La vidente

Cuando era joven, Salvo Montalbano pasó uno de los inviernos más amargos de su vida en Carlòsimo. Tenía treinta y dos años entonces, y lo utilizaban como una especie de viajante de comercio: cada estación lo enviaban de un pueblo a otro, ora para hacer una sustitución, ora para tapar un agujero, ora para echar una mano en una situación de emergencia. Pero los cuatro meses de Carlòsimo fueron los peores de todos. Era un pueblucho en un cerro en el que no existía razón alguna para que hiciera el frío que hacía, pero un misterioso cruce y combinación de fenómenos meteorológicos provocaba que en Carlòsimo uno no se quitase nunca el abrigo y la bufanda, ni siquiera cuando iba a acostarse. Los habitantes, más o menos unos siete mil, no eran gente hosca, sólo que no daban confianza, saludaban a duras penas, eran callados. En el pueblo el único que no se parecía a los demás era Rizzitano, el farmacéutico, siempre con la sonrisa a punto, la respuesta rápida, la palmada en el hombro. Montalbano lo bautizó Jena ridens en homenaje a un viejo chiste, ese de los dos amigos que van al zoológico y uno de ellos lee en el cartel que hay delante de la jaula del animal: «Jena ridens. Habita en el desierto, sale sólo de noche, se alimenta de carroña, se aparea una vez al año». Sorprendido, se vuelve hacia el amigo y pregunta:

—Pero ¿de qué se ríe?

A las ocho de la tarde todos se retiraban a sus casas y las calles quedaban desiertas, con un viento que hacía rodar latas vacías y levantaba en el aire fantasmas de papel. No había ningún cine y en la papelería sólo vendían cuadernos. Y además, por esa misma coyuntura (o conjura) meteorológica, los dos canales de televisión que entonces había sólo enviaban imágenes de ectoplasmas.

Para el subcomisario Montalbano, responsable del orden público, un paraíso; para el hombre Montalbano, una calma chicha de limbo, una instigación continua al suicidio o a la partida de naipes. En el círculo, las «personas acomodadas» del pueblo no sólo se jugaban hasta la camisa sino que a veces también el culo, y por ello el comisario, al que no le gustaban los naipes, permanecía a distancia. Lo único que podía hacer era darse a la lectura: aquel invierno leyó a Proust, a Musil y a Melville. Al menos eso salió ganando.

La mañana del 3 de febrero, cuando Montalbano se dirigía a su despacho, vio que un cartelero intentaba pegar en la pared helada, al lado de la puerta del Gran Caffe Italia, un cartel de colores que decía que aquella misma noche, en la plaza de la Libertà, debutaría el «Circo Familiar Passerini».

Por la tarde, cuando se dirigía al único hotel del pueblo, Montalbano pasó por la plaza de la Libertà. El circo ya estaba montado: pequeño y de una desolación que rayaba en la indigencia. La taquilla, poco iluminada, estaba abierta y dos o tres paisanos compraban la entrada.

Una oleada de melancolía, tan alta como las olas del Pacífico, se abatió sobre el subcomisario. Hasta le desapareció el apetito, que siempre tenía despierto; se encerró en su cuarto, donde evitaba la congelación con una estufita eléctrica encendida toda la noche con riesgo de su vida, y leyó por sexta vez Benito Cereno de Melville, que le fascinaba y del que no conseguía despegarse.

Cuando por la mañana entraba en el despacho, oyó unas voces furiosas procedentes del que estaba junto al suyo. Fue a ver: Palmisano e Ingarriga, dos de sus agentes, con el rostro encarnado, alterados, se peleaban a golpes. Con una rabia incontenible, desencadenada, más que por la escena que estaba viendo por la tristeza que había acumulado la noche anterior, se plantó delante de los dos y los avergonzó.

Luego entró en su despacho y cerró la puerta con un portazo que hizo desprenderse un trozo de yeso.

Apenas cinco minutos después, Palmisano e Ingarriga se presentaron a pedir disculpas y explicaron, sin que se lo hubiera pedido, la razón de la pelea.

Fue por causa del circo.

Contaron al comisario que el payaso no hacía reír, que la mujer que caminaba en la cuerda se había caído y se había hecho daño en un tobillo y que al prestidigitador no le salió un juego de naipes. En resumidas cuentas, una pena. Palmisano e Igarriga estaban a punto de irse, el espectáculo ya había acabado, cuando apareció ella.

—¿Quién? —preguntó el comisario con expresión poco amable.

—¡La videnta! —dijo respetuosamente Igarriga que tenía ciertas dificultades con el idioma.

Palmisano adoptó aires de superioridad.

—¿Y qué hace esa vidente?

—¡Ah, comisario! ¡Algo que hay que ver para creer! ¡De todo!

—Engañando —señaló muy tranquilo Palmisano.

—¡Pero qué engaño ni qué narices! ¡Es una videnta de verdad! —estalló Ingarriga, dispuesto a volver a emprender la riña.

Por el pueblo corrió el rumor de que en el circo se presentaba aquella vidente extraordinaria que no se equivocaba nunca y, el sábado siguiente, había cola ante la taquilla. Impulsado por la curiosidad y aún más por el aburrimiento, Montalbano se decidió a abandonar a Benito Cereno en la habitación del hotel.

Aquella noche, quizá porque los bancos del circo estaban completamente llenos, quizá porque el público la electrizó, a la troupe todo le salió bien: el payaso despertó algunas risas, la equilibrista consiguió no caerse aunque estuvo a punto de hacerlo varias veces, y el prestidigitador hizo un juego con el sombrero de copa que sorprendió hasta a Montalbano. La amazona estuvo inspirada. De pronto, las luces de la pista se apagaron. Redoblaron los tambores en la oscuridad. Cuando se encendió un foco, iluminó a una mujer sola en medio de la pista, sentada en una silla de paja.

Podía tener unos setenta años, representaba su edad y no hacía nada para ocultarla. Menuda, vestida modestamente, los cabellos grises recogidos en un moño. Permanecía inmóvil, miraba el suelo. En el circo se hizo un silencio denso que se podía cortar con un cuchillo. En el círculo del foco avanzó un hombre de unos cincuenta años, vestido de frac. Alzó el sombrero de copa, hizo una profunda reverencia y dijo:

—Señoras y señores, Eva Richter.

Sin ningún énfasis, en voz baja, casi con respeto. La mujer permaneció inmóvil en la silla. Montalbano tuvo la sensación de que algo había cambiado de repente en aquel circo miserable, como si en el centro de la pista ya no fuera a desarrollarse un juego o una representación, sino un terrible momento de la verdad.

El hombre del frac se dirigió a los presentes.

—La señora Eva Richter no contesta ninguna pregunta, ni mía ni del público. Si uno de los presentes desea entregarme un objeto personal, la señora lo tendrá un momento entre las manos y luego lo devolverá. Entonces dirá al propietario del objeto algo que hace referencia a él. Les advierto que la respuesta se dará en voz alta y por lo tanto quien no desee que sus asuntos personales sean aireados delante de todos, será mejor que no participe. —Hizo una pausa y miró al público sumido en la oscuridad—. Un objeto, por favor.

Hubo risas de turbación, incitaciones, comentarios en voz baja. Luego, de uno de los bancos más altos y pasando de mano en mano, llegó una corbata hasta el hombre del frac. Estallaron risas que el hombre truncó con un gesto imperioso.

Eva Richter, sin levantar la cabeza, cogió la corbata que aquel le llevó, hizo una bola con ella, la tuvo entre las manos huecas y la devolvió. La corbata hizo el recorrido inverso.

El hombre del frac preguntó:

—¿La corbata ha sido devuelta a su propietario?

—Sí —contestó una voz anónima.

Entonces el hombre del frac se volvió a mirar a la mujer que estaba sentada en medio de la pista.

Eva Richter habló en voz baja, murmurando casi las palabras. Tenía acento extranjero.

—El señor que me ha dado la corbata es muy joven. Esta es su primera corbata, se la ha regalado su hermana.

De los bancos más elevados estalló un aplauso que acompañó todo el público. El hombre del frac alzó una mano y pidió silencio.

—El año pasado el señor de la corbata se cayó de la moto y se rompió el tobillo izquierdo.

Los ocupantes de los bancos más elevados se levantaron para aplaudir y el muchacho propietario de la corbata se puso a dar gritos de asombro:

—¡Es verdad! ¡Lo juro! ¡Todo es verdad!

Cuando los aplausos se acallaron, el hombre del frac volvió a hablar:

—Esta noche la señora está cansada. Sólo realizará dos ejercicios más de videncia. Otro, por favor. —Hizo un gesto y se encendieron las medias luces bajo la carpa. Ahora el público también era espectáculo—. ¿Quién desea participar?

—Yo.

Todo el mundo se volvió a mirar a la señora Elvira Testa. Montalbano también, porque no lo pudo evitar. Elvira Testa, joven y bellísima, casada con el hombre más rico del pueblo, Filippo Mancuso, comerciante y, sobre todo, usurero, un hombre tosco y calvo que ya había cumplido los cincuenta.

Igual que antes la corbata, el collar de oro acabó en las manos de Eva Richter, que luego lo devolvió a su propietaria.

—Quien me ha dado este objeto acaba de regresar de Nueva York. Vivía en casa de una amiga.

Al aplauso de Elvira Testa se unió el ardiente aplauso de todos los espectadores.

Eva Richter siguió:

—Quien me ha dado el objeto ha sufrido hace poco una pérdida. Ha quedado profundamente dolorido.

No hubo comentarios ni aplausos. Se hizo un silencio mortal. El hombre del frac parecía sorprendido y preocupado. Hasta Eva Richter alzó un instante la cabeza.

—¡Se ha equivocado! ¡Se ha equivocado! —gritaba de pie, congestionado, Filippo Mancuso.

A su lado, la bellísima Elvira Testa parecía una llama de fuego. Todos en el pueblo, incluido Montalbano sabían que el queridísimo amante de Elvira Testa había perdido la vida dos meses antes en un accidente de coche.

El hombre del frac se dio cuenta de que había algo que no cuadraba y animó a los espectadores:

—¡Otro, pronto, otro!

—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!

En la primera fila, Rizzitano, el farmacéutico, sentado entre el doctor Spalic, un triestino que desde hacía cuarenta años era el médico de Calòsimo, y el alcalde Di Rosa agitó un pañuelo. Quizá para romper la atmósfera que se había creado poco antes, el hombre reía, hacía guiños, se movía.

El hombre del frac tomó el pañuelo y se lo dio a la vidente que, en vez de devolvérselo, lo retuvo. El hombre del frac se quedó con la mano alargada y con una expresión de curiosidad en la cara. Ocurrió entonces lo que nadie esperaba: Eva Richter tiró el pañuelo al suelo dando un grito, como si aquel trozo de tela la hubiera quemado. Se levantó pálida como una muerta, dio unos pasos hacia atrás hacia el telón a sus espaldas, la mano izquierda apretada en la boca abierta para impedir que le saliera otro grito. Cuando notó el telón a sus espaldas, levantó el brazo derecho y señaló con el dedo índice al farmacéutico:

—¡Asesino! ¡Tú eres el asesino!

Murmuró la frase con una voz más baja de lo habitual, pero todos la oyeron, porque se había hecho un silencio que parecía que en el interior del Circo nadie respirara. De repente se desencadenó un alboroto, algunas mujeres empezaron a gritar como, si el farmacéutico estuviera matando a alguien ante sus ojos; la señora Elvira Testa, que aquella noche habla pasado las de Caín, tuvo un desmayo oportuno y el marido comerciante, usurero, y ahora cornudo público, se la llevó fuera amorosamente. El farmacéutico, a pesar del asombro, no conseguía que le desapareciera la sonrisa de los labios:

—¿Se ha vuelto loca? —preguntaba a todo el mundo.

El alcalde llamó a Montalbano mientras el público desalojaba.

—¡Comisario, hay que hacer algo!

—¿Qué? —preguntó el comisario con expresión plácida.

—Pues no lo sé… Esa mujer ha prendido la mecha… No debería permitirse…

—Ya veré lo que puedo hacer —dijo Montalbano.

A la mañana siguiente el circo ya no estaba en la plaza de la Libertà. El doctor Spalic tampoco estaba ya en Carlòsimo ni sobre la faz de la Tierra. Hacia las tres, después de una noche insomne paseando por la casa, tal como declaró el señor Lauricella, que vivía en el piso de abajo, tomó una cuerda y se colgó de una viga del techo. Montalbano encontró en el escritorio una nota escrita con lápiz: «Era demasiado joven, no comprendía el daño que hacía. Perdónenme».

—Pero si la vidente dijo que el asesino era Rizzitano, el farmacéutico, ¿por qué se ha matado el doctor Spalic? —se preguntaban en el pueblo, extrañados.

* * *

Los domingos, la farmacia de Rizzitano permanecía abierta sólo por la mañana. Montalbano entró hacia las once, cuando había pocos clientes, que pedían remedios sobre todo contra el resfriado y la gripe. Rizzitano aprovechó un momento en que no había nadie y cerró con llave el cancel de la puerta.

—Vi lo que hizo anoche —dijo Montalbano.

El farmacéutico no sonreía, una arruga le cruzaba la frente.

—¿Y qué vio?

—Vi que metía la mano en el bolsillo izquierdo del abrigo del doctor Spalic y sacaba el pañuelo que normalmente llevaba allí. Ese pañuelo no era suyo sino del doctor Spalic y usted quiso gastarle una broma.

—Ya —admitió Rizzitano con amargura.

—Eva Richter no lo señalaba a usted sino al doctor. Pero al margen de la historia del pañuelo, todos quedaron convencidos de que se estaba dirigiendo a usted.

—Ya —repitió Rizzitano.

—Y observé algo más —siguió diciendo el subcomisario.

—¿Qué?

—Que Eva Richter dijo: «Tú eres el asesino». ¿Me explico? No un asesino cualquiera.

—Es cierto.

—He venido a hacerle una pregunta: ¿qué sabe del médico?

El farmacéutico se ajustó los gafas a la nariz y se quedó mirando una receta que había en el mostrador. Desde fuera llamaron a la puerta, pero ni Rizzitano ni el comisario contestaron.

—Mire —se decidió finalmente el farmacéutico—, si el pobre médico todavía estuviera vivo, no le diría nada de lo que voy a contarle; no conseguiría sacármelo ni con unas tenazas. El doctor Spalic, Vinko era su nombre de pila, llegó a Carlòsimo en el 52 o un año más tarde, no lo recuerdo bien. Se había licenciado en Nápoles. Pero nació en Trieste y allí pasó su juventud. Nunca hablaba de sí mismo, nunca recibía correo, parecía como si no hubiera dejado ni amigos ni parientes. Al principio despertó curiosidad entre la gente, luego se convirtió en uno de nosotros. Era competente y la gente iba a su consulta. —Hizo una pausa, fue a la trastienda, se sirvió un vaso de agua y volvió—. Vinko —continuó—, era abstemio. Una noche en que me pareció particularmente melancólico, lo invité a cenar conmigo y lo convencí para que bebiera medio vaso de vino. Fue suficiente para emborracharlo, de tal manera que tuve que acompañarlo a casa. Durante el camino no hacía más que llorar, pero comprendí que aquel llanto no se debía sólo al vino. Entré con él en su apartamento para acostarlo; no quise dejarlo solo. Lo convencí para que fuera al cuarto de baño a lavarse la cara. Y entonces me dijo una frase clarísima: «Hoy es un aniversario». Le pregunté de qué, y me contestó: «De un homicidio. Hace cuarenta y un años maté a un joven, en Trieste. Yo pertenecía a las SS». Cuando acabó, volvió a llorar. ¿Recuerda que en el 44 Trieste era una especie de protectorado alemán?

—Sí. ¿Y le dijo algo más?

—Nunca volvimos a hablar de ello.

Montalbano se levantó, dio las gracias al farmacéutico, este abrió la puerta y dos clientes se precipitaron en el interior. Rizzitano preguntó en voz baja a Montalbano, un segundo antes de que saliese:

—¿Quién es de verdad Eva Richter?

* * *

A Arturo Passerini, propietario y director del circo, lo encontraron cuando se dirigía con sus tres carromatos a un pueblo cercano. Dijo que Eva Richter se había presentado en el circo dos meses antes, cuando estaban en un pueblo de los alrededores de Messina. Dio una portentosa prueba de sus habilidades y pidió que la contrataran con una paga mínima. Tenía una obsesión: llegar cuanto antes a Carlòsimo. Aquella mañana, con las primeras luces del día, cuando se esparció la noticia de que el espectador de la noche anterior se había ahorcado, prefirió desmontar el toldo y marcharse. En el momento de subir a los carromatos se dieron cuenta de que la Richter había desaparecido, abandonando la maleta.

Montalbano la abrió. Dentro había un vestido, ropa interior y un diario amarillento de noviembre del 45. En un breve artículo se decía que el criminal nazi Vinko Spalic, culpable entre otros del asesinato a sangre fría del joven Giani Richter, había conseguido huir una vez más. Envuelto en un trapo había también un gran revólver cargado.

Eva Richter, que había tardado más de cuarenta años en encontrar al asesino de su hermano, no tuvo necesidad de utilizarlo.