La última vez que Tanis había estado en la Torre del Sol fue durante los oscuros días precedentes a la Guerra de la Lanza. Los Dragones del Mal habían regresado a Krynn. Un nuevo y terrible enemigo —los draconianos— se unía a los otros servidores de la Reina Oscuridad para formar inmensos ejércitos a las órdenes de los poderosos Señores de los Dragones. La victoria contra tan poderosas fuerzas parecía imposible. En esta torre, los elfos de Qualinesti se había reunido en la que podía ser, quizá, la última vez, a fin de planear el éxodo de su amada patria.
Unas minúsculas llamas de esperanza habían ardido firmemente a través de aquella oscura noche: esperanza en la formad e una Vara de cristal Azul y una mujer sabio y lo bastante fuerte para empuñarla; esperanza en la insólita forma de un alegre kender que decidió ayudar en «cosas pequeñas»; esperanza en la forma de un caballero cuyo valor fue un faro brillante para quienes se encogían de miedo bajo las aterradoras alas de la Reina de la Oscuridad.
Goldmoon, Tasslehoff, Sturm… Ellos y el resto de los Compañeros habían estado con Tanis en esta sala, en esta torre. El semielfo percibía su presencia junto a él ahora. Recorrió con la mirada la cámara del Orador de los Soles y se sintió reconfortado. Todo iría bien. Alzó la vista hacia la cúpula, al resplandeciente mosaico que representaba el cielo azul y el sol en una de sus mitades, mientras que en la otra aparecían la luna plateada, la luna roja y las estrellas en la bóveda nocturna.
—Quieran los dioses que así sea —rezó quedamente Tanis—. Te llevaré a casa, hijo mío, y volveremos a empezar. Y esta vez las cosas irán mejor, lo prometo.
Dalamar, de pie junto al semielfo, también miraba a lo alto. El elfo oscuro soltó una risita divertida.
—Me pregunto si sabrán que la luna negra está visible ahora en ese techo.
Conmocionado, Tanis observó atentamente; después sacudió la cabeza.
—Solo es un agujero. Unas cuantas baldosas se han salido, es todo.
Dalamar le lanzó una mirada de soslayo y sonrió.
Tanis, incómodo, dejó de contemplar el mosaico.
Las blancas paredes de mármol de la torre reflejaban la luz rojiza del amanecer. Lo inmensa sala redonda en la que se encontraban se hallaba vacía en esos momento, a excepción del estrado situado justo debajo del techo abovedado. La gente no se había reunido todavía en la cámara; esperaría hasta que el sol hubiera asomado completamente por el horizonte. Tanis y Dalamar habían llegado temprano viajando por los caminos de la magia, un breve pero perturbador tránsito que había dejado a Tanis confuso y desorientado.
Antes de abandonar la Torre de Hechicería, Dalamar le había entregado a Tanis un anillo tallado en un cuarzo cristalino.
—Ponte esto, amigo mío, y nadie podrá verte —le había dicho.
—¿Quieres decir que seré invisible? —le preguntó Tanis mientras observaba el anillo con incertidumbre, sin tocarlo.
Dalamar se lo había puesto en el dedo índice.
—Lo que quiero decir es que nadie podrá verte —replicó—, salvo yo.
Tanis no lo había entendido, pero decidió que tampoco le apetecía mucho entenderlo. Ahora, moviendo la mano torpemente, sin atreverse a tocar el anillo por miedo a romper el hechizo, aguardó impaciente a que la ceremonia comenzara. Cuanto antes empezara, antes terminaría, y Gil y él volverían sanos y salvos a casa.
La intensa luz del sol penetró por las pequeñas ventanas abiertas en la torre y se reflejó en los espejos situados en las brillantes paredes de mármol. Los Cabezas de Casas empezaron a entrar en la cámara. Varios caminaron hasta pararse justo delante de Tanis, que se puso tenso, esperando que lo viera. Otros elfos pasaron muy cerca de él, pero ninguno le prestó atención. Tanis se relajó y miró a Dalamar. Él podía ver al hechicero y viceversa, pero nadie más. La magia funcionaba.
Tanis escudriñó la muchedumbre.
—¿Está tu hijo aquí? —preguntó Dalamar, que se acercó para hablarle en un susurro al oído.
El semielfo sacudió la cabeza. Intentó convencerse de que el muchacho se encontraba bien. Era temprano, y probablemente Gil entraría con el Thalas-Enthia.
—Recuerda el plan —añadió innecesariamente el hechicero. Tanis sólo había pensado en ese plan durante toda la larga noche en vela—. He de tener contacto físico con él a fin de transportarlo mágicamente. Lo que significa que nos delataremos. El chico se alarmará y quizás intente soltarse. Dependerá de ti tranquilizarlo. Hemos de actuar con presteza, porque si cualquier elfo Túnica Blanca nos ve…
—Deja de preocuparte —lo tranquilizó Tanis, impaciente—. Sé lo que tengo que hacer.
La cámara se llenó rápidamente; a los elfos se los notaba tensos, excitados. Los rumores brotaban más deprisa que las malas hierbas. Tanis oyó pronunciar el nombre de Porthios varias veces, más con pesar que con ira. Sin embargo, cada vez que se decía el nombre de Alhana por lo general iba acompañado de una maldición o un insulto. Obviamente Porthios era una víctima de la seductora silvanesti. La palabra «bruja» fue utilizada por varios elfos de edad que se encontraban cerca de Tanis.
Rebulló inquieto, resultándole difícil contenerse. Habría dado toda su fortuna a cambio de hacer chocar sus cabezas, de meter a la fuerza algo de sentido común en aquellos viejos necios retrógrados.
—Tranquilo, amigo mío —advirtió quedamente Dalamar mientras ponía la mano en el brazo del semielfo—. No nos delates.
Tanis apretó las mandíbulas e intentó calmarse. Una discusión estalló al otro lado de la cámara. Varios elfos jóvenes que habían llegado a Cabezas de Casas por la muerte prematura de sus padres, se mostraban en desacuerdo con sus mayores a voz en cuello.
—Los vientos del cambio soplan en el mundo trayendo nuevas ideas, conceptos innovadores. Los elfos deberíamos abrir las ventanas, airear nuestras casas, librarnos de costumbres trasnochadas y estancadas.
Tanis aplaudió en silencio a aquellos hombres y mujeres jóvenes, pero lamentó ver que eran pocos y que sus voces renovadoras eran fácilmente acalladas.
Una campana de plata dio un toque y el silencio se adueñó de la asamblea. Los miembros de Thalas-Enthia llegaban. Los otros elfos abrieron paso respetuosamente a los senadores. Ataviados con sus vestiduras ceremoniales, formaron un círculo alrededor del estrado.
Tanis buscó a Gil en el grupo, pero no lo localizó.
Una hechicera Túnica Blanca, miembro del Thalas-Enthia, levantó la cabeza y escudriñó intensamente y con el entrecejo fruncido la cámara.
—Así se la trague el Abismo —rezongó Dalamar mientras tiraba de la manga a Tanis. No pierdas de vista a eso hechicera, amigo mío. Percibe algo extraño.
—¿Te ve? ¿No ve? —inquirió, alarmado, el semielfo.
—Todavía no. Para ella soy como un mal olor —respondió Dalamar—. Igual que lo es ella para mí.
La Túnica Blanca siguió examinando a la muchedumbre, y entonces la campana de plata dio cuatro toques. Todos los elfos empezaron a estirar el cuello, los más bajos poniéndose de puntillas para atisbar por encima de hombros y cabezas de los más altos. Sus ojos se dirigían a un pequeño cuarto adyacente a la cámara central, un cuarto que Tanis recordó de repente. En aquella antesala sus amigos y él habían esperado hasta que los llamaron para presentarse ante Solostaran, Orador de los Soles, padre de Laurana, un hombre que había sido padre adoptivo de Tanis.
Tanis supo, con una dolorosa opresión en el corazón, que en aquella antesala se encontraba su hijo.
Gilthas entró en la cámara.
Tanis olvidó el peligro, lo olvidó todo en su preocupación, su estupefacción y, tuvo que admitirlo, en su orgullo.
El muchachito que había escapado de casa ya no existía, reemplazado por un joven de aspecto grave y solemne, un joven que caminaba erguido y digno con los brillantes ropajes amarillos del Orador.
Los elfos intercambiaron murmullos. Obviamente estaban impresionados.
Y entonces, Gilthas entró en un haz de luz de sol. La atenta mirada del amoroso padre captó el leve temblor en sus mandíbulas prietas, en la palidez de su rostro, en su expresión, que mantenía cuidadosa y deliberadamente impasible. Rashas y la hechicera Túnica Blanca avanzaron para situarse junto a él.
—Ese es Gilthas. Vamos.
La mano sobre la espada, Tanis hizo intención de echar a andar, peor Dalamar lo agarró y lo detuvo.
—¿Qué pasa ahora? —demandó, furioso, el semielfo, y entonces se fijó en la expresión del elfo oscuro—. ¿Qué ocurre?
—Lleva el Medallón de los Soles —dijo Dalamar.
—¿Qué? ¿Dónde? No lo veo.
—Oculto bajo la túnica.
—¿Y? —Tanis no entendía el problema.
—El medallón es un artefacto sagrado, bendecido por Paladine. Su poder lo protege de gente como yo. No puedo tocarlo. —El elfo oscuro se acercó más y le susurró al oído—. Esto no me gusta, amigo mío. ¿Qué hace Gilthas con el Medallón de los Soles? Sólo el Orador puede llevarlo. Porthios jamás lo entregaría voluntariamente y, debido a sus propiedades sagradas, no se le puede quitar a la fuerza. Algo siniestro hay en juego aquí.
—¡Razón de más par que saquemos a Gil! ¿Qué hacemos ahora?
—Tu hijo tiene que quitarse el medallón, Tanis, y ha de hacerlo por propia voluntad.
—¡Yo me encargaré de eso! —dijo Tanis, que de nuevo adelantó un paso.
—¡No, espera! —Advirtió Dalamar—. Paciencia, amigo mío. Ahora no es el momento, cuando la maldita Túnica Blanca encuentra a su lado. Veamos qué demonios ocurre. El momento adecuado se presentará, y cuando eso ocurra, debemos estar preparados.
El semielfo aflojó poco a poco los dedos que ceñían la empuñadura de la espada. El instinto lo urgía a actuar, no a esperar, pero Dalamar tenía razón. No era el momento. Inquieto, Tanis apoyó el peso ora en un pie ora en otro, obligándose a tener paciencia.
Gilthas había avanzado hasta situarse cerca del estrado. Era más bajo que los elfos que lo rodeaba. Nunca alcanzaría la talla media de un elfo, como resultado de su ascendencia humana. Durante un instante su aspecto resultó menguado, poco regio.
Rashas puso la mano sobre el hombro de joven y lo empujó disimuladamente para que siguiera caminando.
Gil se volvió y miró fríamente al senador.
Sonriente, los labios tirantes, Rashas retiró la mano.
Dando la espalda a Rashas, Gilthas subió lentamente las gradas del estrado. Una vez en él, alzó la cabeza y echó una ojeada rápida, escrutadora, esperanzada, en derredor.
—Está buscándome —dijo Tanis, que tenía la mano sobre el anillo—. Sabe que vendré a por él. Si pudiera verme…
—Podría delatarnos accidentalmente —adujo Dalamar mientras sacudía la cabeza.
Tanis contempló impotente como moría la mirada esperanzada de su hijo.
Gil inclinó la cabeza y encorvó los hombros. Después, tras respirar profundamente, levantó la testa y miró sin ver, sumido en una clama estoica, a la multitud.
Rashas entró en materia sin perder tiempo, prescindiendo del boato ceremonial que tanto gustaba a los elfos.
—La situación es grave. Anoche, los guardias qualinestis sorprendieron a un intruso, ¡un espía silvanesti!
Lo elfos mayores se mostraron adecuadamente escandalizados e indignados. Los jóvenes intercambiaron miradas y sacudieron la cabeza.
—El espía fue capturado y se lo someterá a juicio. Mas, ¿quién sabe si es el único? ¿Quién sabe si no es la avanzadilla de un ejército invasor? En consecuencia —Rashas declamaba en voz alta, prácticamente a gritos—, en interés de la seguridad nacional, el senado ha decidido emprender el único curso de acción que nos queda.
«Es decisión del Thalas-Enthia que, por crímenes contra su patria, el actual Orador, Porthios, de la Casa Solostaran, sea despojado de su título. Que más adelante, será exiliado, expulsado de su tierra y de todas por las que caminan hombres de bien».
—¡Nos oponemos a ello! —manifestó en alto una voz.
Los elfos mayores se quedaron horrorizados y demandaron saber quién osaba hacer tal cosa. El grupo de elfos jóvenes se mantuvo junto, con el gesto desafiante endureciéndose en sus rostros.
—Los Cabezas de Casas no han participado en esto —continuó el joven elfo, que alzó la voz para hacerse oír sobre las enfurecidas de que guardara silencio—. Y por tanto nos oponemos al fallo.
—Este no es un asunto que concierna a los Cabezas de Casa —replicó Rashas en un tono gélido—. Conforme a la ley, el Orador decide si se ha de desterrar a un elfo. En el caso en que sea el propio Orador quien ha cometido un crimen serio, se otorga el poder al Thalas-Enthia para que dicte sentencia.
—¿Y quién ha decidido que Porthios ha cometido un crimen? —insistió el joven.
—El Thalas-Enthia —contestó Rashas.
—¡Qué oportuno! —comentó con sorna el joven elfo.
—Queremos oírlo de boca de Porthios —manifestó otro de ellos—. Tiene derecho a defenderse.
—Se le ofreció esa oportunidad —dijo, apaciguador, Rashas—. Enviamos la noticia a Silvanesti. Nuestro mensajero le dijo al Orador que se lo había acusado del cargo de traición y que debería regresar de inmediato para responder ante la justicia. Como veis, Porthios no está aquí. Sigue en Silvanesti. Desdeña no sólo este procedimiento, sino a su propio pueblo.
—Inteligente, muy inteligente —murmuró Dalamar—. Por supuesto, Rashas ha omitido decir que Porthios se encuentra encerrado en una celda de Silvanost.
Tanis presenciaba el desarrollo de los acontecimientos sumido en un sombrío silencio. El miedo por su hijo iba creciendo. Al parecer, Rashas no se detendría ante nada. Dalamar tenía razón; el senador estaba en las garras de la Reina Oscura.
—Y aquí está el máximo exponente del desprecio de Porthios hacia su pueblo —continuó Rashas—. Mostradlo, príncipe Gilthas.
El joven alzó la cabeza, pareció vacilar. Rashas le dijo algo y Gilthas miró al elfo mayor; una mirada cargada de desprecio y odio. Luego, lentamente, metió la mano bajo la túnica amarilla y sacó el resplandeciente medallón de oro, tallado a imagen del sol.
La cólera se extendió por la cámara como un vendaval.
El Medallón de los Soles era un objeto antiguo y sagrado que había pasado de un Orador a su sucesor a lo largo de los siglos. Tanis no tenía muy claro cuáles eran sus poderes, que se habían guardado muy en secreto entre los descendientes de Silvanos.
Se preguntó con inquietud cuánto sabía Dalamar sobre eso, y cómo lo había descubierto. Tampoco es que importase mucho ahora. Porthios jamás habría renunciado voluntariamente al medallón sagrado.
La Túnica Blanca estaba susurrando algo al oído de Rashas. Dalamar se puso tenso, pero al parecer la hechicera sólo ofrecía consejo al senador, no lo ponía sobre aviso de nada.
—Todo se ha hecho conforme a la ley —manifestó Rashas—, pero si algunos de los miembros más jóvenes e inexpertos requieren que se haga una votación, se les concederá esa petición.
La votación se llevó a cabo, y Porthios perdió por gran mayoría. El Medallón de los Soles había resuelto la cuestión. A los ojos de los elfos, Porthios había renunciado a su pueblo. Los jóvenes fueron los únicos que apoyaron lealmente al Orador ausente.
Rashas procedió sin pérdida de tiempo.
—Privados de un líder, nos volvemos hacia otro miembro del linaje de Silvanos. Es para mí un placer y un honor presentaron a Gilthas, hijo de Lauranthalasa, nieto de Solostaran, y próximo Orador de los Soles.
Con un codazo de Rashas, Gilthas saludó a la multitud inclinando la cabeza cortésmente. Estaba tremendamente pálido.
—El Thalas-Enthia ha examinado cuidadosamente la ascendencia del príncipe Gilthas, y la ha encontrado satisfactoria.
—¿Y el hecho de que su padre sea un semihumano? —instó uno de los elfos jóvenes en un último intento.
—A buen seguro —sonrió benignamente el senador—, hoy en día tal hecho no debería contar en contra del príncipe, ¿no estáis de acuerdo?
El joven frunció el entrecejo, incapaz de contestar. A sus compañeros y a él los había pillado astutamente en su propia trampa. Si protestaban más en contra de Gilthas, parecerían tan fanáticos e intransigentes como sus mayores. Los jóvenes Cabezas de Casas intercambiaron una mirada, y después, como un solo hombre, dieron media vuelta y abandonaron la reunión.
Un murmullo preocupado, como el retumbo de un trueno, se extendió por la cámara. A los elfos no les gustaba aquello. Algunos parecían estar pensando mejor las cosas. Rashas dio instrucciones a la Túnica Blanca e hizo un ademán. Por lo visto, la hechicera había recibido la orden de seguir a los disidentes. La mujer pareció reacia, pero Rashas la miró ceñudo y repitió el gesto, esta vez con más energía.
La hechicera Túnica Blanca sacudió la cabeza, bajó del estrado y salió de la cámara.
—¡Gracias, Takhisis! —musitó Dalamar.
Tanis ofreció una plegaria similar a Paladine.
Los dos avanzaron hacia el estrado, moviéndose con cuidado entre la multitud.
—¡No choques con nadie! —Advirtió Dalamar—. ¡Somos invisibles, pero no fantasmas incorpóreos!
Los elfos rebullían inquietos en la cámara y murmuraban entre ellos.
Rashas vio que la situación se deterioraba a pasos agigantados. Obviamente, tenía que dejar resuelto aquello cuanto antes. Pidió silencio, y los elfos callaron paulatinamente y le prestaron atención.
—Procederemos con la Prestación del Juramento —anunció mientras recorría la cámara con la mirada.
Nadie, ahora, pronunció una palabra en contra. Tanis y Dalamar casi habían llegado al estrado. Gilthas asía el medallón con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos, como si necesitara aferrarse a él para sostenerse en pie. Parecía ajeno a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Tanis se deslizó más cerca; mantenía agarrado el anillo mágico con la otra mano.
Rashas se volvió hacia Gilthas.
—¿Aceptáis, Gilthas de la Casa Solostaran, por voluntad propia, prestar el Juramente de los Soles, servir a vuestro pueblo el resto de vuestra vida como su Orador?
El semblante de Gil estaba vacío de expresión y sus ojos parecían sin vida. Se humedeció los labios resecos y abrió la boca.
—¡No, hijo! ¡Alto! —Tanis se quitó el anillo de un tirón.
Gil miró estupefacto a su padre, que parecía haber aparecido de la nada repentinamente. Tanis lo agarró del brazo.
—¡Quítate al Medallón de los Soles! —ordenó—. ¡Deprisa!
Dalamar apareció al otro lado de Gil. El joven miró aturdido a su padre y al elfo oscuro. Estalló un confuso barullo de voces, gritos y chillidos. La mano de Gil se cerró, crispada, sobre el medallón.
Rashas, de pie junto al joven, le dijo algo en voz baja.
Tanis hizo caso omiso del senador. Ya se ocuparía de él después.
—Gil, quítate el medallón —repitió Tanis queda, pacientemente—. ¡No te preocupes! Estarás a salvo. He venido para llevarte a casa.
Las palabras de Tanis hicieron reaccionar al joven, aunque no como su padre había esperado. Gil se soltó de las manos de su padre; estaba mortalmente pálido, pero su voz era firme.
—Te equivocas, padre. —Gil miró a Rashas—. Ya estoy en casa.
El senador empezó a llamar a la guardia. Atraída por el ruido del escándalo, la hechicera Túnica Blanca entró corriendo en la cámara.
—¡Deprisa, amigo mío! —instó Dalamar en voz baja—. ¡A menos que quieras presenciar una batalla mágica que demolerá esta torre sobre nuestras cabezas!
—Gil, escúchame —empezó, furioso, Tanis.
—No, padre, escúchame tú —Gil Hablaba sosegado—. Sé lo que hago.
—¡Eres un niño! —Bramó Tanis—. No tienes ni idea de lo que haces…
Una mancha rojiza tiñó el rostro de Gil, como si Tanis le hubiese abofeteado. Miró a su padre en silencio, pidiéndole que confiase en él, que lo comprendiese. El medallón, objeto sagrado de los elfos, resplandecía sobre su pecho y su luz se reflejaba en los ojos azules de joven.
—¡Quítate esa maldita cosa! —Alargó la mano.
Un relámpago blanco chisporroteó como una explosión del propio sol y un dolor abrasador recorrió el brazo de Tanis, un dolor tan horrible que amenazó con hacer estallar su corazón. Estaba desplomándose. Unas fuertes manos lo sujetaron, lo agarraron, y una voz fuerte entonó palabras extrañas. Tanis oyó decir a Gilthas, a lo lejos:
—Prestaré el juramento. Seré el Orador de los Soles.
Tanis quiso soltarse, pero la oscuridad se tornó más y más densa y empezó a girar a su alrededor, y entonces, con desesperada frustración, comprendió que estaba atrapado en la magia de Dalamar.