Ícaro

Dado que en Vigàta el agua (no potable) de la planta desalinizadora se suministraba dos veces por semana durante cuatro horas; dado que los emigrados a Bélgica y a Alemania eran ya dos mil doscientos trece; dado que el número de desocupados había rebasado el setenta por ciento de la población; dado que una reciente investigación revelaba que cuatro de cada diez jóvenes se drogaban; dado que el puerto apenas hacía dos meses que había sido rebajado a una categoría inferior; dadas estas y otras cosas, el alcalde había organizado solemnes festejos con ocasión del 150 aniversario de la proclamación de Vigàta (denominada Sottoposto Malo di Montelusa) como municipio autónomo.

En el programa de festejos, que iban a prolongarse una semana, del 25 al 30 de junio, se incluía, durante todas las noches, la exhibición de la «Familia Moreno». Los que habían tenido la suerte de asistir a ese espectáculo en las ciudades del norte, hablaban de él largo y tendido. El nombre artístico elegido por la compañía, «Familia Moreno», hacía pensar en un juego inocente al que los abuelos podían asistir con los nietos. Pero era un engaño, decían los bien informados, y era cierto porque en los carteles habían pegado un letrero transversal que decía: «No apto para menores de 18 años».

El padre Burruano, el arcipreste, debidamente informado por la mujer de uno que había asistido al espectáculo en Bérgamo, se lanzó contra el alcalde quien, para sorpresa del párroco, pertenecía a un partido cuyo fundador tenía una tía monja a la que siempre estaba nombrando. Pero el alcalde permaneció inamovible: replicó que pertenecía a un partido que quería a los hombres libres, su administración no era como las otras del pasado, gobernadas por gentes sin Dios, Patria ni Libertad. Por lo tanto, si los adultos querían asistir al espectáculo, que fueran; y si no, podían elegir entre dos festejos que se desarrollarían al mismo tiempo que la exhibición de la «Familia Moreno»: la carrera de sacos y el torneo de escoba de quince.

Los hermanos Gerhardt y Annelise Boldt, ella dos años menor que él, nacidos y criados en un circo, eran acróbatas desde pequeños. Annelise, a los dieciocho años, convertida en una muchacha rubia que podía competir con las mujeres de las portadas de revista, perdió la cabeza por un piloto de helicópteros, Hugo Rittner, y se casó con él. Precisamente fue a Hugo a quien se le ocurrió formar con su mujer y su cuñado la «Familia Moreno».

Tres días antes de la exhibición, en el lugar elegido, al aire libre, se construyó con tubos de hierro una estructura circular enorme, y encima de las crucetas se colocó una gruesa tela que representaba el Coliseo.

La estructura, con capacidad para cuatrocientas personas, tenía en el centro un amplio espacio circular cubierto por completo con una tarima de madera blanca. Junto a la estructura se colocaron una torre de luces giratoria y otra cruceta que sostenía una cabina de madera con una antena arriba. La exhibición, según el programa, empezaba a las veintiuna y treinta en punto, pero una hora antes la sala ya estaba abarrotada de varones vigateses, solteros y casados, a pesar de que el precio de la entrada era considerable. De mujeres, en cambio, nada: la advertencia que prohibía la entrada a los menores de dieciocho años las mantuvo alejadas. Por lo menos aquella primera noche. A la hora establecida, con una precisión teutónica, el haz blanco de la torre de luces empezó a explorar el cielo mientras una música de película de terror ensordeció a los espectadores. El público levantó la cabeza hacia el cielo negro y en la misma posición estaban los vigateses que permanecían fuera del recinto. Luego la torre de luces enfocó un helicóptero y lo siguió hasta que se situó arriba, encima de la estructura. Parecía que iba a aterrizar sobre la tarima de madera, pero el helicóptero dejó caer un largo cable que terminaba con un anillo, y por el cable oscilante bajó un individuo metido en un traje espacial plateado. Empezó a hacer una serie de acrobacias espectaculares. Mientras tanto, en el pueblo se desencadenaba una verdadera algarabía: todo el mundo en los balcones o en las ventanas estaba contemplando el cielo. El torneo de escoba de quince y la carrera de sacos fueron suspendidos. El acróbata terminó su número con rapidísimos giros con un solo brazo que dejaron sin respiración a los vigateses.

Del helicóptero descendió otro cable del que colgaba un trapecio. En la barra estaba sentada una mujer: se distinguía por los cabellos rubios sujetos en un moño redondo. También vestía un traje espacial aunque no llevaba casco. Cuando llegó a la altura del otro acróbata, la mujer realizó un solo de ejercicios a una velocidad increíble y realmente difíciles. Luego comenzaron una serie de acrobacias a dúo. La gente gritaba «¡bravo!», aplaudía, voceaba, pero ellos estaban demasiado elevados para oírla. Cuando finalizó esta danza aérea, los cables se alargaron hasta llegar a dos metros de distancia de la tarima y los acróbatas desaparecieron de la vista de los vigateses que no habían pagado la entrada. La torre de luces se apagó, el helicóptero retiró los cables y se alejó, y en la pista se encendió un solo reflector. Y la música cambió incluso metafóricamente y dio paso a la segunda parte del espectáculo, contra la que el arcipreste, el padre Burruano, había lanzado palabras incendiarias.

La mujer saltaba del trapecio, fingía caer mal, desmayarse, los brazos extendidos, las piernas abiertas. Luego su compañero se quitaba el traje espacial y aparecía vestido sólo con una piel de tigre y con una máscara de león. La muchacha, recobrado el sentido, se asustaba al ver al animal y echaba a correr. El primer zarpazo del león le arrancaba la parte superior del traje dejándola en sostén. Otro zarpazo la dejaba en bragas. Entonces la muchacha, que ya había comprendido las intenciones del león, le hacía un gesto indicándole que esperara e iniciaba un lentísimo y voluptuoso strip-tease al término del cual se quedaba con un tanga casi invisible. En ese momento cedía a los deseos del león, que al parecer no sólo conocía de memoria el Kamasutra, sino que habría podido hacer una nueva edición del libro corregida y aumentada.

Cuando la exhibición finalizó, en medio de delirantes aplausos hacía un poco de fresco, pero los hombres estaban acalorados y sudorosos como si hubieran permanecido delante de un horno. El helicóptero volvió a ponerse en perpendicular, echó los cables, los dos acróbatas saludaron una vez más y ya iban a subir, cuando sucedió lo que sucedió.

* * *

—¿Que qué sucedió? —contestó Mimì Augello a la mañana siguiente dirigiéndose a Salvo Montalbano—. No sé si llamarlo farsa o tragedia. La muchacha acababa de sujetar el cable cuando se oyó una voz desesperada. Tan desgarradora, que la gente enmudeció. «¡No, no! ¡No te vayas! ¡No subas!», gritaba aquella voz. Interpretaba el sentimiento de todos. La joven sujetaba el cable con una mano, la expresión sorprendida. Mientras saludaba, se había soltado los cabellos que le llegaban por debajo de la espalda. Las piernas, larguísimas, eran tan fuertes que se diría capaces de partirte en dos si te encontrabas entre ellas, pero al mismo tiempo resultaban tan femeninas… y con aquel culito tan alto y duro que llegaba al nivel de mis dolores cervicales, y aquellas tetitas sonrosadas al descubierto… —Montalbano lanzó un silbido de pastor, Mimì Augello se sobresaltó y salió del ensueño—. Me volví a mirar quién daba aquellos gritos, pero no lo distinguí bien. Era un muchacho al que estaban sujetando sus dos vecinos de asiento. Luego el joven se liberó y se precipitó a la pista. Cuando la mujer vio el peligro, subió ágilmente por el cable. El muchacho intentó ir tras ella, pero lo derribó el puñetazo en la cara que le propinó el acróbata varón. El muchacho cayó al suelo, los dos artistas treparon por los cables y el helicóptero desapareció. El muchacho se levantó despacio del suelo. Le salía sangre de la boca a causa del mamporro recibido, pero farfullaba: «¡La quiero! ¡La quiero!». Tenía los ojos desorbitados de un loco y temblaba de arriba abajo. Fui hacia él y le dije que si la noche siguiente lo encontraba merodeando por los alrededores lo iba a arrestar. No sé si entendió lo que le decía. ¿Sabes quién era? ¡Nenè Scòzzari!

El comisario se sorprendió al oír el nombre. ¿Nenè Scòzzari? Un muchacho querido y alabado en Vigàta por su seriedad, compostura y educación. Hijo de un abogado, el número uno del pueblo, de familia acomodada, de Acción Católica, licenciado en derecho a los veintitrés años, prometido desde hacía seis meses con Agatina Lo Vullo, adalid de las Hijas de María. ¿Y hacía esas cosas en público, dando escándalo?

—No lo entiendo —dijo Augello—. Si hubiera podido agarrar a la acróbata, se la habría tirado allí mismo, delante de todo el mundo.

Eso sucedió durante la primera exhibición, la del día 25. Cuando corrió la voz del espectáculo de Nenè Scòzzari dentro del espectáculo, a la noche siguiente la gente que se presentó ante la taquilla fue tanta que tuvieron que intervenir los guardias municipales para imponer el orden. Se dejaron ver una decena de mujeres casadas acompañadas de los maridos. También fue Mimì Augello el cual, con toda su cara dura, le aseguró a Montalbano que su presencia era indispensable para que no ocurrieran incidentes como el del día anterior, aunque luego acabó confesando a su superior que los muslos de la acróbata alemana no le habían dejado conciliar el sueño.

El espectáculo del día 26 transcurrió sin incidentes, aparte de un ligero malestar que sufrió el caballero Scibetta de setenta años, durante la escena más interesante del Kamasutra. Su hijo y su nieto tuvieron que sacarlo en brazos, dado que los demás no quisieron moverse para no perderse ni un minuto siquiera de la exhibición.

El muchacho hizo caso del consejo y nadie vio a Nenè Scòzzari. Tampoco desde la noche del 25 lo volvieron a ver sus padres, con los que vivía.

* * *

La mañana del 27, hacia las once, se presentó en el despacho del comisario el abogado Giulio Scòzzari, el padre de Nenè.

—Mi hijo no ha vuelto a casa desde la noche del 25, después de organizar el sainete que organizó, y que ha hecho que se nos caiga la cara de vergüenza.

—¿Ha desaparecido?

—¡No, qué desaparecido! —exclamó sorprendido el abogado—. Sé perfectamente dónde está.

—¿Y dónde está?

—En Punta Speranza, donde están el helicóptero y el campamento de esos jodidos alemanes.

Punta Speranza, donde los alemanes tenían su base, era una zona desierta, casi a pico sobre el mar.

—¿Y qué hace?

—Nada. El muy cretino está dentro del coche, a poca distancia, y espera a que la alemana salga para verla.

—¿Y qué quiere de mí?

—Si pudiera ir a hablar con él, a convencerlo para que no haga más el payaso…

Eran las once y media y no tenía ganas de ir a parlamentar con el muchacho. Se lo encargó a Mimì Augello, que no se lo hizo repetir dos veces. Salió como un rayo, por si conseguía ver a la alemana de cerca. Volvió dos horas más tarde, trastornado.

—¡Virgen santa, Salvo! Cuando he llegado a Punta Speranza me he encontrado con lo siguiente: Nenè Scòzzari estaba apoyado en el capó del automóvil a unos veinte metros de las dos tiendas de campaña y del helicóptero. La alemana estaba echada sobre una tumbona, tomando sol completamente desnuda. Nenè sujetaba en la mano un ramillete de margaritas que acababa de recoger, se acercó a la mujer, se lo dejó encima de las tetas y volvió a su puesto. Entonces ella lo miró. ¡Virgen santa, Salvo, qué mirada! Esa en cuanto pueda, en cuanto el marido y el hermano le dejen un momento de respiro, le da un revolcón a Nenè. ¡Te lo garantizo!

—Y esos hombres le rompen la cara, y esta vez en serio.

—Vamos, Salvo, son alemanes, no sicilianos. ¡Una cana al aire de la mujer la perdonan!

—A propósito, ¿dónde estaban los hombres?

—Bañándose, cien metros más abajo.

—¿Hablaste con Nenè?

—Sí. Pero créeme, estoy seguro de que no me oyó. Hasta creo que ni siquiera me vio; para él era transparente. No dejaba de mirar a la alemana y ella a él. ¿Qué podía hacer? Volver aquí. Te confieso que esa alemana me estaba haciendo hervir la sangre.

—¿Es que no has visto nunca una mujer desnuda?

—Como esa nunca —dijo sinceramente Mimì—, y no sólo es cuestión de belleza. Ahora comprendo de verdad lo que los norteamericanos quieren decir cuando hablan de sex-appeal.

Las funciones del 27 y del 28 fueron muy bien, sólo que el número de mujeres doblaba el de los hombres.

—Es comprensible —reconoció Mimì, que no había faltado a ninguna velada—. Si fuera mujer, perdería la cabeza por él. Es idéntico a su hermana, en versión masculina.

La mañana del 29 Mimì Augello llegó al despacho con retraso y con una sonrisa en los labios.

—¿Se te pegaron las sábanas?

—¡Qué va! Venía hacia aquí cuando, delante de la casa de alquiler de coches, vi a los dos alemanes, el piloto y el acróbata, que salían en un coche. Entonces entré e interrogué al propietario. Fueron a Catania, a inspeccionar el lugar de su próxima actuación.

—Mimì, eres más curioso que una portera o una camarera.

—¡Eso no es todo! —exclamó Mimì con los ojos brillantes—. Se me ocurrió…

—… ir a Punta Speranza.

Mimì Augello lo miró con admiración.

—¡Acertaste! Cuando llegué, me detuve a cierta distancia para que no oyeran el motor. Nenè no estaba dentro de su coche. Me acerqué a la tienda de campaña de la alemana y su marido. ¡Y qué te decía, Salvo! Estaba cerrada, pero ella, emperrada, gritaba «Ja! Ja!»; parecía que la estuvieran degollando. Si Nenè no pierde fuerzas, puede estar cabalgando hasta las seis de la tarde; antes no volverán esos dos alemanes. ¿No te lo había dicho, Salvo, que en cuanto pudiera esa no dejaba escapar a Nenè?

A las seis y media de la mañana del 30, al comisario le despertó la llamada del abogado Giulio Scòzzari.

—Comisario Montalbano, perdóneme por la hora, pero estoy muy preocupado por mi hijo.

—¿Qué ha pasado?

—Tal como todas estas noches, hacia la una pasé por la Zona de Punta Speranza. El coche de mi hijo no estaba.

—¿El helicóptero y el campamento seguían en su sitio?

—Sí, ya habían vuelto del espectáculo. Esperé una hora, no lo vi y pensé que quizás había vuelto a casa. No estaba tampoco.

¿Podía decirle al padre que quizás el hijo, cansado de la larga cabalgada, como la llamaba Mimì, había ido a recuperar fuerzas a cualquier hotel para no tener que dar explicaciones a los padres?

—Bueno, abogado, a lo mejor ha cambiado algo.

El abogado no entendió.

—¡No ha cambiado nada! He pasado hace apenas un cuarto de hora, los alemanes duermen y ni mi hijo ni su coche están allí.

—Abogado, su hijo es mayor de edad.

—¿Y qué tiene que ver?

—Tiene que ver, sí, porque no podemos ir a buscarlo como si fuera un niño perdido. Esperemos un poco más y, si no aparece, ya veré qué podemos hacer.

Pero el abogado Scòzzari trasmitió su angustia al comisario. A las ocho de la mañana, en lugar de dirigirse a su despacho, Montalbano decidió ir a visitar a los alemanes. No había rastros del coche de Nenè Scòzzari. Estaba seguro de que los alemanes aún dormían, pero los dos varones estaban despiertos. Hugo manipulaba la hélice del helicóptero y Gerhardt se ejercitaba en las paralelas. El comisario se acercó. No sabía una palabra de alemán pero sí hacerse entender.

—¿Sabes dónde ha ido a parar el hombre que estaba aquí en un coche?

Gerhardt bajó de las paralelas, estiró los brazos y negó con la cabeza. Se acercó al del helicóptero, que había oído la pregunta.

—Italiano enamorado ya no visto más.

Y rio. El acróbata también se echó a reír con una carcajada muy desagradable.

Es imposible decir a nadie, quizá ni a uno mismo, que una investigación empieza sólo por una carcajada desagradable, en la que resonaban la mofa, el desprecio, el triunfo y la maldad. En cuanto llegó a la oficina, llamó a Fazio y a Gallo.

—Ve a Punta Speranza donde los acróbatas alemanes tienen su base —le dijo al segundo—, y no te dejes ver. Llévate los prismáticos y el móvil. Quiero estar informado de todo.

—Y tú —continuó, dirigiéndose a Fazio—, en cuanto llegue Mimì Augello ve con él a buscar a la alemana. Despertadla si duerme, no me importa en absoluto. La quiero aquí, pero sola.

Luego llamó por teléfono al abogado Scòzzari.

—¿Noticias de su hijo?

—Ninguna, comisario. Estamos desesperados.

El abogado, sin embargo, sospechó algo.

—¿Por qué me ha telefoneado, comisario? ¿Se ha enterado de algo? ¿Por qué me ha llamado?

Montalbano no supo qué responder.

—Perdone, pero tengo mucho trabajo. Llámeme si hay novedades.

Colgó el auricular. En ese momento apareció Mimì Augello.

—¿No fuiste con Fazio?

—Como he telefoneado advirtiendo que llegaría tarde, Fazio se fue a buscar a la alemana con Galluzzo.

—¡Yo quería que fueras tú porque a fuerza de joder con turistas chapurreas alguna palabra en alemán!

—Si es por eso, Galluzzo también sirve. De muchacho se fue a Alemania a buscar trabajo.

—Mimì, cuando nos traigan a la alemana, quiero que te quedes conmigo. Y no te distraigas mirándole las tetas y los muslos.

—¿Me puedes explicar qué ha pasado?

—Nenè Scòzzari ha desaparecido con su coche.

—¿Sólo eso? Después de la gran juerga que se corrió ayer…

—Sí, Mimì, yo también lo pensé. Pero hay algo que no me convence.

Mimì Augello calló. Cuando su superior decía que algo no funcionaba, quería decir que algo no funcionaba de verdad, lo sabía por experiencia.

En cuanto Annelise entró en el despacho, vestida con unos pantalones cortos muy ajustados y un gran pañuelo de seda que le cubría el pecho, Montalbano comprendió el sufrimiento de Mimì al verla desnuda. Tenía razón su segundo, no se trataba sólo de belleza. Sonrió a Augello, a quien ya conocía, hizo un gesto con la cabeza al comisario y dijo algo en alemán.

—Pregunta si se trata de los pasaportes.

Nein —dijo por instinto Montalbano.

Nein —dijo al mismo tiempo Mimì.

Se miraron.

—Perdona —se excusó el comisario—, dile que queremos saber qué hizo ayer.

Mimì preguntó y ella contestó. Una respuesta larga. A medida que hablaba, Augello parecía cada vez más turbado.

—¿Qué dijo?

—Bueno, Salvo, a esta le gusta llamar al pan, pan y al vino, vino. Dice que como ayer se quedó sola, aprovechó para hacer sexo, lo dijo así, con ese guapo muchacho siciliano que se ha vuelto loco por ella. No comieron, estuvieron juntos hasta las cuatro de la tarde, cuando ella lo echó porque temía que volvieran el marido y el hermano, que habían ido a Catania. En cuanto el muchacho salió, ella se quedó dormida porque estaba, así lo ha dicho, un poco cansada.

—Mis felicitaciones a Nenè Scòzzari.

—Hacia las siete de la tarde —continuó Mimì—, su marido la despertó y ella empezó a prepararse para la exhibición.

—Pregúntale si cuando salió para subir al helicóptero el coche del joven seguía allí.

—Dice que no lo sabe —tradujo Mimì—, estaba muy oscuro. Dice que hace poco, cuando los nuestros fueron a buscarla, le ha sorprendido no ver el coche en el lugar habitual. Le ha producido decepción y a la vez satisfacción.

—Pregúntale por qué decepción, y luego que te explique por qué se ha sentido satisfecha.

La respuesta de Annelise fue bastante larga.

—Decepcionada porque los hombres, según su opinión, son todos unos puercos egoístas que en cuanto consiguen lo que quieren, o se duermen, o van a mear al retrete, así lo ha dicho, o bien desaparecen. Y satisfecha porque temía que Gerhardt reaccionara mal, pues no sólo es celoso, sino también violento.

—¿Traduces bien, Mimì? Mira que Gerhardt es el hermano; el marido se llama Hugo.

—Ha dicho Gerhardt. Ahora se lo vuelvo a preguntar.

Mimì preguntó algo y la respuesta de la alemana hizo que se ruborizara violentamente. Montalbano se quedó atónito: ¿el caradura de su segundo era capaz de ruborizarse?

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?

—Simplemente ha dicho que cuando tenía catorce años, su hermano fue el primer hombre de su vida.

—Porque antes se lo hacía con los elefantes —comentó poco galante el comisario.

—Dijo también que Gerhardt sufrió mucho cuando tuvo que casarse con Hugo, pero que por suerte su marido es muy comprensivo. Ha añadido que el pobre Gerhardt sufre una fuerte tensión cuando hacen el Kamasutra en la pista, porque está obligado a fingir lo que haría de verdad.

La alemana se inclinó hacia adelante para quitarse un granito de polvo del dedo gordo que emergía de la sandalia. Estaba claro que se burlaba de la reacción de los dos hombres ante sus palabras.

—Dile que se vaya —decidió Montalbano—. Está claro que no sabe nada de Nenè. Será una puta, pero me parece sincera.

—A mí también.

Reunió a todos sus hombres, excepto a Gallo, que estaba en Punta Speranza vigilando a los alemanes, y les explicó lo que pensaba hacer.

—Germanà, tú ve a casa del abogado Scòzzari y que te firmen una denuncia por la desaparición de su hijo Nenè. Debe llevar la fecha de por lo menos la mañana del 28, de otro modo no se cumplen las veinticuatro horas que se requieren por ley para iniciar las investigaciones. La denuncia se la entregas a Augello. Tú, Mimì, presentas la denuncia ante el juez, le cuentas cualquier gilipollez y que te dé una orden de registro de la caravana, el TIR, el helicóptero; en resumidas cuentas, de todo lo que tienen los alemanes. Pero el registro debe hacerse esta noche, no antes, en cuanto aterricen con el helicóptero en Punta Speranza después del espectáculo. Tortorella, Galluzzo y Grasso que vayan en un coche de servicio a los alrededores de Punta Speranza sin que los vean los alemanes. Buscad el automóvil del muchacho; Augello os dará la marca y el color. Tú, Germanà, te pones en contacto con el móvil de Gallo, que te diga dónde se encuentra y dentro de una hora lo relevas.

—¿Y tú? —preguntó Augello.

—¿Yo? Yo me voy a comer —contestó Montalbano.

Catarella entró disparado.

—Comisario, ahora, ahora ha telefoneado Gallo. Dice que los alemanes se están peleando con la alemana, le están gritando y su hermano le ha dado un empujón.

—Tengo malas noticias —dijo Mimì entrando en el despacho hacia las cuatro de la tarde.

—¿El juez no firmó la orden?

—No, no ha dicho ni mu, la tengo en el bolsillo. El hecho es que se me ha ocurrido algo y pasé por el local de alquiler de coches. Pregunté al propietario a qué hora devolvieron el coche los alemanes. Me contestó que hacia las seis y media. Lo llevó Gerhardt, y para volver al campamento tomó el autobús de Montereale, que tiene parada cerca de Punta Speranza.

—¿Y te parece una mala noticia?

—Hay algo más. El propietario del negocio añadió que los alemanes volvieron antes.

—¿Y cómo puede saberlo?

—Porque los vio pasar hacia las tres y media; se dirigían hacia Montereale y por lo tanto, a Punta Speranza.

—Entonces es posible que vieran salir a Nenè de la tienda de Annelise.

—Exacto. Y eso me da que pensar.

Sonó el teléfono: era Germanà, que había relevado a Gallo.

—¿Comisario? Aquí todo está tranquilo. Los dos acróbatas están haciendo ejercicios en las paralelas. Gerhardt y Annelise, después de la pelea que ha visto Gallo, hicieron las paces. Se han abrazado y se han besado. ¿Quiere saber una cosa, comisario? Si esos son hermanos, yo soy el Papa.

—No te asombres, Germanà; los alemanes tienen esas costumbres. Lo hacen todo en familia; peor que nosotros.

A las siete, la voz triunfante de Tortorella anunció que habían encontrado el coche de Nenè Scòzzari a tres kilómetros de Punta Speranza. Estaba escondido entre unos matorrales y cubierto con ramas cortadas. En el interior no había nadie. ¿Qué hacían? El comisario contestó que lo dejaran todo tal y como lo habían encontrado. Grasso iba a quedarse de guardia en las proximidades. Los otros podían volver.

A las ocho se presentó Gallo.

—Voy a relevar a Germanà. ¿Sabe, comisario? Los altavoces de los alemanes dicen que esta noche habrá un número especial. Lo hará un acróbata que se llama Ícaro.

«¿Y dónde lo han pescado?», se preguntó el comisario.

Pero enseguida encontró la respuesta: en Catania.

—Sobre todo —le recomendó Montalbano—, si ves u oyes cualquier cosa extraña, llama por teléfono, llevo colgado el móvil.

* * *

—Me parece que esta noche voy a ir yo también —dijo Montalbano—. ¿Cuánto vale la entrada?

Mimì lo miró, sorprendido.

—¡No necesitas entrada!

—¿No? ¿Por qué?

—Porque somos autoridades.

—No lo sabía —admitió el comisario, sincero.

—¿No lo sabías? Tenemos los asientos reservados en primera fila.

A las nueve y veinte iba a salir del despacho cuando sonó el teléfono móvil. Era Gallo.

—¿Comisario? La alemana no ha subido al helicóptero. Lo veo bien porque dentro hay luz. La mujer no está.

Ahora mismo van hacia allá.

—¿Cuántos hay dentro del helicóptero?

—Dos, comisario. El piloto y el acróbata que lleva en la mano el casco espacial, lo he reconocido perfectamente.

¿Dónde estaba Annelise? ¿Y el nuevo acróbata, ese Ícaro que anunciaban los altavoces?

—Oye, Gallo, haz una cosa. Acércate al campamento. Si ves algo que despierte tus sospechas, actúa según tu iniciativa. Pero comunícate conmigo por teléfono.

Los altavoces habían anunciado un espectáculo distinto que comenzó cuando el helicóptero, parado sobre la perpendicular, lanzó el primer cable, el del anillo, hasta rozar la tarima de madera. Transcurrieron unos minutos y no sucedió nada más. Luego, suspendido del segundo cable, del que habían retirado el trapecio, apareció un acróbata. Las cuerdas que lo sujetaban al cable estaban cruzadas de tal manera que el hombre, con el vientre hacia abajo, parecía una rana. En calzoncillos, camiseta, y calcetines. Sólo llevaba el casco espacial. Un disfraz verdaderamente ridículo. El acróbata comenzó a mover los brazos y las piernas desacompasadamente, de una manera tan cómica que el público empezó a reír. El hombre colgado del cable se detuvo, los brazos extendidos, las piernas abiertas, temblaba, parecía una araña. Indudablemente se trataba de Ícaro, un payaso.

—Es muy bueno —le comentó Mimì al comisario.

Montalbano no contestó, se estaba preguntando si sería posible fingir un pánico loco, total, hasta el punto de parecer verdadero. El acróbata Ícaro, de pronto, cuando vio cerca el cable, se agitó violentamente para asirlo con las manos extendidas, pero dio un vuelco y quedó con la cabeza hacia abajo y los pies al aire. El público estalló en risas, aplaudió. Los movimientos del payaso, que imitaba todos los gestos del miedo, se hicieron frenéticos.

En aquel momento sonó el móvil de Montalbano.

—¿Comisario? Soy Gallo. He oído un lamento procedente de una de las tiendas y he hundido la puerta. Estaba la alemana, atada y amordazada. Está como loca, comisario, no entiendo lo que grita, quiere escapar, me ha arañado.

—¡Reténla! —gritó a Gallo y gritó también dirigiéndose a Augello—: ¡Ven conmigo!

Corrió afuera, con Mimì a su lado.

—¿Llevas la pistola? En cuanto entremos, pon fuera de combate a todo el que nos encontremos.

Se precipitó detrás de la torre de luces, empezó a encaramarse por la escalerilla de hierro de la cruceta, sudado, aferrando con las manos las barras. Sufría un poco de vértigo.

—¿Quieres explicarme lo que pasa? —le preguntó Mimì, que subía detrás de él.

—Ahora no me hables, coño, estoy sin aliento —contestó jadeando.

Llegó a la plataforma en la que estaba la cabina y se hizo a un lado. Mimì Augello se lanzó contra la puerta, que sólo estaba entornada, y se precipitó como un alud contra un hombre sentado ante un cuadro de mandos y que acabó en el suelo con silla y todo.

Montalbano le arrancó los auriculares de las orejas, oyó que preguntaban algo en alemán y se los pasó a Mimì. En el cuadro de mandos había dos micrófonos. El comisario activó el que no estaba utilizando el hombre cuando entraron.

—Los del helicóptero siguen preguntando qué está pasando aquí —dijo Mimì y, para tener las manos libres, propinó un golpe en la nuca con la culata de la pistola al hombre que se estaba levantando, aturdido.

—¡Vigateses! —gritó Montalbano.

Desde la ventana de la cabina se veían tres cuartas partes de la platea y casi toda la pista. El comisario observó que su voz llegaba y que todos se habían vuelto hacia los altavoces de la sala.

—¡Vigateses! —repitió. Y el diablillo maligno de la ironía, que siempre estaba junto a él hasta en los momentos más difíciles, le sugirió añadir «hermanos, pueblo mío» como Alberto Da Giussano. Dominó la tentación—. Soy el comisario Montalbano. El hombre que está colgando allá arriba no es Ícaro, no es un payaso. ¡Es nuestro paisano Nenè Scòzzari a quien los alemanes han capturado y lo están obligando a arriesgar la vida! ¡Ayúdadme!

—Los del helicóptero han entendido algo. Hay que apresurarse —dijo excitado Mimì con los auriculares puestos.

Sí, pero ¿qué hacer? El comisario se volvió a mirar al público. El espectáculo que vio lo conmovió y le puso un nudo en la garganta. Dos o tres muchachos se estaban encaramando por el cable como si fueran monos, y un racimo humano de una treintena de personas sujetaba el mismo cable, para hacer peso. Montalbano observó que el helicóptero estaba en dificultades; aunque habría podido elevarse.

—Habla con esos dos mierdas; diles que si se alejan se llevan volando a una decena de personas suspendidas de un cable. Puede ser una matanza. Que vayan con cuidado. —Pero ya sabía cómo iba a acabar todo—. ¡Dejad libre el helicóptero! —gritó—. ¡Que todo el mundo vuelva a su sitio!

El cable que sostenía a Nenè Scòzzari, desmayado, como una marioneta con los hilos rotos, empezó a bajar lentamente.

«Las cosas fueron de esta manera. La alemana, una grandísima puta de la que Augello, mi segundo, tendrá un recuerdo imperecedero tras haberla visto desnuda, aprovecha la ausencia del marido y del amante (que no es otro que su hermano) para concederse unas horas de intensos revolcones en su tienda con Nenè Scòzzari, ex joven serio que se ha vuelto loco por ella. Los dos alemanes, que vuelven antes de tiempo, sorprenden al joven saliendo de la tienda. Se les ocurre hacerle pagar la diversión con una broma cruel: lo raptan, lo atan, lo esconden en el helicóptero y hacen desaparecer el automóvil. Cuando el putón se despierta del sueño reparador, los dos le echan en cara lo que ha hecho, pero la cosa parece acabar ahí. Envían a un acólito por el pueblo a anunciar que aquella noche participará en el espectáculo un acróbata nuevo, Ícaro. Poco antes de salir de su base, los dos bromistas atan y amordazan a la esposa y hermana amante respectiva, la cual evidentemente se niega a participar en la broma. Luego dejan en calzoncillos a Scòzzari, le ponen el casco para que no se oigan sus gritos y lo bajan con el cable. Y ya está creado el nuevo payaso-acróbata Ícaro. Lo comprendí todo cuando mi agente me llamó para decirme que había descubierto a la muchacha atada y amordazada.

»Mi propuesta es la siguiente: prisión para los dos imbéciles (quede claro que no tenían la intención de matar a Scòzzari, sino tan sólo darle un buen susto); libertad condicional a la alemanita (el condicionamiento de la libertad consiste en dejarla durante un mes en poder de mi segundo Mimì Augello)».

Esto fue lo que refirió el comisario Montalbano en su informe al juez. Pero utilizó otras palabras y omitió las propuestas finales.