Capítulo 14

Los grifos rehusaron responder a las llamadas de qualinestis, otro hecho que satisfizo a Tanis, aunque ello lo obligó a viajar a pie hasta la frontera. No había mucha distancia, sin embargo, y el semielfo tenía una legión de pensamientos amargos y penosos para hacerle compañía.

De hecho, se amontonaban en su mente de tal modo que ni siquiera se fijó dónde estaba. Cayó en la cuenta de que habían llegado a la frontera sólo cuando el capitón qualinesti dio la orden a sus hombres de que se detuvieran.

—Vuestra, espada, señor. —El oficial le tendió el arma con un gesto cortés—. El camino conduce a Haven por un lado y a Solace por el otro. Si tomáis la bifurcación a la izquierda…

—Conozco el condenado camino —lo interrumpió Tanis. Mucho tiempo atrás, durante la guerra, sus compañeros y él habían hecho el recorrido a la inversa.

Guardó la espada en la vaina.

—Iba a advertiros, señor, que evitéis el Bosque Oscuro —añadió amablemente el capitán.

Tanis, sorprendido por el comportamiento del elfo, miró atentamente al oficial. ¿Estaría conforme con todo aquel asunto? ¿O era uno de los descontentos? Era joven, aunque, por supuesto, la mayoría de los componentes de ejército lo era. ¿Qué pensarían de todo aquello? ¿Respaldarían al Thalas-Enthia? Las preguntas siguieron tejiéndose en la mente de Tanis como telas de araña.

Le habría gustado preguntar, pero no se le ocurría cómo plantear la cuestión. Además, había otros soldados escuchando, y bien podría meter en problemas al capitón. En consecuencia, se limitó a dar las gracias.

El capitón saludó formalmente y esperó a ver cómo cruzaba Tanis la línea invisible que separaba a los elfos del resto del mundo.

Tanis dio seis pasos por el camino, los más largos y difíciles que había dado en toda su vida. Seis pasos y se encontró fuera de Qualinesti. Bajo el brillante sol, sus ojos se llenaron de lágrimas cegadoras, como si cayera sobre él una gran oscuridad. Oyó al capitán dar una orden y escuchó a los soldados emprender el camino de vuelta.

Se limpió los ojos y miró en derredor; de repente recordó que se suponía que debía reunirse con Alhana allí.

Pero a la elfa no se la veía por ninguna parte.

—¡Eh! —gritó, furioso, mientras daba dos largas y rápidas zancadas hacia la frontera—. ¿Dónde está lady Alhana…?

Una flecha salió volando entre los árboles y se clavó a los pies de Tanis. Un paso más a la derecha y le habría atravesado el pie. Alzó la vista hacia los árboles, pero no divisó a los arqueros elfos. Sabía que la siguiente flecha apuntaría a su pecho.

—¡Capitán! —Gritó—. ¿Es así como los elfos cumplen su palabra? Me prometieron…

—Amigo mío —sonó una voz junto a su hombro.

A Tanis le dio un vuelco el corazón. Giró rápidamente y se encontró con Dalamar de pie a su lado.

—Supongo que, a estas alturas, debería estar acostumbrado a tus apariciones dramáticas —dijo Tanis, a lo que el elfo oscuro sonrió.

—De hecho no he utilizado la magia. Te he estado esperando junto al camino durante la última hora. Estabas tan absorto en gritar que no me oíste. —Miró las frondosas ramas de los álamos—. Alejémonos de aquí. Soy un blanco tentador. No es que sus ridículas armas puedan herirme, por supuesto, pero detesto desperdiciar mis energías.

»Responderé a tus preguntas —añadió, al ver el ceño de Tanis—. Tenemos mucho de qué hablar.

Tanis lanzó a los elfos de los árboles una última y funesta mirada y después siguió a Dalamar entre los gigantescos robles que crecían en las márgenes del Bosque Oscuro, ahora más leyenda que realidad su fama de estar embrujado. Las sombras ofrecían frescor. En un claro, Dalamar había extendido un mantel blanco. Había vino, pan y queso. Tanis se sentó y bebió un poco de vino, pero era incapaz de ingerir nada. No dejaba de vigilar el camino.

—Ofrecí a lady Alhana un refrigerio antes de que emprendiera viaje —Dijo Dalamar, con su irritante costumbre de responder a lo que Tanis estuviera pensando. El elfo se acomodó en un cojín sobre la hierba.

—¿Se ha marchado, entonces? —Tanis se había puesto de pie otra vez—. ¿Sola?

—No, amigo mío. Siéntate, por favor. Tengo que doblar el cuello para mirarte. La dama tiene un campeón que la acompañará a su destino. Samar está algo magullado y ensangrentado, pero es robusto y fuerte a pesar de ello.

Tanis lo miraba de hito en hito, estupefacto.

—La sangre que vimos en el suelo era suya, pero el silvanesti debe de ser un mago guerrero —explicó Dalamar—. Samar intentó ayudar a lady Alhana y a tu hijo a escapar. Lo retenían en una prisión qualinesti por espía, y se enfrentaba a la ejecución. Se lo escamoteé en sus narices a esa Túnica Blanca, a quien encomendaron que lo vigilara. —Dalamar tomó un sorbo de vino—. Una experiencia placentera en extremo.

—¿Adónde se dirigen? —Inquirió el semielfo mientras escudriñaba los árboles en dirección al camino que, para Alhana, sólo podía conducir a la oscuridad.

—A Silvanesti —respondió Dalamar.

—¡Pero eso es una locura! —Protestó Tanis—. ¡Es que no se da cuenta que…!

—Se da cuenta, amigo mío. Y creo que deberíamos acompañarla. Por esa razón te esperaba. Piénsalo un momento, antes de rehusar. Rashas ha visto el rostro de la rebelión. Sabe que algunos de los suyos podrían levantarse contra él, y tiene miedo. A mi terrible soberana le encantan los que están asustados, Tanis. Sus uñas se han hundido profundamente en él, y seguirá arrastrándolo más y más abajo. —¿Qué quieres decir? —Demandó Tanis.

—Sólo esto: tarde o temprano Rashas pensará que Porthios es una amenaza, que el exilio no lo detendré.

—Por lo que no puede permitir que viva.

—Precisamente. Puede que ya lleguemos tarde —añadió el elfo oscuro como sin darle importancia, encogiéndose de hombros.

—No dejas de hablar en plural. No puedes ir a Silvanesti. A pesar de tus poderes, te verías en apuros para luchar con todos los hechiceros elfos. Te matarían sin vacilar.

—Mi pueblo no me recibirá con los brazos abiertos precisamente —repuso Dalamar sonriendo astutamente—. Pero no pueden impedir que entre. Verás, amigo mío, se me ha otorgado permiso para visitar Silvanesti. Por ciertos servicios prestados.

—A ti te importa un bledo Porthios. —Tanis se sentía furioso de repente por la frialdad del elfo oscuro—. ¿Qué te va a ti en esto?

La respuesta de Dalamar llegó junto a una mirada de soslayo.

Mucho, puedes estar seguro. Pero no esperes que te descubra mis cartas. De momento, somos compañeros en el juego. —Volvió a encogerse de hombros—. ¡Bien! ¿Qué decides, Tanis Semielfo? En menos que tardo en chasquear los dedos podríamos estar en tu casa. Querrás, naturalmente, hablar con tu esposa, contarle lo que ha pasado. Hará falta que Laurana nos acompañe. Será muy valiosa a la hora de meter un poco de sentido común a ese engreído y testarudo hermano suyo.

A casa. Tanis suspiró. Deseaba mucho encontrarse allí, encerrarse en su bonito lugar y… ¿hacer qué? ¿Qué sentido tenía ahora? ¿De qué servía?

—Cuando Alhana llegue a su país —dijo lentamente, siguiendo el hilo del pensamiento hasta su amarga conclusión—, los silvanestis conocerán el insulto del que ha sido objeto su reina en manos de los qualinestis. Dará lugar a derramamiento de sangre, y Alhana no podrá impedirlo esta vez. Una vez, hace mucho, los elfos luchamos entre nosotros. Estás hablando de empezar otra guerra de Kinslayer.

Dalamar se encogió de hombros en actitud despreocupada.

—Vas por detrás del tiempo, Tanis. Esta guerra ya ha comenzado.

Tanis vio que era cierto lo que decía el elfo oscuro, lo vio con tanta claridad como cuando tuvo la visión de Gilthas. Solo que ahora, en lugar de ser Solinari la que iluminaba el futuro del joven lo que Tanis veía eran relámpagos y fuego, todo teñido por la sangre.

La guerra llegaría… y él estaría enfrentado a su propio hijo.

Tanis cerró los ojos. Podía ver el rostro de Gil, un joven, intentando desesperadamente ser valiente, sabio…

—¡Padre! ¿Estás ahí?

Por un instante Tanis pensó que la voz sonaba en su cabeza, que la imagen evocada por su mente había conjurado a su hijo. Pero la llamada se repitió, más fuerte, con un timbre de alegría y nostalgia.

—¡Padre!

Gilthas se encontraba en el camino, justo en el borde interior de la frontera de Qualinesti. La hechicera Túnica Blanca permanecía cerca, vigilando con celo. No la complació ver a Tanis. Obviamente no esperaba encontrarlo allí. Puso una mano firme sobre el brazo de Gilthas, al parecer dispuesta a hacerlo desaparecer.

Un susurro en las copas de los árboles fue un aviso, probablemente el único que Tanis recibiría.

—¡Tanis! —Gritó Dalamar—. ¡Ten cuidado!

El semielfo no le hizo caso, ni a la hechicera Túnica Blanca, ni a los elfos subidos a los árboles, con sus arcos y flechas. Caminó hacia su hijo.

Gilthas se soltó de un tirón de la hechicera, que volvió a agarrarlo con más fuerza en esta ocasión.

Una rojez, producto de la rabia, tiñó las mejillas del joven que se contuvo y tragó saliva con esfuerzo. Tanis vio a su hijo tragarse la ira, y se vio a sí mismo reflejado en el muchacho. Gilthas dijo algo en voz baja, conciliadora.

La Túnica Blanca, aún con gesto de desagrado, lo soltó y se retiró un poco hacia atrás. Tanis cruzó la frontera, alargó los brazos y estrechó a su hijo.

—¡Padre! —Exclamó Gil con voz quebrada—. Creí que te habías ido. Quería hablar contigo, pero no me dejaban…

—Lo sé, hijo, lo sé —dijo Tanis, abrazando más fuerte a Gil—. Lo entiendo. Créeme, ahora lo entiendo todo. —Lo apartó, puso las manos en sus hombros y lo miró a los ojos—. Lo entiendo.

—¿Está la reina Alhana a salvo? —Inquirió el joven, sombrío el gesto—. Rashas me aseguró que sí, pero los forcé a que me trajeran para asegurarme con mis propios ojos.

—Está a salvo —lo tranquilizó Tanis. Su mirada buscó a la Túnica Blanca, que seguía apartada a un lado, su furibunda mirada yendo alternativamente del muchacho que tenía a su cargo al hechicero Túnica Negra que permanecía al borde del bosque, a la sombra de los robles—. Samar acompaña a la reina, la protegerá bien, como creo que sabes por experiencia.

—¡Samar! —El rostro de Gil se iluminó—. ¿Lo rescataste? ¡Cuánto me alegro! Querían hacerme firmar la orden de su ejecución. No lo habría hecho, padre. No sé cómo —concluyó, endureciendo el gesto— pero no habría accedido a hacerlo.

Tanis volvió a mirar a la hechicera. Dalamar podía impedirle que entrara en acción, mas, ¿podría impedir al mismo tiempo que los arqueros disparasen? Estos, sin embargo, serían reacios a poner en peligro la vida de su nuevo Orador…

—Gil —dijo en Común—, no prestaste el juramento por propia voluntad. Te coaccionaron. Podrías marcharte. Dalamar nos ayudaría…

Gilthas agachó la cabeza. No había duda en la respuesta que deseaba dar. Alzó la cara, esbozando una triste sonrisa.

—Le di mi palabra a la hechicera, padre. Cuando te vi, le prometí que regresaría con ella si me daba permiso para… para despedirme de ti.

Su voz se quebró. Hizo una corta pausa, esforzándose por recobrar el control, y después prosiguió hablando en tono quedo.

—Padre, una vez te oí hablar a lord Gunthar que, si hubiese dependido de ti, nunca habrías luchado en la Guerra de la Lanza por tu propia voluntad. Te arrastraron a ello las circunstancias, y por eso te resultaba incómodo oír a la gente llamarte héroe. Hiciste lo que tenías que hacer, lo que cualquier persona sensata y decente habría hecho.

Tanis suspiró. Los recuerdos en su mayoría nefastos, volvieron a él. Sus manos apretaron más los hombros de Gil. Sabía que dentro de un momento tendría que dejar marchar a su hijo.

—Padre —dijo seriamente el joven—, no me engaño a mí mismo. Sé que no podré hacer mucho para cambiar las cosas. Sé que Rashas intenta utilizarme para sus propios fines malignos, y que, ahora mismo, no veo ninguna forma de impedírselo. Pero ¿recuerdas lo que tío Tas decía cuando contaba que había salvado al enano gully del Dragón Rojo? «Son las pequeñas cosas las que marcan la diferencia». Si consigo, aunque sea con menudencias, minar la labor de Rashas, padre…

«Criamos a nuestros hijos para que nos abandonen».

Sin haberlo pensado siquiera, Tanis lo había hecho así. Ahora se daba cuenta, lo veía en la cara del muchacho, no, del hombre que tenía ante sí. Supuso que debería sentirse orgulloso… y así era. Pero el orgullo era una llama muy débil para calentar su corazón, aterido por la sensación de pérdida.

Saltaba a la vista que la Túnica Blanca se estaba impacientando. Cogió del cinturón una varita de palta adorna con gemas.

—Tanis, amigo mío —dijo Dalamar al ver aquel gesto—, estoy aquí si necesitas mi ayuda.

Tanis abrazó a su hijo una última vez. Aprovechó la proximidad para susurrarle al oído:

—Ahora eres el Orador de los Soles, Gilthas, no lo olvides. No permitas que Rashas y los que son como él lo olviden. No dejes de luchar. No estarás solo. Ya viste a los jóvenes que abandonaron la cámara esta mañana. Gánatelos para que te apoyen. Al principio no se fiarán de ti, creerán que eres el títere de Rashas. Tendrás que convencerlos de lo contrario. No será fácil, pero sé que puedes conseguirlo. Me siento orgulloso de ti, hijo mío. Orgulloso de lo que hiciste hoy.

—Gracias, padre.

Un último abrazo, una última mirada, una última sonrisa valiente.

—Dile a madre… que la quiero —musitó Gilthas.

El joven tragó con esfuerzo. Después se dio media vuelta, se alejó de su padre y se reunió con la Túnica Blanca. Esta pronunció una palabra. Los dos desaparecieron.

Sin volver a mirar atrás, aunque tampoco habría podido ver nada sin antes librarse de las lágrimas que cegaban sus ojos, cruzó de nuevo la frontera. Pero lo hizo con la cabeza bien alta, como haría cualquier padre a cuyo hijo acaban de coronar dirigente de una nación.

Y seguiría manteniéndola alta hasta la noche, hasta que llegara la oscuridad. Hasta que estuviera en casa. Hasta que tuviera que decirle a Laurana que quizá no volvería a ver a su amado hijo…

—De modo —empezó Dalamar sin salir de las sombras de los robles—, que no pudiste convencerlo de que regresara contigo.

—No lo intenté —repuso Tanis con voz áspera y quebrada—. Les dio su palabra de honor e que regresaría.

El hechicero miró a su amigo un momento.

—Les dio su palabra… —Sacudió la cabeza y suspiró—. Como dije antes, el hijo de Tanis Semielfo es la última persona que Takhisis querría ver sentada en el trono elfo. Si te sirve de consuelo, amigo mío, las cosas no han salido exactamente como las había planeado su Oscura Majestad. Lamenta mucho que hayamos fracasado.

Tanis suponía que esa noticia debería traerle algún consuelo.

Dalamar miró el mantel, el cojín, el vino, el pan y el queso con un además acompañado de una palabra. Luego metió las manos en las mangas de la túnica.

—¿Y bien, amigo mío? ¿Has tomado una decisión? ¿Qué vas a hacer?

—Lo que debo, supongo —contestó en tono agrio el semielfo—. No puedo dejar que Rashas asesine a Porthios. Y, una vez que Porthios esté libre, tendré que frenarlo para que no mate a Rashas y al resto de los qualinestis… Ni lo uno ni lo otro parece muy halagüeño.

Salió de la cobertura de los árboles al camino que conducía a Qualinesti. A la luz del sol, contempló las hojas de los álamos de su patria.

—Tenía intención de enseñarte tantas cosas, Gilthas —susurró—, tantas cosas que quería decirte. Tantas cosas…

—Puede que no las hayas dicho en voz alta, amigo mío —Dalamar puso la mano en su hombro—. Pero creo que tu hijo te ha escuchado.

Tanis dio la espalda a Qualinesti y se volvió hacia el camino que conducía a la oscuridad. Se volvió hacia una casa que, por mucha gente que albergara en sus paredes, siempre estaría vacía.

—En marcha —dijo.