Fin de año

Montalbano pasó la Navidad en Boccadasse con Livia, y el 27 por la mañana fueron los dos al aeropuerto Colombo; el comisario para volver a Vigàta y Livia a pasar el fin de año en Viena con algunos compañeros de la oficina. A pesar de la insistencia de su mujer para que participara en el viaje, Montalbano se resistió: aparte de que con los amigos de Livia se habría sentido desplazado, lo cierto era que no le gustaban las fiestas. La noche de fin de año en el salón de un hotel, con docenas y docenas de desconocidos, fingiendo alegría durante la cena y el baile, le habría hecho subir la fiebre. Que por cierto le subió igualmente: la sintió durante el trayecto del aeropuerto de Punta Ràisi a Vigàta. Una vez en casa, en Marinella, se puso el termómetro: apenas treinta y siete y medio; no tenía importancia. Fue a la comisaría para enterarse de las novedades, porque había estado fuera una semana. El 31 por la mañana, cuando se presentó en el despacho, Fazio se quedó mirándolo.

—¿Qué le pasa, comisario?

—¿Por qué?

—Tiene la cara congestionada y los ojos brillantes. Tiene fiebre.

Resistió una media hora. Luego no pudo más, no entendía lo que le decían y, si se ponía de pie, la cabeza le deba vueltas. En casa encontró a Adelina, la sirvienta.

—No me prepares nada. No tengo apetito.

—¡María santísima! ¿Por qué? —preguntó alarmada la mujer.

—Tengo un poco de fiebre.

—¿Preparo una menestra ligerita?

Se puso el termómetro: cuarenta. No le quedó más remedio que obedecer y meterse enseguida en la cama. La sirvienta estaba acostumbrada a hacerse respetar por sus dos hijos, que eran dos auténticos delincuentes; al menor, que se encontraba en la cárcel, lo arrestó el comisario. Le arregló las mantas, enchufó el teléfono al lado de la cama e hizo el diagnóstico:

—Es la epidemia de gripe. La tiene medio pueblo.

Salió, volvió con una aspirina y un vaso de agua, levantó la cabeza de Montalbano, le hizo tragar la pastilla y cerró las persianas.

—¿Qué haces? No tengo sueño.

—Pero tiene que dormir. Estoy en la cocina. Si me necesita, llámeme.

A las cinco de la tarde se presentó Mimì Augello con un médico que no hizo otra cosa que confirmar el diagnóstico de Adelina y prescribió un antibiótico. Mimì fue a la farmacia a comprarlo y cuando volvió no se decidía a dejar a su amigo y superior.

—¡Tener que pasar la noche de fin de año así, enfermo y solo!

—Mimì, esta es la verdadera felicidad —repuso el comisario con tono franciscano.

Cuando al fin lo dejaron en paz, se levantó, se puso un pantalón y un jersey, se sentó en el sillón y se dedicó a mirar la televisión. Se durmió. El teléfono lo despertó a las nueve de la noche: era Fazio, que llamaba para saber cómo se encontraba. Calentó la menestra ligerita de Adelina y se la comió de mala gana; el sabor no le gustó. Vagabundeó durante una hora, arrastrando las pantuflas, ora hojeando un libro, ora cambiándolo de sitio. A las once, entre un noticiario y el otro, pasó Niccolò Zito muy compungido: el comisario tenía que haber festejado en su casa la llegada del nuevo año. A medianoche en punto, mientras sonaban las campanas y explotaban las descargas, Montalbano cogió la segunda pastilla del antibiótico («una cada seis horas, recuérdelo», le había dicho el médico) y la tiró al retrete como había hecho con la primera. A la una de la madrugada sonó el teléfono.

—Felicidades, amor mío —dijo Livia desde Viena—. Hasta ahora no he conseguido línea.

—He vuelto ahora mismo —mintió Montalbano.

—¿Dónde estuviste?

—En casa de Niccolò. Diviértete, amor. Besos.

Durante horas estuvo dando vueltas en la cama, entre sudores, agitado, y logró conciliar el sueño de madrugada. A las siete sonó el teléfono.

—¿Comisario? ¿Es usted en persona?

—Sí, Catarè, soy yo. ¿Qué coño quieres a estas horas?

—Primero, desearle feliz año nuevo. Mucha salud y felicidad, comisario. Después, quería decirle que hay un muerto de paso.

—Pues déjalo pasar. —Tuvo la tentación de colgar, pero el sentido del deber no se lo permitió—. ¿Qué significa de paso?

—Significa que lo han encontrado en el hotel Reginella, el que está después de Marinella, en la casa que está al lado de la suya.

—Muy bien, pero ¿por qué has dicho que es un muerto de paso?

—Comisario, ¿y usted me lo pregunta? Uno que está en un hotel seguramente es un viajero de paso.

—Catarè, ¿te has enterado de que tengo fiebre?

—Sí, comisario, le pido perdón. Ha sido la fuerza de la costumbre lo que me ha hecho llamarlo. Ahora llamo a Augello.

A partir de las diez empezaron las llamadas para felicitarle el año nuevo, una tras otra. A media mañana llegó Adelina, a la que no esperaba.

—No importa que sea fiesta; no podía dejarlo solo, y he venido a arreglar esto un poco.

Hizo la cama y limpió el cuarto de baño.

—Ahora le voy a preparar una menestra menos ligera que la de ayer.

Hacia la una llamó a la puerta Mimì Augello.

—¿Cómo estás? ¿Te has tomado las pastillas?

—Claro. Y me están haciendo efecto. Esta mañana tengo treinta y nueve.

Las pastillas de las seis y de las doce habían tenido el mismo final que las dos primeras.

—Oye, Mimì, ¿qué historia es esa del viajero?

—¿Qué viajero?

—Ese que estaba en el hotel de aquí al lado. Esta mañana me ha llamado Catarella.

—¡Ah, ese!

Montalbano miró a los ojos a su segundo: como actor, Augello era una nulidad.

—Mimì, te conozco por dentro y por fuera. Te quieres aprovechar.

—¿De qué?

—De mi enfermedad. Me quieres apartar de la investigación. Adelante, quiero que me cuentes todo, con pelos y señales. ¿Cómo murió?

—Le han pegado un tiro. Pero no era un viajero. Era el marido de la señora Liotta, la propietaria del hotel.

* * *

Rosina Liotta era una agradable treintañera, de ojos avispados, a quien el comisario conocía de vista. Del marido no sabía nada; antes bien, estaba convencido que era soltera o viuda. Mimì Augello le explicó la historia. A los dieciséis años, Rosina era camarera del hotel Italia de Catania, donde habitualmente se hospedaba el comendador Ignazio Catalisano cuando iba a la ciudad por negocios. Catalisano era un lobo solitario: nunca se quiso casar y tenía un hermano con el que no se trataba. La apetitosa Rosina, que aparentaba ser blanca y pura como un corderillo pascual, enterneció el corazón y todo lo demás del lobo solitario, que entonces ya había pasado con creces el umbral de los sesenta. La conclusión fue que después de tres años de viajes cada vez más frecuentes a Catania, el comendador murió de un infarto en la cama de su camarera en el hotel Italia, cama de la que Rosina huyó aterrorizada. Algún tiempo después del fallecimiento de Catalisano, Rosina fue convocada por un notario de Vigàta. Era una muchacha despierta, y relacionó la muerte de su amante con la llamada del notario. Pidió la liquidación en el hotel y, sin decir nada a sus padres ni a sus hermanos, a los que por otra parte ella les importaba un comino, se trasladó a Vigàta. Una vez allí se enteró de que el comendador, para evitar conflictos y la posible impugnación del testamento, se lo dejaba todo al hermano, salvo la villa de Marinella y cien millones en efectivo como agradecimiento. Volvió a Catania, donde residía, y se fue a vivir a una modesta pensión. El dinero de la herencia, siguiendo el consejo del notario, lo depositó en un Banco de Catania. La primera vez que Rosina fue al Banco para que le dieran un talonario de cheques, conoció al cajero Saverio Provenzano, que tenía diez años más que ella. No fue un flechazo. Al principio el cajero le aconsejó cómo invertir el dinero y a Rosina le gustó, a su manera. Cuando la joven cumplió veinticinco años, quiso que el cajero se casara con ella. Tres años después, Provenzano dejó el Banco. Con el dinero de la liquidación y con el de Rosina, decidieron transformar la villa de tres pisos en las afueras de Marinella en un hotel pequeño y elegante: el Reginella. El negocio enseguida les fue muy bien.

Apenas un año después de la inauguración del hotel, un antiguo cliente le hizo a Provenzano una atractiva oferta de trabajo. Se trataba de trasladarse a vivir a Moscú como representante de una empresa de importación-exportación. Rosina no quería que su marido aceptara y hubo discusiones que llegaron a ser muy agrias. Ganó el marido. En los tres años que llevaba trabajando en Moscú, Provenzano volvió a Vigàta en diez ocasiones y no faltó una sola noche de fin de año. Esta vez llegó a Vigàta con retraso, el día 31 por la mañana, porque había huelga de controladores aéreos.

Mimì Augello interrumpió su relato.

—Estás pálido y cansado. Después te cuento el resto.

Empezó a levantarse pero Montalbano lo sujetó por el brazo y lo obligó a sentarse otra vez.

—Tú no te mueves de aquí.

—El doctor Panseca alquiló todo el hotel porque siempre pasa el fin de año con sus amigos en el Reginella. La señora Rosina dejó una habitación libre para su marido; le reservó provisionalmente la veintidós que…

—Espera un momento —interrumpió el comisario—. ¿Dónde duerme habitualmente la señora Rosina?

—Tiene una habitación en el hotel.

—¿Y el marido no duerme con ella?

—Al parecer, no.

—¿Qué significa «al parecer»? —preguntó Montalbano con irritación.

—Mira, Salvo, todavía no he podido intercambiar ni siquiera una palabra con la señora Rosina. Cuando llegué estaba en plena crisis de histeria. Luego fue el médico y le dio un fuerte sedante. Volveré más tarde a interrogarla.

—¿Cómo te enteraste de todas estas cosas?

—Por los empleados. Y sobre todo por el conserje, que la conoce desde los tiempos en que era camarera en Catania. Se lo llevó con ella.

—Sigue. ¿Por qué dijiste que era provisional el arreglo de la veintidós para el marido?

—Tampoco te lo puedo explicar. El hecho es que a las doce y media, el ingeniero Cocchiara y su mujer, huéspedes del doctor Panseca, dejaron libre la habitación veintiocho, que les servía para cambiarse de ropa, y se fueron porque tenían un compromiso con otros amigos. Entonces Rosina envió a una camarera a trasladar las maletas y limpiar la habitación, que se encuentra en la parte opuesta a la veintidós. Provenzano, hacia las dos, dijo que estaba cansado del viaje, saludó a Panseca y a los otros amigos y subió a su habitación. La mujer se quedó abajo y se acostó hacia las cuatro, cuando todo había acabado. Esta mañana, a las seis y media, un huésped de Panseca, que ocupaba la habitación veinte, pidió un café porque tenía que marcharse. La camarera, al pasar, observó que la puerta de la veintidós estaba medio abierta. Sospechó y…

—Un momento, Mimì. ¡Te equivocas! ¡Confundes la veintidós con la veintiocho!

—¡En absoluto! Provenzano fue encontrado muerto en la habitación veintidós, donde no habría tenido que estar. ¡Las maletas estaban en la veintiocho! Quizá se equivocó, estaba cansado y se olvidó del cambio de habitación…

—¿Cómo le han disparado?

—Con una carabina. Un tiro en la frente. Enfrente del hotel están construyendo un gran edificio, de forma abusiva, como es lógico. Le dispararon desde allí. Nadie oyó el tiro; los invitados de Panseca hacían demasiado ruido.

—Según Pasquàno, ¿a qué hora murió?

—Ya sabes cómo es nuestro médico forense. Si no está seguro al cien por cien, no habla. De cualquier manera, como la ventana estaba abierta de par en par y hacía frío, dice que pudieron matarlo hacia las dos de la madrugada. Según mi opinión, le dispararon en cuanto encendió la luz, ni siquiera tuvo tiempo de cerrar la puerta.

—¿Cómo estaba vestido?

—¿El muerto?

—No, el doctor Pasquàno.

—Salvo, ¡cuando quieres eres muy antipático! Camisa, pantalones, americana… —Se interrumpió y miró con humildad a Montalbano—. ¡No puede haberse equivocado de habitación porque encontramos la americana en la veintiocho!

—¿Y cómo estaban las maletas en la veintiocho?

—Estaba todo ordenado en el armario.

—¿Las luces del cuarto de baño estaban encendidas?

—Sí.

Montalbano permaneció pensativo durante unos segundos.

—Mimì, lo primero que harás cuando vuelvas al Reginella será llamar a la camarera para que te entregue todas las pertenencias de Provenzano que se hayan encontrado en la veintidós y que las traslade a la veintiocho.

—¿Por qué?

—Para entretenerla un poco —replicó el comisario muy poco amable—. Después me lo cuentas por teléfono. Las habitaciones veintidós y veintiocho están precintadas, ¿verdad?

Mimì no sólo había ordenado que las precintaran, sino que dejó a Gallo y a Galluzzo montando guardia.

En cuanto Augello salió de su casa, Montalbano cogió dos aspirinas, bebió una taza de vino casi hirviendo donde había vertido un vaso de whisky, sacó del armario dos pesadas mantas de lana, las puso en la cama y se acostó, tapándose hasta la cabeza. Decidió que se le pasaría la fiebre en unas horas; no soportaba la idea de que Mimì Augello llevase a cabo la investigación personalmente; le daba la sensación de que estaba sufriendo una injusticia.

Cuando el timbre del teléfono lo despertó, se encontró lleno de sudor, como si estuviera debajo de sábanas mojadas con agua caliente. Sacó cautelosamente un brazo y contestó.

—¿Salvo? He ordenado a la camarera que hiciera lo que me has dicho. En la veintidós Provenzano sólo había abierto una maleta. Se cambió de ropa. Pero antes fue al cuarto de baño, se lavó y se afeitó. Cuando la camarera trasladó las maletas a la veintiocho, llevó también las cosas que Provenzano había dejado en la repisa del cuarto de baño y que utilizó para arreglarse. Y hay algo que a la camarera no le cuadra.

—¿Qué?

—La camarera dice que en la repisa había un paquetito envuelto en papel y sujeto con celo. Está segura de haberlo llevado a la veintiocho y haberlo puesto en la repisa del lavabo.

—¿Y qué es lo que no cuadra?

—Pues mira, el paquetito no se encuentra. En la veintiocho no está. Ni en la repisa del cuarto de baño, donde la camarera jura y perjura que lo dejó, ni en ninguna otra parte. He hecho registrar tres veces la veintiocho.

—¿Has hablado con la señora Rosina?

—Sí, y le he dicho que me explicara la razón del cambio de habitación. Provenzano tenía un oído tan sensible, que era una enfermedad. Dormían separados porque bastaba que la señora respirase un poco más fuerte para que Provenzano se despertara y no pudiera conciliar el sueño. En la veintidós, cuya ventana da a la fachada principal, a Provenzano le habrían molestado las voces de los huéspedes que salían y entraban durante toda la noche, y el ruido de los coches que llegaban y arrancaban. En cambio la veintiocho era mucho más tranquila, puesto que daba a la fachada posterior.

—¿Vas otra vez allí?

—Sí.

—Hazme un favor, Mimì. Espero tu respuesta por teléfono. Pregunta en el hotel si Provenzano fue a Vigàta ayer por la tarde.

Mientras esperaba la respuesta, se puso el termómetro. Treinta y seis siete. Lo había conseguido. Apartó las mantas, puso los pies en el suelo y todo comenzó a girar vertiginosamente alrededor.

—¿Salvo? Sí, hacia las cinco de la tarde le pidió el coche a su mujer, pero no dijo a dónde iba. Según la señora, volvió al cabo de dos horas. ¿Cómo te encuentras, Salvo?

—Muy mal, Mimì. Tenme al corriente, te lo ruego.

—No lo dudes. Cúrate.

Se levantó despacio. Primera medida: tragar medio vaso de whisky solo. Segunda medida: tirar a la basura la caja de los antibióticos. La cogió y quedó paralizado cuando sintió en el interior de la cabeza que el cerebro hacía girar los engranajes a altísima velocidad.

—¿Fazio? Soy Montalbano.

—¿Cómo está, comisario? ¿Necesita algo?

—Dentro de cinco minutos quiero saber qué farmacias estaban abiertas ayer. Si hoy han cerrado después de un día de guardia, quiero el número de teléfono de los farmacéuticos.

Fue al cuarto de baño. Apestaba a sudor. Se lavó cuidadosamente y enseguida se encontró mejor.

—Soy Fazio, comisario. Las farmacias que ayer estaban de guardia son dos, la de Dimora y la de Sucato. La de Dimora sigue abierta hoy; la de Sucato está cerrada pero tengo el número de teléfono del domicilio del farmacéutico.

Telefoneó primero a Dimora y dio en el blanco.

—¡Claro que conocía al pobre Provenzano, comisario! Ayer nos compró una caja de tapones para los oídos y un somnífero muy fuerte que sólo se puede vender con receta médica.

—¿Y quién le hizo la receta?

El farmacéutico Dimora dudó antes de contestar, y cuando lo hizo dio muchas explicaciones:

—Mire, comisario, el pobre Provenzano y yo nos hicimos muy amigos cuando él vivía en Vigàta. No pasaba día sin que…

—Comprendo —cortó Montalbano—, no tenía receta.

—¿Tendré problemas?

—Sinceramente, no lo sé.

* * *

La puerta de entrada del Reginella estaba entreabierta, y en el batiente izquierdo se destacaban un gran lazo negro y un letrero en el que se leía: «CERRADO POR DEFUNCIÓN». Cuando el comisario entró no encontró ni un alma, y se dirigió hacia un saloncito del que procedían unas voces. Mimì Augello, que en ese momento estaba hablando con un cuarentón alto y distinguido, se quedó atónito al verlo.

—¡Jesús! ¿Qué haces aquí? ¿Te has vuelto loco? ¡Estás enfermo!

Montalbano no contestó, sino que dirigió a su segundo una mirada que significaba lo que significaba.

—Este señor es Gaspare Arnone, el conserje del hotel. Montalbano se quedó mirándolo. Quién sabe por qué, lo había imaginado viejo y algo descuidado.

—Me han dicho que conoce desde hace tiempo a la señora Rosina Provenzano.

—Hace una eternidad que la conozco —contestó sonriendo Arnone, enseñando una dentadura que parecía la de un actor norteamericano—. Tenía dieciséis años y yo veintiséis. Trabajábamos en el mismo hotel, en Catania. Luego la señora hizo fortuna y tuvo la bondad de llamarme.

—Quiero hablar contigo —dijo Montalbano a Mimì. El conserje hizo una inclinación y salió.

—Estás pálido, como un muerto —observó Augello—. ¿Te parece bien? Mira que te puede dar algo serio.

—Hablemos de cosas serias de verdad, Mimì. He confirmado algo que se me había ocurrido. ¿Sabes qué había en el paquetito que no se encuentra? Tapones para los oídos y un somnífero.

—¿Cómo te has enterado?

—Es asunto mío. Y sólo significa una cosa: Provenzano llega a la veintiocho, deshace las maletas, luego va al cuarto de baño y ve que el paquetito no está. Lo necesita; tiene que ponerse los tapones y tomar el somnífero, porque si no lo hace pasará la noche en blanco a causa del follón que hay en el hotel. Cree que la camarera ha olvidado el paquetito en la veintidós. Va, enciende la luz, y nada más entrar, le disparan.

—La ventana estaba abierta de par en par —aclaró Mimì—. La dejó así la camarera para renovar el aire.

—¿Dónde encontraste la llave de la veintidós? —preguntó Montalbano.

—En el suelo, al lado del muerto.

—¿Sospecha la señora Rosina por qué han matado a su marido?

—Sí. Dice que la última vez que vino a Vigàta le dijo que estaba preocupado.

—¿Por qué?

—Lo amenazaron en Moscú. Al parecer, siempre según la señora, había molestado a la mafia rusa.

—¡Qué cojones! Si la mafia rusa quería matarlo, ¿qué necesidad tenía de hacerlo aquí? No, Mimì; ha sido alguien que sabía que Provenzano iba a cambiar de habitación. La camarera llevó el paquetito a la veintiocho, pero alguien lo hizo desaparecer de allí para obligar a Provenzano a entrar en la veintidós. Luego, esa persona no ha tenido tiempo de devolver el paquetito a su lugar. La desaparición del paquetito demuestra que ha servido de cebo. Tú que entiendes de mujeres, ¿cómo es la señora Rosina?

—Potable —repuso Mimì Augello—. A pesar del luto, exhibe un escote bastante apreciable. ¿Crees que tiene algo que ver?

—¡Ah! —contestó el comisario—. El marido la molestaba poco, venía a Vigàta dos o tres veces al año y por pocos días: no se mata a un marido tan cómodo.

—Estás sudando. Vete a casa; no exageres, Salvo. Yo te lo podía haber contado todo en tu casa. Ha sido inútil el esfuerzo que has hecho.

—Eso lo dirás tú. ¿Provenzano había traído papeles?

—Sí, en una bolsa.

—¿Los has mirado?

—No he tenido tiempo.

—Ve a buscarlos. Y hazme un favor: pregúntale al conserje si puedo beber un whisky solo.

A causa de la debilidad, Montalbano tenía la impresión de haber bebido demasiados vasos de whisky. Sin embargo, no sentía que se le hubieran subido a la cabeza.

El elegante conserje se presentó con un vaso vacío y una botella sin empezar, que abrió.

—Sírvase lo que desee. ¿Desea algo más?

—Sí, una información. ¿Anoche trabajó usted?

—Sí. El hotel estaba lleno y vinieron los invitados del doctor Panseca a cenar.

—Explíqueme exactamente cómo se hizo el traslado de los efectos personales de Provenzano de la habitación veintidós a la veintiocho.

—No hay problema, comisario. Entre las doce y media y la una, el ingeniero Cocchiara y su esposa dejaron la veintiocho. Me entregaron la llave, que coloqué en su lugar. Advertí a la camarera que arreglara la habitación y trasladara el equipaje del patrón, de la veintidós a la veintiocho.

—¿Le dio las llaves?

El conserje sonrió con trescientos dientes que parecían una lámpara de Murano que se encendiera de golpe.

—Las camareras tienen la llave maestra. Media hora después Pina, la camarera, me dijo que todo estaba dispuesto. Fui al salón y le dije al patrón que cuando quisiera podía retirarse. Estaba cansado del viaje. Le llevé la llave de la veintiocho.

—¿Y usted también le entregó la llave de la veintidós? Gaspare Arnone dudó un instante.

—No entiendo.

—Amigo mío, ¿qué es lo que no entiende? Han encontrado muerto a Provenzano en la veintidós, con las llaves al lado. Hace un momento me dijo que cuando el ingeniero Cocchiara se marchó, devolvió las llaves a su lugar. Por lo tanto mi pregunta es más que lógica.

—A mí no me las pidió —dijo el conserje tras una pausa.

—Pero ¿no ha dicho que estuvo trabajando toda la noche?

—Sí, pero eso no significa que permaneciera todo el tiempo detrás del mostrador. Los clientes son muy exigentes, ¿sabe? A veces uno puede verse obligado a ausentarse durante cinco minutos.

—Comprendo. Entonces, la llave de la veintidós ¿quién se la dio?

—Nadie. La sacó él mismo. Sabía dónde estaban: a la vista de todo el mundo. Además era el dueño.

Entró Mimì Augello con una bolsa llena de papeles. El conserje se retiró. Montalbano llenó de nuevo el vaso de whisky. Repartieron los papeles en dos montoncitos, uno para cada uno, y empezaron a leer. Cartas comerciales, facturas, cuentas. Montalbano empezaba a tener sueño cuando Mimì Augello dijo:

—Mira esto.

Le dio una carta. Era de la Italian Export-Import dirigida, en Moscú, a Saverio Provenzano y firmada por el señor Arturo Guidotti, director general de la empresa. En ella se decía que en vista de las reiteradas peticiones y de las sólidas razones aportadas, la empresa se resignaba a aceptar la dimisión de su empleado Saverio Provenzano, dimisión que tendría efecto a partir del 15 de febrero del año entrante.

Montalbano se sintió feliz y se bebió el tercer vaso.

—Vamos a hablar con la señora Rosina.

Tropezó al levantarse y Mimì lo sostuvo.

El conserje, al teléfono, le estaba explicando a alguien que el hotel no podía aceptar clientes.

Montalbano esperó a que colgara y le sonrió.

Gaspare Arnone le devolvió la sonrisa. El comisario no dijo nada. Gaspare Arnone tampoco abrió la boca. Se miraban y sonreían. A Mimì Augello la situación le pareció embarazosa.

—¿Vamos? —preguntó a Montalbano.

El comisario no le contestó.

—La señora Rosina lo llamó al Reginella después que Provenzano se marchó a Rusia, ¿no es cierto?

—Sí. Necesitaba a una persona de confianza.

—Gracias —dijo Montalbano. La media trompa que llevaba le hacía educado y ceremonioso—. Despéjeme otra duda. En las habitaciones no hay timbre para llamar a las camareras, ¿verdad?

—No. Los clientes tienen que llamar por teléfono aquí, a conserjería, cuando necesitan algo.

—Gracias —dijo otra vez Montalbano, haciendo una media reverencia.

El apartamento de la propietaria del Reginella estaba en el segundo piso. Al final del primer tramo de escaleras, las piernas del comisario empezaron a doblarse. Se sentó en un escalón y Augello se sentó a su lado.

—¿Me puedes decir lo que te pasa por la cabeza?

—Ahora mismo. Que la señora Rosina y el conserje están de acuerdo y han matado a Provenzano.

—¿Qué pruebas tienes?

—No las tengo. Encuéntralas tú. Te explico cómo ha ido todo. Hace catorce años, en el hotel de Catania donde trabajan juntos, Rosina y el conserje Gaspare de vez en cuando se van a la cama. Ella tiene un amante viejo y, ya me entiendes, a veces siente ganas de desahogarse. Bien. Cuando el marido de Rosina se va a Rusia, la mujer se acuerda de su amigo de Catania y lo reclama a su servicio. Y la historia vuelve a empezar. Pero cambia de intensidad y se transforma en amor, pasión, lo que quieras. La situación es muy cómoda: el marido está siempre fuera. Pero entonces sucede algo nuevo. Provenzano escribe o llama por teléfono a la mujer y le dice que se ha cansado de estar en Moscú. Ha presentado la dimisión. Vendrá a Vigàta para fin de año, irá a Moscú para la liquidación y luego volverá definitivamente en febrero. Los dos amantes pierden la cabeza y deciden matarlo. El plan es peligroso, pero si funciona es perfecto. Antes de comunicar a Provenzano que la habitación veintiocho ya está dispuesta, el conserje sube a la habitación y se lleva el paquetito con el somnífero. El conserje ya sabe que Provenzano ha ido a la farmacia porque se lo ha dicho su amante, que nos miente cuando asegura desconocer la razón por la que su marido le pide el coche. Cuando Provenzano va a acostarse descubre que le falta el paquetito. Telefonea a conserjería pero no le contesta nadie, porque el conserje ya está apostado en el edificio en construcción y espera a que se le ponga a tiro. Dado que no puede llamar a una camarera, Provenzano decide ir él mismo a buscar el paquetito. Baja a conserjería, coge la llave de la veintidós, sube, abre la puerta de la habitación, enciende la luz y el conserje le apunta. Pero ha cometido un error: debería haber devuelto el paquetito a la veintiocho. ¿Estamos?

El comisario subió los quince escalones que llevaban al segundo piso desplazándose de izquierda a derecha y viceversa, mientras Mimì lo mantenía de pie con una mano debajo de la axila. Se detuvieron ante una puerta y Augello llamó discretamente.

—¿Quiénes?

—Augello, señora.

—Adelante, está abierta.

Mimì dejó pasar a su superior. Este abrió la puerta y se quedó en el umbral, con la mano derecha apoyada en el pomo.

—¡Buenas tardes a todos! —exclamó alegremente.

La recién viuda se quedó sorprendida. ¿A todos? En la habitación sólo estaba ella y aquel hombre parecía borracho.

—¿Qué quiere?

—Hacerle una preguntita fácil, fácil. ¿Sabía que su marido había presentado su renuncia en la empresa para quedarse definitivamente en Vigàta?

La señora Rosina, sentada en la cama, un pañuelo entre las manos, no contestó enseguida. Evidentemente estaba sopesando la respuesta. Pero el escote mostró que por el blanco de su generoso pecho un ser maligno estaba pasando una mano de color rojo.

—No.

—¡Respuesta equivocada! —exclamó Montalbano. Mike Bongiorno no lo hubiera hecho mejor.

—Arréstala —dijo simplemente el comisario a Augello.

—¡No! ¡No! —gritó la señora Rosina levantándose de la cama—. ¡No tengo nada que ver! ¡Lo juro! Ha sido Gaspare que…

Se interrumpió y lanzó un grito inesperado, agudísimo que hizo vibrar los cristales. A Montalbano el grito le entró por los oídos, dio dos vueltas alrededor del cerebro, descendió por la garganta, resbaló por el vientre y le llegó a los pies.

—Arresta también al conserje —consiguió articular antes de caer desmayado boca abajo.

Fazio lo acompañó a casa, lo desvistió, lo hizo acostarse y le puso el termómetro. Más de cuarenta.

—Esta noche me quedo aquí —declaró—. Dormiré en el sofá.

El comisario cayó en un sueño plúmbeo. Hacia las ocho de la mañana abrió los ojos. Se encontraba mejor. Fazio estaba allí, con el café.

—Esta noche ha llamado Augello preguntando por usted. Me ha encargado que le diga que todo ha ido como usted había pensado. Los dos han confesado. Él hasta ha enseñado dónde había escondido el fusil de precisión.

—¿Por qué no me despertaste?

—¿Bromea? ¡Dormía como un ángel!