Capítulo 10

El ocaso realzaba la belleza de la tierra elfa. Los suaves y encendidos colores del sol poniente penetraban a través de las cortinas de seda, poniendo una pátina de oro en todos los objetos. Esa belleza pasó inadvertida a Gil, que paseaba nervioso mientras transcurrían las horas.

La casa estaba silenciosa. Los guardias kalanestis apenas hablaban, y cuando lo hacían era sólo brevemente y en su propia lengua; una lengua que sonaba como los trinos de los pájaros silvestres. Llevaron la cena, consistente en cuencos de fruta, pan, vino y agua. Después, tras lanzar una rápida ojeada escrutadora a la estancia, se marcharon y cerraron la puerta al salir. Alhana no quiso comer nada.

—La comida me sabe a ceniza —argumentó.

A despecho de los problemas, Gilthas tenía hambre, y acabó no sólo con su ración, sino también con la de ella al ver que no iba a comérsela. Alhana sonrió débilmente.

—La resistencia de la juventud. Es bueno verla. Sois el futuro de nuestra raza. —Se puso la mano en el vientre—. Me dais esperanza.

La noche no caía realmente sobre Qualinost. La oscuridad se iluminó con miles de diminutas y chispeantes luces que brillaban en los árboles. Alhana se acostó, cerró los ojos e intentó descansar un poco antes del largo y posiblemente peligroso viaje nocturno.

Gil siguió paseando en la oscuridad, tratando de ordenar el confuso revoltijo de sus ideas.

¡Su casa! ¡Cómo había ansiado abandonarla! Y ahora contra toda lógica, anhelaba regresar.

—Padre salió a buscarme —susurró—. Sé que lo hizo. Y quizá lo haya puesto en peligro. —Gil suspiró—. He echado todo a perder. Lo que le ocurra a padre será culpa mía. Me advirtió que no me marchara. ¿Por qué no le hice caso? ¿Qué me pasa? ¿Por qué albergo estos horribles sentimientos? Yo…

Enmudeció. Voces hablando en Qualinesti y en un tono alto llegaron desde el exterior. Alarmado, pensando que quizás el plan de Alhana se había descubierto, Gil se preguntó si debía despertarla.

Pero la elfa se había despertado por sí misma, estaba sentada y con los ojos abiertos de par en par. Escuchó unos segundos y después suspiró con alivio.

—Sólo son unos miembros del Thalas-Enthia, los adláteres de Rashas. Planean entrar juntos al senado para presentar un frente sólido.

—Entonces, ¿todos los senadores apoyan a Rashas?

—Los miembros más jóvenes se oponen a él, aunque son muy pocos para que cuente su opinión. Sin embargo, muchos de los mayores aún vacilan. Si Porthios estuviese aquí no habría controversia, y Rashas lo sabe.

—¿Qué pasará mañana, cuando vos hayáis escapado y yo no esté aquí para ser coronado?

—El pueblo despertará para encontrarse con que no tiene dirigente —repuso Alhana con desdén—. Rashas se verá obligado a mandar a buscar a Porthios. Habrá un escarmiento en el Thalas-Enthia y podremos seguir adelante con nuestras vidas… tal como son ahora.

Gil había oído hablar a sus padres sobre el matrimonio de Alhana y Porthios. No era una unión feliz. Los esposos se veían rara vez, ya que Porthios había estado combatiendo la pesadilla de Lorac en Silvanesti y Alhana iba y venía de uno a otro reino procurando por todos los medios mantenerlos unidos. Pero hablaba de su marido con respeto y orgullo, ya que no con afecto.

El joven la miró con adoración. «Podría vivir contemplando su belleza. Si fuese mía no necesitaría nada más. Pasaría sin agua, sin comida. ¿Cómo podría no amarla cualquier hombre? Porthios debe de ser un completo necio».

El breve clamor de un vítor sonó bajo los ventanales, y el sonido de las voces empezó a apaciguarse.

—Se marchan —dijo Alhana—. Ahora los guardias se relajarán.

El silencio reinaba en la casa. Entonces, una vez que Rashas se hubo marchado, los kalanestis que montaban guardia al otro lado de la puerta empezaron a charlar y a reír. Las lanzas sonaron al soltarlas en el suelo. Luego hubo más risas y unos extraños ruidos tintineantes.

Desconcertado, Gil miró a Alhana.

—Lo que oyes son palillos que arrojan al suelo. Los kalanestis se entretienen con un juego de su gente. Hacen lo mismo cuando Rashas se va, pero no creas que por eso bajan la guardia —advirtió—. Cambiarían los palillos de apuestas por las lanzas en el momento que intentases abrir esa puerta.

—Entonces ¿cómo vamos a escapar?

Había una buena caída hasta el jardín. Gil ya lo había mirado.

—Samar lo tiene todo planeado —dijo Alhana, que no añadió nada más.

El tiempo pasó y Gil se fue poniendo más nervioso.

—¿Cuánto durará la reunión del Thalas-Enthia?

—Hasta bien entrada la noche —respondió en voz queda la elfa—. Después de todo, traman una sedición.

El juego de los kalanestis se tornaba cada vez más entretenido, a juzgar por las carcajadas y las excitadas y amistosas discusiones que surgían de manera esporádica. Gil se aproximó a la puerta y pegó la oreja a ella para escuchar mejor. Le gustaría participar en ese juego alguna vez y se preguntó cómo se jugaría. Los palillos tintineaban, entonces había unos segundos de silencio expectante, seguidos de una ahogada exclamación de alivio o gruñidos de desilusión. Al final, llegaban los gritos de éxito de los vencedores y los juramente, pronunciados con buen talante, de los perdedores.

Entonces, de repente, se oyó una voz distinta.

—Buenas noches, caballeros. ¿Quién gana?

Alhana, mortalmente pálida, se puso de pie.

—Es Samar —susurró—. ¡Apártate de la puerta! ¡Rápido!

Gil se retiró de un salto. Oyó gritos y ruidos confusos al otro lado de la hoja de madera cuando los guardias recogieron las lanzas. Unas palabras rápidas, extrañas, pronunciadas en una lengua que no reconoció el joven, pusieron fin a aquellos ruidos, que dieron paso a gemidos ahogados, seguidos de golpes sordos producidos por los cuerpos al desplomarse en el suelo. Y a continuación se hizo un silencio que duró varios segundos, los que tardó su alocado corazón en latir diez veces.

La puerta se abrió y un joven guerrero elfo penetró en la estancia.

—¡Samar! Mi leal amigo. —Alhana le sonrió, serena y gentil como si se encontrara en la sala de audiencias, le tendió la mano.

—Mi reina —Samar hincó la rodilla ante ella e inclinó la cabeza rindiéndole homenaje.

Gil se asomó al pasillo. Los Elfos Salvajes estaban tendidos en el suelo, inconscientes. Algunos todavía tenían aferradas sus lanzas. Lo que parecía un pergamino medio enrollado se quemaba en medio del pasillo. Mientras Gil los miraba, desapareció, consumido por el fuego. Final volutas de humo verde se elevaron en el quieto aire.

Gilthas estuvo a punto de salir para mirarlo más de cerca.

—Ten cuidado, joven —advirtió Samar, que se incorporó prestamente y tiró de Gil hacia atrás—. No te aproximes al humo, o acabarás dormido plácidamente como ellos.

—Príncipe Gilthas, hijo de Laurana Solostaran y Tanis Semielfo —hizo las presentaciones Alhana—. Este es Samar, de la Protectoría.

La mirada del elfo recién llegado —fría y evaluadora— examinó a Gil de arriba abajo, y el joven se sintió débil y frágil en presencia de aquel guerrero avezado. Samar saludó con una fría inclinación de cabeza y después se volvió rápidamente hacia su reina.

—Todo está preparado, majestad. Los grifos nos esperan en l bosque. Se enfurecieron cuando se enteraron de que Rashas os había tomado prisionera. —Samar sonrió, sombrío—. No creo que vuelva a volar a lomos de un grifo nunca más. Si estáis preparada, deberíamos partir cuanto antes. ¿Dónde tenéis vuestras pertenencias? Yo lo recogeré y llevaré.

—Viajo ligera de equipaje, amigo mío —repuso Alhana, que extendió las manos vacías.

—Pero vuestras joyas, majestad…

—Llevo conmigo lo que es importante. —Tocó un anillo que llevaba en el dedo—. La prenda de promesa y confianza de su esposo. Todo lo demás no significa nada.

—Os quitaron vuestras joyas, ¿verdad, mi reina? —Samar tenía fruncido el ceño—. ¿Cómo se atrevieron?

—Las joyas pertenecen al pueblo de Qualinesti. —La voz de Alhana sonaba afable, pero firme—. Es un asunto trivial, Samar. Tienes razón, deberíamos partir cuanto antes.

El guerrero inclinó la cabeza en un gesto de aquiescencia.

—Los guardias del piso de abajo también han sido reducidos. Iremos por allí. Cubríos la nariz y la boca, mi reina. Y vos también, príncipe —ordenó a Gil en tono seco—. No inhaléis el humo mágico.

Alhana se puso un pañuelo de seda bordada sobre la nariz y la boca, y Gil hizo lo mismo con el borde de la capa. Samar echó a andar delante, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Pasaron por encima de los cuerpos caídos de los Elfos Salvajes y rodearon con precaución los restos humeantes del pergamino del conjuro. Cuando llegaron a la escalera Samar hizo que pararan.

—Quedos aquí —susurró.

Bajó unos peldaños, miró en derredor y después —satisfecho al comprobar que todo estaba tranquilo— llamó con un ademán a Alhana y a Gil para que los siguieran.

A mitad de la escalera, Samar agarró repentinamente a Alhana y tiró de ella hacia las sombras. Una mirada fiera del guerrero y un urgente «¡atrás!» dirigido al joven indujeron a Gil a hacer lo mismo.

Sin atreverse a respirar siguiera, se pegó contra la pared.

Una Elfa Salvaje salió de un umbral situada justo debajo de ellos. Llevaba un cuenco de plata lleno de fruta. Tarareando una canción entre dientes, cruzó el acceso que conducía al palacio, iluminado con minúsculas y chispeantes luces. Otro sirviente kalanesti se cruzó con la mujer, conversaron un momento y Gil captó la palabra qualinesti que significaba «fiesta». Los dos desaparecieron en el patio.

Gil estaba impresionado. ¿Cómo, en nombre de Paladine, había oído Samar que la mujer se acercaba? Iba descalza, y se movía silenciosa como el viento a excepción del apagado tarareo. Gil miró al guerrero con franca admiración. Samar se disculpaba con la reina en tono quedo.

—Perdonadme, majestad, por mi rudeza.

—No hay nada que perdonar, Samar. Apresurémonos antes de que esa mujer regrese.

Rauda, silenciosamente, os tres descendieron la escalera.

Samar puso la mano en el picaporte de la puerta.

La puerta se abrió, pero no porque el guerrero hubiese accionado el picaporte.

El senador Rashas se hallaba en el umbral.

—¿Qué es esto? —demandó en tono sorprendido mientras su mirada iba del guerrero a Alhana. Su semblante palideció de ira— ¡Guardias! ¡Prendedlos!

Unos qualinestis vestidos con el uniforme de la guardia de la ciudad y armados, pasaron precipitadamente junto al senador. Samar desenvainó su arma y se situó delante de la reina, en tanto que los guardias desenfundaban también sus espadas.

Gil no tenía ninguna arma y, de todos modos, no habría sabido qué hacer con ella. La sangre le latía en los oídos, el miedo casi lo había paralizado cuando Rashas apareció. Ese temor se había evaporado, y ahora a Gilthas le ardía la sangre. Se sentía tranquilo y un tanto aturdido, listo para luchas. Sus músculos se tensaron, y el joven se dispuso a saltar…

—¡Deteneos! ¡Esto es una locura!

Alhana se interpuso entre los combatientes. Sus manos suaves y blancas, asieron la hoja del arma de Samar y apartaron la de la espada del guardia que le amenazaba.

—Samar, baja esa espada —ordenó, hablando en silvanesti, con la voz temblorosa por la emoción y la rabia.

—¡Pero mi reina! —empezó él, suplicante.

—¡Es una orden, Samar! —instó.

Despacio, a regañadientes, el guerrero bajó la espada, pero no la enfundó.

Alhana se volvió hacia Rashas.

El senador se mostraba impasible; su gesto era duro y frío. Los guardias qualinestis, sin embargo, parecían incómodos y bajaron las armas antes de retroceder un paso. Gil miraba de hito en hito la sangre en las manos de la reina y se sintió profundamente avergonzado por su propia ansia de lucha.

—No he sido yo quien ha llevado las cosas a este extremo, milady —manifestó fríamente Rashas—, sino vos. Al intentar escapar, habéis desdeñado el decreto legal del Thalas-Enthia.

—¡Legal! —Alhana lo miró con desprecio—. Soy vuestra reina. ¡No tenéis derecho a retenerme en contra de mi voluntad!

—Ni siquiera una reina está por encima de la ley elfa. Estamos enterados de vuestro tratado secreto, majestad. Sabemos que vos y el traidor, Porthios, habéis conspirado para vendernos a nuestros enemigos.

Alhana lo miraba sin comprender.

—¿Tratado?

—El tratado conocido como las Naciones Unificadas —dijo Rashas con sorna—. ¡Un tratado que nos convertiría en esclavos!

—No, senador. ¡No lo entendéis! ¡Lo habéis interpretado mal!

—¿Negáis que habéis sostenido conversaciones en secreto con humanos y enanos?

—No lo niego —repuso Alhana con dignidad—. Las conversaciones tenían que guardarse en secreto. Es un asunto muy delicado; es demasiado peligroso. Están ocurriendo cosas en el mundo que ignoráis. No podéis entender…

—Tenéis razón, milady —la interrumpió Rashas—. No lo entiendo. No entiendo cómo pudisteis vendernos como esclavos, cómo entregasteis nuestra tierra.

—Sois un necio y estáis ciego —dijo Alhana en tono imperioso, sosegado—, pero eso es un tema aparte. Nuestras negociaciones son legales. No rompimos ninguna ley.

—¡Todo lo contrario, milady! —Rashas empezaba a perder la paciencia—. ¡La ley elfa exige que todos los tratados se voten en el Thalas-Enthia!

—Íbamos a presentarla al senado, os lo juro…

—¿Un juramento silvanesti? —Rashas rio con desprecio.

—Perdonadme, mi reina, por mi desobediencia —dijo Samar en voz baja—. Cogió a Alhana y la empujó protectoramente hacia los brazos de Gilthas.

Enarbolada la espada, el guerrero silvanesti saltó sobre Rashas.

La guardia qualinesti lo rodeó. El vibrante sonido del choque de los aceros retumbó. Rashas retrocedió a trompicones hacia una esquina segura. Gil se puso como escudo delante de Alhana, que contemplaba con horror la escena, sin poder hacer nada para intervenir.

Los soldados qualinestis superaban a Samar cuatro a uno. El silvanesti luchó con valentía, pero consiguieron reducirlo y desarmarlo. Aún entonces, siguió debatiéndose. Los guardias lo golpearon con los puños y la parte plana de las hojas de las espadas hasta que se desplomó inconsciente en el suelo.

Era la primera vez que Gilthas veía correr la sangre con violencia. Se sentía enfermo por la escena y por su propia e impotente rabia.

Alhana se arrodilló junto al caído Samar.

—Este hombre está gravemente herido. —Alzó la vista hacia los qualinestis—. Llevadlo a los sanadores.

Uno de los guardias se volvió a mirar a Rashas.

—¿Qué ordenáis, señor? —preguntó.

Alhana palideció y se mordió el labio inferior. Rashas tenía de nuevo la situación bajo su control.

—Llevadlo a los sanadores. Cuando terminen con él, arrojadlo a la prisión. Es muy posible que pague este acto de traición con su vida. Uno de vosotros que regrese conmigo al senado. Debo informar de lo que ha ocurrido. El resto escoltad a Alhana Starbreeze a sus aposentos. No, vos no, príncipe Gilthas. Quiero hablar con vos.

El joven sacudió la cabeza en actitud desafiante. Alhana se incorporó, se acercó a él y puso la mano en su brazo.

—Eres qualinesti, príncipe —le dijo seria, vehementemente—. Y el hijo de Tanis Semielfo. Tienes suficiente coraje para afrontar esto.

Gil no entendió bien qué quería decirle, pero supuso que quizá sólo conseguiría hacer más difíciles las cosas para ella si se negaba a hablar con Rashas.

—¿Estaréis bien, reina Alhana? —preguntó, dando énfasis al título.

Ella le sonrió y después, caminando con dignidad, acompañó a los guardias y abandonó el vestíbulo.

Cuando se hubo marchado, el senador se volvió hacia Gilthas.

—Lamento profundamente este desdichado incidente, mi príncipe. Me responsabilizo de ello. Nunca debí albergaros con esa astuta mujer. Debí prever que os coaccionaría para que secundaseis su traicionero plan. Pero ahora estáis a salvo, mi príncipe. —Rashas hablaba en tono tranquilizado—. Se os destinarán otros aposentos para esta noche.

Gil sabía lo que su padre hubiera hecho en esta situación. Tanis habría tragado salvia con esfuerzo y después habría atizado un golpe a Rashas.

Dignidad ante la presión.

Golpear al senador no resolvería nada, sino que empeoraría las cosas. Gil sabía lo que haría su madre.

Suspirando pesarosamente, Gil adoptó una expresión plácida y sosegada que no dejó entrever nada de lo que pensaba, una expresión que había visto más de una vez en el rostro de su madre.

—Agradezco vuestro interés, senador.

Rashas asintió antes de seguir hablando en aquel tono apaciguador.

—Los miembros del Thalas-Enthia desean mucho conoceros, príncipe Gilthas. Me pidieron que os llevara a la reunión de esta noche, por eso regresé pronto. Me mandaron para que os acompañara al senado. Por suerte, ¿no os parece? Ello demuestra que los dioses están conmigo.

Un dios, al menos, pensó sombríamente el joven ¿O debería decir una diosa?

—Pero no tenéis buen aspecto —Rashas era todo desvelo y compasión—. No es de sorprender. Corristeis un grave peligro por esa mujer maquinadora. —Bajó el tono de voz—. Hay quienes afirman que es una bruja. No, no. No intentéis hablar, mi príncipe. Transmitiré vuestras disculpas al senado.

—Hacedlo, por favor, senador —dijo Gilthas. También participaría en ese juego. Ojalá conociese mejor las reglas.

—Dormid bien, príncipe Gilthas. —Rashas inclinó la cabeza—. Mañana os aguarda un programa muy apretado. No todos los días lo coronan rey a uno. —Con un gesto el senador llamó a uno de los sirvientes kalanestis.

»Acompaña a su alteza a sus nuevos aposentos, lejos de la bruja, y encárgate de que no lo moleste nadie.