Capítulo 11

Durante toda la noche Gil yació despierto en la cama e hizo planes para el día siguiente. Se le ocurrió, poco después de que lo escoltasen a su habitación, que Alhana y él se preocupaban sin motivo. Sabía lo que tenía que hacer, cómo manejar la situación. Era muy sencillo. Lo único que sentía era no haber podido decirle a Alhana que no tenía nada que temer.

Gil repasó mentalmente varias veces lo que le diría a Rashas. La ansiedad cedió y el joven se quedó dormido finalmente.

El sonido de una llamada a la puerta lo despertó. Se sentó en el lecho y miró hacia la ventana. Todavía estaba oscuro.

Un guardia kalanesti abrió la puerta para dar paso a tres sirvientas. Una de ellas llevaba una palangana con fragante agua de rosas en cuya superficie flotaban capullos naranja. Otra portaba una lámpara y comida en una bandeja. La tercera sostenía cuidadosamente suaves ropas amarillas dobladas sobre los brazos.

La kalanesti que entró con el desayuno era muy joven, más o menos de la edad de Gil. Y también era encantadora. No llevaba el cuerpo pintado como los otros Elfos Salvajes, ya fuera por cuestión de gusto o quizá porque la costumbre estuviera decayendo entre los jóvenes[5]. Tenía la tez morena de su gente y el cabello era del color del oro bruñido. Sus ojos, a la suave luz de la lámpara, eran grandes y castaños. Le sonrió tímidamente mientras soltaba la bandeja de comida sobre la mesita que había junto al lecho.

Gil le devolvió la sonrisa sin pensar lo que hacía. Entonces se sintió muy azorado cuando las otras dos mujeres mayores se echaron a reír y comentaron algo en su lenguaje cantarín.

—Comer. Lavarse. Vestirse —dijo una de las mujeres mayores, acompañando su tosco qualinesti con movimientos de las manos—. El amo pronto con vos. Antes de salida del sol.

—Quiero ver a la reina Alhana —pidió firmemente Gilthas, que intentó aparentar la mayor dignidad posible, considerando que se encontraba más o menos atrapado en la cama por esas mujeres.

La kalanesti desvió los ojos hacia el guardia que se había quedado, vigilante, junto a la puerta. El hombre frunció el entrecejo, articuló una seca orden y las mujeres salieron con premura.

—Quiero… —empezó Gil, levantando la voz, pero el guardia gruñó y cerró de un portazo.

El joven respiró hondo. Al parecer, pronto tendría que vérselas con Rashas. Repasó de nuevo lo que pensaba decir mientras realizaba sus abluciones matinales. Tras echas una breve ojeada a los ropajes amarillos —las galas ceremoniales del Orador de los Soles—, se puso sus ropas de viaje, las que llevaba al llegar a Qualinesti y las que proponía llevar de vuelta a casa.

¡A casa! La idea hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos. Cuánto se alegraría de estar de regreso allí; dudaba que volviera a abandonarla nunca. Su mirada fue hacia la bandeja de comida. Recordó a la bonita muchacha que la había traído, sus ojos y su sonrisa.

Bueno, quizá saliera de casa una corta temporada. Volvería aquí cuando todo hubiese acabado, cuando Alhana y Porthios fueran de nuevo los legítimos dirigentes. Ya la próxima vez viajaría con sus padres.

Intentó desayunar, pero renunció a ello. Se sentó en la cama, en la oscuridad alumbrada por la lámpara, esperando a Rashas con impaciencia.

Una luz de pálidos tonos brilló en los cristales de las ventanas. Faltaba poco para el amanecer. Gil oyó unas pisadas y poco después le senador Rashas entraba en el cuarto. Lo hizo precipitadamente, sin llamar antes. La mirada del senador se posó primero en los ropajes del Orador, que seguían colocados sobre la cama, y después se detuvo en Gilthas.

El joven se había puesto de pie, respetuosamente aunque no con mansedumbre, al entrar el senador.

—¿Qué ocurre? —demandó Rashas, sorprendido—. ¿No os dijeron las mujeres…? ¡Malditas sean sus orejas! Esos bárbaros nunca entienden nada bien. Tenéis que vestiros con las galas del Orador, príncipe Gilthas. Obviamente, no comprendisteis lo que…

—Comprendí perfectamente, senador —lo interrumpió Gil, usando el tratamiento formal.

Las manos se le quedaron frías y sintió la boca tan seca que temió que la voz se le quebrara, lo que echaría a perder su parlamente cuidadosamente preparado. Pero eso no podía evitarse ahora. Tenía que seguir adelante lo mejor que pudiera. Tenía que hacer lo que era correcto, lo que estuviera en su mano para enmendar todos los problemas que había ocasionado.

—No voy a ser vuestro Orador, senador. Rehúso prestar el juramento.

Gil hizo un alto, esperando que Rashas discutiera, lo ridiculizara o incluso protestara o suplicara.

Rashas no pronunció palabra. Su semblante era indescifrable. Se cruzó de brazos y esperó a que Gilthas continuara. El joven se pasó la lengua por los labios.

—Quizá, senador, habéis supuesto que porque mis padres no quisieron criarme en Qualinesti se me ha mantenido ignorante de mi herencia. No es cierto. Sé todo l sobre la ceremonia de coronación del Orador de los Soles. Mi madre me lo explicó. Sé que hay un requisito: el Orador debe prestar el juramento voluntariamente.

Gil dio énfasis a la última palabra. Su parlamento iba saliendo con más facilidad a cada momento. Estaba tan absorto en ello que no se dio cuenta de que la reacción —o falta de reacción— por parte de Rashas podría anunciar problemas.

—No prestaré el juramento —concluyó Gil, haciendo otra profunda inhalación—. No puedo ser vuestro Orador. No merezco el honor.

—Y tanto que no —dijo Rachas de repente, en voz queda, con ira contenida—. Pequeño arrogante mestizo. Tu padre era un bastardo. Nunca supo el nombre del hombre que se revolcó con la zorra que fue su madre. Habría que haberla desterrado por tal vergüenza. Fue lo que propuse, pero Solostaran era un viejo idiota de buen corazón.

»¡Y en cuanto a tu madre! ¿Qué elfa decente viste armadura y cabalga a la batalla como un hombre? ¡No dudo que le resultó muy entretenido estar… rodeada día y noche de tantos soldados! Tu madre no era más que una seguidora de campamento glorificada. ¡El semielfo fue el único que la tomó después de que los demás acabaran con ella! ¡Con semejante ascendencia, dejarte incluso que respires el aire de Qualinesti es más honor del que mereces, príncipe Gilthas! —Rashas pronunció el título con hiriente sorna.

»¡Y ahora, por los dioses tienes la desfachatez de rehusar, rehusar ser el Orador! ¡Con toda justicia deberías estar de rodillas ante mí, llorando de gratitud por haberte recogido del arroyo y hacer de ti una persona!

Conmocionado hasta lo más hondo, Gil miraba de hito en hito al senador, espantado. Empezó a temblar. El estómago se le revolvió; tenía ganas de vomitar por todo lo que había oído. ¿Cómo podía ser tan retorcido ese hombre? ¿Cómo podía pensar semejantes cosas, cuanto menos decirlas? Gil se esforzó por replicar, pero la ira, asfixiante y caliente, le estrujaba la garganta.

—Eres más necio de lo que había imaginado. —Rashas lo miraba sombrío—. Aunque debí esperar algo así. ¡Eres digno hijo de tu padre!

Gil dejó de temblar. Se mantuvo rígido, con las manos aferradas fuertemente a la espalda, pero se las ingenió para sonreír.

—Os agradezco el cumplido, señor.

Rashas hizo una pausa, fruncido el ceño, pensativo.

—Veo que voy a tener que recurrir a medidas extremas. Recuerda, joven, ocurra lo que ocurra, tú te lo has buscado. ¡Guardia!

El senador cogió los ropajes del Orador con una mano, clavó los huesudos dedos de la otra en el brazo de Gil y lo empujó, trastabillando, hacia la puerta. El guardia kalanesti asió firmemente al joven.

Este forcejeó para soltarse. Rashas dijo algo en kalanesti y el guardia apretó más los dedos.

—Te romperá el brazo si le ordeno que lo haga —advirtió fríamente el senador—. Vamos, vamos, príncipe. —De nuevo el tono de sorna—. No me hagáis perder más tiempo.

Rashas salió el primero del cuarto de Gil, subió la escalera, y se dirigió de nuevo al ala de la casa donde Alhana Starbreeze estaba retenida. Hasta ese momento, Gil había estado demasiado furioso para pensar con claridad, pero ahora la ira empezaba a ser reemplazada por el miedo.

Obviamente, el senador Rashas estaba loco.

«No, no está loco —comprendió Gil con una sensación de pánico—. Si fuera así, nadie le haría caso, nadie lo seguiría. Pero cree realmente esas cosas espantosas que ha dicho. Cree lo que dijo anoche sobre el tratado, lo de que los elfos se convertirían en esclavos de los humanos. En su mente se ha tergiversado todo de tal modo que lo que es bueno lo ve malo y al revés. ¿Cómo es posible? No lo entiendo… ¿Y qué puedo hacer para detenerlo?».

Llegaron a los aposentos de Alhana. Los guardias kalanestis abrieron bruscamente la puerta a una seca orden de Rashas, que entró enfurecido en el cuarto. El guardia kalanesti arrastró a Gil al interior.

El joven se soltó de un tirón e intentó recobrar su dignidad. Miró desafiante a Rashas.

Alhana estaba de pie, mirando al senador con tranquilo desdén.

—Bien, ¿a qué venís aquí, senador? ¿No deberíais estar preparando la coronación?

—El joven ha resultado ser muy obstinado, lady Alhana. —Rashas habló muy suave, fríamente—. Rehúsa prestar el juramento. Pensé que quizá vos le persuadiríais de que su testarudez no es conveniente para él… ni para vos.

Alhana miró a Gil con una cálida y aprobadora sonrisa, una sonrisa que alivió los temores del joven y lo llenó de una fuerza y una esperanza renovadas.

—Todo lo contrario. Creo que el joven ha demostrado una gran sensatez y mucho valor para alguien de sus pocos años. Obviamente, lo juzgasteis mal, Rashas. No se me ocurriría intentar hacerle cambiar de opinión.

—Creo que vos sí cambiaréis la vuestra, lady Alhana —dijo en tono quedo Rashas—. Al igual que lo hará el joven.

El senador pronunció unas palabras en kalanesti y uno de los Elfos Salvajes soltó la lanza y cogió el arco que llevaba al hombro. Rashas señaló a Alhana. El Elfo Salvaje asintió. Sacó una flecha de la aljaba y empezó a encajarla en la cuerda del arco.

Alhana se había puesto muy pálida, pero, aparentemente, por el miedo. Miró al senador con una expresión que casi podría calificarse de lástima.

—Habéis sido seducido por la oscuridad, Rashas. ¡Apartaos del camino que habéis tomado antes de sea vuestra perdición!

El senador parecía divertido.

—No estoy aliado con la Reina Oscura, como vos, su servidora, deberíais saber. Hago cuanto está en mi mano para mantener la sombra de su maldad lejos de mi pueblo. ¡La sagrada luz de Paladine brilla sobre mí!

—No, Rashas —repuso suavemente la elfa—. La luz de Paladine ilumina, no deslumbra.

Con un gesto duro y la expresión desdeñosa, Rashas le dio la espalda a Alhana para mirar a Gil, que empezaba a comprender lo que estaba pasando.

—¡No podéis hacer una cosa así! —Exclamó Gil, que miraba al senador con incredulidad—. No podéis…

—Es hora de que te vistas para la ceremonia, príncipe…