Las pocas ocasiones en que el jefe de policía, al no tener otro a mano, lo enviaba a representar a la Jefatura de Montelusa en congresos y convenciones, el comisario Montalbano se tomaba la cosa como un castigo o una ofensa personal. Cuando escuchaba las adornadas palabras de los participantes, los saludos de bienvenida, las loas y las críticas, los votos de confianza y los anuncios de un apocalipsis seguro, lo dominaba una sensación de pesadez tal que a las preguntas de los demás respondía con monosílabos confusos y descorteses. Su aporte a la discusión general se reducía a unas quince líneas paridas con esfuerzo, mal escritas y peor leídas. Su intervención sobre las reglas comunitarias de la policía de frontera estaba prevista en el programa para las diez y media del tercer día de trabajo, pero al final de la primera jornada el comisario ya estaba agotado y se preguntaba cómo iba a poder resistir dos días más. Se alojaba en el hotel Centrale de Palermo, que eligió con sumo cuidado porque todos sus colegas italianos y extranjeros se alojaban en otros hoteles. La única luz entre tanta oscuridad fue la invitación a cenar de Giovanni Catalisano, compañero de escuela desde párvulos hasta el bachillerato. Se dedicaba a la venta de telas al por mayor; tenía dos hijos de su mujer Assunta Didio, que había heredado una décima parte de las dotes culinarias de Antonio, su padre, legendario cocinero en casas principescas de Palermo. Sin embargo, esa décima parte era de sobra suficiente: el comisario aseguraba que si en el momento de morir se acordara de las comidas que preparaba la señora Assuntina, el tránsito sería más doloroso. Cuando finalizó la segunda jornada de trabajo, después de que hablaran los representantes de Inglaterra, de Alemania y de Holanda en inglés, alemán y holandés respectivamente, Montalbano tenía la cabeza como una olla de grillos. Por ello se metió rápidamente en el coche de su amigo Catalisano que pasó a buscarlo. La cena resultó superior a las expectativas y la conversación que siguió fue muy relajante: la señora Assuntina era de pocas palabras, pero su marido Giovanni, en compensación, era un hombre de respuesta rápida e inteligente. Cuando el comisario miró el reloj vio que era casi la una de la madrugada. Se levantó, se despidió afectuosamente de la pareja, se metió en el chaquetón de piel y salió, rechazando el ofrecimiento del amigo a acompañarlo.
—El hotel está cerca. Diez minutos de paseo me irán bien, no te molestes.
En cuanto salió tuvo dos sorpresas desagradables: llovía y hacía un frío que cortaba el aliento. Entonces decidió llegar al hotel por unos atajos que creía recordar. En la mano llevaba una carpeta que le habían dado en la convención: con la mano izquierda la sostuvo encima de la cabeza para protegerse un poco de la lluvia, que caía en abundancia. Tras haber caminado por callejuelas solitarias y mal iluminadas, con los pantalones empapados, se desanimó: se equivocaba de camino. Si hubiera aceptado la oferta de Catalisano ya estaría a resguardo en la habitación del hotel. Mientras permanecía de pie en medio de la callejuela, dudando si sería mejor protegerse en una puerta y esperar a que amainase o armarse de valor y continuar, oyó el ruido de una moto que se acercaba por detrás. Se apartó para darle paso y quedó aturdido por el ruido ensordecedor del motor que, sin previo aviso, aceleró. Fue tan sólo un segundo, aunque alguien lo aprovechó para tratar de arrancarle la carpeta que todavía llevaba encima de la cabeza a fin de protegerse del agua. El tirón hizo girar sobre sí mismo al comisario, que entonces quedó junto al motorista; este, todavía de pie encima de los pedales, intentaba quitarle la carpeta, que Montalbano aferraba con fuerza con los dedos de la mano izquierda. El absurdo tira y afloja duró unos segundos: absurdo porque la carpeta, llena de papeles sin importancia, aumentaba de valor a los ojos del ladrón, puesto que era defendida con tanto empeño. Los reflejos del comisario siempre habían sido rápidos, y en esta ocasión también lo fueron, permitiéndole pasar al contraataque. El violento puntapié que propinó a la moto alteró el ya precario equilibrio en el que se mantenía el ladrón, que prefirió abandonar, arrancar y marcharse. No fue muy lejos, porque casi al final de la callejuela describió una curva en U y se detuvo debajo de una farola, con el motor al ralentí. Vestido de arriba abajo con el mono, la cabeza oculta dentro del casco integral, el motorista era una figura amenazadora y desafiante.
—¿Y qué coño hago ahora? —se preguntó Montalbano mientras se ajustaba el chaquetón de piel.
No volvió a cubrirse la cabeza con la carpeta. Estaba completamente mojado: el agua se le metía por el cuello, descendía por la espalda, salía por los pantalones, y en parte acababa dentro de los zapatos. De dar media vuelta y echar a correr, ni pensarlo: aparte de hacer el ridículo, el motorista habría podido alcanzarlo como y cuando quisiera. Sólo quedaba seguir adelante. Con lentitud, balanceando la carpeta con la mano izquierda, Montalbano empezó a caminar como si estuviera paseando en un día de sol. El motorista lo contemplaba aproximarse sin hacer ni un solo movimiento; parecía una estatua. El comisario se dirigió directamente hacia la moto, y cuando llegó ante la rueda anterior se detuvo.
—Quiero que veas una cosa —le dijo al motociclista.
Abrió la carpeta y la dio vuelta: los papeles cayeron al suelo, se mojaron y se llenaron de barro. Sin cerrarla, Montalbano la tiró al suelo.
—Te habría ido mejor si le hubieras robado la pensión a una anciana.
—No robo a las mujeres, ni viejas ni jóvenes —replicó el ladrón en tono ofendido.
Montalbano no consiguió distinguir bien la voz, porque a través del casco le llegó muy sofocada.
Quién sabe por qué motivo, el comisario decidió seguir adelante con la provocación.
Metió una mano en el bolsillo interior del chaquetón, sacó la cartera, la abrió, eligió un billete de cien mil liras y se lo ofreció al ladrón.
—¿Te basta para una dosis?
—No acepto limosnas —dijo el motorista, apartando violentamente la mano de Montalbano.
—Si es así, buenas noches. Ah, oye, dime una cosa: ¿qué calle debo tomar para llegar al Centrale?
—Todo derecho, la segunda a la izquierda —contestó con gran naturalidad el ladrón.
La intervención de Montalbano, que empezó puntualmente a las diez y treinta, estaba previsto que acabara a las diez y cuarenta y cinco para abrir otros quince minutos de debate. Pero entre los ataques de tos, los carraspeos, los resoplidos y los estornudos del orador, duró hasta las once. Los traductores simultáneos pasaron los peores momentos de su vida porque al balbuceo que siempre le aparecía al comisario cuando tenía que hablar en público, se añadió en esta ocasión un tono gangoso, es decir, esa particular manera de hablar cuando uno tiene la nariz tapada y cambia la pronunciación de las consonantes. Nadie entendió nada. Tras un momento de turbación, el presidente de turno sufrió un ataque de ingenio e inició el debate. De este modo Montalbano pudo abandonar la convención e irse a la comisaría. Recordó que un año antes, el entonces jefe de policía de Palermo había creado una brigada especial «antitirón», de la que habían hecho mucha publicidad las televisiones y los periódicos de la isla. En las fotografías y en las filmaciones que ilustraban los servicios se veía a jóvenes agentes de civil sobre patines de ruedas y motos nuevas y relucientes, dispuestos a perseguir a los ladrones de esa especialidad, arrestarlos y recuperar los objetos robados. Se propuso como jefe de la brigada al subcomisario Tarantino. Luego, nadie volvió a hablar de la iniciativa.
—Tarantì, ¿te ocupas todavía de los robos por tirón?
—¿Has venido a cachondearte? La brigada se disolvió dos meses después de su creación. ¡Diez hombres a media jornada contra una media de cien tirones al día!
—Quisiera saber…
—Mira, es inútil que hables conmigo. Yo ponía el sello en los informes y basta; ni siquiera los leía.
Levantó el teléfono, refunfuñó algo y volvió a colgar. Casi inmediatamente llamaron a la puerta y apareció un hombre de unos treinta años, de aspecto simpático.
—Es el inspector Palmisano. El comisario Montalbano quiere preguntarte algo.
—A sus órdenes.
—Se trata de una curiosidad. ¿Qué sabes de tirones que se hayan hecho usando una moto de época?
—¿Qué entiende por moto de época?
—¡Qué se yo! Una Laverda, una Harley-Davidson, una Norton…
Tarantino se echó a reír.
—¡Qué ocurrencia! ¡Sería como ir a robarle los caramelos a un niño en un Bentley!
En cambio Palmisano permaneció serio.
—No, no sé nada. ¿Desea algo más?
Montalbano se quedó otros cinco minutos hablando con su colega. Luego se despidió y fue a buscar a Palmisano.
—¿Me acompañas a tomar un café?
—Tengo poco tiempo.
—Bastarán cinco minutos.
Salieron de la jefatura y entraron en el primer bar que encontraron.
—Voy a contarte lo que me pasó anoche.
Le contó su encuentro con el ladrón.
—¿Quiere arrestarlo? Al parecer no le ha robado nada —dijo Palmisano.
—No. Sólo quisiera conocerlo.
—Yo también —admitió en voz baja el inspector.
—Era una Norton 750 —precisó el comisario—, estoy más que seguro.
—Ya —asintió Palmisano—, e iba vestido de arriba abajo, con el casco integral.
—Sí. No pude leer la matrícula porque estaba cubierta con un trozo de plástico negro. ¿Qué me dices?
—Fue durante el segundo mes que prestaba servicio en la brigada. Faltaba poco para que cerraran los Bancos por la mañana. Estaba delante de la Commerciale cuando salió un hombre con una bolsa y un individuo, a bordo de una Norton 750 negra, se la arrancó. Me precipité en su persecución. Yo llevaba una Guzzi. No pude hacer nada.
—¿Fue más rápido?
—No, comisario; era mejor. Por suerte había poco tráfico. Llegamos, él delante y yo detrás, hasta el desvío de Enna. Entonces se metió en una carretera. Y yo detrás. Al parecer quería hacer moto-cross. Pero en una curva mi moto no se agarró a la grava y yo salí disparado. Me salvó el casco, pero perdía sangre de la pierna derecha, me dolía. Cuando me levanté, él estaba allí. Se había parado. Me dio la sensación de que si no me hubiera puesto de pie habría sido capaz de venir a ayudarme. De cualquier manera, mientras me acercaba a la Guzzi sin apartar los ojos de él, hizo algo que no esperaba. Levantó la bolsa que acababa de robar y me la enseñó. La abrió, miró el interior, la volvió a cerrar y la tiró en medio de la carretera. Luego dio la vuelta con la Norton y se marchó. Cojeando, fui a recoger la bolsa. Había cien millones en billetes de cien mil. Volví a jefatura y escribí en el informe que había recuperado el objeto robado después de una refriega, pero que el ladrón había conseguido huir. No puse ni la marca de la moto.
—Entiendo —dijo Montalbano.
—Ese no buscaba dinero —añadió Palmisano, tras un silencio, como si concluyera su razonamiento.
—¿Y qué buscaba, según tu opinión?
—¡Ah! Puede que otra cosa, pero dinero no.
Ese tal Palmisano era una persona inteligente.
—¿Has oído hablar de otros casos similares?
—Sí, tres meses después. Le sucedió a un compañero que ya ha sido trasladado. También recuperó los objetos robados. Fue el propio ladrón quien se los devolvió. En el informe, tampoco aportó elementos válidos para la identificación.
—Tenemos, por lo tanto, a un ladrón que habitualmente sale de paseo…
Palmisano sacudió la cabeza.
—No, comisario, no va de paseo «habitualmente», como usted dice. Sólo lo hace cuando no puede soportar la presión. ¿Desea preguntarme algo más?
Era inútil comer; el resfriado le impedía distinguir los sabores. La convención se reanudaba a las tres y media. Todavía podía quedarse al menos tres horas bien caliente, bajo las mantas. Ordenó que le subieran a la habitación una aspirina y la guía de teléfonos. Se le ocurrió que las aficiones, desde la cría del gusano de seda hasta la fabricación casera de bombas atómicas, tienen siempre una asociación, un club, donde los afiliados intercambian información y piezas raras y, de vez en cuando, organizan una salida al campo. Encontró un «Motocar» que no sabía qué significaba, seguido de un «Motoclub» cuyo número marcó. Respondió una amable voz masculina. El comisario explicó de manera confusa que se había trasladado hacía poco a Palermo y solicitó información para una posible inscripción en el club. El otro le contestó que no existía ningún problema y luego, bajando un poco la voz, preguntó con el tono de quien pregunta a qué secta secreta pertenece el otro:
—¿Es harleysta?
—No, no lo soy —repuso el comisario en un susurro.
—¿Qué moto tiene?
—Una Norton.
—Bien, entonces es mejor que se dirija al Nor-club, que es una rama nuestra. Apunte el número de teléfono, los encontrará después de las ocho de la tarde.
Marcó el número enseguida. No había nadie. Podía dormir una hora antes de ir a la clausura de la convención. Cuando se despertó se encontraba muy bien; el resfriado casi había desaparecido del todo. Miró el reloj y tuvo un sobresalto: las siete. Dado que era inútil presentarse en la convención, no se apresuró. A las ocho y cinco llamó por teléfono desde el vestíbulo del hotel, y le contestó la voz fresca de una muchacha. Veinte minutos después estaba en la sede del club, en la planta baja de un elegante edificio. No había nadie, sólo estaba la joven que había contestado al teléfono y que hacía desinteresadamente de secretaria de ocho a diez de la noche. Y la misma tarea la desempeñaban, por turno, los socios más jóvenes del club. Era tan simpática, que el comisario no quiso contarle el cuento del dueño de una Norton trasladado a Palermo. Se identificó, sin que ello provocara ninguna reacción especial en la joven.
—¿Por qué ha venido aquí?
—Bien, porque nos han dado la orden de hacer un censo de todas las asociaciones y clubes, deportivos y no deportivos. ¿Me explico?
—No —contestó la joven—. Dígame lo que quiere saber y yo se lo digo, esta no es una asociación secreta.
—¿Todos son tan jóvenes?
—No. El señor Rambaudo, por ejemplo, pasa de los sesenta.
—¿Tiene una foto de grupo?
La muchacha sonrió.
—¿Le interesan los nombres o las caras? —E indicó una pared a espaldas de Montalbano—. Es de hace dos meses —añadió—, y estamos todos.
Una fotografía clara, tomada al aire libre, en el campo. Más de treinta personas, todos con el uniforme: el mono negro y las botas. El comisario contempló los rostros con suma atención. Cuando llegó al tercero de la segunda fila sufrió un sobresalto. No supo explicarse por qué, pero tuvo la seguridad de que aquel hombre atlético, sobre la treintena, que le sonreía, era el ladrón.
—Sois muchos.
—Tenga presente que este es un club provincial.
—Ya. ¿Lleváis un registro?
Lo llevaban, y en perfecto orden. Fotografía, nombre, apellido, profesión, dirección y teléfono del afiliado. Matrícula de la moto, características principales y particulares. Actualización semestral de la cuota de inscripción. Varios. Hojeó el registro, fingiendo que tomaba apuntes en el revés de un sobre que llevaba en la americana. Luego sonrió a la muchacha, que estaba hablando por teléfono, y salió. Tenía en la cabeza tres nombres y tres direcciones. Pero el del abogado Niccolò Nuccio, calle Libertà, 32, Bagheria, teléfono 091232756, lo tenía impreso en negrita.
Lo mejor era ir enseguida al grano. Marcó el número en la primera cabina telefónica que encontró, y le contestó un niño.
—¿Diga? ¿Diga? ¿Quién eres? ¿Qué quieres?
No debía de tener ni cuatro años.
—¿Está papá?
—Ahora te lo llamo.
Estaban mirando la televisión; se oía la voz de… ¿De quién era aquella voz? No tuvo tiempo de contestarse a su pregunta.
—¿Quién es?
A pesar de haber oído la voz sofocada y distorsionada por el casco, el comisario la reconoció. Sin lugar a dudas.
—Soy el comisario Montalbano.
—Ah. He oído hablar de usted.
—Y yo también de usted.
El otro no contestó, no preguntó. Montalbano oía la profunda respiración al otro lado del hilo. En segundo plano, la televisión. Ahora: era la voz de Mike Bongiorno.
—Tengo motivos para creer que anoche usted y yo nos vimos.
—Ah, ¿sí?
—Sí, abogado, y me gustaría que nos viéramos otra vez.
—¿En el mismo sitio que anoche?
No parecía en absoluto preocupado por haber sido descubierto. Antes bien, se permitía dárselas de ingenioso.
—No, demasiado incómodo. Lo espero en mi hotel, en el Centrale, ya sabe. Por la mañana, a las nueve.
—Iré.
Comió bien en una trattoria próxima al puerto, volvió al hotel hacia las once, estuvo leyendo durante dos horas una novela no policíaca de Simenon, a la una apagó la luz y se quedó dormido. A las siete de la mañana ordenó que le subieran un café exprés doble y el Giornale di Sicilia. La noticia que le hizo ponerse de pie en medio de un baño de sudor estaba en negrita, en primera página: al parecer había llegado justo a tiempo para que la imprimieran. Decía que a las veintidós y treinta de la noche anterior, en las proximidades de la estación, un ladrón intentó robar el muestrario de un representante de piedras preciosas, el cual reaccionó disparando y matándolo. Con gran sorpresa habían identificado al ladrón como el abogado Niccolò Nuccio, de treinta y dos años, de posición acomodada, residente en Bagheria. Nuccio —seguía diciendo el periódico— no tenía ninguna necesidad de robar para vivir. La moto desde la que había intentado el tirón, una Norton negra, valía unos diez millones de liras. ¿Se trataba de un desdoblamiento de personalidad? ¿De una broma que acabó en tragedia? ¿De una bravata absurda?
Montalbano arrojó el periódico sobre la cama y empezó a vestirse. Niccolò Nuccio había encontrado lo que buscaba y quizás él conseguiría alcanzar el tren de las ocho y media para Montelusa. Desde allí telefonearía a la comisaría de Vigàta. Y lo irían a buscar.