Tanis retiró suavemente los brazos de su mujer—. Creo que será mejor que vaya.
—Demasiado tarde. Ya se marcha —informó Laurana.
—¿Ves? ¿Qué te decía yo? —El gesto de Tanis era sombrío.
—No parece ofendido. Y Gil entra en casa. Oh, Tanis, que no piense que lo estamos espiando. Sabes lo susceptible que está últimamente. ¡Rápido, haz algo!
Laurana se apresuró a sentarse de nuevo ante el escritorio, cogió un papel y se puso a escribir a toda velocidad. Tanis, sintiéndose estúpido, cruzó la estancia y contempló un mapa de Ansalon que había extendido sobre la mesa.
Se sobresaltó y se sintió incómodo cuando la palabra «Qualinesti» pareció saltarle a la vista.
Se dijo que era lógico. Cada vez que miraba a su hijo ahora no podía menos que evocar su infancia. Y ello le traía recuerdos de Qualinesti, su tierra natal… donde acaeció su ignominioso nacimiento.
Tantos años, tantos, y esos recuerdos todavía le hacían daño. De nuevo tenía dieciséis años y vivía en casa del hermano de su madre, un huérfano… Un huérfano bastar.
Laurana había descrito a su hijo como «susceptible». A esa edad él también había estado «susceptible». O, más bien, había sido como un infernal ingenio mecánico de los gnomos, con la sangre humana hirviendo en su interior, acumulando vapor que tenía que encontrar salida o explotaría.
Tanis no se veía reflejado físicamente en su hijo. Él no había sido débil, como Gil, sino fuerte, robusto. Demasiado fuerte y robusto para encajar con el gusto y el estilo elfos. Sus anchos hombros y fuertes brazos eran un insulto para la mayoría de los elfos, un recordatorio constante de su origen humano. Alardeaba de su mitad humana, eso podía admitirlo ahora. Los había provocado para que lo expulsaran, y después se sintió herido cuando lo hicieron.
Era en otros detalles más sutiles en los que Tanis se veía a sí mismo en su hijo. La agitación interna, no saber quién era, dónde estaba su lugar. Aunque Fil no le había dicho nada —apenas hablaban el uno con el otro— Tanis imaginaba que así era como se sentía Gil últimamente. Había rezado para que su hijo no albergara tales dudas y autocríticas. Al parecer, sus plegarias no habían sido escuchadas.
Gilthas de las Casa Solostaran[3] era hijo de Tanis, pero también era hijo de Laurana, un hijo de los elfos. Se le había puesto ese nombre por Gilthanas, hermano de Laurana (de cuyo extraño y trágico destino nunca se hablaba en voz alta). Gil era alto, esbelto, de estructura ósea delicada, cabello rubio y ojos almendrados. Sólo era una cuarta parte humano —al ser semihumano su padre— e incluso esa sangre extraña había sido atenuada, aparentemente, por la ininterrumpida línea de la realiza elfa que le habían legado sus antepasados.
Tanis había esperado —por la paz mental de su hijo— que el chico creciese elfo, que la sangre humana que tenía fuera demasiado débil para causarle problemas. Y vio cómo esa esperanza se perdía. A los dieciséis años, Gil no era el típico chico elfo dócil y respetuoso, sino que era taciturno, irritable, rebelde.
Y Tanis —al recordar cómo se había desbocado él mismo— mantenía sujetas las riendas ceñidas al cuello de su hijo con más fuerza si cabe.
Fija la mirada en el mapa, Tanis fingió no darse cuenta cuando Gil entró en la estancia. Tampoco alzó la vista porque sabía lo que se encontraría. Se vería a sí mismo allí plantado. Y como se conocía, como sabía cómo había sido, temía descubrirse reflejado en su hijo.
Y como lo temía, era incapaz de hablar de ello, y menos de admitirlo.
De modo que guardó silencio, mantuvo gacha la cabeza, sin apartar los ojos del mapa, de un lugar llamado Qualinesti.
Desde el momento que entró en la habitación, Gilthas supo que sus padres lo habían estado observando desde la ventana. Lo supo por el tenue rubor de la turbación en las mejillas de su madre, por el hecho de que su padre se mostraba extremadamente interesado en un mapa que el propio Tanis había calificado de obsoleto, y sobre todo porque ninguno de los dos alzó la vista hacia él.
No dijo nada; esperó a que sus padres se delataran por sí mismos. Finalmente, su madre alzó la cabeza y sonrió.
—¿Con quién hablabas, mapete? —Preguntó Laurana.
El doloroso y conocido nudo de irritación contrajo el estómago de Gilthas. ¡Mapete! ¡Un término cariñoso en elfo que se utilizaba para dirigirse a los niños!
Al no recibir respuesta, la expresión de Laurana se tornó aún más turbada y comprendió que había cometido un error.
—Ummm… ¿Hablabas con alguien fuera? Oí ladrar a los perros…
—Era un caballero, sir «nosequién» —repuso Gilthas—. No recuerdo su nombre. Dijo que…
Laurana soltó la pluma. Su actitud era sosegada, así como su voz.
—¿Lo invitaste a entrar?
—Por supuesto que sí —intervino bruscamente Tanis—. Gil sabe que no debe dar un trato descortés a un Caballero de Solamnia. ¿Dónde está, hijo?
«Admítelo. Viste marcharse al caballero. ¿Me tomas por un completo idiota?», decían los ojos de Gilthas.
—¡Padre, por favor! —Gil empezó a perder el control—. Deja que termine lo que estaba diciendo. Claro que invité al caballero a entrar. No soy un necio. Conozco las reglas de la etiqueta. Dijo que no podía quedarse, que iba de camino a su casa y que sólo había parado para entregaros esto a madre y a ti. —Gil mostró un estuche de pergaminos.
»Es de Caramon Majere. El caballero estuvo hospedado en El Último Hogar, y cuando Caramon se enteró que sir William viajaba en esta dirección, le pidió que trajera este mensaje.
Gil tendió el estuche a su padre con gesto frío.
Tanis lanzó una mirada preocupada a su hijo y después miró a Laurana como diciendo, «hemos herido sus sentimientos… otra vez».
Gil estaba «susceptible», en palabras de su madre. Bien, lo cierto es que tenía razones para estarlo.
Enfermizo y débil, su nacimiento fue muy deseado y tardó en llegar, y después Gil había estado enfermo la mayor parte de su vida. Cuando tenía seis años estuvo a punto de morir. Después de aquello, sus amantes y preocupados padres lo habían tenido «envuelto entre algodones», como rezaba el dicho. Arropado y protegido, como en un capullo.
Había superado la enfermedad al ir creciendo, pero ahora sufría jaquecas dolorosas y debilitadoras. Se iniciaban como si viese chispazos y terminaban en un insoportable dolor que a menudo lo llevaba a un estado casi inconsciente. No podía hacerse nada para remediar la enfermedad; los clérigos de Mishakal lo habían intentado sin éxito.
Tanis y Laurana pasaban mucho tiempo fuera de casa, los dos trabajando con ahínco para preservar los finos hilos de alianzas que unieron a distintas razas y naciones después de la Guerra de la Lanza.
Demasiado débil para viajar, Gil se quedaba al cuidado de una amorosa ama de llaves que lo adoraba quizás incluso un poquito más que sus padres. Para todos ellos Gil seguía siendo el niño débil que casi había muerto consumido por la fiebre.
A causa de su enfermedad, a Gil no se le permitió jugar con otros niños, suponiendo que hubiese habido otros niños viviendo en los alrededores, que no era el caso. A Tanis Semielfo le gustaba su vida privada, y había construido la casa deliberadamente lejos de las dos los vecinos. A menudo solo con sus pensamientos, Gil había desarrollado muchas fantasías extrañas. Una de ellas era que sus jaquecas eran producto de la sangre humana que corría por sus venas. Tenía la delirante sensación, provocada por el horrible dolor, de que si pudiera abrirse las venas y extraer esa sangre extraña, acabaría con el sufrimiento. Nunca habló de esas fantasías con nadie.
Laurana no se avergonzaba de haberse casado con un semihumano. A menudo le tomaba el pelo a Tanis por la barba que llevaba, una barba que a ningún elfo le crecería. Tanis no se avergonzaba de su ascendencia mestiza.
Su hijo sí.
Gil soñaba con la patria elfa que nunca había visto y que probablemente no vería jamás. Los árboles de Qualinesti eran más reales para él que los del jardín de su casa. Gil no entendía que sus padres visitaran Qualinesti en contadas ocasiones ni la razón de que no lo hubiesen llevado con ellos cuando lo hicieron. Lo que sí sabía (o creía saber) es que ese distanciamiento era culpa de su padre. Así que el joven acabó por estar resentido contra su padre con una intensidad que a veces lo asustaba.
«¡No hay nada de mi padre en mi!», se decía cada día mientras se miraba ansiosamente en el espejo, temeroso de que algún pelo antiestético pudiera empezar a crecer en su barbilla.
«¡Nada!», repetía con satisfacción, examinando su tez suave y limpia.
Nada excepto la sangre. Sangre humana.
Y puesto que Gilthas lo temía, era incapaz de hablar de ello ni de admitirlo.
Así pues, siguió callado.
El silencio entre padre e hijo se había ido construyendo ladrillo a ladrillo con el paso de los años. Ahora era un muro difícil de escalar.
—Bueno, ¿no vas a leer la carta, padre? —demandó.
Tanis frunció el entrecejo, molesto por el tono insolente de Gil.
El chico esperaba que lo reprendiera. No sabía muy bien por qué, pero quería provocar a su padre para que perdiera los estribos. Entonces se dirían cosas… Cosas que hacía falta que se dijeran…
Pero Tanis esbozó la sonrisa paciente que se había acostumbrado a adoptar delante de su hijo y sacó el pergamino del estuche.
Gil le dio la espalda, se encaminó a la ventana y contempló sin ver el exuberante y elaborado jardín que se extendía allá abajo. Había estado a punto de abandonar la habitación, pero quería saber lo que contaba Caramon Majere.
No le caían bien la mayoría de los humanos que conocía, los que venían a visitar a sus padres. Los consideraba toscos, vulgares y zafios. Pero le gustaba el jovial y corpulento Caramon, y su ancha y generosa sonrisa, sus carcajadas escandalosas. Disfrutaba oyendo hablar de los hijos del posadero, sobre de las proezas de los dos chicos mayores, Sturm y Tanin, que habían viajado por todo Ansalon en busca de aventuras. Ahora intentaban convertirse en los primeros hombres nacidos fuera de Solamnia admitidos en la caballería.
Gil no conocía a los hijos de Caramon. Unos años atrás, tras regresar de alguna misión secreta con Tanis, Caramon se había ofrecido a llevar a Gil a visitar la posada. Tanis y Laurana se había negado incluso a considerar la oferta. Gil se había puesto tan furioso que se pasó una semana encerrado en su cuarto, abatido.
Tanis desenrolló el pergamino y repasó rápidamente el contenido.
—Espero que todo marche bien para Caramon —dijo Laurana. Parecía ansiosa. No se había puesto a escribir de nuevo y observaba el semblante de Tanis mientras este leía la misiva.
—El hijo menor de Caramon, Palin, acaba de someterse a la Prueba de la Alta Hechicería y la ha pasado. Ahora en un Túnica Blanca.
—¡Paladine nos asista! —Exclamó Laurana, estupefacta—. Sabía que ese joven estudiaba magia, pero jamás pensé que fuera en serio. Caramon decía siempre que era un capricho pasajero.
—Siempre confió en que fuera un capricho pasajero —corrigió Tanis.
—Me sorprende que Caramon se lo permitiera.
—No lo hizo. —Tanis le tendió la carta—. Como podrás leer… —Dalamar lo dejó al margen del asunto, sin opción a decidir.
—¿Y por qué no habría dejado que Palin pasara la Prueba? —preguntó Gil.
—Porque, para empezar, la Prueba puede ser mortal —repuso secamente Tanis.
—Pero Caramon va a dejar que sus otros hijos se sometan a las pruebas para entrar en la caballería —argumentó Gil—. Y eso también puede ser mortal.
—La caballería es diferente, hijo. Caramon entiendo la batalla con espada y escudo, pero no con pétalos de rosa y telas de araña.
—Y, además, está lo de Raistlin —añadió Laurana, como si eso pusiera punto y final al asunto.
—¿Qué tiene que ver su tío con ello? —demandó Gil, aunque sabía perfectamente bien a lo que se refería su madre. Últimamente se sentía inclinado a discutir.
—Es lógico que Caramon tema que Palin siga los pasos de Raistlin por el camino oscuro que este tomó. Aunque ahora parece poco verosímil.
«¿Y qué camino teméis que elija yo, madre, padre? —quiso gritar el joven—. ¿Cualquiera? ¿Tanto si es de oscuridad como si es de luz? ¿Cualquiera que me conduzca lejos de este lugar? Algún día madre… Algún día, padre…».
—¿Puedo leerla? —preguntó, irascible.
Sin pronunciar palabra, su madre le tendió el pergamino. Gil lo leyó despacio. Sabía leer el lenguaje humano con tanta facilidad como el elfo, pero tuvo algunos problemas para descifrar la letra enorme, redondeada y alterada de Caramon.
—Caramon dice que cometió un error. Que debería haber respetado la decisión de Palin de estudiar magia, en lugar de intentar obligarlo a ser algo que no es. Y dice que está orgulloso de él por pasar la Prueba.
—Caramon dice eso ahora —replicó Tanis—. Habría dicho algo muy diferente si su hijo hubiese muerto en la Torre.
—Al menos le dio una oportunidad, que es más de lo que tú me darás —repuso Gil—. Me tenéis encerrado como una especie de pájaro enjaulado.
La expresión de Tanis se ensombreció.
—Vamos, Gil —se apresuró a intervenir Laurana, no empieces. Casi es hora de cenar. Si tu padre y tú vais a asearon, le diré a la cocinera que…
—¡No, madre, no cambies de tema! ¡Esta vez no va a funcionar! —Gil apretó con fuerza el pergamino, como si la carta le diera confianza en sí mismo—. Palin no es mucho mayor que yo, y ahora viaja con sus hermanos. ¡Está viendo sitio, haciendo cosas! ¡Lo más lejos que he ido de casa ha sido la valla!
—No es lo mismo, Gil, y lo sabes —dijo quedamente Tanis—. Palin es humano…
—Yo soy humano en parte —repuso el joven en tono acusador.
Laurana estaba pálida y bajó los ojos. Tanis guardó silencio un momento, con los labios apretados. Cuando habló, lo hizo en aquel tono sosegado que enfurecía a Gil.
—Sí, Palin y tú sois casi de la misma edad, pero los humanos maduran antes que los elfos…
—¡No soy un niño!
El nudo dentro de Gil se retorció hasta que el joven temió que lo volvería del revés.
—Sabes bien, mapete, que con tus jaquecas, viajar sería… —empezó Laurana.
—¡Deja de llamarme eso! —le gritó Gilthas.
Los ojos de Laurana se abrieron mucho por la sorpresa, con expresión dolida, y Gil sintió remordimientos. No había sido su intención herirla, pero al mismo tiempo experimentaba un poco de satisfacción.
—Me has llamado así desde que era un bebé —prosiguió en voz baja.
—Sí, lo ha hecho. —El rostro de Tanis, bajo la barba, estaba crispado por la ira—. Porque te quiere. ¡Pide disculpas a tu madre!
—No, Tanis —intervino la elfa—. Soy yo quien debe disculparse. Tiene razón. —Esbozó una débil sonrisa—. Es un término absurdo para un joven que es más alto que yo. Lo lamento, hijo. No volveré a hacer.
Gil no se esperaba esta victoria, y no sabía muy bien cómo manejarla. Decidió seguir adelante, presionar aprovechando la ventaja contra un oponente debilitado.
—Hace meses que no sufro jaquecas. Quizá me he librado de ellas.
—Pero no lo sabes, hijo. —Tanis hacía un gran esfuerzo por controlarse—. ¿Qué ocurriría si te pusieras enfermo durante el viaje, lejos de casa?
—Pues vería cómo solucionarlo —repuso Gil—. Te he oído contar que en ocasiones Raistlin Majere estaba tan enfermo que su hermano tenía que cargar con él. Pero eso no frenó a Raistlin. ¡Fue un gran héroe!
—¿Y a dónde quieres ir, hijo mío? —preguntó ella.
Gil vaciló. Había llegado el momento. No esperaba que el tema saliese así a colación, pero lo había hecho y el joven sabía que debía aprovechar la ocasión.
—A mi tierra natal. Qualinesti.
—Ni hablar.
—¿Por qué, padre? ¡Dame una buena razón!
—Podría darte una docena, pero dudo que las entendieses. Para empezar, Qualinesti no es tu tierra natal…
—¡Tanis, por favor! —Laurana se volvió hacia Gil—. ¿Por qué se te ha metido esa idea en la cabeza, mape… hijo?
—Recibí una invitación, una invitación muy correcta y pertinente para mi condición de príncipe elfo. —Gil puso énfasis en esas palabras.
Sus padres intercambiaron una mirada alarmada, pero el joven hizo caso omiso y continuó.
—La invitación es de uno de los senadores del Thalas-Enthia. El pueblo prepara algún tipo de celebración para dar la bienvenida a tío Porthios, a su regreso de Silvanesti, y este senador cree que yo debería asistir. Afirma que mi ausencia en estos eventos oficiales ha llamado la atención, que la gente empieza a decir que me avergüenzo de mi ascendencia elfa.
—¿Cómo osan hacer esto? —Tanis habló con rabia mal disimulada—. ¿Cómo se atreven a interferir? ¿Quién es ese senador, ese imbécil entrometido? Yo le…
—Tanthalas, escúchame. —Laurana sólo lo llamaba por su nombre completo, en lugar del diminutivo, cuando el asunto era serio—. Me temo que en este asunto hay algo más de lo que parece a simple vista.
Se acercó a él y se pusieron a hablar en voz baja. Susurrando. Siempre lo mismo. Gil intentó disimular que no sentía el menos interés en lo que decían, pero escuchó con atención. Captó las palabras «política» y «actuar prudentemente», pero nada más.
—Esto me concierne a mí, ¿sabes, padre? —instó bruscamente—. A ti no te invitaron.
—¡No me hables en ese tono, joven!
—Gil, querido, este es un asunto muy serio —intervino Laurana, que utilizó un tono tranquilizador con su hijo al tiempo que posaba la mano en el brazo de su marido con la misma intención—. ¿Cuán recibiste esa invitación?
—Hace uno o dos días, cuando estabais en Palanthas. Si hubieseis estado en casa, os habríais enterado.
De nuevo, los dos intercambiaron una mirada.
—Ojalá nos lo hubieses dicho antes. ¿Qué respuesta enviaste?
Saltaba a la vista el nerviosismo de su madre, que tenía las manos entrelazadas con fuerza. Su padre estaba furioso, aunque guardaba silencio a duras penas.
De repente Gil se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, él controlaba la situación. Fue una sensación grata que aflojó el nudo en su estómago.
—Todavía no he contestado —repuso fríamente—. Sé que es un asunto político. Que es serio. Esperé para tratar el tema con los dos.
Tuvo la satisfacción de ver que sus padres se avergonzaban. Una vez más, lo habían subestimado.
—Hiciste bien, hijo. Lamente haberte juzgado mal. —Tanis suspiró y se rascó la barba en un gesto de frustración—. Y lo que es más, lamento que te hayas visto arrastrado a esto. Supongo que era de esperar. Debí prever que pasaría.
—Debimos preverlo los dos —agregó Laurana—. Tendríamos que haberte preparado para cuando ocurriera, Gil. —El tono de su voz bajó. De nuevo hablaba con Tanis—. Pero es que jamás imaginé que… Es parte humano, después de todo. No supuso que ellos…
—Pues claro que sí. Es obvio lo que pretenden…
—¿Qué? —demandó Gil—. ¿Qué es lo que pretenden?
Tanis no pareció escucharlo, ya que siguió hablando con Laurana.
—Había confiado que no tendría que pasar por lo mismo que nosotros, que se ahorraría todo eso. Y si puedo evitarlo, no tendrá que aguantarlo. —Se volvió hacia Gil—. Tráenos la invitación, hijo. Tu madre elaborará la fórmula correcta para rehusarla.
—Y ya está todo dicho —arguyó Gilthas, que dirigió una mirada iracunda a ambos—. No me dejáis ir.
—Hijo, no lo entiendes… —empezó Tanis, que empezaba a perder los estribos.
—¡Desde luego que lo entiendo! Yo… —Gil enmudeció de golpe.
¡Por supuesto! En realidad era muy sencillo. Pero tenía que ir con cuidado. No debía delatarse. Había dejado la frase a medios, un estúpido error. Podrían sospechar. ¿Cómo disimularlo? Diplomacia, como había aprendido de su madre.
—Siento haber gritado, padre —manifestó, contrito—. Sé que sólo deseas lo mejor para mí. Fue una necedad por mi parte querer ir, visitar la patria de mi madre.
—Algún día lo harás, hijo. —Tanis se rascó la barba—. Cuando seas mayor…
—Claro, padre. Bien, si me disculpáis, tengo que ocuparme de mis estudios. —Gil se volvió y salió dignamente de la estancia. Cerró la puerta tras él, y se quedó fuera para escuchar.
—Sabíamos que esto ocurriría —decía su madre—. Es lógico que quiera ir.
—Sí, ¿y cómo se sentirá cuando vea las miradas rebosantes de odio, los labios torcidos en un gesto de desprecio, los insultos velados…?
—Quizá no pase eso, Tanis. Los elfos han cambiado.
—¿De veras, cariño? —inquirió tristemente Tanis—. ¿Han cambiado realmente?
—Laurana no contestó, al menos Gil no oyó ninguna respuesta. Su resolución vaciló. Después de todo, sólo intentaban protegerlo.
¡Protegerlo! Sí, igual que Caramon había intentado proteger a Palin. Se había sometido a la Prueba y la había superado, había demostrado su valía… Tanto a su padre como a sí mismo.
Afianzado en su resolución, Gil corrió pasillo adelante y subió de dos en dos los peldaños que conducían a su habitación. Una vez dentro, cerró con llave. Tenía la invitación guardada en una caja dorada de filigrana. Releyó la misiva y pasó las líneas hasta dar con lo que buscaba.
«Estaré hospedado en El Cisne Negro, una posada que se encuentras a un día a caballo, más o menos, desde la casa de vuestros padres. Si tenéis a bien reuniros conmigo allí, podríamos viajar juntos a Qualinesti. Os asegura, príncipe Gilthas, que me sentiré honrado por vuestra compañía y será un placer para mí presentaron en las más altas esferas de la sociedad elfa».
«Vuestro servidor
Rashas de la Casa Solontharas».
El nombre no significaba nada para Gil, y tampoco era importante. Soltó la invitación y miró por la ventana, hacia la calzada que conducía al sur.
Hacia El Cisne Negro.