Eran las diez de la mañana de un día feliz de comienzos de mayo. El comisario Montalbano, al ver que no tenía demasiado trabajo en el despacho y que su segundo Mimì Augello, tocado de la gracia divina, tenía la intención de trabajar, decidió que un largo paseo hasta el faro era lo mejor que podía hacer. Pasó por delante del puesto de frutos secos habitual, compró una bolsita de nueces americanas, pipas de calabaza y garbanzos tostados y se dirigió al muelle de levante.
Poco antes de llegar a su roca preferida, debajo del faro, se vio obligado a dar un salto repentino: sin advertirlo, iba a pisar una gran rata muerta. Con respecto a las ratas, Montalbano era muy femenino: le horrorizaban, aunque lograba no demostrarlo. Dio tres pasos y se detuvo.
Algo lo inquietó, aunque no supo cómo ni por qué. En eso consistía el privilegio y la maldición del policía nato: captar a ras de piel, olfatear la anomalía, el detalle en ocasiones imperceptible que no cuadraba con el conjunto, el mínimo fallo con respecto al orden establecido y previsible. Faltaban tres pasos para la roca en el extremo del muelle, los dio y se sentó. Abrió la bolsita de plástico con los frutos secos, pero su mano permaneció en el interior, paralizada. Imposible fingir que no sucedía nada. En el mundo abarcado por su ojo, algo desentonaba, algo estaba fuera de lo normal.
—¡Paciencia! —murmuró, rindiéndose—. Vamos a ver.
A pocos pasos, una barca de pesca de altura estaba sujeta al amarre con un cabo. Se llamaba San Pietro pescatore y era de Mazàra del Vallo. El pesquero permanecía completamente inmóvil, en el mar llano. A bordo no debía de haber un alma. A la derecha, hacia el pueblo, había un pescador de caña, un habitual a quien el comisario conocía de siempre y que cada vez que iba por allí lo saludaba.
Y basta. Nada más. ¿Por qué, entonces, esa aguda sensación de malestar? Luego la mirada descendió hasta la rata que había estado a punto de pisar, y la vibración interna que sentía aumentó de frecuencia. ¿Era posible que la causa de su malestar fuera una rata muerta? ¿Cuántas se veían, vivas y muertas, de día y de noche, dentro del recinto del puerto? ¿Qué tenía de particular aquella rata? Dejó la bolsita de frutos secos encima de la roca, se levantó, se acercó a la rata y se agachó para verla mejor. No, tenía razón, allí había algo raro. Miró a su alrededor, vio un pedacito de cuerda, lo recogió y movió el cadáver venciendo a duras penas el asco. ¿Cómo se mata habitualmente una rata? Con veneno, de un bastonazo, de una pedrada. Aquella estaba intacta; sólo que le habían abierto el vientre con una hoja muy afilada y luego le habían sacado las vísceras. Parecía un pescado limpio. La operación era reciente porque la sangre se conservaba roja, sin coagularse del todo. ¿A quién le gusta descuartizar una rata? Sintió un escalofrío por la espalda, una ligerísima sacudida eléctrica. Se maldijo, fue hasta la roca, vació la bolsita de plástico transparente en el bolsillo de la americana y puso dentro la rata, con ayuda del trozo de cuerda. Luego envolvió la bolsita en el periódico que había comprado para que en el pueblo no se dijera que el comisario Montalbano se había vuelto loco y salía de paseo con una rata muerta. Cuando, a través del periódico y del plástico notó el cuerpo blando del animal, sintió deseos de vomitar. Y vomitó.
—¿Qué demonios quiere? ¡Hace quince días que no me llega ningún muerto suyo! —exclamó el doctor Pasquàno, el forense, mientras lo hacía entrar en su oficina.
Si se lo sabía llevar, Pasquàno era un buen hombre, pero tenía un carácter imposible. Montalbano se sintió cubierto de sudor: ahora venía lo difícil. No sabía por dónde empezar.
—Necesitaría un favor.
—Adelante, tengo poco tiempo.
—Bien, doctor, pero antes debe prometerme que no se cabreará; de otro modo no le digo nada.
—¿Y cómo lo hago? ¡Quiere un milagro! ¡Estoy cabreado de la mañana a la noche! ¡Y con esa introducción, me voy a cabrear el doble!
—Si es así…
Montalbano hizo ademán de levantarse de la silla. Era sincero: ir a ver a Pasquàno había sido una solemnísima estupidez, ahora se daba cuenta.
—¡No! ¡Demasiado fácil! ¡Ahora que ha venido, tendrá que contarme todo! —le apremió el forense, enfadado.
Sin decir una palabra, el comisario sacó un envoltorio que le deformaba el bolsillo de la americana y lo dejó en el escritorio. Pasquàno se inclinó, lo abrió, miró y se puso morado. Montalbano esperaba una explosión y, en cambio, el médico se dominó, se levantó, se acercó y le puso una mano en el hombro, en actitud paternal.
—Tengo un colega que es muy competente. Y además es discreto, una tumba. Si quiere, lo acompaño.
—¿Un veterinario? —preguntó el comisario sin comprender.
—¡No, qué se ha creído! —exclamó Pasquàno cada vez más convencido de que Montalbano no estaba bien de la cabeza—. Un psiquiatra. Se ocupa de cosas así, estrés, agotamiento nervioso…
Entonces el comisario entendió y, de repente, se enfadó.
—¿Me está tomando por loco? —preguntó.
—No, no —repuso conciliador el médico. La actitud de Pasquàno exasperó al comisario, que dio un fuerte manotazo en el escritorio—. Cálmese, todo se arreglará —añadió servicial, el forense.
Montalbano se dio cuenta de que si la cosa seguía adelante saldría de allí con la camisa de fuerza. Se levantó y se enjugó la frente con el pañuelo.
—No padezco de agotamiento nervioso, no me estoy volviendo loco. Le pido excusas, ha sido culpa mía que se haya equivocado. Hagámoslo así: yo le cuento por qué le he traído esta rata y luego usted decide si debe llamar a los enfermeros o no.
El teléfono sonó en mitad de una película de espionaje con Michael Caine, mientras el comisario intentaba desesperadamente comprender algo. Miró instintivamente el reloj antes de descolgar. Eran las once de la noche.
—Soy Pasquàno. ¿Está solo?
Tenía voz de conspirador.
—Sí.
—He hecho eso.
—¿Qué ha descubierto?
—Bueno, es sorprendente. La gasearon.
—Perdone, pero no entiendo.
—Para matarla debieron de utilizar un gas o algo parecido. Luego le hicieron una laparotomía.
Montalbano se quedó atónito.
—Parece un sistema complicado para eliminar a una…
—¡Cállese!
—¿Qué pasa? ¿Por qué lo asusta tanto decir claramente que le ha hecho la autopsia a una…?
—¡Otra vez! ¿Acaso no sabe que en los tiempos que corren pueden habernos intervenido el teléfono?
—¿Por qué?
—¡Qué coño voy a saber por qué! ¡Pregúnteselo a ellos!
—¿Quiénes son ellos?
—¡Ellos, ellos!
Quizá quien estaba estresado era el doctor Pasquàno, era él quien necesitaba al amigo psiquiatra.
—Oiga, doctor, razone un poco. Aunque nos intercepten y oigan que estamos hablando de una…
—¿Pero usted quiere arruinarme? ¿No comprende que si decimos abiertamente que estamos hablando de una… de lo que usted ya sabe, no nos creerían y pensarían que estamos hablando en clave? ¡Y luego vaya a explicarlo!
El comisario decidió que sería mejor cambiar de tema.
—Una cosa, doctor. ¿Cuánto tiempo tarda en salir a flote un cuerpo que ha caído al mar?
—Digamos que unas cuarenta y ocho horas. Pero hablemos claramente, comisario: si me trae otra, ¡los lanzo a los dos por la ventana!
* * *
No logró conciliar el sueño.
A la seis de la mañana, una vez lavado y vestido, telefoneó a su segundo, Mimì Augello.
—¿Mimì? Soy Montalbano.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué coño de hora es?
—Mimì, no hagas preguntas. Si me haces una pregunta más, cuando te vea en la comisaría te rompo los dientes. ¿Está claro?
—Sí.
—¿Vas a pescar alguna vez?
—Sí.
—¿Puedes prestarme una manga de red? —Silencio total. La línea no se había cortado porque oía claramente la respiración de Augello—. ¿Por qué no contestas, idiota?
—Porque querría hacerte una pregunta.
—Bien, hazla, pero sólo una.
—No comprendo lo que entiendes por manga de red. ¿Un cucurucho?
—Una manga de red, una red en forma de cucurucho, eso que utilizáis los pescadores.
—¡Ah, un salabre! No tengo, no lo utilizo. Mejor dicho, tengo uno.
—¿Lo tienes o no lo tienes?
—Sí, pero es cosa de niños; se lo dejó aquí mi sobrino cuando vino a bañarse.
—No importa; préstamelo. Dentro de media hora estaré a la puerta de tu casa.
Le aterrorizaba la idea de que alguien del pueblo pudiera verlo con el salabre en el suelo y unos gemelos de teatro en la mano, dedicado a observar, desde el muelle, no el horizonte, sino las rocas situadas a sus pies. Por suerte no había nadie a la vista, el San Pietro pescatore había zarpado. Poco después sintió que algo no funcionaba, que la búsqueda sería inútil. Quiso comprobarlo, cogió un billete de tren que tenía en el bolsillo desde hacía quién sabe cuánto tiempo y lo echó al agua. El papel comenzó a dirigirse lentamente, pero sin cambiar de rumbo, hacia el lado opuesto del rompeolas, hacia la bocana del puerto. La corriente era contraria y a aquellas horas ya se había llevado todo lo que estuviera flotando a primeras horas de la mañana. ¿Podía volver con el salabre del niño en la mano? Decidió esconderlo entre las rocas del rompeolas, luego le diría a Mimì que fuera a buscarlo. Bajó con precaución, corriendo el riesgo de resbalar en la capa verdosa de algas y caer al agua. Mientras estaba inclinado para elegir el mejor lugar, descubrió otra rata muerta, encajada entre dos aristas. Con ayuda del salabre, consiguió sacarla tras media hora de esfuerzos. La observó con atención: también le habían hecho una laparotomía. Volvió a lanzar la rata al mar; no tenía ganas de llevársela a Pasquàno.
Era demasiado pronto para volver al despacho, y se puso a pensar. Había un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que la segunda rata hubiera sido gaseada. ¿Por qué utilizar gas?, se preguntó. La respuesta se le ocurrió casi enseguida: porque existía la seguridad de que el gas resultaría más eficaz. Utilizando un bastón o una piedra se corría el riego de que algunas ratas consiguieran huir, aunque estuvieran heridas. Por esta razón tampoco podían utilizar raticida. Cuando las ratas han ingerido el veneno suelen esconderse, van a morir lejos. Quien las mataba necesitaba que las ratas se quedaran a morir en el mismo sitio. ¿Por qué? La respuesta también se le ocurrió enseguida: para poderles abrir el vientre y sacarles lo que les habían hecho comer. ¿Cómo lograban que todas las ratas se reunieran en un mismo lugar? ¿Acaso habían contratado al flautista de Hamelin, que con el sonido de su instrumento conseguía que todas las ratas le siguieran?
Fue entonces cuando vio llegar a su lugar habitual al pescador de caña. Se levantó y se le acercó.
—Buenos días, comisario.
—Buenos días, señor Abate.
Era un bedel jubilado que lo miraba con curiosidad, porque nunca habían pasado de un mero intercambio de saludos.
—Quisiera pedirle algo.
—A sus órdenes.
—Ayer habrá notado que aquí atracó un barco de pesca de Mazàra.
—El San Pietro pescatore, sí.
—¿Viene a menudo a Vigàta?
—Digamos que unas dos veces al mes. ¿Me permite que me tome la libertad de decirle algo?
—Por supuesto.
—Me habían dicho que era un buen policía. Ahora me lo está demostrando.
—¿Por qué?
—Porque ya ha descubierto lo que hacen los hombres del pesquero.
Montalbano tuvo dos sentimientos opuestos: de satisfacción por haber intuido que allí había algo poco claro, y desilusión, por la facilidad de la solución.
Sin embargo no hizo ninguna pregunta, exhibió una sonrisita de picardía e hizo un gesto como diciendo que todavía tenía que nacer quien fuera capaz de joderlo.
—Esos cabrones del pesquero —explicó Abate— fastidian a los compañeros de la cooperativa. Su obligación sería desembarcar el pescado en Mazàra y ponerlo junto con el de los demás que forman parte de la cooperativa. Hay quien pesca más y quien pesca menos, pero no importa, todo va junto. ¿Me explico?
—Muy bien.
—En cambio estos, en lugar de ir a Mazàra, se detienen en Vigàta y venden la mitad del pescado a gente que viene aquí con el camión frigorífico. Así ganan el doble: el pescado aquí se lo pagan más caro, y en Mazàra el poco que declaran haber capturado se compensa con el de los compañeros. Son unos grandísimos cabrones.
El comisario estuvo de acuerdo.
—El juego es antiguo —dijo—, se llama jode al compañero.
Se echaron a reír.
Ocho días después, el San Pietro pescatore atracó en el muelle de Vigàta cuando todavía era de noche. Lo esperaba un camión frigorífico anónimo, sin el nombre de la empresa escrito en el costado. Cargó las cajas con el pescado y se marchó. Apenas media horas después, el barco zarpó y salió del puerto. En la carretera de Caltanissetta, una patrulla de aduanas detuvo el camión frigorífico, para lo que en un principio parecía un control habitual.
Al volante iba Filippo Ribeca, vigilado por la policía y a cuyo nombre se había expedido el permiso de conducir. Al parecer, todo estaba en regla, así como también el sello del cargamento.
—¿Me puedo ir? —preguntó con una sonrisa Filippo Ribeca levantando el freno de mano.
—No —contestó el jefe de patrulla—. Ponte a un lado y espera.
Ribeca obedeció a regañadientes mientras los aduaneros realizaban otro control a un camión que transportaba verduras. El segundo control fue largo y minucioso, de tal manera que Ribeca salió de la cabina y encendió un cigarrillo. Era evidente que estaba nervioso.
En cuanto vio detenerse otro camión, esta vez cargado de ladrillos, ya no pudo más. Se acercó al jefe de la patrulla.
—¿Puedo irme o no?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no me da la gana —contestó el jefe de la patrulla, siguiendo al pie de la letra las instrucciones que le había dado el teniente.
Ribeca cayó en la trampa.
—¡Vete a tomar por culo! —explotó.
Y como era un hombre violento se lanzó contra el jefe de la patrulla y le dio un golpe en el pecho. Inmediatamente fue arrestado por resistencia y agresión a la autoridad. En el cuartel, durante el registro, en un bolsillo del pantalón le encontraron una bolsita de terciopelo. En el interior de la bolsita de terciopelo, diamantes que valían centenares de millones. El teniente de aduanas se apresuró a telefonear a Montalbano.
—Felicitaciones, comisario. Tenía razón. Un sistema original de reciclaje. Ahora vamos a Mazàra a pescar a los del San Pietro. ¿Quiere venir con nosotros?
El sistema era genial y muy sencillo. El San Pietro pescatore zarpaba de Mazàra con una jaula en cuyo interior había veinte ratas hambrientas. Una vez en alta mar, acercaban la jaula a la boca de un contenedor de cinc dividido en dos compartimientos y allí, en el primero, las dejaban libres para que se atacaran entre ellas. En alta mar, en aguas de Libia, llegaba hasta el pesquero una lancha y la persona encargada entregaba al capitán de la embarcación la bolsita de terciopelo con los diamantes en su interior. Entonces metían los diamantes de uno en uno en una bolita de queso rancio. Dejaban caer las bolitas por una abertura del techo, en el segundo compartimiento del contenedor. Luego levantaban la pared de metal que dividía los dos compartimientos. Las ratas, hambrientas, engullían todo. Después de comer (muy poco; ahí radicaba el secreto), se las dejaba en libertad. Durante los dos días que en el barco se dedicaban a pescar se les permitía hacer todo lo que quisieran: un registro de la policía de aduanas no habría descubierto nada anormal. Antes de dirigirse hacia Vigàta, se llenaba de queso el segundo compartimiento y las ratas se hartaban mientras morían gaseadas con una bomba de metano conectada al compartimiento. Cuando el puerto ya estaba a la vista, descuartizaban las ratas, recuperaban los diamantes y se los entregaban a quien tenía que llevarlos a otro lugar.
El final de la historia fue que Montalbano no pudo comer queso al menos durante un mes: cada vez que se disponía a tomar un bocado, recordaba las ratas y se le cerraba la boca del estómago.