El sonido del teléfono no era el del teléfono, sino el ruido del torno de un dentista enloquecido que había decidido hacerle un agujero en el cerebro. Abrió los ojos con esfuerzo y miró el despertador de la mesita de noche: eran las cinco y media de la mañana. Seguramente alguno de sus hombres de la comisaría lo llamaba para comunicarle un asunto grave; no podía ser otra cosa a aquellas horas. Se levantó de la cama, entró en el comedor y descolgó el teléfono.
—Salvo, ¿conoces a Potocki?
Reconoció la voz de su amigo Niccolò Zito, el periodista de Retelibera, una de las dos televisiones privadas de Montelusa que se captaban en Vigàta. Niccolò no era un tipo que se dedicara a hacer bromas pesadas, y no se enojó.
—¿A quién?
—A Potocki, Jan Potocki.
—¿Es polaco?
—Por el nombre parece que sí. Creo que es el autor de un libro, pero no he conseguido que nadie me lo confirme. Si lo conoces, podré localizarlo.
Fiat lux. Quizás estuviera en condiciones de dar respuesta a la petición poco habitual de su amigo.
—¿Sabes si el título del libro es El manuscrito encontrado en Zaragoza?
—¡Ese! ¡Coño, Salvo, eres una maravilla! ¿Has leído el libro?
—Sí, hace muchos años.
—¿Puedes decirme de qué trata?
—¿Por qué te interesa tanto?
—Alberto Larussa, tú lo conocías, se ha suicidado. Descubrieron el cuerpo hacia las cuatro de la mañana y me han sacado de la cama.
El comisario Montalbano se llevó un disgusto. Nunca había sido muy amigo de Alberto Larussa, pero de vez en cuando iba a verlo, tras la debida invitación, a su casa de Ragòna y no dejaba pasar la ocasión de tomar prestado algún libro de su amplísima biblioteca.
—¿Se ha pegado un tiro?
—¿Quién? ¿Alberto Larussa? ¡Cómo se iba a matar de una forma tan vulgar!
—¿Cómo lo ha hecho?
—HA transformado la silla de ruedas en una silla eléctrica. En cierto sentido se ha ajusticiado.
—Y el libro, ¿qué tiene que ver?
—Estaba al lado de la silla eléctrica, en un escabel. Puede que sea lo último que leyó.
—Sí, habíamos hablado del libro. Le gustaba mucho.
—¿Quién era el tal Potocki?
—Nacía en la segunda mitad del siglo XIX en el seno de una familia de militares. Era un estudioso, un viajero, fue de Marruecos a Mongolia. El Zar lo nombró consejero suyo. Publicó libros de etnografía. Hay un grupo de islas, no recuerdo dónde, que llevan su nombre. La novela a la que te refieres la escribió en francés. Eso es todo.
—¿Por qué le gustaba el libro?
—Mira, Niccolò, ya te lo he dicho: le gustaba, lo leía y lo releía. Consideraba a Potocki como su alma gemela.
—¡Pero si nunca salió de su casa!
—Alma gemela en cuanto a rareza, originalidad. Además Potocki también se suicidó.
—¿Cómo?
—Se pegó un tiro.
—No me parece nada original. Larussa ha sabido hacerlo mejor.
Dada la notoriedad de Alberto Larussa, el noticiario de las ocho de la mañana lo presentó Niccolò Zito, que habitualmente se reservaba los de la tarde, con más audiencia. Niccolò dedicó la primera parte de la noticia a las circunstancias del hallazgo del cadáver y a la modalidad del suicidio. Un cazador llamado Martino Zìcari, al pasar hacia las tres y media de la madrugada cerca de la villa de Larussa, vio salir humo de una ventana del sótano. Como todo el mundo sabía que el sótano era el laboratorio de Alberto Larussa, Zìcari al principio no se alarmó. Sin embargo, cuando un soplo de viento le llevó el olor de ese humo, entonces sí que se asustó. Llamó a los carabineros quienes, después de haber llamado varias veces sin obtener respuesta, derribaron la puerta. En el sótano encontraron el cuerpo semicarbonizado de Alberto Larussa, que había transformado la silla de ruedas en una perfecta silla eléctrica artesanal. Después se produjo un cortocircuito y las llamas destrozaron parcialmente el local. Junto al muerto había un escabel sobre el que estaba la novela de Jan Potocki. Al llegar aquí Niccolò Zito utilizó lo que le había contado Montalbano. Luego pidió disculpas a los espectadores por haber dado tan sólo imágenes del exterior de la casa de Larussa: el sargento de carabineros prohibió grabar en el interior. La segunda parte la dedicó a informar sobre la personalidad del suicida. Cincuentón, muy rico, paralítico desde hacía treinta años por culpa de una caída de caballo, Larussa nunca salió de su ciudad natal, Ragòna. Nunca se casó y tenía un hermano menor que vivía en Palermo. Apasionado lector, poseía una biblioteca de más de diez mil volúmenes. Tras la caída del caballo, descubrió por casualidad su verdadera vocación: la orfebrería. Pero era un orfebre muy particular. Sólo utilizaba materiales pobres: alambre, cobre, cuentas de vidrio de escaso valor. Sin embargo, el diseño de esas joyas pobres era siempre de una extraordinaria elegancia e imaginación, de tal manera que hacía verdaderas obras de arte. Larussa no era consciente de ello y las regalaba a los amigos y a las personas que despertaban su simpatía. Para trabajar mejor, transformó el sótano en un taller muy bien provisto. Allí se había suicidado sin dejar ninguna explicación.
Montalbano apagó el televisor y telefoneó a Livia, esperando encontrarla todavía en casa, en Boccadasse, Génova. Estaba. Le dio la noticia. Livia conocía a Larussa y se habían hecho muy amigos. Cada Navidad él le enviaba una de sus creaciones como regalo. Livia no era una mujer de lágrima fácil, pero el comisario notó que se le quebraba la voz.
—¿Por qué lo hizo? Nunca me dio la impresión de ser una persona capaz de un acto semejante.
Hacia las tres de la tarde el comisario telefoneó a Niccolò.
—¿Hay alguna novedad?
—Bastantes. Larussa tenía en el taller una parte de la instalación eléctrica trifásica a 380. Se desvistió, se aplicó en las muñecas y en los tobillos unos brazaletes, una ancha banda metálica alrededor del pecho y una especie de capuchones en las sienes. Para que la corriente fuera más eficaz, metió los pies en una palangana llena de agua. Quiso asegurarse bien. Esos artilugios los fabricó él, con toda la paciencia del mundo.
—¿Sabes cómo accionó el interruptor de corriente? Creo haber entendido que estaba atado.
El jefe de los bomberos me ha dicho que había un temporizador. Genial, ¿no? Ah, se había bebido una botella de whisky.
—¿Sabías que era abstemio?
—No.
—Cuando me hablabas de los artilugios que había fabricado para que pasara la corriente se me ocurrió una cosa. El que pusiera a su lado la novela de Potocki tiene una explicación.
—¿Me dices de una vez lo que hay en ese bendito libro?
—No, porque no nos interesa la novela, sino su autor.
—¿Y?
—He recordado cómo se mató Potocki.
—¡Pero si ya me lo dijiste! ¡Se pegó un tiro!
—Sí, pero entonces había pistolas de avancarga, con una sola bala.
—¿Y qué?
—Tres años antes de quitarse de en medio, Potocki desatornilló la bolita que había encima de la tapa de una tetera de plata. Todos los días pasaba unas horas limándola. Empleó tres años para darle la redondez adecuada. Luego hizo que la bendijeran, la metió en el cañón de su pistola y se mató.
—¡Cristo! ¡Esta mañana le di a Larussa sobresaliente en originalidad, pero ahora me parece que está empatado con Potocki! Entonces el libro podría ser una especie de mensaje: me he suicidado de una manera extravagante, como hizo mi maestro Potocki.
—Digamos que ese podría ser el sentido.
—¿Por qué dices «podría» en lugar de «es»?
—Bueno, lo cierto es que no lo sé.
Al día siguiente fue a buscarlo Niccolò. Tenía que enseñarle algo sobre el suicidio de Larussa, que seguía despertando curiosidad por la fantasía de la ejecución. Montalbano se presentó en las oficinas de Retelibera. Niccolò había entrevistado a Giuseppe Zaccaria, que se ocupaba de los intereses de Larussa y a Olcese, el teniente de carabineros que había dirigido las investigaciones. Zaccaria era un hombre de negocios palermitano, desgarbado y ceñudo.
—No estoy obligado a responder a sus preguntas.
—Claro que no está obligado, sólo le estaba preguntando si tendría la amabilidad de…
—¡Váyanse a la mierda usted y la televisión!
Zaccaria le dio la espalda e hizo ademán de alejarse.
—¿Es cierto que Larussa tenía un patrimonio estimado en cincuenta mil millones…?
Fue un farol de Zito, pero Zaccaria se dejó atrapar.
Giró en redondo, furioso.
—¿Quién le ha contado semejante estupidez?
—Según mis informaciones…
—Mire, el pobre Larussa era rico, pero no hasta ese punto. Tenía acciones, títulos, pero, repito, no alcanzaba la cifra que ha dicho.
—¿Adónde irá a parar la herencia?
—¿No sabe que tenía un hermano menor?
El teniente Olcese era una columna de un metro noventa y nueve. Cortés, pero un pedazo de hielo.
—Todas las novedades, digo todas, apuntan en la dirección del suicidio. Muy extravagante, cierto, pero suicidio. El hermano también… —El teniente Olcese se interrumpió de golpe—. Eso es todo, buenos días.
—Decía que el hermano…
—Buenos días.
Montalbano miró a su amigo Niccolò.
—¿Por qué me has hecho venir? No me parecen dos entrevistas reveladoras.
—He decidido mantenerte siempre al corriente. No me engañas, Salvo. Este suicidio no te convence, ¿verdad?
—No es que no me convenza, más bien me molesta.
—¿Quieres hablar de ello?
—Hablemos de ello. Como no me ocupo del caso… Pero júrame que no te servirás de nuestras conversaciones para tus noticiarios.
—Prometido.
—Livia me ha dicho por teléfono que, según su opinión, Larussa no era un tipo de los que se suicidan. Y yo creo en la intuición de Livia.
—¡Por Dios, Salvo! ¡Todo el escenario de la silla eléctrica lleva la firma de un hombre original como Larussa! ¡Tiene su marca!
—Eso es lo que me molesta. ¿No sabes que cuando corrió la voz de los objetos artísticos que hacía nunca quiso conceder una entrevista a las revistas de moda que lo asediaban?
—No quiso concedérmela ni a mí, cuando se la pedí. Era un oso.
—Era un oso, de acuerdo. Y cuando el alcalde de Ragòna quiso hacer una exposición de sus trabajos para beneficencia, ¿qué hizo? Rechazó la propuesta, pero envió al alcalde un cheque de veinte millones.
—Es cierto.
—Y luego está la novela de Potocki bien a la vista. Otro toque de exhibicionismo. No, son cosas que nada tienen que ver con su manera habitual de comportarse.
Permanecieron en silencio.
—Tendrías que hacerle una entrevista a ese hermano menor —sugirió el comisario.
En el noticiario de las ocho, Niccolò Zito transmitió las dos entrevistas que antes había enseñado a Montalbano. Cuando acabó el noticiario de Retelibera, el comisario pasó al de Televigàta, la otra televisión privada, que empezaba a las ocho y media. Por supuesto, se abrió con el suicidio de Larussa. El periodista Simone Prestìa, cuñado del agente Galluzzo, entrevistó al teniente Olcese.
Este utilizó exactamente las mismas palabras que en sus declaraciones a Niccolò Zito:
—Todas las novedades, digo todas, apuntan en la dirección del suicidio. Muy extravagante, cierto, pero suicidio.
«¡Qué imaginación tiene el teniente!», pensó el comisario, pero el otro continuó:
—El hermano también…
El teniente se interrumpió de golpe.
—Eso es todo, buenos días.
—Decía que también el hermano…
—Buenos días —repitió el teniente Olcese y se alejó rígido.
Montalbano se quedó con la boca abierta. Además, como la imagen sólo se había centrado en el teniente y sólo se había oído la voz de Prestìa fuera de pantalla, pensó que quizá Zito había pasado el servicio a Prestìa, a veces entre periodistas se hacían esos favores.
—¿Has dado la entrevista de Olcese a Prestìa?
—¡En absoluto!
Colgó el auricular, pensativo. ¿Qué significaba esa comedia? A lo mejor el teniente Olcese, con sus dos metros de estatura, era menos estúpido de lo que parecía.
¿Y cuál podía ser la finalidad de la puesta en escena?
Sólo había una: incitar y azuzar a los periodistas contra el hermano del suicida. ¿Qué deseaba obtener? De todas formas una cosa era evidente: que al teniente el suicidio le olía a chamusquina.
Durante tres días, Niccolò, Prestìa y otros periodistas asediaron en Palermo a Giacomo, el hermano de Larussa, sin conseguir dar con él. Se apostaron delante de su casa, delante del instituto donde daba clases de latín: nada, parecía invisible. El director del centro, ante el asedio, se decidió a comunicarles que el profesor Larussa se había tomado diez días de vacaciones. No se lo vio ni en el funeral del suicida (tuvo lugar en la iglesia; a los ricos que se matan se los considera locos y, por lo tanto, quedan absueltos de la mala acción). Fue un funeral como tantos otros y eso provocó un recuerdo confuso en la memoria del comisario. Llamó por teléfono a Livia.
—Creo recordar que un día que fuimos a visitar a Alberto Larussa te habló del funeral que le gustaría tener.
—¡Sí! Hasta cierto punto bromeaba. Me llevó al estudio y me enseñó los dibujos.
—¿Qué dibujos?
—Los de su funeral. No tienes ni idea de cómo era el coche fúnebre, con ángeles plañideros de dos metros de altura, amorcillos y cosas así. Todo en caoba y oro. Dijo que cuando llegara el momento oportuno encargaría que se lo fabricaran. Hasta había dibujado el lema de los portadores de coronas. Y del ataúd no te cuento; es posible que los faraones lo tuvieran igual.
—Qué extraño.
—¿Qué?
—Que un hombre como él, tan retraído, casi un oso, soñara con un funeral faraónico, como has dicho, típico de un exhibicionista.
—Sí, yo también me sorprendí. Pero dijo que al ser la muerte un cambio tan grande, daba igual que, después de muertos, nos mostráramos completamente distintos de como fuimos en vida.
Una semana después Niccolò Zito lanzó una verdadera primicia. Había filmado con videocámara los objetos que Alberto Larussa había fabricado en su taller para el suicidio: cuatro brazaletes, dos para las muñecas y dos para los tobillos; una banda de cobre de unos cinco dedos de ancho con la que se había sujetado el pecho; una especie de capuchón con unos rectángulos metálicos para apoyarlos en las sienes. Montalbano vio todo aquello en el noticiario de la medianoche. Enseguida llamó por teléfono a Niccolò; quería tener con él un cambio de impresiones. Zito se lo prometió para el día siguiente por la mañana.
—¿Por qué te interesan estos objetos?
—Niccolò, ¿los has mirado bien? Los podríamos haber hecho tú y yo y no tenemos idea de cómo se hacen. Son tan toscos que ni los vendedores ambulantes se atreverían a ofrecerlos en la playa. Un artista como Alberto Larussa jamás los habría empleado, le habría dado vergüenza que lo encontraran con algo tan mal hecho encima.
—Y eso, según tu opinión, ¿qué significa?
—Significa, según mi opinión, que Alberto Larussa no se suicidó. Fue asesinado, y el que lo mató ideó un suicidio a tono con la extravagancia y originalidad de Larussa.
—Habría que advertir al teniente Olcese.
—¿Sabes una cosa?
—Dime.
—El teniente Olcese sabe mucho más que nosotros dos juntos.
Tanto sabía el teniente Olcese, que a los veinte días de la muerte de Alberto Larussa arrestó a su hermano Giacomo. Aquella misma tarde, apareció en Retelibera el fiscal ayudante Giampaolo Boscarino, al que le gustaba aparecer muy atildado cuando se asomaba a la pantalla.
—Señor Boscarino, ¿de qué se acusa al profesor Larussa? —preguntó Niccolò Zito, que se había trasladado a Palermo.
Boscarino, antes de contestar, se atusó el bigotito rubio, se arregló el nudo de la corbata y se pasó una mano por la solapa de la americana.
—Del inhumano asesinato de su hermano Alberto, que ha querido presentar como suicidio con una macabra puesta en escena.
—¿Cómo han llegado a esta conclusión?
—Lo siento, pero es secreto del sumario.
—¿No puede decirnos nada?
Se pasó una mano por la solapa de la americana, se arregló el nudo de la corbata, se atusó el bigotito rubio.
—Giacomo Larussa ha caído en manifiestas contradicciones. Las investigaciones, que tan brillantemente ha dirigido el teniente Olcese, han sacado a la luz elementos que agravan la situación del profesor.
Se atusó el bigotito rubio, se arregló el nudo de la corbata y la imagen cambió: apareció el rostro de Niccolò Zito.
—Hemos podido entrevistar al señor Filippo Alaimo, de Ragòna, jubilado, de setenta y cinco años. La acusación ha considerado fundamental su testimonio.
Apareció de cuerpo entero: un campesino enjuto, con un gran perro acurrucado a los pies.
—Me llamo Filippo Alaimo. Debe usted saber, señor periodista, que padezco de insomnio, no puedo dormir. Me llamo Filippo Alaimo…
—Eso ya lo ha dicho —se oyó la voz de Zito fuera de pantalla.
—¿Qué cojones decía? Ah, sí. Cuando ya no aguanto estar dentro de casa, despierto al perro a cualquier hora de la noche y me lo llevo de paseo. Entonces el perro, que se llama Pirì, como lo despierto en medio del sueño, sale de casa un poco cabreado.
—¿Qué hace el perro? —preguntó Niccolò, siempre fuera de pantalla.
—¡Me gustaría verlo a usted, señor periodista, si lo despiertan en medio de la noche y lo obligan a dar un paseo de dos horas! ¿No se cabrearía? Pues el perro también. Pirì se lanza sobre cualquier cosa que asome, hombre, animal o automóvil.
—Y así sucedió la noche del 13 al 14, ¿verdad? —Niccolò decidió intervenir, temiendo que los espectadores en cierto momento no comprendieran nada—. Usted se encontraba en las cercanías de la casa del señor Larussa cuando vio que un automóvil salía por la verja a toda velocidad…
—Sí señor. Fue como usted dice. Salió el coche, Pirì se abalanzó y el cabrón que conducía lo atropelló. ¡Si lo hubiera visto, señor periodista!
Filippo Alaimo se agachó, tomó al perro por el collar y lo levantó: el animal tenía las patas posteriores vendadas.
—¿Qué hora era, señor Alaimo?
—Sobre las dos y media o tres de la mañana.
—¿Y usted qué hizo?
—Yo empecé a gritar al del coche que era un grandísimo hijo de puta y tomé la matrícula.
Volvió a aparecer el rostro de Niccolò Zito.
—Según fuentes bastante autorizadas, la matrícula que anotó el señor Alaimo correspondía a la del profesor Giacomo Larussa. Y ahora la pregunta es la siguiente: ¿qué hacía a esas horas de la noche Giacomo Larussa en casa de su hermano, cuando es sabido que estaban enemistados? Hagamos la pregunta al letrado Gaspare Palillo, que lleva la defensa del sospechoso.
Gordo y sonrosado, el letrado Palillo era idéntico a uno de los tres cerditos.
—Antes de responder a su pregunta, desearía a mi vez hacer una. ¿Puedo?
—Por favor.
—¿Quién le ha aconsejado al llamado Filippo Alaimo que no se pusiera los gafas que usa habitualmente? Este jubilado de setenta y cinco años tiene una miopía de ocho dioptrías en cada ojo y una visión muy reducida. A las dos, en medio de la noche, a la débil luz de un farol, ¿pudo leer la matrícula de un coche en movimiento? ¡Vamos! Y ahora respondo a su pregunta. Hay que precisar que el mes pasado las relaciones entre los dos hermanos habían mejorado, hasta el punto que durante aquel mes, mi defendido fue tres veces a Ragòna a casa de su hermano. Debo precisar que la iniciativa de este acercamiento la tomó el suicida, que declaró en varias ocasiones a mi defendido que ya no podía soportar más la soledad, que se sentía muy deprimido y que necesitaba el consuelo de su hermano. Es cierto que el día 13 mi defendido fue a Ragòna, estuvo varias horas con su hermano, que le pareció más deprimido que otras veces, y salió hacia Palermo antes de cenar, hacia las veinte. Se enteró de la noticia del suicidio por la radio local a la mañana siguiente.
Durante los días posteriores sucedieron las cosas que habitualmente suceden en estos casos.
Michele Ruoppolo, de Palermo, que volvía a casa a las cuatro de la mañana del día 14, declaró haber visto llegar a esa hora el coche del profesor Giacomo Larussa. De Ragòna a Palermo se emplean como máximo dos horas. Si el profesor había salido de la casa de su hermano a las veinte, ¿cómo es que había empleado ocho horas en hacer el recorrido?
El abogado Palillo lo rebatió diciendo que el profesor volvió a su casa a las veintidós, pero no consiguió conciliar el sueño, preocupado por el estado de su hermano. Hacia las tres de la mañana bajó, subió al coche y dio una vuelta a orillas del mar.
Arcangelo Bonocore juró y perjuró que el día 13, hacia las seis de la tarde, al pasar junto a la casa de Alberto Larussa, había oído en el interior voces y ruidos de un violento altercado.
El letrado Palillo dijo que su defendido recordaba muy bien el episodio. No hubo ningún altercado. En un determinado momento, Alberto Larussa encendió el televisor para ver un programa que le interesaba, titulado «Marshall». El episodio incluía una violenta riña entre dos personajes. El letrado Palillo podía mostrar un videocasete con el episodio grabado. El señor Bonocore se había confundido.
Las cosas siguieron así durante una semana, hasta que el teniente Olcese sacó el as de la manga, como había anticipado el juez Boscarino. Inmediatamente después del descubrimiento del cadáver, contó el teniente, dio la orden de buscar un papel, cualquier nota que sirviera para explicar los motivos de un acto tan atroz. No lo hallaron porque Alberto Larussa no tenía nada que explicar, puesto que ni siquiera se le había ocurrido la idea del suicidio. En cambio, en el primer cajón de la izquierda del escritorio —que no estaba cerrado con llave, señaló Olcese— encontraron un sobre bien a la vista, en el que estaba escrito «para abrirse después de mi muerte». Puesto que el señor Larussa estaba muerto, especificó el teniente con una lógica aplastante, lo abrieron. Tan sólo unas pocas líneas: «Dejo todo lo que poseo, títulos, acciones, terrenos, casas y otras propiedades a mi hermano menor Giacomo». Seguía la firma. No había fecha. Precisamente la falta de fecha fue lo que despertó sospechas en el teniente, el cual hizo someter el testamento a un doble examen químico y grafológico. El examen químico reveló que la nota había sido escrita como máximo hacía un mes, dado el tipo particular de tinta utilizado y que era el mismo que empleaba habitualmente Alberto Larussa. El examen grafológico, confiado al perito del Tribunal de Palermo, condujo a un resultado inequívoco: se había imitado con habilidad la escritura de Alberto Larussa.
El letrado Palillo no digirió el asunto del testamento falso.
—Imagino la escena que han montado los que dirigen la investigación. Mi defendido se presenta en casa de su hermano, de algún modo le hace perder el sentido, escribe el testamento, saca del coche los objetos necesarios para la ejecución, que ha mandado fabricar en Palermo, traslada al hermano sin sentido al taller (que conoce muy bien, lo ha admitido, porque Alberto a menudo lo ha recibido allí) y organiza la macabra escenificación. Pero yo me pregunto: ¿qué necesidad tenía de escribir el testamento falso cuando ya existe uno, y registrado ante notario, que dice lo mismo? Me explico: en el testamento de Angelo Larussa, el padre de Alberto y de Giacomo, se lee: «Lego mis bienes, muebles e inmuebles, a mi primogénito Alberto. A su muerte, pasarán a mi hijo menor Giacomo». Y yo me pregunto: cui prodest? ¿A quién puede favorecer el segundo testamento?
Montalbano escuchó las palabras de Olcese y del abogado Palillo en el noticiario de medianoche, cuando ya estaba en calzoncillos e iba a acostarse. Lo intranquilizaron y se le pasaron las ganas de irse a la cama. La noche era extraordinariamente tranquila y, tal como estaba, en calzoncillos, se fue a pasear a orillas del mar. El segundo testamento no cuadraba. Aun siendo incriminatorio, el comisario advertía un punto de exceso en la confección del escrito. Por otro lado, todo había sido excesivo en el asunto. El falso testamento era como una pincelada de más en un cuadro, una sobrecarga de color. Cuí prodest?, había preguntado el letrado Palillo.
La respuesta le vino a los labios de una forma natural e irreprimible, le pareció ver un rayo cegador, como si un fotógrafo hubiera disparado un flash. De pronto sintió que se le aflojaban las piernas y tuvo que sentarse en la arena mojada.
—¿Niccolò? Soy Montalbano. ¿Qué estás haciendo?
—Con tu permiso, y dada la hora que es, me iba a acostar. ¿Has oído a Olcese? Tenías razón: Giacomo Larussa no sólo es un asesino por interés, sino también un monstruo.
—Oye, ¿puedes tomar nota?
—Espera que busque papel y lápiz. Aquí están. Dime.
—Te advierto que se trata de asuntos delicados que no puedo encargar a mis hombres, porque si se enteran los carabineros acabamos a bofetadas. En consecuencia, a mí ni nombrarme. ¿Está claro?
—Claro. Se trata de iniciativas mías.
—Bien. Lo primero que quiero saber es el motivo por el que Alberto Larussa no quiso ver a su hermano durante años.
—Intentaré averiguarlo.
—Segundo. Mañana mismo tienes que ir a Palermo a ver al perito grafólogo de Olcese. Sólo debes hacerle una pregunta, apúntala bien: ¿es posible que alguien escriba una nota y consiga que parezca falsa? Y basta por hoy.
Niccolò Zito era una persona muy inteligente, tardó diez segundos en entender el sentido de la pregunta que tenía que hacerle al perito.
—¡Cojones! —exclamó.
El monstruo fue abatido en primera plana. La mayor parte de los diarios, dado que el caso había adquirido resonancia nacional, se detenían en la personalidad del profesor Giacomo Larussa, un docente impecable según el director, sus colegas y sus alumnos, y despiadado asesino que se había introducido como una serpiente en la momentánea debilidad del hermano para captar su confianza y luego matarlo, movido por los más turbios intereses y de una manera atroz. Los medios de comunicación ya habían pronunciado la sentencia y el proceso sería un rito inútil.
Al leer aquellos artículos de condena sin apelación, el comisario sintió como si le royeran el hígado, pero aún no tenía nada concreto en que apoyar la increíble verdad que había intuido la noche anterior.
A última hora de la tarde, lo llamó por teléfono Niccolò Zito.
—He vuelto ahora mismo. Traigo información.
—Dime.
—Voy por orden. El letrado Palillo conoce la razón del odio, porque se trata de eso, entre los dos hermanos. Se lo ha contado su defendido, como le gusta llamarlo. Bien: Alberto Larussa nunca se cayó del caballo hace treinta y un años, como entonces se dijo en el pueblo. El rumor lo hizo correr el padre, Angelo, para ocultar la verdad. Durante una violenta discusión, los dos hermanos llegaron a las manos y Alberto se cayó por la escalera y se lesionó la espina dorsal. Dijo que Giacomo lo había empujado. En cambio, este aseguró que Alberto dio un paso en falso. Angelo, el padre, intentó ocultarlo con la caída del caballo, pero castigó a Giacomo en el testamento, sometiéndolo en cierto modo a Alberto. La cosa apesta.
—Estoy de acuerdo. ¿Y el perito?
—Me ha costado acceder al perito y cuando se lo pregunté se quedó atónito, confuso, sorprendido. Empezó a balbucear. En resumen, dijo que la pregunta puede tener una respuesta positiva. Ha añadido una cosa muy interesante: que por mucho que uno se esfuerce por falsificar su propia grafía, un atento examen acabaría revelando el engaño. Entonces le pregunté si él había realizado un examen muy atento. El muy cándido me ha contestado que no. ¿Sabes por qué? Porque el fiscal ayudante le preguntó si se había falsificado la letra de Alberto Larussa y no si Alberto Larussa había falsificado su propia escritura. ¿Observas la sutil diferencia?
Montalbano no contestó; estaba pensando en darle otro encargo al amigo.
—Oye, deberías enterarte de qué día se cayó Alberto por las escaleras.
—¿Por qué? ¿Es importante?
—Sí, creo que sí.
—Bueno, pues ya lo sé. Fue el 13 de abril…
Se interrumpió de golpe. Montalbano notó que Niccolò se había quedado sin aliento.
—¡Cristo! —lo oyó murmurar.
—¿Hiciste las cuentas? —preguntó Montalbano—. El hecho tuvo lugar el 13 de abril de hace treinta y un años. Alberto Larussa muere, se suicida o lo matan el 13 de abril de treinta y un años después. Y el número 31 no es más que el 13 invertido.
—Larussa dejó el libro de Potocki junto a la silla eléctrica como un desafío, un desafío para entender —dijo Montalbano.
El comisario estaba con Niccolò en la trattoria San Calogero atracándose de salmonetes fresquísimos con salsa.
—¿Entender qué? —preguntó Niccolò.
—Mira, cuando Potocki empezó a limar la bola de la tetera, hizo un cálculo temporal: viviré hasta que la bala pueda entrar en el cañón de la pistola. Alberto Larussa tenía que organizar su venganza exactamente treinta y un años después y en el día exacto, el 13 de abril. Un cálculo temporal, como el de Potocki, un tiempo asignado. Te has quedado perplejo. ¿Qué pasa?
—Pasa que se me ocurre una observación: ¿por qué Alberto Larussa no tomó su venganza trece años después de la caída?
—También me lo he preguntado yo. Quizás había algo que lo hacía imposible, quizás el padre todavía estaba vivo y se habría dado cuenta, si quieres podemos investigar. Pero el hecho es que ha tenido que esperar todos estos años.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—¿En qué sentido?
—¿Cómo en qué sentido? ¿Todas estas historias quedan entre nosotros dos y dejamos a Giacomo Larussa en la cárcel?
—¿Qué piensas hacer?
—Bueno, no sé… Contárselo todo al teniente Olcese. Parece un hombre competente.
—Se reiría en tu cara.
—¿Por qué?
—Porque sólo tenemos palabras, y las palabras se las lleva el viento. Necesitamos pruebas para presentar ante el tribunal y no las tenemos.
—¿Entonces?
—Deja que piense esta noche.
Con su atuendo habitual de espectador de televisión, es decir, camiseta, calzoncillos y pies descalzos, metió en el vídeo la grabación que le había dado días atrás Niccolò, encendió un cigarrillo, se sentó cómodamente en el sillón y puso en marcha la cinta. Cuando llegó al final, la rebobinó y volvió a pasarla. Repitió la operación tres veces más para observar con minucia los objetos que habían servido para transformar la silla de ruedas en silla eléctrica. Los ojos empezaron a picarle de cansancio. Apagó el aparato, se levantó, fue al dormitorio, abrió el cajón superior de la cómoda, sacó una caja y volvió a sentarse en el sillón. En el interior de la cajita había un espléndido alfiler de corbata que le había regalado el pobre Alberto Larussa. Lo estuvo mirando durante un buen rato y luego, con la aguja en la mano, volvió a poner en marcha la cinta. De pronto apagó el vídeo, guardó la cajita en la cómoda y miró el reloj. Eran las tres de la mañana. Le bastaron veinte segundos para superar los escrúpulos. Levantó el auricular del teléfono y marcó un número.
—¿Amor? Soy Salvo.
—Dios mío, Salvo, ¿qué pasa? —preguntó Livia preocupada y con voz adormecida.
—Tienes que hacerme un favor. Perdona, pero es muy importante para mí. ¿Qué tienes de Alberto Larussa?
—Un anillo, dos alfileres, una pulsera, dos pares de pendientes. Son magníficos. El otro día los saqué, cuando me enteré de que había muerto. ¡Dios mío, qué horror! ¡Que tu propio hermano te mate de ese modo tan atroz!
—Quizá las cosas no son como las cuentan, Livia.
—¿Qué dices?
—Luego te lo explico. Mira, me interesa que me describas los objetos que tienes, no tanto la forma como el material utilizado. ¿Has comprendido?
—No.
—¡Por Dios, Livia, está muy claro! Por ejemplo, de qué grosor son los alambres o los hilos de cobre o de qué están hechos.
* * *
El teléfono de Montalbano sonó cuando no eran todavía las siete de la mañana.
—Salvo, ¿qué piensas hacer?
—Mira, Niccolò, sólo podemos movernos en una sola dirección; es como caminar por un alambre.
—Estamos cubiertos de mierda.
—Sí, y la mierda nos llega hasta el pecho. Antes que nos cubra por completo, al menos podemos hacer un movimiento. El único capaz de contarnos algo nuevo, algo que sirva a nuestras sospechas, es Giacomo Larussa. Llama por teléfono a su abogado, y que le explique minuciosamente qué sucedió durante las tres visitas que le hizo a Alberto. Pero que lo cuente todo. Hasta si una mosca echó a volar. En qué habitaciones entraron, qué comieron y de qué hablaron. Hasta las minucias, aunque le parezcan inútiles. Y por favor, que el esfuerzo le deje herniado el cerebro.
«Apreciado señor Zito —comenzaba la carta que el abogado Palillo le envió a Niccolò—: Le remito la transcripción fiel del relato de las tres visitas de mi defendido a su hermano los días 2, 8 y 13 de abril de este año».
El abogado era un hombre meticuloso y ordenado, a pesar de su aspecto de cerdito de Disney.
Durante la primera visita, la del día 2, Alberto no hizo más que pedir perdón y lamentarse por haberse obstinado en mantener apartado a su hermano. Ya no tenía importancia ahondar en la desgracia, no tenía sentido averiguar si había sido él quien dio un paso en falso o si Giacomo lo empujó. Corramos el telón, dijo. Dijo también que estaba solo como un perro y que la situación empezaba a cansarlo. Además, tenía días depresivos, cosa que antes no le sucedía, y se quedaba sentado en la silla de ruedas sin hacer nada. Otras veces se quedaba meditando a oscuras. ¿En qué?, le preguntó Giacomo. Y Alberto contestó que en el fracaso de su existencia. Le enseñó el taller, los objetos que elaboraba y le regaló una magnífica cadena de reloj. La visita duró tres horas, de las quince a las dieciocho.
Durante el segundo encuentro, el del día 8, todo se desarrolló casi exactamente como en la visita anterior. Esta vez el regalo fue un alfiler de corbata. La depresión de Alberto se había agravado y en un determinado momento Giacomo tuvo la impresión de que reprimía las lágrimas. Duración de la visita: dos horas y media, de las dieciséis a las dieciocho y treinta. Se despidieron acordando que Giacomo volvería el día 13 a la hora de comer y se quedaría allí por los menos hasta las ocho de la noche.
El relato de la última visita, la del día 13, presentaba ciertas diferencias. Giacomo llegó un poco antes de la hora acordada y se encontró a su hermano de un humor pésimo, muy nervioso. La había tomado con la camarera en la cocina y para desahogarse tiró al suelo una sartén. Murmuraba y casi no dirigió la palabra a Giacomo. Poco antes del mediodía, llamaron a la puerta de la casa. Alberto insultó a la camarera porque no iba a abrir. Fue Giacomo: era el empleado de una mensajería con un paquete de grandes dimensiones. Giacomo firmó por su hermano y tuvo la oportunidad de leer la dirección impresa del remitente en una etiqueta pegada. Alberto casi le arrancó el paquete de las manos y lo apretó contra su pecho como si fuera un niño. Giacomo le preguntó qué era aquello tan importante, pero Alberto no contestó; sólo dijo que pensaba que no llegaría a tiempo. ¿A tiempo de qué? De una cosa que tengo que hacer hoy, fue la respuesta. Luego bajó al taller a dejar el paquete, pero no invitó a su hermano a que lo acompañara. Giacomo aseguraba que en esa ocasión no entró en el taller. Desde la llegada del paquete, el comportamiento de Alberto cambió por completo. Volvió a su humor normal, se excusó con su hermano y con la camarera, la cual, después de servir la comida en la mesa, desapareció para ordenar la cocina y se marchó hacia las quince horas. Durante la comida no bebieron ni una gota de vino, Giacomo también señalaba esta circunstancia; ambos eran abstemios. Alberto invitó a su hermano a descansar una hora; le había hecho preparar la cama en el cuarto de invitados. Al parecer él hizo lo mismo. Giacomo se levantó hacia las cuatro y media, fue a la cocina y allí encontró a Alberto, que le había preparado café. Giacomo lo encontró muy afectuoso, pero lejano, casi melancólico. No aludió en absoluto a la desgracia de hacía treinta y un años, como se temía Giacomo. Pasaron juntos una tarde agradable, hablaron del pasado, de los padres, de los parientes. Mientras Alberto se había alejado de todo el mundo, Giacomo se relacionaba sobre todo con la anciana hermana de la madre, la tía Ernestina. Alberto demostró mucho interés por esta tía a la que literalmente había olvidado, preguntó cómo estaba de salud, qué hacía, y hasta propuso ayudarla económicamente a través de Giacomo. Todo siguió así hasta las ocho, cuando Giacomo subió al coche para volver a Palermo. Al despedirse quedaron en verse de nuevo el día 25 del mismo mes. En cuanto a la dirección del remitente del paquete, Giacomo se había esforzado por recordarla, pero no lo consiguió. Podía ser Roberti (o quizá Goberti, Foberti, Romerti o Roserti) SpA-Seveso. Giacomo estaba bien seguro de que el paquete procedía de Seveso: en sus primeros años de enseñanza mantuvo una breve relación con una profesora que era de Seveso.
Temía que la noticia de su investigación paralela pudiera trascender y se dirigió personalmente a la oficina de correos que, como también era la central telefónica pública, tenía todas las guías. Roberti Fausto era dentista, Roberti Giovanni dermatólogo; en cambio, Ruberti era una SpA. Probó. Contestó una voz cantarina de mujer.
—Ruberti. ¿En qué puedo servirle?
—Llamo desde Vigàta, soy el comisario Montalbano. Necesito una información. ¿Qué es Ruberti SpA?
Al otro lado hubo un momento de titubeo.
—¿Quiere decir qué fabrica?
—Sí, por favor.
—Conductores eléctricos.
Montalbano aguzó el oído, quizás había acertado.
—¿Quiere comunicarme con el director de ventas?
—Verá, señor comisario, Ruberti es una empresa pequeña. Le paso al ingeniero Tani que también se ocupa de las ventas.
—¿Hola? Comisario soy Tani. Dígame.
—Querría saber si encargó algún material el señor…
—Un momento —lo interrumpió el ingeniero—, ¿se refiere a un particular?
—Sí.
—Comisario, no vendemos a particulares. Nuestra producción no se vende en negocios de electricidad porque no está destinada a uso doméstico. ¿Cómo ha dicho que se llama el señor?
—Larussa. Alberto Larussa, de Ragòna.
—¡Oh! —exclamó el ingeniero Tani. Montalbano no hizo preguntas; esperó que el otro se recuperara de la sorpresa—. Me he enterado por los diarios y la televisión —dijo el ingeniero—. ¡Qué final más terrible! Sí, el señor Larussa nos telefoneó para comprar Xeron 50, del que había leído en una revista.
—Perdone, pero no entiendo. ¿Qué es el Xeron 50?
—Es un superconductor, una patente nuestra. En pocas palabras, es una especie de multiplicador de energía. Es muy caro. Insistió mucho. Era un artista. Le envié los cincuenta metros que había pedido, comprenda, una cantidad irrisoria. Pero no llegó a su destino.
Montalbano se sobresaltó.
—¿No llegó a su destino?
—La primera vez, no. Nos telefoneó varias veces reclamándolo. Mire, llegó a enviarme un maravilloso par de pendientes para mi mujer. Le envié cincuenta metros más con un mensajero. Estos sí que llegaron a su destino.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque he visto en la televisión las macabras imágenes de todo lo que se manipuló para la fabricación de la silla eléctrica. Me refiero a las tobilleras, los brazaletes, el pectoral. Me ha bastado una ojeada. Los hizo con nuestro Xeron 50.
Fue al despacho, ordenó que lo sustituyera su segundo Mimì Augello, volvió a su casa de Marinella, se desvistió, se puso el uniforme de telespectador, metió la cinta que había visto una y otra vez, tomó asiento en el sillón, con un bolígrafo y unas cuantas hojas de papel cuadriculado, y puso en marcha el aparato de vídeo. Tardó dos horas en acabar la labor, tanto por la dificultad objetiva del cálculo como porque él con los números nunca se le habían dado bien. Consiguió establecer la cantidad de anillas de Xeron que necesitó Larussa para confeccionar las tobilleras, los brazaletes, el pectoral y los capuchones. Tras varios sobresaltos, sudores, borrones, nuevos cálculos y correcciones, observó que Alberto Larussa necesitó treinta metros de Xeron 50. Entonces se levantó del sillón y llamó a Niccolò Zito.
—Mira, Niccolò, ese hilo especial le servía sobre todo para dos cosas. Se trataba de un material con una circunferencia demasiado gruesa; para las obras de arte empleaba hilos que parecían telarañas, y por lo tanto todo aquel que lo conociera diría que la silla eléctrica no la había fabricado Alberto: demasiado tosco el diseño y demasiado grueso el material. Yo también me equivoqué. La segunda razón es que Alberto no quería chamuscarse en la silla eléctrica, sino matarse, matarse de verdad. Entonces tenía que asegurarse: y lo que necesitaba era el Xeron 50. Por esta razón su hermano Giacomo lo encontró tan nervioso cuando fue a su casa la mañana del 13: el paquete todavía no había llegado. Sin el Xeron no se atrevía a sentarse en la silla eléctrica. Cuando Giacomo se marchó, hacia las ocho de la noche, se puso a trabajar como un loco para preparar la puesta en escena. Estoy seguro de que consiguió matarse antes de que pasase la medianoche.
—¿Qué hago comisario? ¿Voy a ver a Olcese y se lo cuento todo?
—Ahora sí. Cuéntaselo todo. Y dile también que según tus cálculos, escucha bien, tus cálculos, Alberto Larussa debió de utilizar unos treinta metros de Xeron 50. En el taller, chamuscados quizá por el conato de incendio, todavía debe de haber una veintena de metros de ese hilo. Y por favor: no me nombres, no tengo nada que ver, no existo.
—¿Salvo? Soy Niccolò. Lo hemos conseguido. En cuanto te he dejado, he llamado a Ragòna. Olcese me ha dicho que no tenía que hacer ninguna declaración a los periodistas. Le he contestado que deseaba verlo en calidad de ciudadano particular. Ha aceptado. Una hora después estaba en Ragòna. Hablar con un iceberg es mucho más agradable. Se lo he contado todo, le he propuesto ir al taller para ver si estaban los veinte metros de Xeron. Me ha dicho que lo comprobaría. No te cuento la conversación para que no te cabrees.
—¿Has dicho mi nombre?
—¿Bromeas? No nací ayer. Bien, por la tarde, hacia las cuatro, me reúno con él en Ragòna. Lo primero que me dice, sin demostrar la más mínima turbación dado que lo que me estaba comunicando significaba que había errado completamente la investigación, pues lo primero que me dice es que en el taller de Alberto Larussa estaban los veinte metros de Xeron. Ni una palabra más ni una menos. Me lo agradece con el mismo calor que si le hubiese dicho la hora y me alarga la mano. Y mientras nos estamos despidiendo, me dice: «¿Nunca ha querido entrar en la policía?». Yo me quedo un poco sorprendido y le contesto: «No, ¿por qué?». ¿Y sabes qué me ha contestado? «Porque creo que su amigo, el comisario Montalbano, estaría contentísimo». ¡Qué grandísimo hijo de puta!
* * *
Giacomo Larussa fue puesto en libertad, el teniente Olcese se ganó unos elogios, Niccolò Zito lanzó una primicia memorable y Salvo Montalbano lo celebró con una comilona tal que durante dos días se encontró indispuesto.