La advertencia

—No consigo entenderlo, comisario.

Carlo Memmi parecía un hombre de treinta años que llevara mal la edad, pero cuando te fijabas bien en la fecha de nacimiento, veías que era casi un cincuentón que llevaba muy bien sus años. Antenore Memmi, su padre, había poseído en Parma una renombrada peluquería, a la que iban todos los jerarcas fascistas de la ciudad. ¿Cómo se explica entonces que a finales del 45 apareciera en Vigàta, en casa de la madre de su mujer, Lia, que era vigatesa? Los paisanos se devanaron los sesos para encontrar una explicación. ¿Qué le sucede a quien se acuesta con niños? Que meado se levanta. Y eso fue lo que le sucedió a Antenore Memmi: a fuerza de frecuentar fascistas, en la época de Salo al parecer cogió el vicio de pelar a los partisanos que sus amigos hacían prisioneros. Tras la liberación, evitó el arresto pero comprendió que seguir en Parma no era conveniente, porque antes o después le tocaría pagar el empacho que se había dado. En Vigàta abrió una peluquería con el dinero de la suegra, y como en su profesión era muy bueno, tenía clientes que venían de los pueblos vecinos. En 1950 nació su hijo Carlo, que no tuvo hermanos y que empezó a trabajar en la peluquería, primero como aprendiz y después como ayudante. Cuando Carlo cumplió veinte años murió la señora Lia, su madre. Seis meses después, Antenore Memmi se obsesionó con volver a Parma, ciudad que no veía desde hacía veinticinco años. El hijo se lo desaconsejó, pero Antenore siguió en sus trece y partió tras asegurar a Carlo que iba a ser una visita muy breve. Y así fue. Tres días después de su llegada, Antenore Memmi fue atropellado y muerto por un automóvil que nunca se llegó a identificar. La opinión general, en Vigàta, fue que un pariente de alguno de los que había pelado no quedó satisfecho del servicio y, aunque había pasado tanto tiempo, quiso hacérselo saber. Carlo, al quedarse huérfano, vendió el salón de peluquería del padre y compró uno mayor que dividió en dos partes, para señora y para caballero. Cuando Cario se trasladó a Parma para los funerales, conoció a su prima Anna, peluquera de señoras. Fue un amor a primera vista que, entre otras cosas, proporcionó a Vigàta un elegantísimo salón decorado con el rótulo «Carlo y Anna».

Pasado algún tiempo, cuando los negocios iban viento en popa, Carlo tuvo la ingeniosa idea de llevar a Vigàta directamente de París a Monsieur Dédé, un peluquero de señoras cuarentón, ejemplar típico de la especie sarasa (según los viejos vigateses), una maricona (según los vigateses más vulgares), un gay (según las señoras que lo consideraban mal). La consecuencia de la llegada de Monsieur Dédé fue que Carlo tuvo que trasladarse a un local tres veces mayor y contratar a una secretaria sólo para apuntar las citas. Sin embargo, ocurrió algo inexplicable, porque a principios de los años 90 Carlo Memmi y su mujer Anna se retiraron, dejando el salón en manos de Monsieur Dédé, que se lo compró por cientos de millones. Carlo pudo dedicarse así a sus dos pasiones: la caza y la pesca. Tenía una casita en Marinella, donde pasaba los veranos y los inviernos con su mujer, muy cómoda para la pesca, que él practicaba saliendo a mar abierto en un bote de goma con motor. Para la caza la cosa era algo más complicada. Carlo Memmi iba al extranjero, primero a Yugoslavia y luego a Checoslovaquia una vez al año, y permanecía un mes fuera de casa. Tenía un todo terreno muy bien pertrechado que guardaba en un garaje de Vigàta, mientras que para los desplazamientos diarios utilizaba un Punto. Poseía tres fusiles de gran calibre y un perro de caza de raza inglesa que le había costado una fortuna. Al perro lo tenía en el jardín de la casita junto con Bobo, otro perro, cruce de razas, al que la señora Anna quería mucho.

El comisario Montalbano nunca había sido cliente del salón de Carlo: si detestaba ir a la peluquería a cortarse el pelo, mucho más detestaba ir a un sitio en el que decenas de espejos te reflejan con la expresión de idiota que uno adquiere en esas ocasiones. Pero conocía a Carlo Memmi y sabía que era una persona de bien, tranquila, que nunca había molestado a nadie. Entonces, ¿por qué?

—Entonces, ¿por qué? —dijo Carlo Memmi como si le hubiera leído el pensamiento.

La noche anterior, hacia la una, mientras Carlo estaba en alta mar pescando, hubo una gran explosión en el garaje donde guardaba el todoterreno, seguida de un principio de incendio. La explosión estropeó el pavimento de la casa de la familia Currera, que vivía encima del garaje y a la que los bomberos aconsejaron desalojar. Mimì Augello le dijo al comisario que seguramente el incendio era intencionado. La señora Amalia Currera, que tenía el sueño ligero, había declarado que una media hora después de la medianoche oyó que abrían la persiana. Volvió a dormirse y la despertó el ruido:

—¡Ah, qué susto! ¡Parecía una bomba!

En el garaje, concluyó Augello, estaba ahora trabajando el técnico de la compañía de seguros.

A las diez de la mañana Carlo Memmi pidió hablar con Montalbano. Ahora estaba allí, con el semblante embotado de sueño y de preocupación, preguntándose por qué.

—Si el incendio del Toyota resulta intencionado —dijo Montalbano—, es señal de que le han enviado una advertencia.

—Pero, advertencia ¿de qué?

—Señor Memmi, hablemos claro. Una advertencia: en mi pueblo y también en el suyo, dado que usted ha nacido aquí, tiene siempre un doble significado.

—¿Y es?

—Amigo mío, ¿quieres hacer eso? Mira que no te conviene. O bien: amigo mío, ¿no quieres hacer eso? Pues te conviene hacerlo. Pero lo que debe o no debe hacer sólo lo sabe usted; es inútil que venga a preguntármelo. Yo sólo puedo serle útil con una condición: que me diga sinceramente cómo están las cosas y por qué han llegado a quemar el Toyota.

Bajo la mirada del comisario, Carlo Memmi permaneció sentado, callado, durante dos minutos por lo menos. En aquellos dos minutos sufrió una transformación: aparentaba los cuarenta años y pico que tenía y hasta algo más. Finalmente, emitió un suspiro de resignación.

—Créame, comisario, lo he estado pensando desde el incendio. No consigo encontrar nada que deba hacer o no hacer. Sin embargo, esta mañana se me ha ocurrido…

Se interrumpió de golpe.

—Siga —dijo Montalbano.

—Pasé por la peluquería. Le pregunté a Dédé si tenía…

Se interrumpió de nuevo, le era difícil continuar. El comisario lo ayudó.

—¿Si pagaba regularmente el canon?

—Sí —confirmó Carlo ruborizándose.

—¿Y lo había pagado?

—Sí —repitió el hombre convirtiéndose en una llamarada.

Luego se levantó y tendió la mano.

—Perdone por las molestias. Sé que hará todo lo que pueda, pero yo no estoy en condiciones de ayudarlo. Me harán saltar por los aires y moriré preguntándome por qué.

Una mañana, unos quince días más tarde, el comisario se levantó, pero tuvo una sensación de dejadez tan grande, unas ganas de no hacer nada, que la idea de vestirse e ir al despacho le provocó unas ligeras náuseas. Avisó a Fazio a la comisaría y se instaló en la terracita de su casa en traje de baño. Era el 3 de mayo, pero parecía el 3 de septiembre. Tiempo atrás había sido un fiel lector de Linus, que lo introdujo en el gusto por las historietas de la época, desde Mandrake hasta el agente secreto X-9, de Flash Gordon a Jim de la selva. Un mes antes, cuando fue a visitar a Livia a Boccadasse, Génova, descubrió en un puesto de un mercadillo un semestre del Corriere dei piccoli de 1936, muy bien encuadernado. Lo compró, pero no tuvo tiempo de leerlo. Ahora había llegado el momento. No era así.

—¡Comisario! ¡Comisario!

Lo llamaba Carlo Memmi, corriendo por la playa. Fue a su encuentro.

—¿Qué pasa?

—¡Han matado a Pippo! —exclamó Memmi. Se echó a llorar desconsolado.

—Perdone, ¿quién era Pippo?

—¡Mi perro de caza! —contestó el hombre entre sollozos.

—¿Lo degollaron?

—No, fue con una albóndiga envenenada.

El llanto de Carlo Memmi era incontenible. Molesto, Montalbano le dio unas palmaditas en el hombro.

—¿Cómo supo que lo envenenaron?

—Me lo dijo el veterinario.

Llegó al despacho de mal humor, y lo primero que hizo fue lanzar una mirada solemne a Fazio, que le había estropeado la mañana revelando a Carlo Memmi que estaba en su casa. Luego llamó a Mimì Augello.

—Mimì, ¿has sabido algo más del coche incendiado?

—¿Qué coche?

—¡El de mi abuela!, ¿de qué coche crees que hablo?

—Vamos, Salvo, no te enfades. ¿A qué coche te refieres? Montalbano tuvo una sospecha.

—Perdona, Mimì, ¿cuántos coches se han incendiado en estos últimos quince días?

—Siete.

—Ah. Quiero que me hables del Toyota de Carlo Memmi.

—Abrieron el garaje con una llave falsa; no había rastro de haber sido forzado. Quitaron el tapón de la gasolina, metieron dentro una media de mujer y la encendieron.

—¿Cómo has dicho?

—¿Qué he dicho?

—¿Una media de mujer? ¿Cómo puedes saberlo?

—Me lo ha dicho el perito de la compañía de seguros. Sólo quedó un pedacito minúsculo sin quemarse.

—Dame el nombre y el número del perito.

* * *

Llamó al perito y hablaron durante diez minutos. Al final, sin perder tiempo, convocó a Fazio.

—Dentro de dos horas como máximo quiero saber lo que se dice en el pueblo de los motivos que empujaron a Carlo Memmi y a su mujer a deshacerse del salón de peluquería.

—¡Si ya han pasado cuatro años!

—¿Y qué cojones me importa? Significa que en lugar de dos horas serán tres. ¿Te va bien?

Pero Fazio estaba de vuelta apenas una hora después.

—Me han dado una explicación.

—¿Quién?

—El otro peluquero, ese al que va usted.

—¿Se puede? —preguntó Carlo Memmi al otro lado de la terracita.

—Voy enseguida —dijo Montalbano—. ¿Le apetece un café?

—Con mucho gusto.

Se sentaron en el banco. El viento había pasado unas páginas del Corriere dei piccoli, que seguía en la mesita desde la mañana. El comisario sonrió.

—Señor Memmi, ¿ha leído alguna vez este semanario?

Memmi le echó una ojeada distraída.

—No, pero he oído hablar de él.

—¿Ve esta página que el viento nos ha puesto ante los ojos? Tiene una historieta de Arcibaldo y Petronilla.

—Ah, ¿sí? ¿Y quiénes son?

—Luego se lo explico. ¿Sabe? Hace un rato, cuando volvía del despacho a casa, me hhe parado frente a la suya y he bajado del coche.

—¿Y por qué no ha llamado a la puerta? Le habríamos invitado a un café.

—Iba a hacerlo, pero en el jardín había un perro que me ha ladrado.

—¿Quién? ¿Bobo? ¿El perro de Anna? No puedo aguantarlo. ¿Por qué no le habrán dado a él la albóndiga envenenada en lugar de a Pippo?

En previsión de una nueva crisis de llanto, Montalbano lanzó su comentario:

—Esa es la cuestión. —Carlo Memmi se quedó mirándolo sin parpadear—. Corríjame si me equivoco —continuó el comisario—. Esa noche, mientras usted estaba pescando, alguien arrojó en su jardín, donde había dos perros sueltos, un bocado envenenado. ¿Es cierto?

—Cierto.

—¿Y cómo explica que sólo lo haya comido su perro y no el de su esposa?

—He pensado en ello, ¿sabe? —dijo Memmi mientras se le iluminaba el semblante—. Y tiene una explicación. Pippo era más rápido, tenía los reflejos de un rayo. ¡Imagínese! Antes que Bobo hubiera dado un paso, Pippo ya se habría engullido la albóndiga o lo que fuera. —Suspiró y añadió—: ¡Seguro!

—Quiero hacerle otra pregunta. ¿Por qué en lugar de incendiar el coche que usa todos los días y que deja aparcado delante de su casa, al alcance de todos, se han tomado la molestia de abrir el garaje y quemarle el Toyota? Han corrido un riesgo mayor, ¿no cree?

—Me parece que sí, ¡ahora que lo pienso! —exclamó Memmi—. Y usted, ¿cómo lo explica?

Montalbano no contestó a la pregunta, y siguió como si pensara en voz alta:

—Después del incendio del Toyota, hubiera apostado a que la segunda advertencia sería la destrucción del bote de goma que deja en la playa. Habría sido muy fácil, una cuestión de pocos segundos. Y habría ganado la apuesta. En cambio, la he perdido porque esta vez se han arriesgado más, matando a su perro. Piénselo: han tenido que quedarse delante de la verja para asegurarse de que la carne envenenada se la comía Pippo y no Bobo. Con el riesgo de que los sorprendiera la señora, a la que el insistente ladrido de Bobo habría despertado, que será todo lo estúpido que usted quiera, pero que se excita en cuanto se mueve una hoja.

—¿Adónde quiere llegar, comisario?

—A una conclusión. Pero llegaremos juntos, no lo dude. ¿Puedo hacerle otra pregunta?

—Es usted muy dueño de hacerla.

—Esta mañana hablé con el perito de la compañía de seguros, que me explicó cómo han incendiado su coche. Me ha dicho que a usted lo informó ayer por la mañana.

—Sí, es cierto. Me llamó por teléfono.

—A usted también lo habrá sorprendido, ¿verdad señor Memmi? Pero ¿cómo? ¿Desde cuándo se incendia un coche con una media de mujer empapada en acetona, eso para el esmalte de uñas?

—Efectivamente.

Carlo Memmi estaba muy turbado, no miraba al comisario, sino una mosca que se había caído dentro de su tacita vacía.

—Cinco minutos más y habremos acabado. ¿Le apetece otro café?

—Sólo quisiera un poco de agua fresca.

Cuando Montalbano volvió con una botella y dos vasos, observó que Carlo Memmi había sacado la mosca de la taza, que se agitaba inútilmente sobre la mesa, y no podía salir volando porque tenía las alas pegadas con el azúcar. Cuando Montalbano le llenó el vaso, Memmi metió la punta del dedo y dejó caer una gota de agua sobre la mosca. Luego levantó la cabeza y miró al comisario.

—Esperemos que el agua disuelva el azúcar. No soporto ver sufrir ni siquiera a una hormiga.

Como tantos cazadores, sentía un enorme respeto por todas las criaturas de la tierra.

—¡Cuánto debió de sufrir al tener que matar a Pippo! —dijo Montalbano a media voz, con los ojos fijos en el mar, que brillaba tanto que hacía daño a la vista.

La reacción de Carlo Memmi no fue la que esperaba el comisario. El hombre no lo contradijo, no gritó, no se echó a llorar. Sólo dejó caer otra gota sobre la mosca.

—¿Sabe por qué tuve que traspasar el salón?

—Sí, me enteré esta mañana. Por los celos de su mujer, que iban empeorando día a día. Me han contado que de vez en cuando le hacía escenas en público, le echaba en cara tener relaciones con las dependientas, con las clientas.

—¿Sabe, comisario? Nunca la he traicionado, nunca. Traspasé el salón con la esperanza de darle menos motivos de sufrimiento. Durante un tiempo las cosas fueron bastante bien, luego apareció una nueva obsesión: decía que cuando salía a cazar al extranjero la traicionaba. Volvieron a empezar las escenas. Hace veinte días, en el bolsillo de un traje de caza encontró una tarjeta postal de Checoslovaquia. No me dijo nada.

—Perdone, la tarjeta postal ¿era de una mujer?

—¡Claro que no! La tarjeta postal decía solamente «hasta pronto» y llevaba la firma «Tatra». Mi amigo Jan Tatra, mi compañero de batidas. A mi mujer le entró la fijación que era el nombre de una mujer. Y una noche salió de casa con la llave del garaje que guardo en el cajón del escritorio, lo abrió e incendió el coche con lo que tenía más a mano, acetona y una media de seda.

—¿Y no sospechó de su mujer?

—¡Nunca! ¡Ni siquiera se me pasaba por la antecámara de la cabeza! Estaba asustado, aterrorizado por lo que creía una advertencia mafiosa. Luego, ayer por la mañana me telefoneó el perito. Y empecé a pensar en eso. Había habido un precedente. En una ocasión intentó prender fuego a los cabellos de una empleada mía, porque pensaba que era una de mis muchas amantes. Le echó acetona en la cabeza y luego, con el encendedor… El episodio me decidió a dejarlo todo. Acallar a la empleada me costó un montón de dinero. Ayer, en la mesa, le pregunté por qué me había quemado el coche. No contestó, gritó y se me echó encima. Luego entró en el dormitorio y salió con la tarjeta postal. Intenté explicarle la verdad, pero no hubo manera. La sujeté por las muñecas y ella me dio puntapiés en las piernas. De repente puso los ojos en blanco, cayó al suelo y comenzó a tener convulsiones. Llamé al médico y la llevaron al hospital de Montelusa. Entonces, la misma noche, encerré en casa a Bobo y le di el veneno a Pippo.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿Ha entendido todo y no ha comprendido por qué? Porque cuando Anna vuelva a casa dentro de dos o tres días, entenderá que he acabado definitivamente con la caza. Quiero mucho a mi mujer. —Luego hizo la pregunta cuya respuesta lo horrorizaba—. ¿Qué piensa hacer, comisario?

—¿Qué piensa hacer usted, señor Memmi?

—¿Yo? Hoy mismo voy a hablar con Donato Currera. Quiero resarcirlo de los daños y por el susto que ha pasado con toda su familia. Pero no se lo diré a Anna.

—Me parece bien —dijo Montalbano.

Carlo Memmi lanzó un suspiro de alivio y se levantó.

—Gracias. Ah, no me ha contado la historia de… ¿Cómo se llaman esos dos?

—Arcibaldo y Petronilla. Se la contaré en otra ocasión. Por ahora es suficiente con que sepa que Petronilla es una esposa celosa.

Intercambiaron una sonrisa y se estrecharon la mano. Recuperada la libertad de movimientos, la mosca salió volando.