Capítulo 2

Los elfos fueron puntuales. Jenna los hizo pasar a la tienda. Seria, recatada. Los condujo hasta la escalera. Al pie de la misma, sin embargo, los elfos se pararon. Ambos llevaban máscaras de seda verde que eles cubrían la parte superior de la cara.

Jenna pensó que su aspecto era ridículo, como niños vestidos con disfraces para el Festival del Ojo.

—¿Está aquí? —preguntó el Qualinesti con terrible solemnidad.

Su mirada se dirigió a lo alto de la escalera. Las sombras de la tarde eran densas allí arriba. Sin duda el elfo vio una forma distinta de oscuridad, una más sólida, más sustancial.

—Está, sí —contestó Jenna.

Los dos elfos vacilaron, presas de la agitación. Sólo por hablar con un elfo oscuro estaban cometiendo un crimen que muy bien podía conducirlos al mismo destino: el oprobio, el destierro, el exilio.

—No tenemos opción —dijo el Silvanesti—. Ya lo discutimos.

El Qualinesti asintió. La seda verde se le pegaba a la cara, y sobre el labio superior tenía gotitas de sudor.

Los dos subieron la escalera y Jenna empezó a seguirlo, pero el Silvanesti se volvió hacia ella.

—Esta conversación es privada, señora —dijo bruscamente.

—Estáis en mi casa —le recordó ella.

Perdonadnos, señora —se apresuró a ofrecerle disculpas el Qualinesti, intentando enmendar el desliz del otro—, pero sin duda comprenderéis que…

—De acuerdo —Jenna se encogió de hombros—. Si necesitáis algo me encontraréis en el laboratorio.

Dalamar escuchó las voces elfas, el leve ruido de pisadas subiendo la escalera. Sonrió.

—Este es mi momento de triunfo —susurró en la oscuridad—. Siempre supe que ocurriría. Que antes o después vosotros, hipócritas farisaicos, que me expulsasteis cubierto de oprobio, os veríais obligados a acudir a mí arrastrándoos, suplicando mi ayuda. Os la daré, pero os la haré pagar. —La mano esbelta de Dalamar se cerró con fuerza—. ¡Oh, ya lo creo que tendréis que pagarla!

Los dos elfos aparecieron en el umbral. Ambos llevaban las máscaras —una precaución sensata, para evitar que los reconociera—, lo que, por supuesto, significaba que los conocía, o al menos al Silvanesti.

—¿Cuánto ha pasado desde que me expulsaron de mi patria? —Musitó Dalamar—. Veinte años, al menos. Mucho tiempo para los humanos, pero muy poco para los elfos.

Y el recuerdo le abrasaba la mente. Podrían pasar doscientos años, y él no lo habría olvidado.

—Por favor, caballeros —dijo, hablando en Silvanesti, su lengua natal—, entrad y tomad asiento.

—No gracias —contestó el Qualinesti—. Esto no es una reunión social, señor, sino estrictamente negocios. Que quede claro desde el principio.

—Tengo nombre —dijo suavemente Dalamar, con los ojos prendidos en los elfos, para incomodidad de estos.

Les resultaba difícil mirarlo, contemplar los ropajes negros decorados con símbolos arcanos de poder y protección, o los saquillos con ingredientes de conjuros colgando del cinturón; o su rostro, joven, atractivo, orgulloso, cruel. Era poderoso y dominaba la situación. Los dos hombres lo sabían, pero a ninguno le gustaba que fuera así.

—Teníais un nombre —dijo el Silvanesti—. Un nombre que ya no pronunciamos.

—Lástima. —Dalamar entrelazó las manos bajo las mangas de la túnica. Saludó con la cabeza, dispuesto a partir—. Caballeros, al parecer habéis perdido vuestro tiempo…

—¡Esperad! —El Qualinesti tragó saliva—. Esperad. D… Dalamar. —Se enjugó el sudor del labio—. ¡Esto no es fácil para nosotros!

—Para mí tampoco —replicó fríamente el hechicero—. ¿Cómo creéis que me siento al escuchar, por primera vez después de todos estos años, el sonido de la lengua de mi patria? —Sintió que se le cerraba la garganta. Tuvo que darse media vuelta y clavar la mirada en el fuego hasta que las repentinas e inesperadas lágrimas se evaporaron.

Ninguno de ellos contestó. Los oyó rebullir, intranquilos. Domeñadas las emociones no deseadas, Dalamar se volvió para mirarlos.

—Y bien, general, y vos, senador, ¿qué queréis de Dalamar el Oscuro? —demandó bruscamente.

—Yo… No sé a quién os… referís… —intentó farolear el general Silvanesti para escurrir el bulto.

—La próxima vez que queráis viajar de incógnito, general, os sugiero que os desprendáis de vuestra espada ceremonial, y que vos, senados, os quitéis el anillo de vuestro cargo.

—Creo… creo que me sentaré —dijo el senador Qualinesti, que se dejó caer en una silla.

El general Silvanesti permaneció de pie, con la mano sobre la empuñadura de la espada que lo había traicionado.

—Hablad vos —le dijo el senador a su compañero.

El general se cruzó de brazos, con los pies bien separados.

—En primer lugar, he de contaros lo que creo que serán buenas noticias, incluso para vos, Dalamar. —Pronunció el nombre con la punta de la lengua pegada a los dientes, como si le diera miedo de que si el sonido se producía dentro de su boca pudiera envenenarlo—. Por fin se ha llamado de vuelta a los silvanestis. El maligno sueño de Lorac, que tenía sometida a nuestra tierra, ha sido derrotado. Los escasos focos de draconianos y goblins que retenían partes del país han sido erradicados. Nos ha costado veinte años, pero ahora Silvanesti es nuestro de nuevo. Su belleza ha retornado.

Felicidades —dijo Dalamar con un frunce burlón en los labios—. Así que Porthios os ha conducido a la victoria. Sí, estoy al tanto de los asuntos de mi país. Porthios, un qualinesti casado con Alhana, hija de Lorac, reina Silvanesti. Un reino elfo unido, creo que es lo que ambos tienen en mente. Y en lo referente a los últimos veinte años, el Orador de los Soles, Porthios, ha arriesgado su vida para salvar la patria de sol silvanestis. Y ha tenido éxito. ¿Lo habéis recompensado por sus servicios?

—Ha sido hecho prisionero —contestó gravemente el general.

Dalamar empezó a reírse.

—¡Qué propio de elfos! Encarcelar al hombre que salvó vuestras miserables vidas. ¿Cuál fue su crimen? No, dejad que lo adivine. Conozco a Porthios, ¿comprendéis? No dejó que vosotros, los silvanestis, olvidaseis ni por un momento que fue un Qualinesti el que había acudido a rescataros. Hablaba a menudo de que Qualinesti y Silvanesti se unirían, pero dando a entender que sería un Qualinesti quien gobernaría a sus parientes más débiles. ¿Me equivoco?

—Bastante aproximado a la verdad. —El general no parecía complacido. Percibía claramente el sarcasmo en la voz del elfo oscuro.

—¿Y qué pensáis vosotros, los qualinestis, de todo esto? —preguntó Dalamar al senador—. Me refiero a que vuestro Orador de los Soles esté prisionero.

—Esto me está asfixiando. —Respiró hondo y después habló con sumo cuidado—. No tenemos nada en contra de los silvanestis. Su reina, la esposa de Porthios, Alhana Starbreeze, es mi invitada en Qualinost.

Dalamar ahogó una exclamación y después soltó el aire despacio.

—Las cosas que me he perdido, encerrado en esa aburrida Torre. Vuestra «invitada» decís. Una invitada que, sin duda, está cansada de vuestra hospitalidad, pero que encuentra difícil marcharse. ¿Cuál es su crimen?

—Esto no es de conocimiento público, pero Alhana Starbreeze está embarazada. —El senador hizo girar el anillo de su cargo una y otra vez en el dedo, con nerviosismo.

—Así que —Dalamar estaba intrigado—, después de veinte años, el matrimonio de conveniencia ha adquirido pasión, ¿eh? Me sorprende que Porthios tuviera tiempo. O inclinación.

—Si el niño nace en tierras elfas —prosiguió el senador, fingiendo que no había oído el comentario—, mientras sus padres gobiernan, será el heredero de ambos reinos. La unificación se completará.

—Y no puede permitirse que tal cosa ocurra —intervino el general, con la mano crispada sobre la empuñadura de la espada.

—¿Y cómo os proponéis impedirlo? —Preguntó Dalamar—. Dando por sentado que el asesinato no es una opción tenida en cuenta.

El senador adoptó una tensa postura de dignidad ultrajada. La máscara de seda estaba húmeda en la frente y se le pegaba a la cara.

_El exilio. Para ambos.

—Entiendo —dijo Dalamar—. Como a mí. —Su tono era suave y amargo—. La muerte sería más piadosa.

—¿Estáis insinuando que…? —empezó el senador, fruncido el ceño.

—No insinúo nada. —Dalamar se encogió de hombros—. Simplemente hacía un comentario. Pero no acabo de entender dónde encajo yo en este ingenioso y traicionera complot vuestro. A menos que estéis pensando ofrecerme el liderazgo de los elfos, claro.

Los dos lo contemplaron horrorizados, con los ojos abiertos de par en par.

—¡Caballeros, por favor, os tomáis todo demasiado en serio! —rio Dalamar—. Sólo era una broma.

Ambos parecieron aliviados, pero todavía algo desconfiados.

—La Protectoría gobernará Silvanesti hasta el momento en que un miembro de la Casa Real esté preparado para hacerse cargo. —Dijo el general—. La Protectoría ha dirigido Silvanesti durante los últimos veinte años, mientras combatíamos el sueño. Mi pueblo está acostumbrado a la ley marcial. Y no le gusta Porthios.

—En cuanto a Qualinesti… —El senador vaciló y miró con inquietud hacia la escalera.

—No os preocupéis —lo tranquilizó el hechicero—. Jenna no es de las que escucha a escondidas. Y, creedme, le importa poco la política de los reinos elfos.

—Este es un asunto demasiado delicado para correr el riesgo de que se filtre una sola palabra —argumentó el senador, que hizo un seña para que Dalamar se acercara.

El elfo oscuro, con expresión divertida, se encogió de hombros y se aproximó. Inclinándose hacia Dalamar todo lo cerca que podía sin llegar a tocarlo, el Qualinesti habló en un tono quedo y urgente. Dalamar escuchó, sonrió y sacudió la cabeza.

—Sabéis, por supuesto, que habrá problemas con los padres.

—Ahí es donde podéis ser de inestimable ayuda para nosotros —dijo el senador.

—Al ser amigo del padre —añadió el general.

Dalamar meditó el asunto. Su mirada pasó de un elfo a otro, sopesando su resolución. Ambos sostuvieron firmemente su mirada.

—De acuerdo —accedió el hechicero—. Me ocuparé de que mi amigo y su esposa no interfieran, pero mi ayuda tiene un precio.

El senador agitó la mano en un gesto despectivo.

—Nuestros cofres están llenos. Decid el precio.

—¿Y para qué necesito más riqueza de la que ya poseo? —se mofó el elfo oscuro—. ¡Probablemente podría comprar Qualinesti! No, mi precio es este. —Hizo una pausa para hacerles sudar más, y luego dijo quedamente—. Pasar un mes en mi patria.

Al principio el senador se sobresaltó; después, al pensarlo mejor, sintió alivio. Dalamar era Silvanesti, después de todo. Pasaría un mes en Silvanost.

El general pensó lo mismo. Empezó a abrir y a cerrar la boca, tan furioso que farfullaba.

—¡Ni pensarlo! —consiguió articular—. ¡Imposible! ¡Estáis loco si pedís algo así!

El senador se incorporó con presteza y cogió al otro elfo por el hombro. Los dos iniciaron una acalorada discusión.

Dalamar, sonriente, se aproximó a la chimenea. En su memoria veía los maravillosos árboles de su tierra natal. Escuchaba el canto de los pájaros y caminaba entre flores maravillosas. Se tumbaba en la hierba fragante y sentía el cálido roce del sol en su cara. Respiraba el aire puro, corría por exuberantes praderas. Era joven, inocente, sin tacha ni sombra…

—Sólo un mes —dijo el senado—. Ni un día más.

—Lo juro por Nuitari —prometió Dalamar y se regocijó al ver que los dos hombres se encogían al oír el nombre del dios de la magia oscura.

—Iréis y os marcharéis en secreto —continuó el senador—. Nadie debe saberlo. Nadie debe veros. No hablaréis con nadie.

—Acepto.

El senador miró al general.

—Supongo que no queda más remedio —rezongó el general de mala manera.

—Excelente —dijo el hechicero—. Nuestro negocio ha concluido de manera satisfactoria. Sellémoslo como exige la costumbre.

Se acercó, cogió a por los hombros primero a un elfo y luego el al otro y los besó en la mejilla. El general apenas logró contenerse. Se puso rígido al sentir el roce de los labios fríos y secos. El senador dio un respingo, como si lo hubiese mordido una serpiente. Sin embargo, ninguno de los dos se apartó; eran ellos los que habían pedido esa alianza, y no osarían hacer nada que la rompiese.

—Y ahora, hermanos míos —continuó afablemente Dalamar—, contadme el plan.