El hombre que iba a los entierros

Una amarra que se rompió de repente durante un temporal cortó limpiamente la pierna izquierda de Cocò Alletto, que ya no pudo seguir de capataz de estibadores. La pierna artificial no le permitía trajinar por las pasarelas.

Hombre solitario, que en nuestra tierra significa tener el cuerpo enjuto y ninguna preocupación de mujer e hijos, la pensión que le pasaba el gobierno le permitía una pobreza digna, y su hermano Jacopo, que se buscaba la vida algo mejor que él, le regalaba un par de zapatos o un traje nuevo cuando se presentaba la necesidad. Cocò sufrió el accidente cuando había cumplido los cuarenta. En cuanto consiguió mantenerse de pie, adquirió el hábito de quedarse todo el santo día sentado en una bita contemplando el tráfico del puerto. Fue testigo, año tras año, de la cada vez más reducida entrada y amarre de barcos para cargar o descargar, hasta que sólo quedó el correo de Lampedusa para abrigar esperanzas de que el estado de coma del puerto no era irreversible. Los grandes cargueros, los gigantescos petroleros que pasaban por alta mar, desfilaban por la línea del horizonte.

Entonces Cocò se despidió para siempre del puerto y se trasladó a un guardarruedas próximo al ayuntamiento, en la calle principal de Vigàta. Un día pasó delante de él un entierro muy solemne, con la banda a la cabeza y cincuenta coronas; no supo nunca la razón que de pronto lo impulsó de manera irresistible a ponerse a la zaga con su paso danzarín: siguió el cortejo fúnebre hasta la colina donde estaba el cementerio.

Desde entonces se convirtió en una costumbre: no fallaba a ningún entierro, cayese lluvia o soplara viento. Varones o mujeres, viejos o niños, no hacía diferencias.

Sucedió que cuando el Señor llamó a Totuccio Sferra («parece que el Señor tiene ganas de jugar al tute o a la brisca» fue el comentario unánime, dado que Totuccio no había hecho otra cosa en su vida que jugar al tute y a la brisca), se dieron cuenta de que Cocò no se había incorporado a la comitiva y se preguntaron los unos a los otros en busca de una explicación. Simone Sferra, hermano del muerto, que era un hombre respetable, se tomó la cosa como una ofensa, un desaire a su persona. Abandonó el funeral y fue a llamar a casa de Cocò para pedirle cuentas, pero nadie respondió. Iba a marcharse, cuando le pareció oír que alguien se quejaba: como era un hombre de decisiones rápidas, derribó la puerta y encontró a Cocò en medio de un charco de sangre; se había caído y se había hecho un corte en la cabeza. Entonces corrió la voz que Cocò se había salvado por obra y gracia de todos los muertos a los que había acompañado.

Cuando escaseaban los funerales y Cocò empezaba a ponerse nervioso en el guardarruedas, algún alma piadosa se acercaba y le llevaba noticias reconfortantes:

—Parece que a Ciccio Butera el párroco le dio la extremaunción. Es cuestión de horas.

—Al parecer el hijo de don Cosimo Laurentano, ese que se dio un golpe yendo en el Ferrari, no saldrá adelante.

Por la mañana Cocò se levantaba pronto, cuando todavía estaba oscuro, y en cuanto abría el café Castiglione entraba e iba a sentarse ante una mesita, esperando que llegaran los brioches recién salidos del horno. Se comía dos, remojándolos en un gran vaso de granizado de limón, y luego salía de nuevo para observar el trabajo de los hombres que pegaban carteles. Entre los bandos del ayuntamiento y los carteles publicitarios, no pasaba día que no apareciera un aviso fileteado de negro. Ciertos días venturosos los avisos eran dos o tres y Cocò anotaba los horarios y, sobre todo, las iglesias, que en Vigàta eran muchas, en las que iban a tener lugar los funerales. Cuando la epidemia de gripe maligna se llevó a ancianos y niños, Cocò casi enfermó de agotamiento por el esfuerzo de correr de un extremo a otro del pueblo de la mañana a la noche, pero consiguió no perderse ningún entierro.

Al comisario Montalbano, que lo conocía desde que entró de servicio en Vigàta, le pareció no entender bien.

—¿Qué?

—Han disparado a Cocò Alletto —repitió Mimì Augello, su segundo.

—¿Lo han matado?

—Sí, de un solo tiro, le dieron en la cara. Estaba sentado en el guardarruedas, a primera hora de la mañana, esperando que abrieran el café.

—¿Hay testigos?

—¡Qué cojones! —contestó de forma lapidaria Mimì Augello.

—Cuéntame —dijo el comisario.

Y eso significaba que cargaba la investigación, con suma delicadeza, en los hombros de Augello.

* * *

Cuatro días después, todo el pueblo fue al funeral de Cocò Alletto; no hubo un alma que no quisiera asistir: mujeres embarazadas en peligro de parto en medio del cortejo; ancianos que apenas se sostenían, ayudados por los hijos y los nietos; y el ayuntamiento en pleno. Hasta fue un moribundo detrás del ataúd: Gegè Nicotra, enfermo de un mal incurable y que todavía no había superado la cincuentena. Su presencia en el funeral impresionó; la gente no sabía si sentir más pena por el muerto o por el que estaba todavía vivo aunque ya irremediablemente condenado.

El comisario comprendió enseguida que la investigación no iba a llevar a nada. Lo único cierto era que a Cocò le habían disparado en la cara (como si quisieran borrarle los rasgos): el asesino se había situado delante de él a uno o dos metros de distancia, de pie o sentado dentro de un coche. Pero ¿por qué? Cocò nunca había hecho daño a nadie, no tenía enemigos. ¿Entonces? ¿Vio algo en algún funeral que no debió haber visto? Pero Cocò, con su caminar dislocado, mantenía siempre la cabeza inclinada, como si temiera dar un paso en falso. Y si hubiera visto algo, ¿a quién se lo habría dicho? Ya era mucho si en el transcurso de una jornada decía tres palabras. Más que callado, era una tumba.

«Y nunca una palabra fue tan apropiada», pensó Montalbano.

El primer funeral al que Cocò no pudo asistir, porque hacía tres días que estaba muerto, fue el del pobre Gegè Nicotra quien, después de volver a casa tras acompañar a Cocò al cementerio, aprovechando que su mujer había ido a hacer unas compras, escribió dos líneas y se disparó en el corazón.

«Pido perdón, estoy desesperado, ya no soporto la enfermedad», decía la nota.

Cuando Montalbano quería meditar sobre algún problema o, simplemente, tomar un poco el aire, solía comprar un cucurucho de garbanzos tostados y pipas de calabaza y se iba a dar un largo paseo hasta el faro situado encima del muelle del levante. Un paseo rumiante, tanto de boca como de cerebro.

Durante uno de esos paseos tuvo que intervenir y separar a dos pescadores que se estaban peleando. Al parecer, tenían serias intenciones de pasar de los insultos, gestos y palabrotas a los hechos. El comisario, aunque a desgana, cumplió con su obligación: se dio a conocer, se interpuso, agarró a uno por el brazo y ordenó al otro que se alejara. Cuando este último hubo dado unos pasos se detuvo, se volvió y gritó a su adversario:

—¡Tú al mío no vas!

Al hombre que Montalbano sujetaba por el brazo pareció que lo sacudía una corriente eléctrica, se mordió los labios y no abrió la boca. Cuando el otro se hubo alejado lo suficiente, el comisario liberó el brazo de su prisionero y lo amonestó diciéndole que no intentara hacerse el ingenioso porque la pelea acababa allí.

Cuando llegó debajo del faro, se sentó en una roca y empezó a comer los frutos secos.

«¡Tú al mío no vas!»

La frase que acababa de oír le retumbó en la cabeza.

—¡Tú al mío no vas!

Para alguien que no fuera siciliano, aquellas palabras habrían sido poco comprensibles, pero para Montalbano estaban tan claras como el agua. Significaban «tú no irás a mi funeral, yo iré al tuyo porque te mataré antes».

El comisario permaneció inmóvil; luego, de pronto, se levantó y echó a correr hacia el pueblo, mientras en su cabeza se dibujaba una escena tan clara y precisa que le parecía estar viéndola en el cine.

Un hombre que se sabe condenado a muerte por la enfermedad y que le quedan, exagerando, algunas semanas de vida, se revuelve en la cama sin conseguir conciliar el sueño. A su lado duerme la esposa, atiborrada de somníferos y tranquilizantes, para conseguir un pequeño oasis de olvido en el cotidiano desierto de angustia que está obligada a atravesar. El hombre enciende la luz y mira fijamente el despertador en la mesita de noche: cada segundo que pasa siente aproximarse el paso de la muerte. Las primeras luces del amanecer siempre son un momento crítico para quien tiene malas intenciones; el hombre comprende que se le ha acabado la capacidad de coger por los cuernos los pocos días que le quedan. No sólo es la muerte, sino saber que se va a morir y que el reloj ya tiene muy poca arena en la parte superior. Se levanta de la cama en silencio, para no turbar el sueño de la mujer, se viste, se guarda el revólver en el bolsillo, sale decidido a matarse lejos de casa para evitar que el ruido del tiro despierte a la mujer y lo descubra agonizante entre las sábanas empapadas de sangre.

Cuando llega a la calle, ve a Cocò Alletto en el guardarruedas, como un búho. Permanece allí, inmóvil. Espera.

«Espera mi funeral», piensa el hombre.

Entonces se pone frente a Cocò, que lo mira con expresión interrogante, saca el revólver y, sin pensarlo dos veces, dispara. En la cara, para borrar la mirada de la muerte que ha clavado los ojos en los suyos. Y enseguida comprende que la muerte no puede morir por un disparo de revólver. Se da cuenta de la inutilidad, de lo absurdo de su acción: el homicidio gratuito lo ha dejado vacío; ahora apenas tiene fuerzas para volver a casa, junto a la mujer ignorante.

En cuanto llegó al despacho, telefoneó a Jacomuzzi, el jefe de la policía científica de la comisaría de Montelusa. Le contestaron que estaba en reunión, que le trasmitirían el mensaje y que él lo llamaría en cuanto acabara.

Los de la científica tenían el proyectil que había matado a Cocò Alletto y el que había entrado en el corazón de Gegè Nicotra. Y su revólver. Si los dos proyectiles resultaran proceder de la misma arma, su hipótesis se confirmaría de manera irrevocable, como si Gegè hubiera confesado el delito.

Sonrió, satisfecho.

¿Y después?

La pregunta repentina le atravesó el cerebro. La satisfacción que sentía comenzó a evaporarse. ¿Y luego?

¿Declarar culpable de homicidio a un muerto que yacía a pocos pasos de la tumba de su víctima tenía sentido?

¿Sumergir a la viuda en un mar de dolor nuevo y distinto sólo para su satisfacción personal?

Sonó el teléfono.

—¿Qué querías? —preguntó Jacomuzzi.

—Nada —contestó el comisario Montalbano.