Orazio Genco tenía sesenta y cinco años cumplidos y era ladrón de casas. Romildo Bufardeci tenía sesenta y cinco años cumplidos y era ex guarda jurado. Orazio era una semana más joven que Romildo. A Orazio Genco lo conocían en todo Vigàta y alrededores por dos motivos: el primero, ya se ha dicho, como desvalijador de pisos vacíos, y el segundo porque era un hombre amable y bueno que no le hubiera hecho daño a una hormiga. A Romildo Bufardeci, cuando todavía estaba de servicio, lo llamaban «el sargento de hierro» por la dureza y la intransigencia que manifestaba contra quienes, a su juicio, violaban la ley. La actividad de Orazio Genco comenzaba a principios de octubre y acababa a fines de abril del año siguiente: era el período en el que los veraneantes y los propietarios de las casas del litoral cerraban sus residencias de verano. Más o menos correspondía al período en el cual se requerían los servicios de vigilancia de Romildo Bufardeci. La zona de trabajo de Orazio Genco iba desde Marinella a Scala dei Turchi: la misma que Romildo Bufardeci. La primera vez que Orazio Genco fue arrestado por robo con escalo tenía diecinueve años (pero la carrera la había empezado a los quince). Romildo Bufardeci fue quien lo entregó a los carabineros: su primer arresto en calidad de guardián de la ley. Estaban ambos tan impresionados, que el sargento, para animarlos, los invitó a agua y anís.
Romildo arrestó a Orazio en tres ocasiones más. Después, cuando Bufardeci se jubiló porque un ladrón de automóviles, un grandísimo cabrón, le disparó un tiro de revólver alcanzándolo en la cadera (Orazio fue a verlo al hospital), a Genco le fue mejor porque el guardia que sustituyó a Romildo no tenía el mismo sagrado respeto por la ley, era distraído y le fallaba el olfato de mastín. Los largos años que pasó en actitud vigilante cuando los demás dormían a pierna suelta, dejaron en Romildo Bufardeci una especie de deformación profesional, que sólo le permitía conciliar el sueño cuando despuntaba la primera luz de la mañana. Las noches las pasaba haciendo solitarios, que no le salían nunca a pesar de hacerse trampas, o bien mirando los programas de la televisión.
Pero algunas noches, cuando hacía buen tiempo, montaba en la bicicleta y paseaba en lo que una vez fue el territorio confiado a su vigilancia: de Marinella a Scala dei Turchi.
Estaban a mediados del mes de octubre y aquella noche se presentaba tan calurosa y estrellada que parecía verano. A Romildo le resultó inaguantable quedarse ante el televisor viendo una película norteamericana que le helaba la sangre, porque la policía, la ley, se equivocaba, y los delincuentes tenían razón. Apagó el televisor, se aseguró de que su mujer dormía, salió de casa, montó en la bicicleta y se dirigió hacia Marinella.
El paseo marítimo que llegaba hasta Scala dei Turchi parecía muerto, no sólo porque ya se había acabado la estación y no transitaban los coches de los veraneantes, sino porque las barcas y las lanchas varadas, cubiertas con lonas impermeables, recordaban las tumbas de un cementerio.
Después de tres horas de ir de un lado para otro, el cielo empezó a clarear, al este apareció una herida clara que se fue ensanchando, y media hora después comenzó a teñirlo todo de violeta.
Bajo aquella luz particular, Romildo Bufardeci vio a un hombre que, abriendo la verja, salía del jardincito de una villa edificada tres años antes. La sombra se movía con calma; hasta volvió a cerrar la verja, no con la llave, pero como lo hubiera hecho cualquiera al salir de casa para ir a trabajar. Pareció no darse cuenta de la presencia de Romildo Bufardeci el cual, con un pie en el suelo para mantener el equilibrio, lo estaba observando atentamente. O si se había dado cuenta de la presencia del ex guarda jurado, no le importaba.
La sombra tomó el camino de Vigàta, un pie delante y otro detrás, como si tuviese a su disposición todo el tiempo del mundo. A Bufardeci le sobraba experiencia para dejarse engañar por la aparente tranquilidad del individuo y volvió a pedalear.
Reconoció aquella sombra sin ninguna clase de dudas.
—¡Orazio Genco! —llamó.
El interpelado se detuvo un instante, no se volvió, luego dio un salto y echó a correr. Era evidente que escapaba. Bufardeci se sorprendió, porque la fuga no entraba en el modus operandi de Orazio, demasiado inteligente para no darse cuenta de cuándo había perdido la partida. ¿Y si no era Orazio y sí el dueño de la villa, que se había sobresaltado al oír aquella voz imperiosa e inesperada? No, era Orazio, seguro. Romildo reanudó la persecución con mayor ímpetu si cabe.
Genco, a pesar de sus sesenta y cinco años, tenía la agilidad de un muchacho, saltaba obstáculos y zanjas que Romildo, a causa de la bicicleta, se veía obligado a rodear. Manteniendo el paso rápido, Orazio pasó el puente de hierro y llegó a Cannelle, donde empezaban las primeras casas de Vigàta. Allí ya no pudo más y cayó junto a una fuente seca. Estaba sofocado y tuvo que ponerse una mano en el corazón para invitarlo a calmarse.
—¿Quién te ha obligado a correr de esta manera? —preguntó Romildo en cuanto lo hubo alcanzado.
Orazio Genco no respondió.
—Descansa un poco —dijo Bufardeci— y luego nos vamos.
—¿Adónde? —preguntó Orazio.
—¿Cómo adónde? A la comisaría, ¿no?
—¿Para qué?
—Te entrego, estás arrestado.
—¿Y quién me ha arrestado?
—Yo.
—Ya no puedes, estás jubilado.
—¿Qué tiene que ver la jubilación? Cualquier ciudadano, ante un flagrante delito, está obligado.
—¿Pero qué cojones estás diciendo, Romì? ¿Qué delito?
—Robo con escalo. ¿Vas a negar que has salido de una villa deshabitada pasando por la cancela?
—¿Quién lo niega?
—Mira…
—Romì, no me has visto salir por la puerta de la villa, sino por la verja del jardín.
—¿Hay alguna diferencia?
—La hay, y tan grande como una casa.
—Explícate.
—No he entrado en la villa. He entrado sólo en el jardín porque se me escapaba una necesidad y la verja estaba medio abierta.
—Iremos igualmente a la comisaría. Ellos ya sabrán sacarte la verdad.
—Lo cierto es, Romì, que si yo creo que no debo ir, no me vas a llevar ni encadenado. Te lo repito otra vez: vámonos o harás el ridículo delante de la policía.
En la comisaría estaba de servicio el agente Catarella al que el comisario Montalbano, para evitar complicaciones, confiaba tareas de vigilancia o de telefonista. Catarella redactó escrupulosamente el atestado.
Hacia las cinco de esta madrugada, el señor Buffoardeci Romilto, ex guarda jurado, pasaba por casualidad por delante de una villa deshabitada, muy cerca de Scala dei Turchi, cuando vio que de ella salía furtivamente un ladrón que se dio a la fuga en cuanto vio al guarda jurado, señal inequívoca de que no tenía la conciencia limpia…
—Comisario, tenemos un buen lío —dijo Fazio hacia las ocho de la mañana, cuando Salvo Montalbano apareció en el despacho. Y le contó lo que había sucedido entre Orazio Genco y Romildo Bufardeci.
—Catarella lo ha registrado. No llevaba nada. En el bolsillo sólo guardaba el documento de identidad, diez mil liras, las llaves de su casa y esta llave, nueva, que me parece un duplicado bien hecho.
Se la entregó a su superior. Era una de esas llaves de las que se hacía publicidad diciendo que eran imposibles de reproducir. Pero para Orazio Genco, con toda su experiencia, la cosa habría sido solamente un poco más difícil de lo habitual. Habría tenido todo el tiempo del mundo para sacar una y otra vez el molde de la cerradura.
—¿Orazio ha protestado por el registro?
—¿Quién? ¿Genco? Comisario, adopta una actitud curiosa. No me lo explico. Me parece que se está divirtiendo, cachondeándose.
—¿Qué hace?
—De vez en cuando mira a Bufardeci y lanza una risita.
—¿Bufardeci todavía está aquí?
—Sí. Pegado a Orazio como una sanguijuela. No hay quien lo mueva. Dice que quiere ver con sus propios ojos cómo lo esposamos y lo enviamos a la cárcel.
—¿Sabes quién es el propietario de la villa?
—Sí. El abogado Francesco Caruana de San Biagio Platani. Tengo el número de teléfono.
—Llámalo. Dile que tenemos motivos para creer que en su villa de la playa se ha cometido un robo. Dile también que lo esperamos allí a mediodía. Nosotros iremos a echar una ojeada media hora antes.
Mientras se dirigían en coche hacia Scala dei Turchi, una colina de marga blanca que se desploma en el mar, Fazio le dijo al comisario que la señora Caruana había contestado al teléfono. Iba a ir ella a la cita, puesto que el marido estaba en Milán por negocios.
—¿Quiere saber una cosa, comisario? Debe de ser una mujer de sangre fría.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque cuando le conté lo del robo, no dijo ni mu.
Tal como Montalbano y Fazio habían previsto, la llave encontrada en el bolsillo de Orazio Genco abría perfectamente la puerta de la villa. Ambos habían visto apartamentos revueltos por los ladrones, pero allí todo estaba en orden, sin cajones abiertos ni cosas tiradas por el suelo apresuradamente. En el piso superior había dos dormitorios y dos cuartos de baño. El armario de la habitación principal estaba repleto de ropa de verano de hombre y de mujer. Montalbano aspiró profundamente.
—Yo también lo huelo.
—¿Qué hueles?
—Lo mismo que usted, humo de cigarro.
En el dormitorio había tanto humo de cigarro que no podía ser aún del verano anterior. Sin embargo, en los dos ceniceros de las mesitas de noche no había rastro de colillas ni de ceniza de cigarro o de cigarrillo. Los habían limpiado con sumo cuidado. En uno de los dos cuartos de baño, el comisario observó una gran toalla de rizo suave que colgaba, desdoblada, de un brazo metálico junto a la bañera. La cogió, la apoyó en su mejilla, advirtió en la piel un resto de humedad y volvió a dejarla en su sitio.
El día anterior alguien había estado en la villa.
—Esperemos fuera a la señora y vuelve a cerrar la puerta con llave. Por favor, Fazio, no digas que ya hemos entrado.
Fazio se ofendió.
—¿Cree que soy un niñato?
Esperaron delante de la verja. El coche con la señora Caruana dentro llegó con pocos minutos de retraso. Al volante iba un hombre atractivo, cuarentón, alto, delgado, elegante, ojos azules; parecía un actor norteamericano. Se apresuró a abrir la portezuela del otro lado, como un perfecto caballero. Del coche bajó Betty Boop, una mujer idéntica al famoso personaje de las antiguas historietas. Hasta llevaba el cabello cortado y peinado de la misma manera.
—Soy el ingeniero Alberto Caruana. Mi cuñada ha insistido para que la acompañara.
—¡Me he impresionado tanto! —dijo Betty Boop, coquetuela, agitando las pestañas.
—¿Cuánto tiempo hace que no viene a la villa? —preguntó Montalbano.
—La cerramos el 30 de agosto.
—¿Desde entonces no ha vuelto?
—¿Para qué?
Se pusieron en movimiento, cruzaron la verja, atravesaron el jardín y se detuvieron delante de la puerta.
—Hazlo tú, Alberto —dijo la señora Caruana a su cuñado—. Yo no me atrevo.
Le entregó una llave.
El ingeniero, con una sonrisa a lo Indiana Jones, abrió la puerta y se volvió hacia el comisario.
—¡No la han forzado!
—Al parecer, no —dijo lacónico Montalbano.
Entraron. La señora encendió las luces y miró a su alrededor.
—¡Pero si no han tocado nada!
—Mire bien.
La señora, nerviosa, abrió vitrinitas, mueblecitos, cajoncitos, cajitas.
—Nada.
—Subamos —dijo Montalbano.
Cuando acabaron de comprobar los cuartos de arriba, Betty Boop volvió a abrir la boquita en forma de corazón.
—¿Están seguros de que aquí ha entrado un ladrón?
—Eso nos han dicho por teléfono. Al parecer se han equivocado. Mejor así, ¿no?
Fue cosa de un segundo, pero Betty Boop y el falso actor norteamericano intercambiaron una rápida mirada de alivio.
Montalbano prodigó excusas por haberles hecho perder el tiempo y la señora Caruana y su cuñado el ingeniero Alberto las aceptaron con complacencia.
Para borrar todo rastro de duda en el comisario y en Fazio, en cuanto estuvo en el coche y antes de poner la marcha, el ingeniero encendió un gran cigarro.
—Despide a Bufardeci. Hazlo con brusquedad, dile que me ha hecho perder la mañana y que no me toque más los cojones.
—¿A Orazio Genco también lo dejo en libertad?
—No. Envíamelo al despacho. Quiero hablar con él.
Orazio entró en el despacho del comisario con los ojos brillantes de satisfacción por haber puesto en ridículo a Bufardeci.
—¿Qué quiere decirme, comisario?
—Que eres un grandísimo hijo de puta.
Sacó la llave duplicada y se la enseñó al ladrón.
—Abre perfectamente la puerta de la villa. Bufardeci tenía razón. Has entrado en esa casa, sólo que no estaba deshabitada, como creías. Voy a decirte algo y quiero que prestes atención: me siento tentado de encontrar cualquier excusa para meterte ahora mismo en la cárcel.
Orazio Genco no pareció impresionado.
—¿Qué puedo hacer para que se le pase la tentación?
—Cuéntame cómo fue la cosa.
Se sonrieron; siempre se habían caído bien.
—¿Me acompaña a la villa, comisario?
* * *
—Estaba seguro, completamente seguro, de que dentro de la villa no había nadie. Cuando llegué, ni delante de la verja ni en las inmediaciones había ningún coche estacionado. Me escondí y esperé al menos una hora antes de asomarme. Todo estaba en silencio, no se movían ni las hojas. La puerta se abrió enseguida. Con la linterna vi que en la vitrinita había unas estatuillas de cierto valor, pero difíciles de colocar. Luego fui a la cocina, cogí un mantel grande para meter dentro las cosas. En cuanto abrí la vitrinita, oí una voz femenina que gritaba: «¡No! ¡No! ¡Dios mío! ¡Me muero!». Durante un instante me quedé petrificado. Luego, sin pensarlo, corrí al piso de arriba a ayudar a aquella pobrecilla. ¡Ah, comisario, lo que apareció ante mí en el dormitorio! ¡Un hombre y una mujer, desnudos, follando! Me quedé inmóvil, pero el hombre se dio cuenta de mi presencia.
—¿Cómo? ¿No estaba…?
—Mire, comisario —dijo Orazio Genco ruborizándose porque era un hombre púdico—, él estaba debajo y ella encima, a caballo. En cuanto me vio, el hombre inmediatamente desmontó a la mujer, se levantó y me aferró por el cuello: «¡Te mato! ¡Te mato!». Quizá se enfadó porque lo interrumpí en el mejor momento. La mujer se recuperó enseguida de la sorpresa y ordenó a su amante que me soltara. Que era el amante y no el marido lo comprendí cuando dijo: «¡Alberto, por favor, piensa en el escándalo!». Y entonces él me soltó.
—Y os pusisteis de acuerdo.
—Se vistieron, el hombre encendió un cigarro y hablamos. Cuando acabamos, le advertí que mientras estaba apostado, había visto pasar al ex guarda Bufardeci: como es un metomentodo, al verlos salir de la villa los habría parado y habría estallado el escándalo.
—Un segundo, Orazio, a ver si lo entiendo. ¿Viste a Bufardeci e intentaste robar como si nada?
—¡Comisario, yo no sabía que estaba Bufardeci! ¡Me lo inventé para aumentar el precio! Añadieron un poco más y yo me comprometí a atraerlo para que ellos pudieran llegar hasta el coche que habían aparcado a cierta distancia. Luego tuve que echar a correr de verdad porque era cierto que allí estaba Bufardeci.
Llegaron a la villa. Montalbano se detuvo y Orazio bajó.
—¿Me espera un momento?
Cruzó la verja y volvió a aparecer casi enseguida llevando en la mano un montón de billetes de Banco.
—Los escondí entre la hiedra. Pensé dejarlos escondidos. Me han dado dos millones.
—¿Te acerco a Vigàta? —preguntó Montalbano.
—Si no es molestia —contestó Orazio Genco apoyándose en el respaldo, en paz consigo mismo y con el mundo.