Un rincón del paraíso

—¡Parece un rincón del paraíso! —exclamó Livia bajando de la barca y ayudando a Salvo a empujarla hasta la arena seca.

Una vez acabadas las operaciones de traslado de la bolsa con la ropa y de la nevera portátil llena de bocadillos y botellas de cerveza, el comisario Montalbano se desplomó en la arena mientras se preguntaba quién le habría dicho que se metiera en ese lío. Porque se trataba de un verdadero lío. Seis días antes, el imbécil de Mimì Augello, mientras cenaba con ellos en un restaurante, se puso a alardear de su descubrimiento: la minúscula playita a tres kilómetros del faro de Capo Russello, solitaria, ignorada por todos, a la que sólo se podía llegar por mar. Habló de ella con tal entusiasmo, que Livia quedó prendada. Mimì describía aquel lugar como una especie de isla de Robinson sin siquiera un Viernes, y desde ese momento Montalbano ya no tuvo descanso:

—¿Cuándo me llevas a la playita? —era el estribillo de Livia nueve veces al día.

Dos días antes de la partida de Livia a Boccadasse, Génova, tras dos semanas de vacaciones de agosto en Vigàta, Montalbano se decidió a darle la satisfacción, lanzando en silencio sapos y culebras contra el cabrón de Mimì por haberlo puesto en el brete. A las siete de la mañana subieron al coche para ir hasta Monterreale, en la costa, donde había alquilado una barca de remos a un pescador que debía de tener sangre árabe; dijo una cifra y enseguida Livia contraatacó: disfrutaba; era genovesa y ahorradora. Al pescador le brillaban los ojos: intuyó que había encontrado una digna rival. El duelo se fue dilatando, con vencedores alternos: finalmente se selló el acuerdo con un café en un bar donde no entendían en absoluto la diferencia entre la cafeína y la achicoria. El malhumor de Montalbano sufrió la misma aceleración progresiva que un cohete espacial. Se desahogó remando durante tres horas, mientras Livia, en biquini, tomaba el sol canturreando con los ojos cerrados. A pesar del esfuerzo de remar, el comisario no habría querido llegar nunca: lo aterrorizaba, literalmente, la perspectiva de alimentarse con bocadillos, que sólo ingería en casos de extrema necesidad. No concebía la idea de ir de excursión; la única vez que había ido a una fue para no disgustar a una novia de juventud, y se había dado tal panzada de pan, queso y hormigas, que todavía conservaba el sabor en la boca.

—Qué rincón del pa…

El sueño en el que se sumergió Livia de repente le impidió terminar la frase: se quedó echada boca abajo, los brazos extendidos, como una especie de crucificada vista por detrás. Le sucedía cuando estaba contenta; a veces, en la cama, Montalbano seguía hablando media hora antes de darse cuenta de que viajaba en The country sleep, que era el título de un poema de Dylan Thomas que les gustaba mucho.

Encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Unos treinta metros de arena dorada, tan fina que parecía talco, de unos veinte metros de ancho, escondida tras una escollera que parecía compacta, pero que tenía un tortuoso canal de acceso, por el que sólo podían pasar barcas pequeñas y en días de absoluta calma. La playita estaba completamente rodeada de paredes rocosas casi en vertical, donde no crecía ni una hoja de hierba aunque la pagases a precio de oro. A la izquierda, adosados casi a la pared, había algunos matorrales espinosos cocidos por el sol; a la derecha, el mar bañaba un montón de redes de pesca viejas, abandonadas por inservibles. Rincón del paraíso o no, ciertamente el sitio era hermoso. A Montalbano le dio la sensación de que Livia y él eran los únicos habitantes de la Tierra, tal era el silencio. El sol ardía. El comisario se levantó lentamente para no molestar a su mujer y llegó a la orilla. Observó en la superficie de la arena unos minúsculos montoncitos. Aquello le sorprendió. ¿Era posible que hubiera cangrejos escondidos? No los había visto desde que era niño. Se inclinó y metió dos dedos en la arena, al lado de un montoncito. Hizo palanca, levantó un poco de arena y puso al descubierto un cangrejito minúsculo que enseguida salió corriendo, de lado, a cavar otra madriguera.

El agua no estaba tan caliente como temía; los días que había corrientes le proporcionaban un frescor tonificante. Nadó durante un rato, despacio, disfrutando una brazada tras otra hasta la escollera. Trepó por una roca con dificultad; las algas verdes que la cubrían la hacían resbaladiza. La roca era suficientemente espaciosa para estirarse. Lo hizo y permaneció así un rato, amodorrándose. El gorgoteo del agua filtrándose entre las rocas le impedía pensar. Sentía rabia por tener que darle la razón a Mimì Augello cuando, al volver a Vigàta, le preguntara si le había gustado el sitio. Mejor dicho, Mimì se lo preguntaría a Livia, por la que sentía una debilidad que era recíproca. Y Livia contestaría:

—¡Un rincón del paraíso!

Y él se fastidiaría doblemente: en primer lugar, por el inevitable ataque de celos al ver cómo se sonreían aquellos dos; y en segundo lugar, porque le fastidiaban los lugares comunes, y Livia a menudo y con gusto hacía uso y abuso de ellos. Recordó que una vez, cuando era pequeño, durante una estada en Turín, vio un cartel que colgaba en la entrada de un gran edificio: ¡NO ABUSEN DE LOS LUGARES COMUNES! Se precipitó a la garita y le expresó al portero su completa solidaridad. El hombre, perplejo, le dijo que lo habían obligado a poner el cartel porque los inquilinos abandonaban en los lugares comunes, como rellano y escaleras, cochecitos de niño, bicicletas y motocicletas que impedían el paso. Su desilusión fue enorme.

Abrió los ojos y, mirando la posición del Sol, observó que debía de haber permanecido allí una media hora. Se incorporó: desde donde estaba veía toda la playita. Livia dormía, siempre en la misma posición. Pero cuando giró un poco la cabeza, sufrió una verdadera sacudida eléctrica. Aunque la perspectiva era otra, no había duda de que el montón de redes viejas, que antes estaba a unos quince metros de Livia, se había desplazado visiblemente y se había aproximado más al centro de la playa. El mar no podía haber sido. Entonces, ¿qué? No había duda: debajo de las redes debía de haber alguien, alguien que quizás había llegado nadando, que quería ocultarse de los ojos del comisario para robar a Livia, o quizá para hacerle algo peor. Seguramente cuando Robinson Crusoe descubrió la huella del pie de Viernes en la arena, el paisaje de alrededor cambió. Montalbano también cambió, pero para peor. Se lanzó al agua, nadó a toda prisa hacia la playa y, una vez en la orilla, a pesar de que le faltaba el aliento, echó a correr. El montón de redes viejas, en su misterioso movimiento, se había abierto un poco y debajo se veía con toda claridad una silueta humana que emitía un débil lamento. El comisario se arrodilló en la arena y con dificultad retiró las redes de aquel cuerpo inerte. Era una jovencita de unos quince años, desnuda. La oscuridad de la piel era natural, no se debía al sol. No podía ponerse de pie. Tenía el cuerpo lleno de heridas y cardenales y el rostro cubierto de sangre coagulada. Emitía un hedor terrible: cuando el comisario logró levantarla, los excrementos resbalaron por el cuerpo y cayeron a la arena. Montalbano, dominando el asco, la alzó en brazos y la llevó hasta la orilla, la extendió en el suelo y la lavó con sumo cuidado. Luego, sosteniéndola, la hizo entrar en el agua para enjuagarse. Entre las piernas continuaba fluyendo un hilo de sangre. La hizo subir a la barca, cogió un pañolón, una toalla y un caftán que Livia se ponía a veces después del baño. Le dio a entender, más con gestos que con palabras, puesto que la muchacha hablaba muy poco italiano, que se pusiera el caftán, el pañuelo mojado en la cabeza y la toalla entre las piernas. Empujó el bote mar adentro y empezó a remar hacia una playa, mucho mayor, cerca de donde había dejado a Livia dormida. Durante el trayecto la muchacha le dijo al comisario que era de Cabo Verde, que se llamaba Libania, tenía dieciséis años, que estaba al servicio de la familia Burruano, de Fiacca, unas personas excelentes que la trataban muy bien. Aquella mañana era el día que tenía libre, se levantó temprano, cogió el coche correo para ir al agua y bajó en Seccagrande, adonde ahora se dirigían. Al cabo de un rato, se le acercaron dos jóvenes que dijeron ser suizos. Parecían unos chicos estupendos y conducían una caravana. La invitaron a un helado y luego le propusieron irse a bañar a alta mar. Ella les contestó que no sabía nadar, pero aceptó porque le gustaba ir en barca. Alquilaron una y salieron. Luego los dos muchachos vieron la escollera que escondía la playita donde Montalbano la había encontrado, descubrieron el paso y entraron, explicando a Libania con gestos que así se podría bañar. En cuanto desembarcaron, su comportamiento cambió de golpe: la levantaron entre los dos mientras ella gritaba inútilmente y se la llevaron detrás de unos matorrales, le arrancaron el traje de baño y la violaron cada uno dos veces, turnándose. Cuando intentó huir, la alcanzaron a la altura del montón de redes, le pegaron con todas sus fuerzas y luego, cuando estaba en el suelo, hicieron sus necesidades encima de ella. Lo último que percibió fueron las redes con las que la estaban cubriendo al creerla muerta. Mejor dicho, no: lo último que oyó fueron sus risotadas mientras se alejaban. Montalbano no dijo nada; por suerte podía desahogarse, remando, de la rabia ciega que sentía en su interior.

Cuando estaban cerca de la playa en la que ya se podía distinguir a las personas, Libania lanzó un grito sofocado e indicó en una dirección:

—¡Dios mío! ¡Allí están!

El comisario le hizo bajar el brazo; no quería que aquellos dos sospecharan, conociendo los cargos que se les venían encima. En la carretera que bordeaba la playa había una caravana aparcada. Los dos jóvenes, altos y rubios, tomaban sol, con los ojos ocultos con gafas oscuros. Aunque no habrían podido reconocerla con el vestido de Livia y el rostro medio cubierto por el pañuelo, el comisario hizo que Libania se tendiera en el fondo de la barca. La muchacha obedeció, quejándose: cada movimiento le producía dolor.

Había una gran caravana en la que se vendían bebidas y helados. Montalbano se aproximó y pidió una cerveza helada. El encargado sonrió mientras la servía.

—¿Qué se le ha perdido por aquí?

—¿Me conoce?

—Claro que lo conozco. Soy de Vigàta. Usted es el comisario Montalbano.

Lanzó un suspiro de alivio: solo no habría podido apresar a los dos jóvenes suizos, que eran unos atletas.

—Querría pedirle un favor —dijo Montalbano haciéndole una seña para que saliera de detrás del mostrador.

—A sus órdenes.

El hombre le dijo a su mujer, que estaba lavando vasos, que lo sustituyera y se alejó unos pasos con el comisario.

—¿Ve a esos dos muchachos rubios que están tomando sol?

—Sí. Llegaron con la caravana. Esta mañana vinieron a comprar un helado. Estaban con una joven de Cabo Verde; eso les oí decir.

—Estos dos chicos estupendos primero han violado a la muchacha y luego han intentado matarla.

El hombre dio un salto y se habría lanzado sobre ellos si Montalbano no lo hubiera detenido.

—Calma. No podemos dejarlos escapar. ¿Sabe de alguien en la playa que tenga un móvil?

—Hay tantos como quiera.

Precisamente en ese momento un señor dejó un móvil en el mostrador y pidió un cucurucho de crema y chocolate.

—Permítame —dijo Montalbano, cogiéndolo.

—¿Qué cojones…?

El de las bebidas intervino enseguida.

—El señor es comisario. Es un asunto urgente.

El otro enseguida cambió de tono.

—¡Por favor! Tómelo.

Montalbano llamó a Fazio a comisaría, le explicó dónde se encontraba, le ordenó que acudiera cuanto antes; Gallo, el conductor, estaba autorizado a creerse en Indianápolis y le dijo que también quería una ambulancia.

Luego organizó un plan con el del puesto de bebidas para que la cosa se llevara a cabo con discreción y con toda seguridad. El hombre cortó una cuerda gruesa en cuatro trozos, dos se los dio al comisario y dos se los quedó él. Luego fue hasta el hombre que alquilaba barcas y le dijo que le diera dos remos. Cada uno con un remo al hombro, en actitud indolente, se acercaron a los suizos. Cuando llegaron a la altura de los pies de uno de ellos, Montalbano se volvió de repente y le dio un fuerte golpe entre las piernas con el costado del remo. Con perfecta sincronía, el vendedor de bebidas hizo lo mismo. En un abrir y cerrar de ojos, antes de que pudieran recuperar el aliento y quejarse, los dos jóvenes se encontraron boca abajo en la arena con las manos y los pies atados. Y lo bueno fue que ningún bañista se dio cuenta de nada.

—Quédese aquí —le dijo el comisario al vendedor de bebidas que miraba a su alrededor con un pie sobre el suizo que había capturado, como un cazador de leones fotografiado con el animal abatido.

Montalbano pidió un vaso de cartón y una botella de agua mineral y se dirigió a la barca. Libania temblaba, tenía la frente hirviendo porque le había subido la fiebre, gemía. El comisario le dio el vaso de agua, pero Libania bebió directamente de la botella; estaba sedienta.

—Dentro de poco llegará la ambulancia que te llevará al hospital.

Libania le cogió una mano y se la besó.

* * *

Para volver tardó mucho más que para ir; tenía los brazos destrozados. Cuando vio la playita, se cruzó con Livia, que estaba nadando al otro lado de la escollera.

—¿Dónde te habías metido?

—He ido a dar una vuelta —contestó sombrío Montalbano.

Livia subió con agilidad a la barca.

—¡Dios mío, qué paz! ¡Qué tranquilidad! Mimì tendría que habernos hablado antes de este sitio.

Vararon la barca en la arena, Livia no se había dado cuenta de la desaparición de la toalla, del caftán y del pañuelo. Canturreando cogió la nevera portátil y la abrió. ¡La excursión! Montalbano cerró los ojos para no ver el horror.

—Ya está listo.

Allí estaba: el mantelito a cuadritos, los vasos de plástico, las botellitas de cerveza, las servilletas de papel, los cuatro bocadillos con sus respectivos rellenos.

Montalbano se sentó con actitud cansada; había que beber el cáliz amargo hasta el fondo. Y en aquel momento, Dios grande y misericordioso, movido por la piedad, se decidió a intervenir. Violento, sin previo aviso, sin un porqué, llegó un golpe de viento, uno solo, que se llevó volando el mantel y las servilletas en un remolino de arena. Las mitades de los bocadillos se abrieron, rodaron y dejaron caer el contenido; tortillita, queso y jamón quedaron cubiertos por una fina capa de arena. Tres bocadillos llegaron hasta la orilla del mar y se mojaron.

—Tendremos que volver —dijo Livia desconsolada.

—Qué lástima.