Al momento siguiente, Tanis se encontraba a gatas sobre el césped de un jardín, parpadeando con la brillante luz del sol. Se sentía mareado, con ganas de vomitar, le dolía el brazo y tenía la mano entumecida, insensible. Se sentó sobre los tableros y miró en derredor. Dalamar estaba de pie junto a él.
—¿Dónde demonios estamos? —demandó Tanis.
—¡Chist! ¡No grites! —Ordenó el hechicero en voz baja—. Nos encontramos fuera de la casa de Rashas. ¡Ponte el anillo, deprisa, antes de que alguien nos vea!
—¿Su casa? —Tanis encontró el anillo en un bolsillo. Con la mano izquierda intentó torpemente ponérselo en la que tenía insensible. Podía mover el brazo derecho, pero era como si no fuese suyo—. ¿Por qué nos trasladaste aquí?
—Mis razones se verán enseguida. Guarda silencio y ven conmigo.
Dalamar echó a andar a buen paso por el césped, y Tanis tuvo que darse prisa para alcanzarlo.
—Mándame de vuelta a la cámara. ¡Iré sólo!
—No. —Dalamar sacudió la cabeza—. Como te dije, amigo mío, algo siniestro ocurre aquí.
Cuando tuvieron la casa a la vista, Dalamar se detuvo.
Había un Elfo Salvaje montando guardia delante de la puerta. El hechicero se llevó la mano a la boca y gritó en kalanesti:
—¡Ven! ¡De prisa! ¡Te necesito!
El guardia dio un brinco, se volvió y escudriñó una pequeña alameda que había detrás de la vivienda.
Envuelto en la magia, Dalamar se hallaba prácticamente delante del edificio, pero su voz sonaba en la alameda.
—¡Deprisa, gusano! —llamó de nuevo, añadiendo el insulto preferido de los kalanestis.
El guardia abandonó su puesto y corrió hacia el pequeño soto de álamos.
—Uno de los viejos trucos de ilusionismo de Raistlin. Aprendí mucho de mi shalafi —Dijo Dalamar, que acto seguido entró silenciosamente en la casa.
Desconcertado, incapaz de adivinar qué se proponía el elfo oscuro, Tanis lo siguió.
En el vestíbulo, una kalanesti se afanaba en limpiar una mancha en la elegante alfombra. Dalamar señaló la mancha, llamando la atención de Tanis hacia ella.
Era reciente; tanto el agua del cubo como la bayeta que utilizaba la kalanesti estaban teñidas de color carmesí.
Sangre. Los labios de Tanis formaron la palabra, pero no la pronunciaron.
Dalamar no contestó. Estaba al pie de la escalera y miraba hacia arriba. Empezó a subir, haciendo un gesto a Tanis para que lo siguiera. La sirvienta, ajena a su presencia, siguió con su tarea.
Tanis mantuvo la mano sobre la empuñadura de la espada. No se le daba muy bien luchar con la izquierda, pero al menos tenía la ventaja de la sorpresa. Ningún enemigo lo vería llegar.
Subieron en silencio, pisando con precaución, tanteando cada escalón antes de apoyarse en él. Un silencio mortal envolvía la casa, y un chirrido bastaría para delatarlos. No obstante, los peldaños resultaron ser sólidos y macizos.
—Sólo lo mejor para el senador Rashas —masculló el semielfo, que empezó a subir más deprisa. Ahora empezaba a entender por qué habían ido allí.
Al llegar a lo alto de la escalera, Dalamar alzó la mano en un gesto de advertencia, y Tanis se paró. Una puerta estaba abierta, dejando a la vista un pasillo espacioso. Había tres puertas en el pasillo, una a cada lado y la tercera al fondo. Sólo una de ellas, la del fondo, estaba guardada. Dos kalanestis que sostenían lanzas se encontraban plantados delante de la hoja de madera. Tanis miró de reojo a Dalamar.
—Ocúpate del de la izquierda —dijo el elfo oscuro—. Yo me encargaré del de la derecha. Ataca rápida y silenciosamente. Probablemente haya más guardias dentro de la habitación.
Tanis se planteó utilizar la espada, pero después decidió que no. Se situó justo delante del kalanesti y apretó el puño, apuntó y descargó un izquierdazo en la mandíbula del Elfo Salvaje, que ni se dio cuenta de lo que le pasaba. Echó un vistazo y vio que el otro guardia yacía en el suelo, dormido, con granitos de arena esparcido sobre su cuerpo inerte.
Tanis puso la mano en el picaporte. Los finos dedos del elfo oscuro se cerraron sobre su muñeca.
—Si lo que sospecho es cierto —le susurró Dalamar al oído—, cualquier movimiento de la puerta al abrirse resultará fatal. No para nosotros —añadió al advertir la expresión sorprendida de Tanis—. Para la persona que está dentro. Utilizaremos los caminos de la magia de nuevo.
Tanis torció el gesto y sacudió la cabeza. Recorrer esos «caminos» lo dejaban desorientado y con náuseas. Dalamar sonrió al comprender.
—Cierra los ojos —aconsejó el elfo oscuro—. Te ayudará.
Asiendo firmemente la muñeca de Tanis, Dalamar pronunció rápidamente unas palabras. Casi antes de que Tanis tuviera tiempo de cerrar los ojos, sintió aquellos dedos presionándole el brazo, advirtiéndole que mirase a su alrededor. Abrió los ojos y parpadeó, deslumbrado por la intensa claridad.
Se hallaban en una especie de invernadero bañado por el sol. Sentada en sillón, cerca de un ventanal, había una mujer. Tenía las muñecas y los tobillos atados con un cordón de seda. Se sentaba my recta, regia e imperiosa, con las mejillas suavemente enrojecidas, pero no por el miedo, sino por la ira. Tanis reconoció, con un sobresalto, a Alhana Starbreeze.
Justo enfrente de Alhana había un kalanesti de pie, armado con un arco. El arco estaba levantado y una flecha encajada en la cuerda y lista para ser disparada. La flecha apuntaba al pecho de Alhana.
—¡Y estos me exiliaron a mí! —musitó quedamente Dalamar.
Tanis estaba mudo por la sorpresa. Casi no podía pensar con coherencia, cuando menos hablar Ahora deducía qué amenaza habían utilizado para inducir a Porthios a renunciar al Medallón de los Soles, la misma amenaza que había obligado a Gilthas a aceptarlo. El horror y la indignación, la conmoción y la fuera, el espantoso recuerdo de las cosas terribles que le había dicho a su hijo, todo aquello combinado dejó abrumado a Tanis. Se sentí tan entumecido e inútil como su brazo derecho. No podía hacer nada salvo seguir allí plantado, contemplando la escena con incredulidad.
Dalamar tiró de su manga y señaló al guardia kalanesti, que se encontraba de espaldas a ellos. El elfo oscuro hizo un gesto con el puño cerrado.
Tanis asintió para indicar que había entendido, aunque se preguntó qué tendría en mente Dalamar. Al primer ruido que hicieran, el kalanesti dispararía. Aún cuando consiguieran matarlo, sus dedos podrían soltar la flecha en un movimiento espasmódico.
Alhana permanecía inmóvil en el sillón, contemplando lacara de la muerte con un desdén que parecía invitarla.
Dalamar, invisible para los que estaban en la habitación excepto Tanis, se adelantó y se situó directamente delante del kalanesti. La fecha apuntaba ahora al pecho del elfo oscuro. Con un veloz gesto, Dalamar asió el arco y se lo arrebató al guardia de un tirón. Tanis le asestó un golpe en la nuca con los dos puños cerrados, y el kalanesti se desplomó en el suelo sin emitir ningún sonido.
Alhana no se movió, no habló. Miró al guardia caído sin salir de su asombro. Al no poder ver a Tanis y a Dalamar, a la elfa debió de parecerle como si el kalanesti se hubiese peleado consigo mismo y hubiese perdido.
Tanis se quitó el anillo y Dalamar se despojó del manto mágico de invisibilidad.
Alhana dirigió su estupefacta mirada a los dos hombres.
—Majestad —dijo Tanis mientras se acercaba presuroso a ella—. ¿Os encontráis bien?
—¿Tanis Semielfo? —Alhana lo contemplaba aturdida.
—Sí, majestad. —Le rozó la mano para que comprobara que era de carne y hueso, y después se puso a soltar sus ataduras—. ¿Os hicieron daño?
—No, me encuentro bien —respondió la elfa, que se incorporó en cuanto estuvo libre del cordón de seda—. Venid conmigo. No hay tiempo que perder. Debemos detener a Rashas…
No acabó la frase. Había reparado en la expresión plasmada en el rostro de Tanis.
—Demasiado tarde, majestad —dijo él en voz queda—. Cuando me marché de allí, Gilthas estaba prestando el juramento. Y antes de eso el Thalas-Enthia había decretado que a vos y a Porthios se os ha de exiliar.
—Exiliar —repitió la elfa.
Se quedó tan pálida que pareció que al perder el color también hubiese perdido la vida. Su mirada se desvió involuntariamente hacia Dalamar, un elfo oscuro, la personificación de la suerte que la aguardaba a ella. Se estremeció de pies a cabeza, eludió la mirada y se cubrió los ojos con la mano. Los labios del hechicero se curvaron.
—No tenéis derecho a apartar la mirada, milady. Ahora no.
Alhana se encogió. Temblorosa, se apoyó en el respaldo del sillón y se apretó la boca con la mano.
—Dalamar… —empezó duramente Tanis.
—No, semielfo. Tiene razón —dijo suavemente la elfa.
Alhana alzó la cabeza y la espesa melena negra cayó despeinada alrededor de su hermoso rostro. Alargó la mano hacia el hechicero.
—Por favor, perdóname, Dalamar. Lo que dices es cierto, ahora soy lo mismo que tú. Me salvaste la vida. Acepta mi disculpa y mi gratitud.
Dalamar siguió con las manos metidas bajo las mangas de la negra túnica; su expresión era dura y fría como el hielo, rebosante de desprecio, petrificada por el amargo recuerdo.
Alhana no dijo nada; bajó lentamente la mano.
El hechicero soltó un suspiro que sonó como el viento entre las hojas de los álamos. Sus negros ropajes susurraron. Rozó las puntas de los dedos de Alhana, apenas tocándolas, como si temiera hacerle algún daño inadvertidamente.
—Os equivocáis, Alhana Starbreeze —musitó—. Os expulsarán de vuestro hogar, os llamarán «elfa oscura», pero nunca seréis lo que soy yo. Quebranté la ley, y lo hice conscientemente. Y volvería a hacerlo. Tenían derecho a desterrarme. —Hizo una pausa para mirarla atentamente, sin soltarle la mano, y cuando habló lo hizo de corazón.
»Preveo que os esperan tiempos difíciles, milady. Si vos o vuestro bebé necesitáis ayuda o consuelo y no tenéis miedo de acudir a mí, haré cuanto esté en mi mano para auxiliaros.
Alhana lo miró en silencio. Después esbozó una débil sonrisa.
—Gracias por la oferta. Os estoy muy reconocida. Y no creo que tuviese miedo.
—¡Davat! ¿Dónde te has metido? —sonó abajo una voz enfadada—. ¿Por qué no estás en tu puesto? ¡Guardias, aquí!
—Es Rashas —dijo Tanis—. Probablemente viene con más de sus esclavos kalanestis.
Dalamar asintió.
—Lo esperaba —dijo—. Debió imaginar que vendríamos aquí. Podríamos oponer resistencia. —El elfo oscuro miró expectante a Tanis—. Luchar contra ellos…
—¡No! ¡No habrá lucha! —Alhana agarró a Tanis por el brazo al ver que empezaba a desenvainar la espada—. ¡Si se derrama sangre aquí, se habrá perdido toda esperanza de alcanzar la paz!
Tanis vaciló, indeciso, con la espada a medio desenfundar. En la planta de abajo se oía a Rashas dando órdenes a los guardias para que registraran toda la casa. Los dedos de Alhana apretaron con más fuerza.
—Ya no soy ninguna reina, y no tengo derecho a dar órdenes. Por lo tanto te suplico que…
El semielfo estaba furioso, frustrado. Deseaba luchar y habría disfrutado haciéndolo.
—¿Después de lo que os han hecho, Alhana? ¿Dejaréis que os destierren sin oponeros, dócilmente?
—¡Si la alternativa es matar a mi propio pueblo, sí! —repuso la elfa sosegadamente.
—¡Decídete de una vez, Tanis! —Instó Dalamar. Las pisadas se oían muy cerca ya.
—Ya es demasiado tarde para eso, Alhana —dijo el semielfo mientras envainaba el arma—. Lo sabéis ¿verdad? Demasiado tarde.
La mujer intentó hablar, pero sus palabras dieron paso a un suspiro, y su mano resbaló sin fuerza del brazo de Tanis.
—En tal caso, me marcho —anunció Dalamar—. ¿Vienes, semielfo?
Tanis sacudió la cabeza. El elfo oscuro metió las manos bajo las mangas de la túnica.
—Adiós, reina Alhana. Que los dioses os acompañen. Y no olvidéis mi oferta.
Hizo una respetuosa reverencia, articulo unas palabras mágicas y desapareció.
Alhana se quedó mirando fijamente el lugar ocupado un momento antes por el elfo oscuro.
—¿Qué le está ocurriendo al mundo? —murmuró—. Los amigos me traicionan… Los enemigos me tratan con amistad…
—Vivimos unos tiempos marcados por el Mal —contestó Tanis en tono amargo—. La noche regresa.
En su visión la luna plateada brillaba a través de nubes de tormenta, su luz alumbrando el tiempo suficiente para iluminar el camino, y después desaparecía, tragada por la oscuridad.
La puerta se4 abrió bruscamente y los guardias kalanestis entraron corriendo. Dos de ellos agarraron a Tanis por los brazos. Uno lo despojó del arma y otro apoyó un cuchillo en su garganta. Otros dos sujetaron a Alhana.
—¡Traidores! ¿Cómo osáis poner vuestras manos en mí? —Demandó la elfa—. Hasta que cruce la frontera, sigo siendo vuestra reina.
Los kalanestis parecieron arredrarse ante sus palabras y se miraron con incertidumbre.
—Soltadla. No causará problemas —ordenó Rashas, que se encontraba en el umbral—. Escoltad a la bruja hasta la frontera con Abanasinia, y expulsadla por orden del Thalas-Enthia.
Alhana pasó ante el senador con actitud desdeñosa. Ni siquiera lo miró, como si no fuese digno de su atención. Los kalanestis la acompañaron.
—No podéis conducirla a la frontera de Abanasinia sola, indefensa —protestó Tanis encolerizado.
—No pienso hacerlo —replicó Rashas con una sonrisa—. Tú semihumano, la acompañarás. —Miró en derredor, fruncido el entrecejo—. ¿Estaba solo este hombre?
—Sí, senador —respondió uno de los kalanestis—. El oscuro hechicero debe haber escapado.
Rashas volvió la mirada hacia Tanis.
—Has conspirado con el hechicero desterrado conocido como Dalamar el Oscuro, en un intento de desbaratar la ceremonia de coronación del legítimo Orador de los Soles. En consecuencia, tú, Tanis Semielfo, quedas desterrado de por vida de Qualinesti. Así lo dicta la ley. ¿O te opones?
—Podría oponerme —dijo Tanis, hablando en Común, una lengua que los guardias no entenderían—. Podría mencionar que no soy el único en esta habitación que conspiró con Dalamar el Oscuro. Podría decir al Thalas-Enthia que Gilthas no prestó el juramento por propia voluntad. Podría decirlos que retenéis prisionero a Porthios y a su esposa como rehén. Podría contarlos todo eso, pero no lo haré, ¿verdad, senador?
—No, semihumano, no lo harás —repuso Rashas también en Común, escupiendo las palabras como si le dejaran mal sabor de boca—. Guardarás silencio porque tengo a tu hijo. Y sería una lástima que el nuevo Orador sufriera una trágica y prematura muerte.
—Quiero ver a Gilthas —dijo Tanis en elfo—. ¡Maldita sea, es mi hijo!
—Si por ese nombre te refieres a nuestro nuevo Orador, te recuerdo, semihumano, que según la ley elfa el Orador no tiene padre ni madre ni lazos familiares de ningún tipo. Todos los elfos somos considerados su familia. Todos los… verdaderos elfos.
—Tanis dio un paso hacia Rashas. El alto Elfo Salvaje se interpuso entre él y el senador para protegerlo.
—En este momento, nuestro nuevo Orador recibe los honores de su pueblo —siguió fríamente Rashas—. Este es un gran día en su vida. Sin duda no querrás estropeárselo al avergonzarlo con tu presencia, ¿verdad?
Tanis sostuvo una lucha interna consigo mismo. La idea de marcharse sin ver a Gilthas, sin tener la oportunidad de decirle que lo entendía, que se sentía orgulloso de él, le resultaba intolerable, insufrible. Sin embargo, sabía muy bien que Rashas tenía razón. La aparición de un padre mestizo bastardo sólo causaría problemas, le haría las cosas más difíciles a Gilthas.
Y ya eran suficientemente difíciles.
Tanis cedió, se encogió de hombros con amargura, con aire de perro apaleado.
—Conducidlo a la frontera —ordeno Rashas.
Tanis echó a andar sumisamente, se paró delante del senador. Giró sobre sí mismo y descargó el puño, que hizo contacto, satisfactoriamente, con hueso.
Rashas se desplomó de espaldas y chocó contra uno de los árboles ornamentales.
El kalanesti alzó la espada.
—Dejadlo —masculló el senador mientras se frotaba la mandíbula. Un hilillo de sangre le resbalaba por la comisura de los labios—. Así es como los servidores del Mal luchan contra la rectitud. No le daré la satisfacción de responder devolviendo el golpe.
El senador escupió un diente.
Tanis, frotándose los doloridos nudillos, abandonó la habitación. Llevaba más de cien años deseando hacer aquello.