A los cincuenta cumplidos, el doctor Saverio Landolina, un ginecólogo serio y apreciado de Vigàta, perdió la cabeza por la veinteañera Mariuccia Coglitore. El enamoramiento recíproco fue a primera vista. Hasta entonces, los padres de Mariuccia habían tenido como médico de la hija al profesor Gambardella, nonagenario, cuya avanzada edad garantizaba que las exploraciones íntimas se realizaran con el más absoluto respeto a la deontología. El profesor Gambardella murió de un infarto en el campo de operaciones: la muerte le sobrevino con las manos en la masa de una aterrorizada paciente.
El doctor Landolina fue elegido durante un consejo de familia que se extendió hasta los parientes de segundo grado. Los Coglitore, con los primos Gradasso, Panzeca y Tuttolomondo, representaban en Vigàta una especie de comunidad católico-integrista que obedecía a unas leyes propias como la asistencia a la misa de la mañana, las oraciones de la noche con el rezo del rosario y la abolición de radio, diarios y televisión. Durante la reunión se descartó al doctor Angelo La Licata, de Montelusa («ese le pone los cuernos a la mujer: ¿y si contaminase a Mariuccia con sus manos impuras?»), a su colega Michele Severino, también de Montelusa («¿bromeas? Ese no ha cumplido los cuarenta»), y al doctor Calogero Giarrizzo, de Fela («al parecer ha sido visto comprando una revista pornográfica»). Sólo quedó Saverio Landolina, cuyo único defecto era que vivía en Vigàta, como Mariuccia; cuando se lo encontrara casualmente por la calle, la muchacha podría sentirse turbada. En cuanto a lo demás, no había nada que decir del doctor Landolina, secretario local de la DC: estaba bien casado desde hacía veinticinco años con Antonietta Palmisano una especie de giganta de sonrisa amable, pero el Señor no había querido conceder a la pareja la gracia de un hijo. El médico nunca fue objeto de habladurías o de comentarios malignos.
Hasta el momento en que Mariuccia se levantó de la silla, al otro lado de la mesa del consultorio, y se colocó tras el biombo para desnudarse, en el corazón del médico no sucedió nada. La muchacha de las gafas que respondía con monosílabos, que se ruborizaba ante sus preguntas, era completamente insignificante. Pero cuando Mariuccia salió de detrás del biombo con unas púdicas enaguas negras y sin las gafas (se las quitaba siempre que se desnudaba), con la piel rojo fuego a causa de la vergüenza, y se colocó en la camilla, en el corazón del cincuentón Landolina se desencadenó una delirante sinfonía que ningún compositor dotado de juicio se habría atrevido nunca a componer: en medio de centenares y centenares de tambores al galope se introdujo el vuelo alto de un violín solitario, y la irrupción de un millar de metales fue contrapuesta por dos pianos líquidos. Todo temblaba, y también vibraba el doctor Landolina cuando puso una mano encima de Mariuccia, y mientras un majestuoso órgano iniciaba un solo, sintió que el cuerpo de la muchacha vibraba al unísono con el suyo, respondía al ritmo de la misma música.
La señora Concetta Sicurella de Coglitore, que había acompañado a su hija y esperaba en la salita a que acabara la visita, atribuyó a virginal turbación el encendido rubor de las mejillas, el brillo febril en los ojos de Mariuccia, que entró niña en la consulta y salió, una hora después, hecha toda una mujer.
Landolina y Mariuccia jugaron a los médicos durante un año: al final de cada visita Mariuccia salía cada vez más lozana y hermosa, mientras Angela Lo Porto, la enfermera que hacía veinte años que estaba enamorada del médico, cada día estaba más delgada, nerviosa y callada.
—¿Novedades? —preguntó Salvo Montalbano entrando en el despacho a las nueve de la mañana del último día de mayo, lunes, con un calor de mediados de agosto.
El comisario lo estaba sufriendo porque había pasado el sábado y el domingo en la casa de campo de su amigo Niccolò Zito, disfrutando de un agradable descanso.
—Han encontrado el coche del doctor Landolina —contestó Fazio.
—¿Lo habían robado?
—No. Ayer por la mañana vino aquí la señora Landolina y nos contó, llorando, que su marido no había vuelto a casa por la noche. Investigamos, pero nada. Ha desaparecido. Esta mañana, al amanecer, han visto un automóvil caído en los escollos de Capo Russello. Ha ido Augello y ha llamado hace un rato. Es el coche de Landolina.
—¿Un accidente?
—Me parece que no —contestó Mimì Augello entrando en el despacho—. La carretera está muy lejos del margen de Capo Russello. Se accede allí a propósito; no puede haber perdido el control del automóvil. Ha ido adrede para tirarse desde allí.
—¿Crees que se trata de un suicidio?
—No hay otra explicación.
—¿Y qué ha sido del cadáver?
—¿Qué cadáver?
—Mimì, ¿no acabas de decirme que Landolina se ha matado?
—Sí, pero al chocar contra los escollos se abrieron las portezuelas. El cuerpo no está; debió de caerse al mar. Uno de allí me ha dicho que seguramente las corrientes lo llevarán hacia la playa de Santo Stefano. Lo encontraremos un día de estos.
—Bien. Ocúpate tú del asunto.
Por la tarde, Mimì Augello fue a informar a Montalbano. No había encontrado explicación alguna al suicidio del médico. Gozaba de buena salud, no tenía deudas (antes bien, era rico, con propiedades en Còmiso y también la mujer tenía lo suyo), tampoco tenía secretos, no era manirroto. La viuda…
—No la llames viuda hasta que se encuentre el cuerpo —lo interrumpió Montalbano.
… La señora se está volviendo loca, no consigue entenderlo, se ha aferrado a la idea de una enfermedad repentina. Hasta he mirado en su agenda. Nada, no ha dejado escrito nada de nada. Mañana hablaré con la enfermera, que cuando se enteró se descompuso y se fue a su casa. Aunque no creo que pueda revelarme gran cosa.
En cambio, la enfermera Angela Lo Porto tenía mucho que revelar y lo hizo a la mañana siguiente, presentándose en la comisaría.
—Todo es teatro —declaró.
—¿Qué?
—Todo. El coche despeñado, el cadáver que no se encuentra. El doctor no se ha suicidado; lo han matado.
Montalbano la miró. Ojeras, rostro amarillento, mirada enloquecida. Tuvo la impresión de que no se trataba de una mitómana.
—¿Y quién lo iba a matar?
—Ignazio Coglitore —respondió sin dudar Angela Lo Porto.
Montalbano aguzó el oído. No porque Ignazio Coglitore y sus dos hijos fueran personas de dudosa moralidad, estuvieran comprometidos con la mafia o se dedicaran a tráficos ilícitos, sino simplemente porque todos conocían en el pueblo el fanatismo religioso de aquella familia. El comisario desconfiaba por instinto de los fanáticos, a los que consideraba capaces de cualquier cosa.
—¿Por qué motivo?
—El doctor había dejado embarazada a Mariuccia.
El comisario no lo creyó. Pensó que se había equivocado al juzgar a la enfermera, que debía de ser una de esas que se inventan las cosas.
—Y a usted ¿quién se lo ha dicho?
—Estos ojos —contestó Angela Lo Porto señalándolos.
¡Cojones! Estaba diciendo la verdad, no fantaseaba.
—Cuéntemelo todo desde el principio.
—Hace un año la madre de Mariuccia telefoneó pidiendo hora de visita para su hija y se la di. A la mañana siguiente llegué tarde al consultorio del doctor, pues vivo en Montelusa y el autobús se había estropeado. No tengo coche ni permiso de conducir. Cuando entré, la muchacha estaba sentada ante la mesa del despacho del doctor. ¿Sabe cómo es el consultorio?
—No.
—Hay una gran sala de espera y dos salitas aparte. Luego viene el consultorio propiamente dicho, en el que hay un cuarto de baño y una despachito donde estoy yo. Cuando el doctor pasa visita, siempre estoy presente. Aquel día entré en la despachito a cambiarme de ropa y ponerme la bata. Pero todo sucedió al revés: La bata limpia se descosió y tuve que volverla a coser a toda prisa. Cuando finalmente volví a la consulta…
Se detuvo, debía de tener la garganta seca.
—¿Quiere que le traigan un vaso de agua?
No entendió la pregunta, perdida en el recuerdo de lo que había visto.
—Cuando entré en la consulta —siguió—, ya lo estaban haciendo. El doctor se había desnudado; sus ropas estaban en el suelo, de cualquier manera.
—¿Tuvo la sensación de que la estaba violando?
La mujer hizo un ruido extraño con la boca, como si entrechocaran dos trozos de madera. Montalbano se dio cuenta de que la enfermera reía.
—¡Qué dice! ¡Esa lo tenía bien agarrado!
—¿Ya se conocían?
—Nunca había ido al consultorio; aquella era la primera vez.
—¿Y luego?
—¿Y luego qué? No me vieron, no me veían. En aquel momento para ellos yo era aire. Me retiré al despachito y me eché a llorar. Luego él llamó a la puerta. Se habían vuelto a vestir. Acompañé a Mariuccia junto a su madre y volví. Antes de dar entrada a la nueva paciente tuve que limpiar bien la camilla, ¿comprende?
—No.
—La puta era virgen.
—¿Y el doctor no le dijo nada? ¿No se explicó, no se justificó?
—No me dijo una palabra, como si no hubiera sucedido nada.
—¿Fue ese el único encuentro?
De nuevo chocaron los dos trozos de madera.
—Se veían cada quince días. Ella, la puta, estaba más sana que una manzana. El doctor se había inventado una enfermedad para que acudiera a la consulta al menos dos veces al mes.
—¿Y usted qué hacía cuando…?
—¡Qué quiere que hiciese! Me encerraba a llorar en el despachito.
—Perdone la pregunta. ¿Usted estaba enamorada del doctor?
—¿Es que no se nota? —preguntó la enfermera, levantando el semblante desencajado hacia el comisario.
—Y entre ustedes ¿nunca sucedió nada?
—¡Ojalá hubiese habido algo! ¡Ahora estaría vivo!
Empezó a sollozar, apretándose el pañuelo contra la boca. Se recuperó enseguida; era una mujer fuerte.
—Hacia el 15 de abril —siguió diciendo Angela—, llegó ella. Parecía que le había tocado la lotería. Iba hacia el despachito cuando la oí decir: «Pero ¿qué clase de ginecólogo eres? ¿Todavía no te has dado cuenta de que estoy embarazada?». Me quedé helada, comisario. Me volví un poco. El doctor parecía una estatua de sal; creo que fue entonces cuando se dio cuenta de la estupidez que había cometido. Entré en el despachito, pero no cerré la puerta. ¿Sabe cuál era la intención de aquella inconsciente cretina? Contárselo todo a su padre, porque así el doctor se vería obligado a dejar a su mujer y casarse con ella. El doctor fue inteligente. Le contestó que esperara un poco antes de hablar con su padre; mientras tanto él hablaría con su mujer y dispondría el divorcio. Después hicieron el amor.
—¿Fue la última vez que se vieron?
—¡Que va! Volvió hace cinco días. Primero jodían y luego hablaban. El doctor le decía que estaba haciendo progresos con su esposa, que era muy comprensiva. Pero estoy segura de que nada era verdad; se lo decía para calmarla, para buscar una solución. Últimamente estaba distraído y preocupado.
—¿Usted sospechaba que la solución podría ser el suicidio?
—¿Bromea? El doctor no tenía ninguna intención de suicidarse; yo lo conocía muy bien. Al parecer esa puta imbécil se lo dijo a su padre. E Ignazio Coglitore no ha perdido el tiempo.
En cuanto salió la enfermera, Montalbano llamó a Fazio.
—Ve a buscar a Ignazio Coglitore y tráelo aquí en diez minutos. No quiero excusas.
Fazio volvió media hora más tarde sin Ignazio Coglitore.
—¡Virgen santa, comisario, qué jaleo!
—¿No quiere venir?
—No puede. Lo han detenido en Montelusa.
—¿Cuándo?
—Esta mañana, a las ocho.
—¿Por qué?
—Ahora se lo explico. Bueno, al parecer cuando la hija de Ignazio Coglitore se enteró de que el doctor Landolina se había matado, sufrió un ataque y se desmayó. La familia lo achacó a que la muchacha estaba en tratamiento. Pero no se recuperaba del desmayo. Entonces Ignazio Coglitore, con la ayuda de sus otros dos hijos varones, la metió en el coche y se la llevó al hospital de Montelusa, donde la ingresaron. Ayer por la tarde Ignazio Coglitore y su mujer fueron al hospital a recogerla. Y he aquí que un médico joven y estúpido les dijo que sería mejor que dejaran a la muchacha unos días más en el hospital, porque corría el riesgo de perder al niño. Ignazio Coglitore y su mujer cayeron fulminados a los pies del médico; parecían muertos. Cuando el padre se recuperó, estaba furioso y la emprendió a puñetazos con médicos y enfermeras. Finalmente consiguieron echarlo. Esta mañana, a las siete y media, ha vuelto al hospital: además de los dos hijos, iban con él los varones de las familias Gradasso, Panzeca y Tuttolomondo. Doce personas en total.
—¿Qué querían?
—A la muchacha.
—¿Por qué?
—Ignazio Coglitore le explicó al jefe de servicio que la querían porque tenían que sacrificarla a Dios para expiar el pecado. El jefe de servicio se negó y se desencadenó el fin del mundo. Puñetazos, gritos, cristales rotos, pacientes huyendo. Cuando llegaron los carabineros, también fueron agredidos. Acabaron en la cárcel.
—A ver si lo entiendo, Fazio. ¿Cuándo les dijo el médico a los Coglitore que su hija estaba embarazada?
—Ayer por la tarde, hacia las siete y media.
La hipótesis de la enfermera Angela Lo Porto se había ido al carajo. Los Coglitore se habían enterado de que el responsable de la preñez de Mariuccia era el doctor Landolina. Pero aunque hubieran querido, no habrían podido vengarse: se enteraron de la noticia de la historia amorosa y de sus consecuencias después de la desaparición del médico. No podían haberlo matado ellos. Si se descartaba el suicidio, no existía otra persona que tuviera razones fundadas para la venganza.
—¿Oiga? ¿Hablo con la señora Landolina?
—Sí.
Más que una sílaba, un soplo dolorido.
—Soy el comisario Montalbano.
—¿Han encontrado el cuerpo?
¿Por qué en la voz de la señora Landolina se había insinuado un tono de aprensión? ¿Era aprensión y no el lógico horror?
—No, señora. Pero deseo hablar con usted, sólo cinco minutos, para aclarar unas cosas.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo, si quiere.
—Perdone, comisario, pero esta mañana no me veo con ánimos; me parece que de un momento a otro me va a estallar la cabeza. Tengo tal jaqueca que casi no puedo mantener los ojos abiertos.
—Lo siento, señora. ¿Le va bien hoy después de comer, a las cinco?
—Lo espero.
A las tres fue convocado por el jefe de policía: debía asistir sin falta a una importante reunión en Montelusa, a las cinco y media. No quiso renunciar a la cita con la señora Landolina y decidió anticiparla en una hora, sin previo aviso.
—¿Adónde va? —le preguntó desabrido el portero que no lo conocía o lo fingía.
—A casa de la señora Landolina.
—No está. Se ha marchado.
—¿Cómo que se ha marchado? —preguntó Montalbano sorprendido.
—En su coche —replicó el portero en tono ambiguo—. Ha cargado las maletas, que eran muchas, y la hemos ayudado el padre Vassallo y yo.
—¿También estaba el párroco?
—Sí, el padre Vassallo no se ha movido de la casa desde hace dos días para consolar a la señora. Es un santo, y amigo de la señora.
—¿A qué hora se ha marchado?
—Esta mañana, hacia el mediodía.
Por lo tanto, poco después de haber hablado con él. Tantas maletas no se hacen tan pronto; seguramente ya estaba preparada antes de que Montalbano telefonease. Al aplazar la visita a la tarde, simple y llanamente le había dado por el culo.
—¿Le comunicó por casualidad adónde iba?
—Sí. A Còmiso. Me dijo que como máximo estaría fuera una semana.
¿Qué hacer? ¿Llamar por teléfono a alguno de sus colegas de Còmiso para que vigilara a la señora Landolina? ¿Con qué motivo? ¿Una lejanísima, aérea e impalpable sospecha de homicidio? ¿O simulación de cita?
Tuvo una inspiración. Volvió corriendo al despacho y llamó por teléfono a Antonino Gemmellaro, antiguo compañero de escuela, ahora director de la filial de la Banca Agrícola Siciliana de Còmiso.
—¿Oiga? ¿Gemmellaro? Soy Montalbano.
¿Por qué los antiguos compañeros de escuela se llamaban entre ellos por el apellido? ¿Recuerdo de la lista de clase?
—¡Oh, qué agradable sorpresa! ¿Estás en Còmiso?
—No, te hablo desde Vigàta. Necesito una información.
—Lo que quieras.
—¿Te has enterado de que el doctor Landolina desapareció el sábado por la tarde? Lo conocías, ¿verdad?
—Claro que lo conocía, era cliente nuestro.
—O se ha suicidado o lo han matado.
Gemmellaro no hizo ningún comentario enseguida; era evidente que estaba pensando en las palabras que Montalbano acababa de decirle.
—¿Dices que se ha suicidado? No lo creo.
—¿Por qué?
—Porque alguien que tiene la intención de matarse no piensa en vender todo lo que posee. Hace un mes vendió, y en algunos casos malvendió, casas, terrenos, negocios; en resumidas cuentas, todo lo que tenía aquí. Quería obtener dinero rápidamente.
—¿Cuánto?
—Unos tres mil millones de liras, más o menos.
Montalbano lanzó un silbido.
—Entre él y su mujer, claro está.
—¿La esposa también vendió?
—Sí.
—¿El médico tenía firmado un poder de la esposa?
—¡No! Vino ella a Còmiso.
—Y el dinero ¿dónde está ahora?
—Ah. Aquí ha retirado hasta el último céntimo.
Le dio las gracias, colgó el auricular, llamó a la única agencia inmobiliaria que había en Vigàta, y a quien le respondió le hizo una pregunta concreta.
—Ciertamente, comisario, el pobre doctor Landolina nos encargó la venta de la casa y del estudio.
—¿Y qué harán ahora que ha desaparecido?
—Mire, precisamente hace quince días el pobre doctor dispuso, en un acta notarial, que el producto de la venta se entregase al padre Vassallo.
La reunión con el jefe de policía duró poco y el comisario tuvo tiempo de hacer una visita al teniente Colorni, con el que mantenía una buena relación y que estaba al mando de los carabineros.
—¿Qué medidas habéis tomado con Mariuccia Coglitore?
—La hemos retenido en el hospital. Con esos parientes tan locos…
—¿Y después…?
—La mandaremos a un centro para madres solteras. Está muy lejos de aquí y no le daremos la dirección a nadie. El instituto lo sugirió el confesor de la muchacha.
—¿Quién es el confesor?
Ya sabía la respuesta, pero quería escucharla.
—El padre Vassallo, de Vigàta.
—Padre, he venido para decirle que mañana por la mañana tendré que dar respuestas a los periódicos y a la televisión acerca de la reciente desaparición del doctor Landolina.
—¿Y cree que puedo serle útil?
—Ciertamente. Pero antes una pregunta: ¿un cura que miente comete pecado?
—Si la mentira es para un buen fin, no creo.
Sonrió, estiró los brazos: Montalbano estaba servido. El padre Vassallo era un cincuentón un poco entrado en carnes, de rostro inteligente e irónico.
—Entonces permítame que le cuente una historia.
—Si lo considera oportuno, comisario.
—Un médico serio, casado, se enamora de una joven, la deja embarazada. Entonces le entra el pánico: las reacciones de la familia de la muchacha pueden llegar a excesos impensables. Desesperado, no le queda más remedio que confesarlo todo a su esposa. Y ella, que debe de ser una mujer extraordinaria…
—Lo es, créame —lo interrumpió el cura.
—… idea un plan perfecto. En un mes, sin que la cosa trascienda, venden todo lo que poseen y reúnen una buena cifra. El médico finge un suicidio, pero en realidad, con la complicidad de un amigo cura, se esfuma hacia un destino que ignoramos. Dos días después la mujer lo sigue. ¿Qué me dice?
—Es un cuento verosímil——dijo tranquilo el párroco.
—Sigo. El médico y su mujer son personas de bien y no pueden dejar plantada a la pobre muchacha embarazada.
Deciden vender el apartamento y el consultorio médico que poseen en Vigàta, pero la recaudación de la venta la destinan al amigo cura para que atienda a las primeras necesidades de la joven madre.
Hubo un silencio.
—¿Qué dirá en la conferencia de prensa?
—Que el doctor Landolina se ha suicidado. Y que la viuda ha ido a reunirse con sus padres en su pueblo.
—Gracias ——dijo el padre Vassallo, casi con un murmullo. Y luego añadió: —Nunca habría pensado que un ángel tomara el aspecto de la señora. ¿La conocía?
—No.
—Una mujerona. Una giganta francamente fea. Una especie de ogresa de cuento. Pero tenía una sonrisa…
—… extraordinariamente amable —acabó el comisario.