Los últimos ecos vibrantes del carillón, en la torre del reloj del Templo de Paladine, quedaron realzados por el sonido de postigos y puertas cerrándose, llaves girando en cerraduras, y las chillonas protestas de kenders desilusionados a los cuales se había sorprendido husmeando entre estanterías y que ahora eran arrojados a las calles. Seis toques de campana ponían fin a la jornada de comercio. Los tenderos se pusieron a cerrar sus negocios, mirando con impaciencia a los clientes de última hora y despidiéndolos con apremio tan pronto como tenían el dinero en la mano.
—Cierra, Markus —le dijo Jenna a su joven ayudante.
El muchacho abandonó prestamente su asiento junto a la entrada y empezó a echar los pesados postigos de madera que protegían los escaparates.
La oscuridad se adueñó del interior de la tienda. Jenna sonrió. Le gustaba su trabajo, pero ese momento del día le gustaba aún más, cuando todos los clientes se habían marchado, el sonido de sus voces cesaba y ella se encontraba sola. Se detuvo para escuchar el silencio, para aspirar los olores que le habrían revelado —si estuviese ciega y sorda— que se hallaba en una tienda de artículos de magia: el perfume de pétalos de rosa; el intenso aroma de la canela y el clavo; el tenue y nauseabundo hedor a descomposición, a alas de murciélago y caparazones de tortuga. A esa hora del día el olor era más intenso siempre. La luz del sol avivaba los distintos aromas, y la oscuridad los realzaba.
Markus apareció en el umbral.
—¿Me necesitáis para algo más, señora Jenna? —preguntó con tono anhelante.
Aunque recién contratado, ya estaba enamorado de ella perdidamente, como sólo un muchacho de diecinueve años podía enamorarse de una mujer cinco años mayor que él. A todos los ayudantes de Jenna les ocurría lo mismo, y la mujer se había acostumbrado a que sucediera así, de manera que se habría sentido decepcionada —y probablemente enojada— en caso contrario. Con todo, no hacía nada para alentar a los jóvenes, más allá de ser ella misma, lo que, teniendo en cuenta que era bella, poderosa y misteriosa, bastaba y sobraba. Jenna amaba a otro hombre, y toda Palanthas lo sabía.
—No, Markus, puedes marcharte a La Cabeza de Jabalí para la jarana nocturna con tus amigos. —Jenna cogió una escoba y se puso a barrer enérgicamente el suelo.
—Son unos críos —comentó Markus, desdeñoso, mientras seguía con la mirada todos los movimientos de la mujer—. Preferiría quedarme y ayudaros a limpiar.
Jenna barrió el barro seco y unas pocas hojas de menta hacia la puerta, haciendo igual con el muchacho, en broma.
—No puedes ayudarme en la tienda, como ya te dijo. Lo mejor para ambos es que te mantengas fuera. No quiero tener las manos manchadas con tu sangre.
—Señora Jenna, no me da miedo… —empezó él.
—Entonces es que eres tonto —lo interrumpió con una sonrisa para quitar hierro a sus palabras—. En esa caja hay un broche que te robaría el alma y te conduciría directamente al Abismo. Junto al broche hay un anillo que podría darte la vuelta del revés. ¿Ves esos libros de hechizos en la última estantería? Si se te ocurriera echar una ojeada a las inscripciones de las portadas, te volverías completamente loco.
Markus parecía un tanto intimidado, pero no pensaba dejar que se notara.
—¿De dónde vienen todas esas cosas? —inquirió mientras escudriñaba el interior de la tienda envuelta en la penumbra.
—De sitios diferentes. La Túnica Blanca que acaba de marcharse me trajo el broche que roba el alma. Es un objeto del Mal ¿entiendes?, y ella ni siquiera se plantearía utilizarlo. Sin embargo me lo cambió por varios libros de hechizos que hacía tiempo que quería poseer, pero le faltaba dinero para pagarlos. ¿Recuerdas el enano que vino esta mañana? Me trajo esos cuchillos —Jenna señaló con un ademán un expositor en el que exhibía un gran número de cuchillos y dagas pequeños, colocados en forma de abanico.
—¿Son mágicos? Creía que a los hechiceros no se les permitía llevar armas.
—No podemos portar espadas, pero sí cuchillos y dagas. Y no, no son mágicos. Un mago puede lanzar un conjuro en un cuchillo si opta por hacerlo así.
—Vos no tenéis miedo, señora Jenna —insistió obstinado el joven—. ¿Por qué habría de tenerlo yo?
—Porque yo sé cómo manejar objetos arcanos. Soy una Túnica Roja. Me sometí a la Prueba de la Torre de Alta Hechicería y la superé. Cuando hagas lo mismo, entonces podrás entrar en mi tienda. Hasta entonces —añadió con una sonrisa encantadora que tuvo el mismo efecto que un vino con especias en la cabeza del muchacho—, te quedarás guardando la puerta.
—Lo haré, señora Jenna —prometió efusivamente—, y… y quizás estudie magia.
La mujer se encogió de hombros y asintió en silencio. Todos sus ayudantes decían lo mismo cuando empezaban a trabajar para ella, pero ninguno de ellos había seguido adelante con tal propósito. Jenna se encargaba de que fuera así. Jamás contrataba a nadie que tuviese la más ligera inclinación por la magia. Sus mercancías eran una tentación demasiado fuerte para que un mago joven la resistiera. Además, necesitaba músculos, no cerebro, para vigilar la puerta.
Sólo quienes vestían la túnica de hechicero o los contados mercaderes que comerciaban con artículos mágicos tenían permiso para entrar en su tienda, cuya puerta tenía pintados los símbolos de las tres lunas; la plateada, la roja y la negra. Los magos absorbían sus poderes de esas lunas, y los pocos establecimientos que comerciaban con objetos mágicos en Ansalon siempre marcaban sus puertas con esos símbolos.
La mayoría de los ciudadanos de Palanthas evitaban la tienda de Jenna; de hecho, muchos cruzaban la calle para pasar a la otra acera. Sin embargo, siempre había unos cuantos —ya fuesen curiosos, borrachos o movidos por una apuesta— que intentaban entrar. No pasaba un solo día sin que el ayudante de Jenna tuviera que actuar con mano dura o, en caso contrario, sacar por el cuello del recinto a las manos largas de los kenders. Todos los hechiceros de Ansalon sabían la historia de la tienda de objetos mágicos de Flotsam. Había desaparecido en circunstancias misteriosas y nunca más se la había vuelto a ver. Testigos aterrados informaron haber visto entrar a un kender justo unos segundos antes de que el edificio entero se desvaneciera en un abrir y cerrar de ojos.
Markus se fue arrastrando los pies calle abajo, con aire desconsolado, para ahogar en cerveza su amor no correspondido. El comerciante de telas de la tienda de al lado cerró la puerta y después la saludó con una respetuosa inclinación de cabeza cuando pasó ante ella, de camino a su casa. Al principio no le había hecho gracia que Jenna se instalara puerta con puerta a su negocio, pero cuando las ventas —en especial los paños blancos, negros y rojos— se incrementaron, sus protestas menguaron de manera proporcional.
Jenna le dio las buenas noches. Después entró en su tienda, echó la llave a la puerta, y le puso un conjuro de salvaguardia. Vivía encima de la tienda, vigilando así las mercancías durante la noche. Tras echar una última ojeada en derredor se encaminó a la escalera que conducía a sus aposentos y empezó a subir los peldaños, pero una llamada a la puerta la detuvo.
—¡Vete a casa, Markus! —respondió, irritada.
Tres noches atrás, el joven había regresado para entonar canciones de amor bajo su ventana. Había sido un incidente de lo más embarazoso.
La llamada se repitió, esta vez con mayor urgencia. Jenna suspiró. Estaba cansada y hambrienta; era la hora de tomar una taza de té. Sin embargo, se volvió y bajó los escalones. Se esperaba de los dueños de tiendas de las Tres Lunas que abrieran sus establecimientos a cualquier mago que lo necesitara, fuera a la hora que fuera, de día o de noche.
Jenna abrió una ventanilla de la puerta y se asomó esperando ver a un Túnica Roja que se disculparía humildemente por molestarla pero si era posible le gustaría conseguir algo de tela de araña. O un Túnica Negra, exigiendo imperiosamente guano de murciélago. En consecuencia, Jenna se sorprendió y le desagradó el encontrar a dos hombres altos, cubiertos con gruesas capas y con las capuchas echadas, plantados ante su puerta. Los rayos del sol poniente se reflejaban en las espadas que ambos llevaban a la cadera.
—Oh, os habéis equivocado de tienda, caballeros —dijo Jenna en un excelente elfo. Por sus esbeltas piernas, las caras botas de cuero de buena factura y las armaduras de cuero de caprichosos diseños, supuso que eran elfos, aunque sus rostros quedaban ocultos bajo las capuchas.
Iba a cerrar la mirilla cuando uno de los hombres habló en Común, de forma titubeante.
—Si sois Jenna, hijo de Justarius, el jefe del Cónclave de Hechiceros, no nos hemos equivocado de tienda.
—Supongo que lo soy —repuso altaneramente la mujer, aunque ahora se había despertado su curiosidad—. ¿Qué queréis de mí? Si tenéis un objeto mágico para vender —añadió, como si se le hubiese ocurrido la idea en el último momento—, regresad por la mañana, por favor.
Los dos hombres intercambiaron una mirada. Jenna alcanzó a atisbar el brillo de unos ojos almendrados en las sombras de las capuchas.
—Queremos hablar con vos —dijo uno de ellos.
—Pues decid lo que sea —replicó la mujer.
—En privado —abundó el otro.
—La calle está desierta a estas horas —dijo Jena, que se encogió de hombros—. No quiero parecer descortés, pero debéis saber que los propietarios de las tiendas de las Tres Lunas son cautos respecto a quién dejan entrar en sus establecimientos. Es más por vuestra propia seguridad que por la mía.
—Los asuntos que nos traen son serios, y no pueden discutirse en la calle. Creedme, señora —añadió el elfo en voz bajo—, esto nos gusta tan poco como a vos. ¡Tenéis nuestra palabra de que no tocaremos nada!
—¿Os envía mi padre? Inquirió Jenna para ganar tiempo.
Si los hubiese enviado él, se lo habría advertido antes, y hacía meses que no tenía noticias de él, desde la última pelea. A Justarius no le gustaba en absoluto su amante.
—No, señora —contestó el elfo—. Venimos por propia iniciativa.
«Que extraño —pensó Jenna—. Uno es Qualinesti y el otro Silvanesti». Los distinguía por el acento, aunque seguramente ningún otro humano de Solamnia habría sido capaz de notar esa diferencia. Sin embargo, Jenna había pasado mucho tiempo entre elfos; con uno en particular.
Hacía mucho, mucho tiempo, los elfos habían sido una única nación. Conflictos armados, la Guerra de Kinslayer, los había dividido en dos: Qualinesti y Silvanesti. Y no existía gran afecto entre ambas naciones. Incluso en la actualidad, después de que la Guerra de la Lanza hubiese unido a las demás razas y naciones de Ansalon, los dos estados elfos —aunque en apariencia uno solo— estaban en realidad más separados que nunca.
Despierta su curiosidad, Jenna abrió la puerta y se apartó para dejar entrar a los elfos. No estaba asustada ni por asomo. Eran elfos, lo que venía a significar que eran cabales, respetuosos de la ley, y buenos hasta el aburrimiento. Además, Jenna tenía preparado un conjuro que los lanzará de vuelta a la calle si intentaban algo.
Los dos elfos se quedaron en el centro de la tienda, con los brazos pegados al cuerpo, temerosos incluso de rozar un expositor. Permanecían cerca el uno del otro —a la defensiva—, pero ponían gran cuidado en no tocarse. Aliados, pero unos aliados a la fuerza, dedujo Jenna. Su curiosidad había llegado a un punto casi irresistible.
—Creo que los dos, caballeros, os sentiríais mucho más cómodos en mis aposentos privados —dijo con una pícara sonrisa—. Estaba a punto de prepararme un poco de té. ¿Si gustáis?
El Silvanesti se había tapado la boca y la nariz con su pañuelo, en tanto que el Qualinesti, que al girarse un poco casi se habían dado de narices con un frasco lleno de globos oculares que flotaban en un fluido protector, se puso pálido y retrocedió un paso.
—Mis aposentos os resultarán bastante cómodos —dijo Jenna mientras señalaba la escalera—. Y muy normales. Mi laboratorio está en el sótano —añadió para reforzar la confianza de los elfos.
Estos volvieron a intercambiar una mirada, tras lo cual asintieron con aire envarado y empezaron a subir la escalera detrás de su anfitriona. Los elfos parecieron tremendamente aliviados al ver que la pequeña sala de estar de Jenna tenía el mismo aspecto que la de cualquier humano, abarrotada con la mesa, sillas y sillones mullidos. Jenna atizó el fuego y preparó té, usando una mezcla de hojas importada de Qualinesti.
Los elfos se tomaron el té y mordisquearon una galleta por mera cortesía. Jenna inició una charla trivial; los elfos nunca discutían de negocios mientras comían o bebían.
Los dos elfos hicieron los pertinentes comentarios, pero sin participar realmente en la conversación, de manera que al final se quedaron callados los tres. Tan pronto como pudieron, sin insultar a su anfitriona, ambos dejaron las tazas, indicando que estaban preparados para entrar en materia. Sin embargo, llegados a ese punto, no parecían saber cómo empezar.
Jenna podía dejar que se pusieran nerviosos o facilitarles su tarea. Puesto que esperaba compañía más agradable un poco más avanzada la noche, deseaba que los elfos se fueran, de modo que les dio un pequeño empujón para que hablaran.
—Bien, caballeros, habéis acudido a mí, una hechicera Túnica Roja. ¿Qué queréis de mí? Os diré de antemano que no viajo fuera de la ciudad. Si queréis algún trabajo de magia, ha de ser uno que pueda realizarse desde aquí, dentro de los confines de mi laboratorio. Y no preparo pociones amorosas, si es lo que andáis buscando…
Jenna sabía de sobra que no era eso lo que querían, siendo dos enemigos acérrimos que acudían a su tienda en secreto, al crepúsculo. Sin embargo, nunca estaba de más fingir ignorancia.
—No seáis ridícula —repuso bruscamente el qualinesti—. Yo… —cerró la boca de golpe, reflexionó un momento y volvió a empezar—. Esto es difícil para mí. Para los dos. Tenemos que hablar con… alguien. Alguien especial. Y nos dijeron que erais la persona que quizá podría ayudarnos a conseguirlo.
«Vaya —pensó Jenna—. Bien, bien, bien. Qué interesante». Les dedicó una sonrisa dulce y abierta.
—¿De veras? ¿Alguien que conozca? No imagino quién puede ser. Vosotros, caballeros, parecéis de alta cuna. Cualquier puerta de Ansalon se os abriría.
—No esta puerta en particular —repuso el Silvanesti en tono duro—. No la abre… —bajó la voz— la Torre de la Alta Hechicería.
—La torre oscura —añadió el Qualinesti—. La que se alza aquí, en Palanthas. Queremos hablar con… el Señor de la Torre.
Jenna los observó atentamente. Dos elfos de alta cuna, eso era obvio por la ropas caras, sus espadas ornamentadas, las finas joyas que adornaban sus dedos y colgaban de sus cuellos. Y también ambos de edad, porque aunque a veces era difícil calcular los años de un elfo, esos dos era obviamente maduros.
De alcurnia, posición elevada, enemigos ancestrales, aliados recientes.
Y querían hablar con el peor enemigo que podían tener en este mundo: el Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
—Queréis hablar con Dalamar —manifestó sosegadamente.
—Sí. Señora. —La voz le falló al Qualinesti, que tosió, enfadado consigo mismo.
Al parecer, el Silvanesti ni siquiera le salía la voz. Tenía el gesto tenso y forzado, los labios tirantes, las manos enlazadas prietamente sobre la empuñadura de la espada. Saltaba a la vista que ambos detestaban tener que hacer aquello.
Jenna se mordió el labio para contener la risa. No era de extrañar que esos dos hubiesen buscado la privacidad con tanto empeño. Dalamar era de su raza, un elfo de Silvanesti, pero uno expulsado de la sociedad elfa con deshonor, un proscrito. Era lo que llamaban un «elfo oscuro», uno que ha sido desterrado de la luz. Su crimen había sido estudiar la magia del Mal, la disciplina de los túnicas Negras. Una acción tan horrible nunca podría ser aprobada por la sociedad elfa. Incluso el hecho de que esos dos mirasen a Dalamar se consideraría un acto escandaloso. ¿Qué no sería hablar con él?
Jenna estaba impaciente por ver la reacción de Dalamar. No obstante, decidió hacer sufrir un poco más a esos dos.
—¿Y por qué razón pensáis que yo pudo facilitaros la entrevista? —inquirió con expresión de absoluta inocencia.
—Nos informaron que vos y… —El Qualinesti se puso colorado—. Eh, el Señor de la Torre —dijo, incapaz de pronunciar el nombre—, sois amigos…
—Fue mi shalafi[2]. Y es mi amante —contestó, y disfrutó al ver encogerse a los elfos.
Estos se miraron como si dijeran «¿qué puede esperarse de una humana?», Al parecer el Silvanesti había llegado a su límite, y se puso en pie.
—Acabemos con esto lo antes posible. ¿Podéis…? ¿Querréis… ponernos en contacto con el Señor de la Torre?
—Quizá —respondió Jenna, evasiva—. ¿Cuándo?
—Cuando antes. El tiempo apremia.
—Una advertencia —dijo la mujer enarcando una ceja—. Si estáis pensando en tender una trampa a Dalamar…
—Os aseguro, señora, que no sufrirá ningún daño —manifestó con severidad el Qualinesti.
—¡Que no sufrirá daño! —Rio Jenna—. Vaya, ¿qué peligro podríais representar para él? Él es el Túnica Negra más poderoso. Es jefe de su Orden, y, cuando mi padre se retire, ocupará el liderazgo del Cónclave de Hechiceros.
»Por favor, perdonadme. Os pido disculpas —añadió procurando ahogar la risa. Era obvio que los dos elfos se sentían profundamente ofendidos—. Pensaba en vuestra seguridad, caballeros. Era una advertencia amistosa. No intentéis ningún truco con Dalamar. No os gustarían las consecuencias.
—¡Qué insolencia! —El Silvanesti estaba pálido de ira—. No tenemos por qué…
—Sí tenemos —le interrumpió su compañero en voz baja.
Al Silvanesti casi lo ahogaba la ira, pero guardó silencio.
—¿Cuándo podemos reunirnos con el Señor de la Torre? —preguntó fríamente el Qualinesti.
—Si Dalamar accede a veros, lo encontraréis aquí, en mis aposentos, mañana por la noche. Confío en que este lugar sea de vuestra satisfacción. ¿O quizá preferís llevar a cabo la reunión en la Torre de la Alta Hechicería? Podría venderos un encantamiento para…
—No, señora. —Los elfos sabían que se estaba burlando de ellos—. Esta estancia será aceptable.
—Muy bien. —Jenna se puso en pie—. Os veré mañana por la noche, más o menos a esta hora. Que tengáis agradables sueños, caballeros.
El rostro del Silvanesti enrojeció. Parecía dispuesto a golpearla, pero el Qualinesti lo frenó.
—Agradables sueños… Qué comentario tan falto de tacto —murmuró Jenna mientras bajaba la mirada para ocultar su regocijo—, considerando la terrible tragedia que azota Silvanesti. Perdonadme.
Los escoltó escaleras abajo hasta la puerta, y los siguió con la mirada hasta que desaparecieron calle adelante. Después repuso el conjuro de salvaguardia y, riendo a carcajadas, subió a la viviendo a fin de prepararse para la llegada de su amante.