En vida, Attilio Gambardella no tenía buen aspecto. Era un hombre cojo y de piernas muy largas, con estrabismo, orejas enormes de soplillo, manos de enano y pies de payaso, y la boca tan torcida que uno no sabía nunca si lloraba o reía. Pero ahora que estaba en el suelo de la cocina, con una treintena de cuchilladas en la cara, en el pecho, en el vientre y en la ingle, parecía como si la muerte hubiera querido, en cierto modo, borrar la fealdad. Los daños que el asesino había producido en el cuerpo del pobre Gambardella lo igualaban a tantos otros degollados. En la cocina uno no podía moverse sin correr el riesgo de mancharse de sangre; había hasta en la pantalla del televisor encendido, en la que aparecían las imágenes del noticiario de la mañana. El arma homicida, un cortapapeles con el mango de hueso, la habían tirado dentro del fregadero. La hoja todavía tenía restos de sangre; en cambio, el mango había sido lavado minuciosamente para hacer desaparecer las huellas digitales.
—¿Entonces? —preguntó Montalbano al doctor Pasquàno.
—Entonces, ¿qué? —replicó el otro, colérico—. ¿Quiere saber de qué ha muerto? De una indigestión de higos chumbos.
Aquella mañana Montalbano no tenía ganas de enzarzarse en disputas con el forense.
—Sólo quiero saber…
—¿La hora de la muerte? ¿Puedo equivocarme en algún segundo o debo especificar hasta el minuto?
El comisario abrió los brazos en un gesto de desconsuelo. Y al médico, al verlo tan sumiso, se le pasaron las ganas de discutir.
—Bueno. Entre las ocho y las once de la noche. La primera cuchillada se la dieron por la espalda. Él tuvo fuerza suficiente para volverse, y la segunda lo alcanzó en el pecho. Cayó y, según mi opinión, ya estaba muerto. Las otras cuchilladas se las asestaron cuando ya estaba en el suelo, por placer o para desahogarse el asesino. ¿Está satisfecho?
Se acercó Fazio, que acababa de echar un vistazo por toda la casa.
—A primera vista, sin saber lo que había antes, no parece cosa de ladrones; no deben de haberse llevado nada. En el cajón de la mesita de noche hay dos millones en billetes. Dentro de una cajita, en la cómoda, anillos, pendientes y pulseras.
—¿Para qué querría un ladrón darle cuchilladas hasta dolerle el brazo? —se preguntó Pasquàno.
Galluzzo entró en la cocina.
—He ido a casa de Filippo, el hijo de Gambardella. La mujer me dijo que no ha vuelto esta noche.
—Búscalo —dijo el comisario.
La casa donde había tenido lugar el hecho estaba situada en las afueras, era propiedad de Gambardella y consistía en un edificio de planta baja y un piso. Abajo había dos negocios, uno de venta de legumbres al por mayor y el otro de utensilios de hierro. En el primer piso había dos apartamentos: el que habitaba el muerto y otro, alquilado a la señora Gesuina Praticò, viuda de Tumminello. Fue ella quien descubrió el homicidio —le explicó Fazio a Montalbano—, y sufrió tal impresión, que se desmayó después de haber pedido socorro desde el balcón. El comisario tenía que ir con cuidado: el mayorista de legumbres les advirtió que la señora estaba bastante enferma del corazón. Por eso, el dedo de Montalbano se posó en el timbre con la misma ligereza que una mariposa se posa sobre una flor. Abrió la puerta un cura con cara de circunstancias. Hoy en día causa impresión ver curas con sotana; en general visten como empleados de Banco o como punkies. Al verlo allí delante, en aquel apartamento y con aquella expresión, el comisario creyó que había ido a dar la extremaunción a la señora Praticò.
—¿Está grave?
—¿Quién?
—La viuda Tumminello.
—¡En absoluto! He venido a verla para consolarla. Ha sufrido una gran emoción. Pase. Es el comisario Montalbano, ¿verdad? Lo conozco. Lo conozco. Soy don Saverio Colajacono. Gesuina es una de mis pías y devotas parroquianas.
No había duda alguna de que era pía y devota. En el vestíbulo el comisario contó un crucifijo en la pared, una Dolorosa y un san Antonio de Padua en una repisa. No tuvo tiempo de identificar otras dos imágenes.
—Gesuina se ha acostado —dijo el padre Colajacono, precediéndolo.
El dormitorio parecía una cripta, con los postigos del balcón entornados, las paredes con decenas de santos clavados con chinchetas, y debajo de cada uno una velita encendida sobre una repisita. De repente, Montalbano sufrió un ataque de ansiedad, empezó a sudar y sintió la necesidad de desabrocharse el botón del cuello de la camisa. Una especie de ballena jadeante y gimiente yacía en una cama de matrimonio, cubierta con una colcha estampada con flores rojas que sólo dejaba ver la cabeza de una cincuentona despeinada, de rostro rosado y sin arrugas.
—Gesuina, te dejo en buenas manos; volveré más tarde —dijo el cura, y salió tras inclinarse ante el comisario.
Montalbano se sentó en una silla a los pies de la cama. En la mesita de noche, una vela iluminaba la fotografía de un individuo con cara de delincuente de manual lombrosiano: el señor Tumminello, que al morir había convertido en viuda a Gesuina Praticò.
—¿Se siente con fuerzas para contestar algunas preguntas? —empezó el comisario.
—Si el Señor me ayuda y la Virgen me acompaña…
El comisario esperó ardientemente que el Señor y la Virgen estuvieran disponibles en ese momento: no se sentía capaz de permanecer en aquella habitación un minuto más de lo necesario.
—Fue usted quien descubrió el cadáver, ¿verdad?
—Sí.
—Dígame cómo fue.
—Es largo.
—No se preocupe, cuénteme.
Resoplando por la nariz como una ballena de verdad, la mujer se incorporó un poco, manteniendo la colcha apretada púdicamente contra aquella plaza de armas que era el pecho.
—¿Por dónde empiezo?
—Por donde quiera.
—Hace veinte años yo ya vivía en esta casa con mi pobre marido Raffaele…
El comisario se maldijo por haber dado libertad histórica y cronológica a la viuda, pero no podía hacer nada; él lo había querido.
—… Attilio sufrió un espantoso accidente de coche.
Attilio. La señora Gesuina y el muerto se llamaban por el nombre.
—La esposa murió, él se rompió las piernas y Filippo, el hijo, que entonces tenía doce años, se dio un golpe en la cabeza y estuvo un mes entre la vida y la muerte. Al año siguiente, una pulmonía doble se llevó a mi pobre Raffaele. ¿Qué quiere que le diga, señor comisario? Al vernos todos los días, acabamos uniendo nuestras soledades.
La frase, sacada probablemente de alguna novela rosa, despistó por completo a Montalbano.
—¿Se hicieron amantes?
La viuda cerró los ojos, se tapó las orejas con las manos y resopló su desdén a través de los orificios nasales. Las llamas de las cuarenta o más velitas oscilaron, corriendo el riesgo de apagarse.
—¡No! ¿Cómo se le ha ocurrido? ¡Soy una mujer honrada! ¡Me conoce todo el pueblo! ¡Attilio nunca me tocó ni yo lo toqué a él!
—Perdóneme, señora. Le pido excusas —dijo el comisario, aterrorizado ante la idea de que la habitación pudiera quedarse a oscuras.
—Quiero decir que empezamos a hacernos compañía todo el día. A veces Attilio, que salía muy poco, permanecía en casa durante semanas a causa del dolor en las piernas, sobre todo cuando cambiaba el tiempo. Entonces yo cocinaba para él, le ordenaba la casa… En fin, todo lo que hace un ama de casa.
—¿De qué vivía?
—Tengo la pensión que me dejó el pobre Raffaele.
—No; me refería a él, a Gambardella.
—¡Attilio era rico! En Vigàta tenía una docena de negocios, quince apartamentos y otras cosas más en Fela. ¡No necesitaba una pensión miserable!
—¿Cómo eran las relaciones con el hijo?
Dio en el clavo. Esta vez se apagó una docena de llamitas y Montalbano tembló.
—¡Él lo mató!
—¿Está segura, señora?
—¡Él, él, él!
Las llamitas se apagaron todas a la vez. El comisario llegó a tientas hasta el balcón y abrió los postigos.
—Señora, ¿se da usted cuenta de lo que dice?
—¡Claro que me doy cuenta! ¡Es como si lo hubiera visto con estos ojos!
La ballena se agitaba con violentos sobresaltos y temblores y la colcha parecía un campo de amapolas movido por el viento.
—Explíquese mejor.
—¡Filippo es un desgraciado, un delincuente, un hombre sin oficio ni beneficio que a los treinta años sigue colgado de su padre! ¡Y se ha querido casar! En resumen, no había semana que no viniera aquí a pedirle dinero a su padre. Y el otro no paraba de darle, y darle. Me decía que su hijo le daba pena, que era culpa suya que estuviera así. Él era el responsable del accidente, su hijo se había dañado el cerebro y no se podía concentrar en nada porque la cabeza no le respondía. Y el grandísimo cabrón del hijo se aprovechaba. Finalmente, conseguí hacerle entender a Attilio qué clase de sinvergüenza aprovechado era Filippo. Attilio empezó a darle menos dinero, a veces hasta se lo negaba. ¡Entonces ese delincuente llegó a amenazar a su padre! ¡Una vez hasta le puso las manos encima! Anoche… —Se interrumpió y comenzó a sollozar. Sacó de debajo de la almohada un pañuelo tan grande como una toalla y se sonó la nariz. Los cristales del balcón tintinearon—. Anoche Attilio vino a casa a cenar conmigo, y luego volvió a la suya; dijo que iba a ver no sé qué en la televisión y que luego se acostaría. Yo no quiero televisión. ¡Se ven sin querer cosas que hacen ruborizar a una mujer decente!
Montalbano no tenía ningún interés en adentrarse en una discusión sobre ética televisiva.
—Me decía que anoche…
—Mi cocina y la de Attilio están separadas por una pared. Yo estaba lavando los platos cuando oí las voces de Attilio y de Filippo. Discutían.
—¿Está segura de que era la voz del hijo?
—¡Pondría la mano en el fuego!
—¿Escuchó palabras, frases?
—Claro. Escuché que Attilio decía: «¡Nada, no te voy a dar ni una lira!». Y Filippo gritaba: «¡Y yo te mato! ¡Te mato!». Luego escuché un ruido de… de…
—¿Lucha?
—Sí, señor. Y una silla que caía al suelo. No sabía qué hacer, dudaba. Pero como luego ya no oí nada más, sólo el televisor, me tranquilicé. En cambio…
Esta vez hubo sollozos y aullidos.
—¿Cómo cree que Filippo entró en la casa?
—¡Tenía la llave! Mil veces le dije a Attilio que le pidiera que se la devolviera, pero él ¡como si nada!
—¿Cómo descubrió lo que había sucedido?
—Esta mañana he ido a la primera misa, pero como iba a comulgar, no he entrado en la cocina a prepararme el café. He vuelto a las siete y he oído que en la cocina de Attilio todavía estaba encendida la televisión. Eso me ha extrañado; nunca veía la televisión por la mañana. Entonces he ido a la casa…
—¿Quién le ha abierto?
La viuda Tumminello, que se preparaba otra vez para sumergirse en sollozos, se detuvo.
—Nadie. Tengo la llave.
Sonó el timbre de la entrada.
—Ya voy yo —dijo el comisario.
Era Fazio. A su lado, un hombre de unos treinta años, extremadamente delgado, con los pantalones raídos, la chaqueta deformada, despeinado, sin afeitar. Montalbano no tuvo tiempo de abrir la boca cuando a sus espaldas sonó un alarido.
La viuda Tumminello, que además de su preferencia por las novelas rosa poseía cierta inclinación hacia la tragedia, se había levantado y señalaba al joven con el brazo extendido y el dedo índice tembloroso.
—¡El asesino! ¡El parricida!
Cayó al suelo, desmayada. Fue como si una ligera sacudida provocada por un terremoto moviera el edificio.
—Saquémoslo de aquí —dijo Montalbano, preocupado—; llévalo a la comisaría.
—¿No sabía que su padre había sido asesinado?
—No, señor.
—Pero si lo primero que dijiste cuando entraste en la casa fue: «¿Es verdad que papá?…». Y te echaste a llorar —intervino Fazio.
—Es verdad. Lo de papá me lo dijo el que tiene la tienda de hierros cuando me ha visto entrar en el portal.
—¿Ayer por la tarde te peleaste con tu padre?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no quiso darme el dinero que le pedí.
—¿Por qué no te lo quiso dar?
—Dijo que ya no quería mantenerme más.
—Y tú lo amenazaste de muerte. Lo dijiste y lo hiciste —intervino Fazio de nuevo.
Montalbano lo miró de mala manera. No le gustaba que lo interrumpieran, y tampoco le parecía justo que a uno lo tutearan sólo porque se encontraba en posición de inferioridad. Pero Filippo Gambardella apenas reaccionó a las palabras de Fazio; era un hombre apático, ausente.
—No he sido yo.
En voz baja.
—¿Cuál es el motivo que esta mañana lo ha impulsado a volver a casa de su padre? Al creerlo todavía vivo, ¿quería pedirle otra vez el dinero que ayer no le dio?
—No era esa la razón.
—¿Cuál era?
Filippo Garmbardella parecía turbado, y murmuró algo que el comisario no entendió.
—Más fuerte, por favor.
—Quería pedirle perdón.
—¿Por qué?
—Por haberle dicho que si no me daba dinero lo mataba.
—¿No se habían peleado otras veces?
—En los últimos tiempos, sí. Pero antes nunca le había dicho que iba a matarlo.
—Y después de la pelea, ¿adónde fue?
—A la taberna de Minicuzzo. Me emborraché.
—¿Cuánto tiempo se quedó allí?
—No lo sé.
—Y después de emborracharse, ¿a dónde fue?
—No lo sé.
No era que no quisiera contestar a las preguntas; Montalbano sabía que era sincero.
—¿Se ha cambiado de ropa? —Filippo Gambardella lo miró aturdido—. Esta mañana, antes de ir a casa de su padre, ¿ha pasado por su casa? ¿Se ha cambiado de traje?
—¿Cómo iba a cambiarme? Sólo tengo este.
—¿Cuánto hace que no come?
—No lo sé.
—Llévatelo —le dijo el comisario a Fazio—, que se lave y que le traigan algo del bar. Luego seguiremos.
—Detrás de un cuadro que tenía Gambardella en el dormitorio he encontrado esto —dijo Galluzzo cuando volvió de registrar la casa del muerto.
Era un sobre amarillo, de tipo comercial. Encima habían escrito: «ÁBRASE DESPUÉS DE MI FALLECIMIENTO». Dado que quien lo había escrito estaba muerto, el comisario lo abrió. Unas cuantas líneas en las que se decía que Attilio Gambardella, en plena posesión de sus facultades mentales, dejaba todo lo que poseía, casas, almacenes, terrenos y dinero líquido a su único hijo Filippo Gambardella. La fecha era de tres años antes. En ese momento entró Fazio.
—Ha comido y se ha quedado dormido. ¿Qué hago?
—Déjalo que duerma —dijo el comisario enseñándole el testamento.
Fazio lo leyó y torció el gesto.
—Es una buena razón contra Filippo Gambardella —comentó.
—¿Qué quieres decir?
—Que tenemos el móvil.
* * *
—Me llamo Gianni Puccio —dijo el hombre de unos cuarenta años, distinguido y educado, que había pedido ser recibido por el comisario.
—Mucho gusto. Dígame.
—En el pueblo corre la voz de que han arrestado a Filippo Gambardella por haber matado a su padre. ¿Es cierto?
—No es cierto —repuso con sequedad Montalbano.
—Entonces, ¿lo han dejado en libertad?
—No. ¿No sería mejor que me dijera qué ha venido a decirme, sin hacer preguntas?
—Quizá sea lo mejor —admitió Gianni Puccio un poco amedrentado—. Bien, anoche, hacia las ocho y media o las nueve menos cuarto, el coche —soy representante de comercio— se me paró justo delante de la casa de Gambardella, al que conocía desde hacía años. También conozco a su hijo Filippo. Bajé y abrí el capó. En ese momento oí la voz alterada de Attilio Gambardella. Alcé la vista. Attilio estaba en el balcón y le gritaba a alguien que estaba en la calle: «¡No vengas más! ¡Sólo tendrás el dinero después de mi muerte!». Luego volvió a entrar y cerró el balcón.
—¿Vio a quién se dirigía?
—Sí. A su hijo Filippo. Como en el pueblo se dice que lo mató después de una discusión, yo, en conciencia, puedo declarar que las cosas no fueron así.
—Me ha sido de mucha utilidad, señor Puccio.
—¿Y qué significa? No significa nada —dijo Fazio—. Muy bien, no lo mató durante la discusión, pero lo hizo después. Fue a la taberna, se emborrachó, el vino le dio valor, volvió a casa del padre y lo mató.
—Estás convencido de que fue él, ¿verdad?
—¡Pues sí, señor!
—Podría ser. Gallo ha ido a interrogar a Minicuzzo, el tabernero. Dice que Filippo llegó a eso de las nueve, se bebió una botella de dos litros y salió cuando todavía no eran las diez y media.
—¿No ve? Tuvo todo el tiempo del mundo para volver y acuchillar a su padre. El doctor Pasquàno ha dicho que el delito se cometió entre las ocho y las once, ¿no? Las cuentas salen.
—Ya.
—¿Se puede saber qué es lo que no le cuadra?
—Según la lógica, no me cuadra que no haya tomado los dos millones que había en la casa. Necesitaba dinero. Mata al padre. ¿Por qué, entonces, no lo redondea y se lleva los dos millones? ¿Y cómo se consigue dar tantas cuchilladas a alguien y no tener la más mínima mancha en el traje? ¿Recuerdas la cantidad de sangre que había en la cocina?
—Comisario, ¿está de broma? Si le cuenta sus dudas al juez se reirá en su cara. No se llevó los dos millones porque no fue un asesinato premeditado. Cuando vio a su padre muerto, una vez pasada la rabia que le hizo dar las treinta puñaladas, se asustó y huyó. En segundo lugar, o volvió a su casa, contrariamente a lo que dice la mujer, y se cambió el traje manchado de sangre, o se lo pidió a cualquier amigote de la taberna y el suyo lo tiró al mar.
—¿Estás convencido de que tenía el traje manchado de sangre?
—Es indudable.
—Escúchame con atención, Fazio. El señor Puccio ha venido a decirnos que vio a Filippo hacia las ocho y media o nueve menos cuarto delante de la casa de su padre. Gambardella todavía estaba vivo. Según Minicuzzo, Filippo llegó a la taberna a las nueve. Por lo tanto, si mató a su padre después que Puccio lo viera, no tuvo tiempo de ir a su casa y cambiarse de traje, si a las nueve estaba en la taberna de Minicuzzo. ¿Tengo razón?
—Sí, señor.
—Eso quiere decir que el homicidio se cometió cuando él ya estaba borracho, ¿no es cierto? Tú mismo has planteado esta hipótesis.
—Sí, señor.
—Pero si ha actuado así, las cosas cambian. Ya no se trata de un impulso asesino durante una pelea. Es algo pensado y meditado. Por lo tanto, no habríamos encontrado los dos millones en el cajón. Y le habría interesado hacerlos desaparecer, a fin de simular un robo.
—¿Quién habla de robos? —preguntó alegremente Mimì Augello entrando en el despacho de su superior.
El rostro de Montalbano se volvió hosco.
—¡Mimì, eres un caradura! ¡No se te ha visto en toda la mañana!
—¡Cómo! ¿No te dijeron nada? —preguntó Mimì, sorprendido.
—¿Qué tenían que decirme?
—Esta mañana, a primera hora —explicó paciente Augello—, el señor Zuccarello ha venido a denunciar un robo en su casa, que está junto a la vieja estación. Su mujer y él se quedaron a dormir en Montelusa, en casa de la hija casada. Cuando volvieron, se dieron cuenta del robo. Se llevaron la plata y algunas joyas. Dado que estabas ocupado con lo de Gambardella, me encargué del caso.
—Entonces, si ya te ocupas tú, los ladrones pueden dormir tranquilos y los señores Zuccarello es mejor que se despidan de la plata —comentó el comisario con malicia.
Mimì Augello, con muy poca elegancia, cerró el puño derecho, estiró el brazo y puso encima con fuerza la mano izquierda, a la altura del codo.
—¡Toma! Ya he detenido al ladrón.
—¿Y cómo lo has conseguido?
—Salvo, en Vigàta los ladrones de apartamentos apenas son tres, y cada uno trabaja con una técnica particular. Estas cosas no las sabes porque no te ocupas de ellas; tu cerebro sólo se enfrenta a cuestiones de alta especulación.
—¿Peppe Pignataro, Cocò Fati o Lillo Seminerio? —preguntó Fazio, que, en cambio, conocía la vida y milagros de todo Vigàta.
—Peppe Pignataro —contestó Augello. Y luego añadió, dirigiéndose al comisario—: Quiere hablar contigo. Está allí, en mi despacho.
Cincuentón, menudo, enjuto, bien vestido, Pignataro se levantó en cuanto vio al comisario. Montalbano cerró la puerta y se sentó en el sillón de Mimì.
—Siéntese, siéntese —le dijo al ladrón.
Pignataro tomó asiento de nuevo tras haber insinuado una inclinación.
—Todo el mundo sabe que usted es de fiar. —Montalbano no dijo nada; siguió inmóvil—. Yo soy el ladrón. —Montalbano tenía la inmovilidad de un maniquí—. Sólo que el subcomisario Augello no podrá demostrarlo. No he dejado huellas y la plata y las joyas están escondidas en un lugar seguro. Esta vez, y dicho sea con todo respeto, el subcomisario Augello se va a romper los cuernos.
¿A quién le estaba hablando? El comisario se hallaba en la habitación, pero parecía embalsamado.
—Sin embargo, el subcomisario Augello puede seguirme de cerca; entonces no podré ir a donde debo ir, para que me entreguen el dinero a cambio de la plata y de las joyas. Porque necesito el dinero con urgencia. ¿Me creerá si le digo una cosa?
—Sí.
—Mi mujer está muy enferma, puede informarse. Los remedios que necesita tengo que comprarlos y cuestan un ojo de la cara.
—¿Qué quieres?
—Que hable con Augello para que me deje en paz un mes. Luego, se lo juro, me entregaré.
Se miraron en silencio.
—Intentaré hablar con él —dijo Montalbano levantándose.
Peppe Pignataro saltó de la silla, se inclinó e intentó coger la mano de Montalbano para besársela. El comisario se apartó a tiempo.
—Quiero decirle algo. Anoche, a eso de las nueve, estaba vigilando la casa de Zuccarello para ver cómo se presentaba el asunto. Sabía que el señor y su mujer habían salido en coche. Hacia las once apareció Filippo Gambardella. Lo conozco bien. No se sostenía de pie, estaba completamente borracho. De pronto ya no pudo seguir y se echó en el suelo junto a la casa de Zuccarello. Se quedó dormido. Seguía durmiendo a las cuatro de la mañana, cuando volví a pasar después del robo.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Por agradecimiento. Y para evitarle una equivocación. En el pueblo dicen que ha arrestado a Filippo por la muerte del padre y yo quiero…
—Gracias —dijo Montalbano.
* * *
—¿Qué hacemos con Filippo Gambardella?
—Déjalo en libertad.
Fazio dudó. Luego estiró los brazos.
—Como ordene.
—Ah, oye, llama a Augello.
Tardó más de media hora en convencer a Mimì, pero Peppe Pignataro tuvo vía libre durante un mes. Entre una cosa y otra eran casi las dos y el comisario sentía un apetito que le nublaba la vista.
—¿Hay sitio allí? —preguntó Montalbano entrando en la trattoria San Calogero.
«Allí» significaba un cuartito pequeño con dos mesitas.
—No hay nadie —le aseguró el dueño.
Primero comió un abundante plato de gambitas y pulpitos con salsa, luego cuatro pescados grandes que no se acababan nunca.
—¿Le traigo un café?
—Luego. Mientras tanto, si no molesto, haría una media horita de siesta.
El dueño entornó los postigos y el comisario se durmió con la cabeza apoyada en los brazos cruzados encima de la mesa, en la boca tenía todavía el sabor del pescado fresco, en la nariz el aroma de la buena cocina, en los oídos el lejano tintineo de los cubiertos que estaban lavando. A la media hora en punto, el dueño le llevó el café, el comisario se lavó un poco, se secó la cara con papel higiénico y se encaminó a la comisaría canturreando. Hacía un día precioso.
* * *
En la puerta le esperaba Fazio.
—¿Qué pasa?
—Pasa que ha venido la viuda Tumminello. Quiere hablar con usted. Parece nerviosa.
—Muy bien.
Apenas tuvo tiempo de sentarse ante el escritorio, cuando la luz del despacho se debilitó. La viuda, con su enorme figura, ocupaba el vano de la puerta.
—¿Puedo entrar?
—¡Claro que sí! —contestó, galante, el comisario, indicándole una silla, que chirrió penosamente en cuanto la mujer tomó asiento.
Se sentó en el borde, con el bolso en las rodillas y las manos enguantadas.
—Me perdonará, señor comisario, pero cuando tengo una cosa aquí…
Se llevó una mano al corazón.
—… también la tengo aquí.
La mano se alzó hasta la boca.
—Y a mí me gustaría que esta cosa me la hiciera llegar aquí —dijo el comisario tocándose las orejas.
—¿Es cierto que ha dejado en libertad a Filippo?
—Sí.
—¿Y por qué?
—No hay pruebas.
—¿Cómo? ¿Y todo lo que yo le conté? La discusión, las palabras gruesas, la caída de la silla…
—Un testigo dice que cuando Filippo abandonó la casa, el señor Gambardella todavía estaba vivo.
—¿Y quién es el grandísimo cabrón? ¡Seguramente un cómplice, un amigote del parricida! ¡Mire, comisario, todo el pueblo está convencido de que fue él, y todo el pueblo se ha sorprendido cuando lo ha dejado en libertad!
—Señora, yo debo ocuparme de los hechos, no de las palabras. Y a propósito de hechos, ¿sabe que tenía pensado pasar esta tarde por su casa?
La señora Gesuina Praticò, viuda de Tumminello, que hasta un instante antes gesticulaba de tal manera que el bolso se le cayó al suelo dos veces, de repente quedó paralizada. Cerró los ojos.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué quiere de mí?
Montalbano abrió el primer cajón del escritorio, sacó un sobre comercial y se lo mostró.
—Quiero enseñarle esto.
—¿Qué es?
—El testamento, la última voluntad de Gambardella. La viuda palideció, pero hasta tal punto que su piel le recordó al comisario la de una medusa muerta a orillas del mar.
—Lo han encon…
Se detuvo, mordiéndose los labios.
—Sí. Hemos tenido más suerte que usted, señora, que debió de buscarlo cada vez que Gambardella le daba ocasión.
—¿Y qué interés podía tener yo?
—No sé, puede que sólo curiosidad. Mire, ¿reconoce la caligrafía de Gambardella?
Le acercó el sobre.
—«ÁBRASE DESPUÉS DE MI FALLECIMIENTO» —leyó la mujer y añadió—: Es la suya.
—Si hubiera encontrado el testamento, habría tenido una sorpresa. ¿Quiere que lo lea?
Sacó el papel despacio, leyó con lentitud aun mayor, marcando casi las sílabas:
Vigàta. Yo, Attilio Gambardella, en plena posesión de mis facultades mentales, deseo que después de mi fallecimiento todos mis bienes muebles e inmuebles pasen a propiedad de la señora Gesuina Praticò, viuda de Tumminello, que durante años ha sido mi amiga más devota. Mi hijo Filippo queda desheredado. Doy fe y firmo…
El alarido de alegría de la viuda fue tal que provocó algunos efectos desastrosos, entre ellos: Catarella se quemó con un café hirviendo; Galluzzo dejó caer al suelo una máquina de escribir que estaba trasladando de despacho; y Miliuzzo Conti, detenido bajo la sospecha de ser ladrón de radios de coche, creyendo que en la comisaría se practicaba la tortura (la noche anterior había visto una película de nazis), intentó una fuga desesperada que acabó con la pérdida total de los dientes de delante.
Aunque estaba preparado, Montalbano quedó ensordecido. La viuda, mientras tanto, se había levantado y bailaba, ora sobre un pie, ora sobre el otro. Y Fazio, que entró corriendo, la contemplaba con la boca abierta.
—Tráele un vaso de agua.
Fazio volvió inmediatamente, pero era como si la viuda no viera el vaso que le ponía delante de la boca, mientras se desplazaba al ritmo de la mujer. Finalmente, lo vio y se lo bebió de un trago. Volvió a sentarse. Estaba morada, sumergida en un baño de sudor.
—Léalo usted misma.
Lo tomó, lo leyó, lo tiró, volvió a palidecer, se levantó, se echó hacia atrás, los ojos fijos en aquel pedazo de papel.
Le faltaba el aire, se llevó las manos al cuello, temblaba. El comisario se plantó delante de ella.
—Escuchó lo que Gambardella le dijo a su hijo…: que le dejaría todo cuando falleciera… y entonces fue a verlo para pedirle explicaciones… Porque él le había prometido que usted heredaría…
—Siempre me lo decía —confirmó la viuda, jadeando— siempre me lo repetía, el puerco… Gesuinuzza mía, te lo dejo todo… Y mientras tanto cógela…, métetela… Un puerco, era un cerdo… Siempre obligándome a hacer cosas… No le bastaba que le hiciera de sirvienta… Y ayer por la noche tuvo el valor de decirme que se lo dejaba todo al sinvergüenza de su hijo… Eran tal para cual, padre e hijo, dos asquerosos que…
—Ocúpate tú —le dijo el comisario a Fazio. Necesitaba dar un paseo por el muelle, necesitaba aire fresco, mar.