El viento sopló tan fuerte que el mar llegó hasta la terracita de la casa de Montalbano, comiéndose toda la playa. Como consecuencia, el humor del comisario, que sólo se sentía en paz consigo mismo y con el universo cuando podía tostarse al sol, se puso tan oscuro como la noche. Fazio, que lo conocía muy bien, en cuanto lo vio entrar en el despacho saludó y se esfumó. En cambio Catarella olvidó el riesgo que corría, a pesar de que prestaba servicio en la comisaría desde hacía más de un año, y se precipitó en el despacho.
—¡Comisario! ¡Esta mañana han llamado unas personas que preguntaban por usted en persona! Le escribí los nombres aquí.
Le entregó un papel mal arrancado de un cuaderno de hojas cuadriculadas.
—Y tu hermana, ¿también llamó? —preguntó Montalbano, peligrosamente amable.
Catarella primero se sorprendió, luego sonrió.
—Comisario, ¿bromea? Mi hermana no puede telefonear.
—¿Es monja?
—No, comisario, no es monja. No puede telefonear porque no existe, porque soy hijo único de mi padre y de mi madre.
El comisario abandonó la partida, derrotado. Despidió a Catarella y se puso a descifrar la lista de nombres. El «doctür Vanesio» no podía ser otro que el doctor Silesio al que habían desvalijado la casa; el «señor Gefe» era evidentemente el jefe de la policía; «Scillicato» se llamaba de verdad Scillicato y el «direztor Purcio» era el director Burgio, al que no veía desde hacía tiempo.
Le era simpático aquel ex director de más de setenta años que, junto con su mujer Angelina, lo había ayudado en una investigación que se llevó a cabo al hilo de los recuerdos y que, luego, se vino a llamar del «perro de terracota».
No tenía ganas de hablar con el jefe, el nuevo, porque siempre estaba buscando tres pies al gato. El doctor Sinesio volvería a quejarse porque continuaban sin recuperar la plata robada. En cambio, a Scillicato hacía seis meses que le habían quemado el BMW y se había comprado un Punto. Cuando también se lo quemaron, adquirió un Cinquecento de segunda mano que quince días después también estaba ardiendo.
—Comisario, ¿qué hago? —le había preguntado.
El consejo más oportuno habría sido que dejara de practicar la usura. En el pueblo se decía que Pepè Jacono se había ahorcado por todo lo que le debía. Montalbano, que aquel día estaba de un humor grueso, lo miró en silencio y luego le contestó:
—Cómprese un monopatín.
Al parecer también le habían quemado el monopatín. Montalbano llamó por teléfono al director Burgio, que lo invitó a cenar a su casa aquella misma noche. Aceptó: la señora Angelina cocinaba platos muy sencillos, pero sabía lo que hacía.
* * *
Después de cenar pasaron al salón y allí el director manifestó la finalidad de la invitación.
—¿Ha ido al puerto recientemente?
—Sí, paso por allí cuando voy a pasear hasta el faro.
—¿Se dio cuenta de que han demolido el viejo silo?
—Han hecho bien. Se estaba cayendo; era un peligro para todo el que se acercara.
—Cuando lo construyeron, en 1932, yo tenía siete años —dijo el director—. Mussolini había declarado la llamada «batalla del trigo», estaba convencido de que la había ganado y ordenó que se construyera este gran silo.
—¿Por qué en el puerto y no junto a la estación del ferrocarril? —preguntó el comisario.
—Porque desde aquí tenían que partir los barcos cargados de trigo hacia lo que el Duce llamaba la cuarta orilla, o sea Eritrea, Libia. —Se detuvo un instante, sumergido en los recuerdos de juventud, y luego siguió—: El aparejador Cusumano, que dirigió la demolición, ha encontrado en el interior del edificio papeles antiguos y me los ha traído, sabe que me interesan las historias del pueblo. Se trata de correspondencia entre la agencia de Vigàta y la dirección de la cooperativa agraria, que tenía su sede en Palermo. Pero en otra zona del silo, en un pequeño intersticio, descubrió números antiguos del Popolo d’italia, el periódico del Partido Fascista; un libro, Parlo con Bruno, que Mussolini escribió a la muerte de su hijo, y un cuaderno. El aparejador se ha quedado con los diarios y el libro, y me ha regalado el cuaderno. Le eché un vistazo y me despertó la curiosidad. Si quiere, léalo usted también y luego volvemos a hablar.
* * *
Era un cuaderno común y corriente, un poco amarillento, y la tapa mostraba a Mussolini, tieso y de uniforme, haciendo el saludo fascista. Abajo habían escrito: «El Fundador del imperio». En la contracubierta estaba representado el imperio, es decir, un pequeño mapa de Abisinia. En la primera página, en el centro, cuatro versos:
«Si este cuaderno queréis tocar
la espada al cinto debéis llevar.
Zanchi Carlo, vuestro servidor,
es su legítimo poseedor».
Una gran X tachaba aquellos versos infantiles, como si Zanchi Carlo se avergonzara de ellos. Más abajo, con gallardía:
«ZANCHI CARLO, VANGUARDISTA
VIVA EL DUCE, VIVA EL REY»
Finalmente:
«AÑO XXI DE LA ERA FASCISTA»
Montalbano hizo un cálculo rápido y llegó a la conclusión de que el cuaderno se remontaba a 1943, año en el que, por lo menos en Sicilia, la era fascista sólo rigió a medias, dado que los aliados desembarcaron en la isla durante la noche del 9 al 10 de julio.
Era una especie de diario desordenado que se limitaba a trasladar al papel los hechos más importantes a los ojos del muchacho. La primera anotación llevaba fecha del 2 de septiembre:
He conseguido traer hasta aquí y esconder cuatro bombas de mano, de las pequeñas, rojas y negras, que se llaman Balilla. ¡Duce, sabré utilizarlas!
Unas pocas líneas, suficientes para que el comisario pasara de la mera curiosidad a una concentrada atención.
6 de septiembre. Hoy he asistido a una escena impúdica: mujeres que se prostituían a los invasores negros. Me he echado a llorar. ¡Pobre Patria mía!
10 de septiembre. Las ratas vomitadas por las cloacas han empezado a enseñar, con el beneplácito de los invasores, sus obscenas intenciones. Quieren que renazcan aquellos partidos que el Fascismo borró. ¿Cómo impedirlo?
15 de septiembre. Los desechos humanos que se han reunido en nombre de la democracia han elegido alcalde a Di Mora Salvatore. Como no es de Vigàta, me he informado con discreción ¡Se trata de un conocido mafioso que el Fascismo había desterrado! ¡Qué vergüenza! Es necesario hacer algo para salvar el honor de nuestro país.
La siguiente anotación llevaba la fecha del 5 de octubre.
Me parece que he encontrado una solución. ¿Pero tendré el valor de ponerla en práctica? Creo que sí. El Duce me dará las fuerzas y, si es necesario, sacrificaré la vida por la Patria.
Fecha 9 de octubre:
Mañana por la mañana se darán las condiciones para que pueda llevar a cabo mi gesto. ¡Viva Italia!
La última anotación era del día siguiente. A Montalbano le costó reconocer la caligrafía. En un primer momento pensó que aquellas pocas palabras las había escrito una mano distinta:
10 de octubre. Lo hice. Estoy vivo. Ha sido terrible, tremendo. No creía que… ¡Dios me perdone!
Luego se dio cuenta de que la caligrafía era la misma, sólo que la fuerte tensión emocional la hacía casi irreconocible. Ya no había más vivas al Duce ni invocaciones a Italia, en aquellas palabras se leían el horror y el espanto.
¿Qué había hecho el muchacho? Además, ¿por qué el cuaderno se encontraba entre los cascotes del silo demolido?
Era casi medianoche cuando sonó el teléfono.
—Soy Burgio. Padezco de insomnio y sé que usted se va tarde a la cama; por eso me he permitido llamarlo a estas horas. ¿Ha leído…?
—Sí. Y me ha impresionado mucho.
—¿Qué le decía? ¿Viene mañana a comer?
Montalbano sonrió. El director quería embarcarlo en una de aquellas investigaciones hacia atrás en el tiempo que, a decir verdad, tanto les hacían disfrutar a ambos.
—En aquella época —dijo el director—, nada más nacer ya se le inscribía a uno en la organización juvenil fascista, que primero se llamó Obra Nacional Balilla y luego Juventud Italiana del Lictorio. De los tres a los seis años se pertenecía a los Hijos de la Loba…
—La que amamantó a Rómulo y Remo… —precisó la señora Angelina.
—… De los seis a los diez pasabas a Balilla, luego a la Vanguardia y de los dieciséis en adelante eras Joven Fascista. Por lo tanto, el muchacho que escribía el diario debía de tener como máximo quince años.
—Escribía un italiano perfecto —observó Montalbano.
—Sí. Yo también me he fijado en eso.
—Un muchacho un poco exaltado…
—A aquella edad y en aquel período lo éramos todos —interrumpió la señora Angelina al comisario—. Si no tan exaltados como este, al menos sí engreídos. Aunque a los mayores el fascismo los había desilusionado, sufrieron mucho al ver las tropas extranjeras en nuestra tierra.
—Quiero decir —siguió el comisario— que un muchacho tan indignado, equivocado o no, con cuatro bombas de mano, es una verdadera mina andante…
—Que debe estallar —dijo el director.
—Zanchi no es un apellido de por aquí —señaló Montalbano.
—No —dijo el director—, pero existe una explicación. Entre los papeles que me ha traído Cusumano, y que todavía no he leído, hay una carta que quizá lo aclara.
Se levantó, entró en la otra habitación, volvió con un papel ajado que entregó al comisario.
DIRECCIÓN GENERAL - PALERMO
10 de octubre de 1944
Como continuación de la nuestra del 30 de septiembre nº1. de reg. 250, nos complace informarle que los refugiados alojados en el silo se han trasladado a Montelusa. En el silo sólo quedan ahora las camas y algunos muebles (mesas, sillas, bancos, etcétera) que dentro de unos días el servicio de asistencia del ayuntamiento procederá a desalojar.
Después nos ocuparemos de la limpieza de los locales y de las pequeñas reparaciones que sean necesarias.
Atentamente.
—Quién sabe de dónde procedían esos refugiados —reflexionó en voz alta el comisario.
—Se lo puedo decir enseguida. Me he enterado por otra carta. El responsable del silo pedía una gran cantidad de raticida. Escribía que las ratas, de enormes proporciones, imagínese un silo vacío, asaltaban a las diez familias fugitivas de Libia. Debía de tratarse de una pobre gente, ex colonos que lo habían perdido todo. Los funcionarios, los peces gordos que escaparon de Libia, debieron de encontrar acomodo en otro lugar.
—¿Qué habrá organizado este Zanchi con sus bombas de mano? —se preguntó Montalbano.
—Esa es la cuestión —concluyó el director.
—Sin embargo, tenemos un punto de partida —dijo Montalbano volviendo al principio.
—¿Y es?
—La fecha. Lo que hizo Zanchi, algo terrible, como él mismo escribe en el diario, debió de suceder el 10 de octubre de 1943. ¿En Vigàta no hay nadie que pueda…?
—Está Panarello —intervino la señora Angelina—. Pepè Panarello, el padre de mi amiga Giulia, nunca se ha movido de Vigàta. Estaba empleado en la oficina del censo. Es del año 10.
—¡Jesús! —exclamó el comisario—. ¡Es un viejo de ochenta y siete años! ¡No recordará nada!
—Se equivoca —replicó la señora Angelina—. Giulia, su hija, me decía precisamente el otro día que su padre se olvida de todo lo que ha hecho el día anterior, pero las cosas de hace cincuenta o sesenta años las recuerda con precisión y lucidez.
Montalbano y el director se miraron.
—Llámala ahora mismo —dijo el director a su mujer—. Pregúntale cómo está de salud y consigue una cita para mí y para el comisario.
En lugar de recibirlos en su casa, Pepè Panarello quiso encontrarse con ellos en el café Castiglione.
—Es que así aprovecha para tomarse el coñaquito que yo no le daría aunque me lo pidiera de rodillas —aclaró la hija a la señora Angelina.
Lo encontraron sentado ante una de las mesitas colocadas en la acera. Estaba tomando un brandy.
Era un viejo extremadamente delgado, cuya piel parecía pintada sobre los huesos. La mano izquierda se agitaba con un temblor, pero enseguida se veía que tenía la cabeza muy despierta. Fue el primero en hablar. Su hija debió de haberle explicado que dos señores necesitaban su memoria.
—¿Qué quieren saber?
—Estamos investigando un hecho que ni siquiera sabemos si sucedió de verdad —le informó el director.
—Un hecho que sucedió aquí, en Vigàta, en los primeros diez días de octubre del 43 —precisó el comisario.
—Si sucedió algo, lo recordaré; desde que me jubilé paso los días sacando brillo a los recuerdos.
Acabó el brandy con calma, mientras remontaba su memoria. Luego movió la cabeza.
—No sucedió nada —concluyó tras una exploración de diez minutos.
El director y Montalbano no se habían atrevido a abrir la boca para no distraerlo.
—¿Es cierto? —preguntó Montalbano desilusionado.
—Ciertísimo —confirmó decidido el viejo, y levantó una mano para llamar al camarero.
El comisario creyó que el viejo quería pagar.
—Si me permite, lo invito yo.
—Gracias, así con el dinero del primero me tomo el segundo.
—Oiga, señor Panarello, ¿no cree que a su edad…?
—¿Mi edad?, ¡y una leche! Según usted, ¿cuánto puedo aguantar todavía? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Y para qué voy a privarme de un coñaquito?
En ese momento sonó la hora en el reloj del ayuntamiento, situado delante de la terraza del café.
—¿Ya son las seis? —se sorprendió Panarello.
—No, está adelantado una hora —dijo el director—. Ese reloj marca las horas que le parecen.
—¡Jesús! —casi gritó el viejo. Y añadió en voz baja—: ¿Cómo he podido olvidarme? ¡Jesús! —La excitación le producía violentos temblores en la mano izquierda y para inmovilizarla la sujetó con la derecha—. Si no hubiera sido por el reloj, no me habría acordado.
El camarero, junto con el brandy, había servido un providencial vaso de agua, que Panarello se bebió de un trago.
Montalbano y el director Burgio, callados, permanecían inmóviles en las sillas. Finalmente, el viejo consiguió hablar.
—Cuando los aliados tomaron Sicilia, se les presentó el problema de cómo eliminar la enorme cantidad de explosivos de distinto tipo que italianos y alemanes habían abandonado. Era algo impresionante, créanme. Los niños jugaban con las bombas de mano. Un día dos grupos de vigateses jugaron a la guerra a cañonazos. Se decidió arrojar los explosivos al mar y se confió la labor a los soldados negros. Llegaban al muelle camiones cargados con municiones y bombas con tres o cuatro negros a bordo. Habían requisado una decena de pesqueros con sus tripulaciones. Los negros, desde la caja del camión lanzaban las piezas a los del pesquero, que las atrapaban al vuelo y las iban ordenando en cubierta. Cuando el pesquero estaba cargado, zarpaba y, una vez en mar abierto, arrojaba el material y volvía para hacer otro viaje. Nosotros, en el pueblo, encomendábamos nuestra alma al Señor, pues era inevitable que, antes o después, sucediese algo. Y sucedió. La mañana del 10 de octubre un camión saltó por los aires. Murieron los cuatro negros que viajaban en él, cuatro paisanos nuestros que iban a bordo del pesquero, tres estibadores del puerto que trabajaban a cierta distancia y dos pescadores que pasaban en aquel momento. Trece muertos y cuarenta heridos. ¡Jesús! ¿Cómo pude olvidarme?
—Según su opinión, ¿hay que excluir el sabotaje? —preguntó el comisario.
El viejo lo miró sorprendido.
—Perdone, no le he entendido.
—Según su opinión, ¿fue un accidente?
—¡Claro! ¡Estaban locos haciendo el trabajo de esa manera! ¡Sin precauciones! ¡Con una arrogancia…! Fue una desgracia, ¿qué otra cosa pudo ser?
—Nada —dijo Montalbano.
—Perdone, pero ¿recuerda dónde se encontraba el camión cuando saltó por los aires? —preguntó el director.
—Mire, precisamente debajo del silo que ha sido demolido. Tres personas que entonces vivían allí resultaron heridas.
—Dígame una cosa —inquirió el comisario—: ¿Por qué el reloj del ayuntamiento le ha recordado la explosión?
El viejo sonrió.
—Ah, por una historia que circuló entonces, no sé si verdadera o falsa. Mire, el ruido de la explosión fue tan fuerte que se rompieron los cristales de las casas a dos y tres kilómetros de distancia. Yo estaba en la oficina, aquí, en el ayuntamiento, que dista del puerto cuatro calles y media, y la onda expansiva arrancó la puerta, rompió los cristales y me arrojó al suelo. La historia es que el cristal del reloj se desprendió, y la maquinaria se detuvo a las diez y doce. En el minutero había algo oscuro, y todos pensamos que era un pichón muerto a causa de la explosión. Pero cuando vino uno de fuera a arreglar el reloj y a poner un cristal nuevo, dijo que en la aguja no había un pichón muerto, sino la mano de un negro que había volado por encima de los tejados de cuatro hileras de casas. Lo cierto es que de los cuatro negros del camión sólo se recogieron trozos pequeños, como máximo un pie o un brazo. Fue una cosa terrible, tremenda.
Terrible, tremendo. Las mismas palabras que había empleado Carlo Zanchi cincuenta y siete años antes.
Volvieron en silencio, uno a su casa y el otro al despacho. Sólo cuando se despidieron, el director habló:
—¿Y si fuera sólo una coincidencia?
—No lo creo. Esperó a que el embarque de material explosivo se hiciera debajo del silo y lanzó una bomba al camión desde el tejado. Luego se arrepintió al ver tantos muertos inocentes.
—¿Y qué hacemos con nuestro secreto? —preguntó el director.
—Lo guardamos entre nosotros dos o, mejor dicho, tres, porque usted se lo contará a la señora Angelina.
Pero eran cuatro los que conocían el secreto. Una noche, cuando el comisario estaba viendo las noticias de Retelibera sentado en un sillón, lo sorprendió una noticia. El periodista Niccolò Zito dijo, entre otras cosas, que en la comunidad de San Calogero, que acogía a refugiados de todo tipo, se había producido un incendio, seguramente provocado, que destruyó dos barracones. Se creía que el responsable era alguien expulsado de la comunidad por mala conducta. No fue la noticia en sí misma lo que llamó la atención de Montalbano, sino el nombre del fundador de la comunidad: don Celestino Zanchi.
Recordó inmediatamente que en la carta de 1944 se decía que todos los refugiados que se albergaban en el silo habían sido trasladados a Montelusa. Podía tratarse de una simple coincidencia, pero valía la pena comprobarlo.
Buscó el número en la guía de teléfonos, lo apuntó y se fue a dormir.
A la mañana siguiente, a las ocho, llamó. Le dijeron que el párroco tenía un poco de fiebre, pero que lo recibiría igualmente si pasaba después de comer, a las cinco. Ni siquiera le preguntaron la razón de la visita.
Don Celestino Zanchi lo recibió en la cama. Tenía treinta y ocho de fiebre.
—Una gripe sin importancia —dijo excusándose—, pero muy fastidiosa. —Delgado, de ojos muy vivos, era un hombre fuerte y decidido, de edad muy avanzada—. ¿Es comisario de policía?
—Sí.
—¿Ha venido por el incendio?
—No.
El párroco lo miró más atentamente, mientras el comisario, a su vez, observaba la pobrísima habitación. Sobre la cómoda sólo había dos fotografías: la de una pareja y la de un muchacho de unos catorce años. El párroco había seguido su mirada.
—Son mis padres en Libia, en el 38. La otra es de mi hermano Carlo cuando apenas tenía quince años.
Sin saber, sin querer, ya se lo había dicho todo. ¿Qué estaba haciendo en aquel cuarto, atormentando sin razón a un pobre párroco? No podía apartar los ojos de la fotografía de Carlo: un rostro limpio, de buen muchacho, una sonrisa abierta, franca.
—Se ha enterado de algo que hace referencia a mi hermano, ¿verdad? —preguntó en voz baja don Celestino.
—Sí —contestó el comisario sin volver la cabeza.
—¿Cómo se ha enterado?
—Se encontró un cuaderno entre las ruinas del silo de Vigàta. Una especie de diario que escribía su hermano.
—En el que dice que…
—No de manera clara. ¿Lo sabía? —preguntó Montalbano volviéndose finalmente hacia la cama.
—Mire, yo no estaba con mi familia en el silo. Como en Libia ya había entrado en el seminario, me acogieron en el de Montelusa. La mañana del 10 de octubre nos enteramos de la explosión. Después de comer se presentó mi hermano en el seminario. Estaba trastornado, temblaba, balbuceaba. Creí que les había sucedido algo a mis padres. Pero él me confesó llorando la monstruosidad que había cometido. No sabía qué hacer, tenía fiebre y a ratos parecía que deliraba. Corrí a ver al rector, que me apreciaba, y se lo conté todo. El rector lo instaló en una celda vacía y llamó a un médico. Durante casi un mes se negó a comer, y yo lo obligaba a hacerlo por la fuerza. Luego, una tarde, pidió al rector que lo confesara. A la mañana siguiente comulgó y salió del seminario. Lo encontraron quince días después en el campo, en Sommatino. Se había ahorcado. —Montalbano no supo qué decir. ¿Por qué demonios se le habría metido en la cabeza ir a ver a don Celestino?—. Y yo me impuse una obligación.
—¿Cuál?
—Resarcir, al menos en parte, a las víctimas inocentes.
Mi padre, un año antes de morir, recibió de nuestro gobierno una indemnización por la explotación agrícola que había perdido en Libia. Era grande, valía mucho. En cuanto heredé el dinero, lo envié anónimamente a las viudas e hijos de aquellos pobres muertos. Y no pasa un día que no rece al Señor por ellos y por mi hermano Carlo, que murió desesperado.
—Mañana le enviaré el cuaderno —dijo el comisario con brusquedad—. Haga con él lo que quiera.
Se inclinó ligeramente ante el párroco y salió del cuarto maldiciendo su olfato de policía.
Al día siguiente, mandó un sobre a don Celestino por medio del agente Gallo. En el interior había un cuaderno y un cheque de quinientas mil liras de sus ahorros, destinado a la comunidad.
Luego llamó por teléfono a Burgio y se invitó a comer. Tenía que contarle el final de la investigación.