Lo que contó Aulo Gelio

La calefacción del coche de Montalbano decidió una huelga sin previo aviso, aprovechando pérfidamente que soplaba un viento norte escandinavo. El viento helado se colaba por todas partes y el comisario, a pesar del calor del motor y del odioso chaquetón de piel que se había puesto, se estaba congelando. Había tenido una conversación no demasiado cordial con el nuevo jefe de policía de Montelusa, y con un ataque de nervios, dado el tiempo que hacía, pensó que su humor mejoraría si iba a probar una fonda en la carretera de Fiacca que un amigo le había recomendado hacía unos días. Ese amigo también le dijo que había una indicación hacia el kilómetro quince. Superó el diecisiete sin haber visto nada de nada y se le pasaron las ganas de ir a experimentar a la aventura. ¿Y si a la charla con el jefe de la policía, y a la nochecita que estaba haciendo, se añadía una cena infecta? ¡Menuda velada, dando vueltas en la cama sin poder dormir, hecho un manojo de nervios! Iba a iniciar la curva en U cuando, a la débil luz de los faroles («¡si funcionara alguna mierda de cosa en este coche!»), vio la indicación. Consistía en un trozo de tabla torcida clavada en un palo, en el que habían escrito de cualquier manera a mano: «en Filippo se come bien». Se metió en el camino sin asfaltar que terminaba un centenar de metros más allá, en una placita en la que había una casucha solitaria de una planta. No se veía luz en las ventanas con rejas ni en la puerta. Quizás era el día de cierre y el viaje había sido en balde. Abrió la portezuela y el viento lo sorprendió, junto con el rumor de la tempestad en el mar que se encontraba a unos treinta metros por debajo de la placita. Bajó, echó a correr, giró el pomo de la puerta y esta se abrió. Montalbano entró inmediatamente y la cerró a sus espaldas. Una habitación con cinco mesitas. Ningún cliente. El que debía de ser Filippo estaba sentado ante una mesa y miraba una película en la televisión:

—¿Se puede comer? —preguntó en tono de duda el comisario.

Filippo no se movió, no apartó los ojos del televisor, tan sólo murmuró:

—Siéntese donde quiera.

Montalbano se quitó el chaquetón y eligió la mesa que estaba más cerca de la estufa de leña. Pasados cinco minutos, en vista de que el hombre seguía encandilado con la película, el comisario se levantó, fue al aparador, cogió una cestita con pan y una botella de vino y volvió a su sitio. Pasaron diez minutos más y, finalmente, apareció en la pantalla «Fin de la primera parte». Filippo se transformó de estatua en ser viviente. Se acercó a la mesa y preguntó:

—¿Qué quiere comer?

—Me han dicho que hace muy bien el pulpo a la napolitana.

—Le dijeron bien.

—Desearía probarlo.

—¿Quiere probarlo o comerlo?

—Comerlo. ¿Lo hace con aceitunas de Gaeta?

Las aceitunas negras de Gaeta son fundamentales en el pulpo a la napolitana.

Filippo lo miró indignado por la pregunta.

—Claro. Y también con alcaparras.

¡Ay! Esa era una novedad que podía ser peligrosa: nunca había oído hablar de alcaparras en los pulpos a la napolitana.

—Alcaparritas de Pantelleria —precisó Filippo.

Las dudas de Montalbano se desvanecieron a medias: las alcaparras de Pantelleria, ácidas y extraordinariamente sabrosas, quizás iban bien o, en el peor de los casos, no estropearían el guiso.

Antes de dirigirse hacia la cocina, Filippo miró al comisario a los ojos y este recogió el guante del desafío. Estaba claro que entre los dos se había establecido un duelo. A quien no entienda de cocina, el hecho le puede sorprender: ¿qué se necesita para hacer un par de pulpos a la napolitana? Ajo, aceite, tomate, sal, pimienta, piñones, aceitunas negras de Gaeta, pasas de Corinto, perejil y rodajitas de pan tostado: esta es la combinación. Sí. ¿Y las proporciones? ¿Te ha de guiar el instinto para que a una cierta cantidad de sal le corresponda una dosis precisa de ajo?

La polémica imaginaria del comisario sufrió una violenta interrupción cuando se abrió la puerta de golpe y chocó contra la pared.

«El viento», pensó Montalbano, pero no tuvo tiempo de levantarse para cerrarla.

Entraron dos hombres con el rostro cubierto con pasamontañas y pistolas en la mano.

—¿Qué ha sido? —preguntó Filippo saliendo de la cocina con un martillo en la mano.

—Quietos todos —ordenó uno de los intrusos, de estatura diminuta.

En cambio su compañero era una especie de gigante.

«Dos infelices en busca de unos cuantos miles de liras», se dijo Montalbano.

Pero quizá las cosas no eran tan sencillas porque el hombre diminuto miró al comisario y dijo:

—A ti te buscaba y al fin te encuentro.

Evidentemente lo habían seguido, y comprendieron que el lugar era ideal para lo que querían hacer. Y lo que pensaban hacer iba a significar el fin de Montalbano. Se dice que cuando un hombre está al borde de la muerte ve discurrir velozmente su vida pasada y tiene algún pensamiento más allá de lo terrenal. Todo lo que pensó Montalbano en ese momento fue: «Ahora me matan y adiós pulpos».

Mientras el bajito se acercaba lentamente, pues tenía todo el tiempo que quería, su compañero el gigante no apartaba los ojos del comisario: a Montalbano lo ponía más nervioso esa mirada que la boca de la pistola que le apuntaba. El bajito llegó a la altura de la mesa de Montalbano.

—Si quieres rezar, reza —le dijo.

Y entonces sucedió lo increíble. Moviéndose con silenciosa rapidez, el gigante se pasó la pistola de la mano derecha a la izquierda, se apoderó del martillo que sostenía Filippo, petrificado, se puso detrás de su compañero y lo golpeó con fuerza en la cabeza. El hombre se desplomó, sin sentido, dejando caer el arma.

Luego el gigante se dirigió a Montalbano:

—Quédese quieto que no quiero fallar.

Apuntó atentamente y disparó. La bala se clavó en la pared a pocos centímetros de la cabeza del comisario. Filippo gritó. El gigante no pareció oírlo, se dio la vuelta y disparó otro tiro hacia la pared que estaba a sus espaldas.

Filippo cayó de rodillas y se puso a rezar en voz alta presa de una especie de convulsión.

—¿Nos hemos entendido? —preguntó el gigante a Montalbano.

Había escenificado un tiroteo.

—Perfectamente.

Entonces el gigante levantó la pistola que estaba en el suelo, se la guardó, cogió a su compañero desmayado por el cuello de la camisa, lo arrastró, abrió la puerta y salió.

Montalbano se levantó inmediatamente, corrió hacia Filippo, cuyos ojos giraban como los de un loco, y lo abofeteó.

—¡Vamos, que los pulpitos se queman!

A pesar del susto, Filippo supo cocinar como Dios manda y Montalbano se chupó los dedos. Pagó una miseria (y tuvo que insistir porque Filippo no quería nada, para que el cliente se fuera lo antes posible), subió al coche y se dirigió a su casa de Marinella. Durante el viaje repasó los hechos. Estaba claro que el gigante había querido salvarle la vida: dejó a su compañero fuera de combate y se cubrió las espaldas organizando la escena. Diría que Filippo le dio un martillazo a su compañero, que él reaccionó disparando contra Montalbano, que este a su vez abrió fuego y que él consiguió escapar llevándose valerosamente a su compañero exánime. Sin embargo, la pregunta principal seguía siendo la misma: ¿por qué se había arriesgado a salvar al comisario poniendo en peligro su vida, si los que lo habían enviado, sus jefes, no creían su versión de los hechos?

Cada domingo el comisario solía comprar un periódico de economía que tiraba inmediatamente a la basura porque de esas cosas no entendía nada. En cambio, se quedaba con el suplemento cultural, que estaba bien hecho, y tenía por costumbre leerlo por la noche en la cama antes de dormir.

Aquella noche se le cerraban los ojos de sueño y pensaba apagar la luz y echar un buen sueñecito, pero le llamó la atención un artículo largo dedicado a Aulo Gelio, con ocasión de la publicación de una selección de fragmentos de sus Noches áticas. El autor, después de haber dicho que Aulo Gelio, que vivió en el siglo II después de Cristo, compuso su dilatada obra para entretenerse durante las largas noches invernales en su propiedad del Ática, concluía dando su opinión: Aulo Gelio era un escritor elegante de cosas absolutamente fútiles. Sólo cabría recordarlo por una historia que contó, la de Androcles y el león.

Entonces el comisario en lugar de cerrar los ojos, los abrió o, mejor dicho, los puso como platos. ¡Androcles y el león! ¿No podía ser que la explicación de lo sucedido hacía cuatro días en la fonda de Filippo fuera una versión modernizada de la leyenda que escribió Aulo Gelio? Narraba el escritor latino que un esclavo romano de África, Androcles, al escapar de su amo, que lo tiranizaba, fue a esconderse en una gruta en la que había un león enfermo. En lugar de salir de allí y buscarse otra gruta más habitable, Androcles se quedó y curó al león, que sufría una infección provocada por una espina clavada en una pata. El león, una vez curado, desapareció y Androcles, tras muchas vicisitudes, se convirtió al cristianismo y llegó a Roma. Cuando lo arrestaron y lo condenaron a ser devorado por los leones, Androcles hizo la señal de la cruz y salió a la pista. Un león, más grande que los demás, saltó hacia él con la boca abierta, pero después, y ante los maravillados espectadores, se acurrucó y lamió las manos del cristiano. Era el león al que había curado en África. El ex esclavo obtuvo la gracia. Del mismo modo había sido agraciado el comisario. Pero ¿quién era el león?

Ya no tenía sueño en absoluto. Se levantó de la cama, fue a la cocina, se preparó un café, lo bebió, pasó al cuarto de baño, se lavó la cara, se vistió de arriba abajo, se puso el chaquetón que le era tan antipático y se fue a pasear a orillas del mar. El viento se había calmado un poco, pero el mar había invadido gran parte de la playa.

Caminó durante dos horas, fumando y recordando.

Los recuerdos, ya se sabe, son como un ovillo: se va devanando el hilo, pero de vez en cuando se introducen algunos recuerdos que no has llamado, que no son agradables, que te desvían del camino principal y te introducen en callejuelas oscuras y sucias donde, como mínimo, los zapatos se llenan de barro.

Hacia las cuatro de la mañana tuvo la certeza de tener bien encuadrado al león en el punto de mira.

Hacia las cuatro de la tarde, el comisario Montalbano, que entonces ya había cumplido los treinta, está llegando en coche, por cuestiones de trabajo, a un pueblecito de Madonia. La carretera bordea un barranco de unos veinte metros. Pasan muy pocos automóviles. Montalbano está pensando en adelantar al coche que lo precede y que avanza con demasiada lentitud, cuando observa que da un bandazo hacia la derecha, se monta encima del borde del barranco sin intentar siquiera frenar y se precipita abajo. Detiene el coche, sale corriendo y todavía está a tiempo de ver que el coche choca contra una roca y se incrusta en una quebrada. Sin pensarlo dos veces, inicia un descenso horrible, agarrándose ora a una piedra ora a unas ramas de retama, se desgarra los pantalones y hasta pierde un zapato. No sabe cómo ha podido llegar junto al coche volcado. Se da cuenta inmediatamente de que el conductor está muerto, con la cabeza rota. Junto a él hay un muchacho de unos quince años, con los ojos cerrados, la frente ensangrentada, que se queja débilmente. Montalbano consigue sacarlo con un esfuerzo que lo quebranta porque el joven es una especie de gigante. Cuando lo tiende en la hierba, de repente el herido abre los ojos, mira a Montalbano y dice:

—Ayúdame, no me dejes.

—No te dejo —dice el comisario Montalbano y se quita el cinturón para hacer un torniquete en el muslo izquierdo del joven, que está perdiendo gran cantidad de sangre por un corte profundo en la pantorrilla.

—No me dejes.

Repite con esos ojos sorprendidos y de expresión dolorosa clavados en él:

Luego, al levantar la mirada, el comisario observa que detrás de su coche, en el borde del barranco, se ha detenido otro, ha bajado un hombre y mira hacia abajo.

Entonces Montalbano se levanta, agita los brazos, grita desesperadamente para obtener ayuda y señala al muchacho herido. El hombre en el borde del barranco desaparece, vuelve a subir al coche y se marcha.

—Por favor, no me dejes…

—Tranquilo, no te dejo.

Luego el muchacho perdió el sentido. Un cuarto de hora después llegó la ayuda.

Seis meses después, el comisario Montalbano fue trasladado y perdió de vista al muchacho que ya estaba completamente curado.

Salvatore Niscemi era el nombre del león agradecido.

¿Qué hacer? ¿Solicitar una orden de búsqueda y captura? ¿Basada en qué? ¿En una historia que en el siglo II después de Cristo contó un escritor que se llamaba Aulo Gelio? Vamos, hombre.