Par condicio

Cuando Montalbano llegó recién nombrado a la comisaría de Vigàta, su colega saliente le hizo saber, entre otras cosas, que el territorio de Vigàta y sus alrededores era objeto de contencioso entre dos «familias» mafiosas, los Cuffaro y los Sinagra. Ambas intentaban poner fin a la larga disputa recurriendo, no a las instancias con papel sellado, sino a mortíferos disparos de lupara[1].

—¿Lupara? ¿Todavía? —se sorprendió Montalbano, porque aquel sistema le pareció arcaico en unos tiempos en los que las metralletas y las Kaláshnikov se adquirían en los mercadillos locales por cuatro cuartos.

—Es que los dos jefes de las familias locales son tradicionalistas —le explicó su colega—. Don Sisìno Cuffaro ha rebasado los ochenta, mientras que don Balduccio Sinagra ha cumplido ochenta y cinco. Debes comprenderlos, están apegados a los recuerdos de juventud y la escopeta de caza se encuentra entre los más queridos. Don Lillino Cuffaro, hijo de don Sisìno, que pasa de los sesenta, y don Masino Sinagra, el hijo cincuentón de don Balduccio, están impacientes, querrían suceder a sus progenitores y modernizarse, pero están atados a los padres que todavía son capaces de correrlos a bofetadas en medio de la plaza.

—¿Bromeas?

—En absoluto. Los dos viejos, don Sisìno y don Balduccio, son personas juiciosas, siempre quieren ir empatados. Si uno de la familia Sinagra mata a uno de la familia Cuffaro, puedes poner la mano en el fuego que al cabo de una semana uno de los Cuffaro dispara a uno de los Sinagra. De uno en uno solamente.

—Y ahora, ¿a cuánto están? —preguntó Montalbano como si de un deporte se tratara.

—Seis a seis —respondió su colega con seriedad—. Ahora toca tirar a puerta a los Sinagra.

Cuando el comisario llevaba dos años en Vigàta, el partido se había detenido por el momento en ocho a ocho. Dado que el balón correspondía de nuevo a los Sinagra, el 15 de diciembre, después de una llamada telefónica de uno que no quiso identificarse, se encontró en Zagarella el cadáver de Titìllo Bonpensiero. El hombre, a pesar de su apellido («buen pensamiento»), tuvo la mala idea de dar un paseo matutino y solitario por aquel desolado claro cubierto de retama, piedras y accidentado por desniveles. El lugar ideal para que te maten. Titìllo Bonpensiero, muy relacionado con los Cuffaro, tenía treinta años, se dedicaba oficialmente a la venta de casas y hacía dos años que se había casado con Mariuccia Di Stefano. Naturalmente los Di Stefano eran uña y carne con los Cuffaro, porque en Vigàta la historia de Romeo y Julieta pasaba por lo que era, una pura y simple leyenda. La boda de una Cuffaro con un Sinagra (y viceversa) era un acontecimiento inimaginable, como de ciencia ficción.

Durante el primer año de servicio en Vigàta, Salvo Montalbano, que no había querido abrazar la escuela de pensamiento de su predecesor («deja que se maten entre ellos, no te entrometas, todo eso salimos ganando nosotros y las personas honestas»), se metió de cabeza en la investigación de aquellos homicidios y salió con los cuernos quemados.

Nadie veía nada, nadie oía nada, nadie sospechaba, nadie imaginaba, nadie conocía a nadie.

—Por eso Ulises, en tierras de Sicilia, le dijo al cíclope que se llamaba Nadie —divagó un día el comisario ante aquella espesa niebla.

Así, cuando le comunicaron que en Zingarella se había encontrado el cadáver de uno de la familia Cuffaro, envió a su segundo Mimì Augello.

Y todos en el pueblo se dispusieron a esperar la próxima e inevitable muerte de un Sinagra.

El 22 de diciembre Cosimo Zaccaria, que era un apasionado de la pesca, llegó con la caña y los gusanos a la punta del muelle del poniente cuando todavía no eran las siete de la mañana. Tras media hora de pesca con cierta fortuna, seguramente se sintió molesto por la aparición de una ruidosa lancha que se dirigía al puerto a gran velocidad. Pero no enfilaba directamente la bocana desde mar abierto, sino que ponía proa a la punta del muelle del poniente, decidida, al parecer, a espantar con su estrépito los peces que Cosimo esperaba. Cuando estuvo a unos diez metros de estrellarse contra el rompeolas, la lancha viró y volvió a mar abierto: Cosimo Zaccaria yacía de bruces encajonado entre dos escollos, con el pecho desgarrado por la escopeta.

En cuanto se supo la noticia, el pueblo entero se quedó atónito, como atónito se quedó también el comisario Montalbano.

¿No pertenecía Cosimo Zaccaria a la familia Cuffaro, lo mismo que Titìllo Bonpensiero? ¿Por qué los Sinagra habían matado a dos Cuffaro, uno tras otro? ¿Cabía la posibilidad de un error en la cuenta? Y si no había error, ¿por qué los Sinagra decidieron no respetar las reglas?

Ahora estaban diez a ocho y no había duda de que los Cuffaro iban a nivelar el resultado. Se presentaba un mes de enero frío, lluvioso y con dos Sinagra que ya se podían considerar muertos a todos los efectos. De ello se volvería a hablar después de las fiestas de Navidad porque existía una tregua tácita desde el 24 de diciembre hasta el 6 de enero. Después de la Epifanía se reanudaría el partido.

El silbato del árbitro, que no escucharon los vigateses pero sí los miembros de los dos equipos, debió de sonar la noche del 7 de enero. Michele Zummo, propietario de una modélica granja de pollos en la zona de Ciavolotta, fue localizado al día siguiente, ya cadáver, en medio de más de un millar de huevos rotos por los perdigones de la escopeta o por la caída del cuerpo de Zummo, que se había derrumbado en medio.

Mimì Augello le contó a su superior que la sangre, el cerebro, las yemas y las claras estaban tan mezclados que se habría podido hacer una tortilla para trescientas personas sin que nadie hubiera logrado distinguir entre Zummo y los huevos.

Diez a nueve: las cosas se estaban equilibrando y el pueblo se sintió más seguro. Michele Zummo era de los Sinagra, muerto a escopetazos, como era tradicional.

Todavía le tocaba el turno a uno del equipo Sinagra y luego volvería la par condicio.

* * *

El 2 de febrero, corto y amargo, Pasqualino Fichèra, comerciante de pescado al por mayor, fue sorprendido por un tiro de escopeta cuando volvía a casa a la una de la madrugada. Cayó al suelo herido y habría podido salir de la situación si no se hubiese puesto a dar gritos en lugar de fingirse muerto:

—¡Muchachos, se equivocaron! ¡No nos toca a nosotros!

Lo oyeron en las casas vecinas pero nadie se asomó, y Pasqualino Fichèra, alcanzado de pleno por un segundo disparo, pasó a mejor vida, como se suele decir, con la duda atroz de que había sido víctima de una equivocación. De hecho pertenecía a los Cuffaro: orden y tradición imponían que, para empatar, debían matar a otro Sinagra. Fue esto lo que quiso decir cuando lo hirieron. Ahora los Sinagra llevaban ventaja: once a nueve.

El pueblo perdió la cabeza.

En cambio, el último homicidio y la frase que pronunció Pasqualino Fichèra hicieron que Montalbano viera las cosas con mayor claridad. Empezó a razonar partiendo de una convicción que sólo era instintiva: que no había existido un error en las cuentas ni de una parte ni de la otra. Una mañana, razona que te razona, se persuadió de la necesidad de pasar un rato charlando con el doctor Pasquàno, el médico forense que tenía su despacho en Montelusa. Era viejo, lunático y grosero, pero Montalbano no se hacía mala sangre y Pasquàno encontró un hueco de una hora después de comer.

—Titìllo Bonpensiero, Cosimo Zaccaria, Michele Zummo, Pasqualino Fichèra —enumeró el comisario.

—¿Y qué?

—¿Sabe que tres de ellos pertenecen a la misma familia y sólo uno a la adversaria?

—No, no lo sabía. Y, además, no me importa en absoluto. Convicciones políticas, confesiones religiosas, afiliaciones, todavía no son objeto de investigación en una autopsia.

—¿Por qué ha dicho «todavía no»?

—Porque estoy seguro de que dentro de pocos años habrá aparatos tan sofisticados que a través de la autopsia se podrá establecer hasta la ideología política. Pero vayamos al grano, ¿qué quiere?

—En estos cuatro muertos, ¿no ha encontrado alguna anomalía? No sé…

—Pero ¿qué se ha creído? ¿Que sólo me ocupo de sus muertos? ¡Tengo a mis espaldas toda la provincia de Montelusa! ¿Sabe que los fabricantes de ataúdes de estas tierras se han construido villas en las Maldivas?

Abrió un gran fichero metálico, extrajo cuatro carpetas, las leyó atentamente, devolvió tres a su lugar y entregó la cuarta a Montalbano.

—Entérese de que la copia exacta de esta ficha la envié, a su debido tiempo, a su despacho de Vigàta.

Lo que significaba: ¿por qué no lees las cosas que te mando en lugar de venir a tocarme los cojones a Montelusa?

—Gracias y disculpe las molestias —dijo el comisario tras echar una rápida ojeada al informe.

Mientras conducía de vuelta a Vigàta, la rabia por el papelón que había hecho con el forense le salía a Montalbano por las narices, humeantes como las de un toro enfurecido.

—¡Mimì Augello, a mi despacho! —gritó apenas entró en el despacho.

—¿Qué quieres? —preguntó Augello cinco minutos después, poniéndose a la defensiva a la vista del semblante del comisario.

—Simple curiosidad, Mimì. Con los informes que manda el doctor Pasquàno ¿envuelves los salmonetes o te limpias el culo?

—¿Por qué?

—Al menos ¿los lees?

—Claro.

—Explícame entonces por qué no me has dicho nada de lo que el doctor escribió a propósito del cadáver de Titìllo Bonpensiero.

—¿Y qué escribió? —preguntó Augello con expresión seráfica.

—Mira, hagamos una cosa. Ahora te vas a tu despacho, coges el informe, lo lees y luego vuelves aquí. Mientras tanto intentaré calmarme o de otro modo acabaremos a bofetadas.

Cuando volvió al despacho de su superior, Augello tenía el semblante sombrío, mientras que el del comisario estaba bastante más sereno.

—¿Y? —preguntó Montalbano.

—Soy un estúpido —admitió Mimì.

—Sobre eso hay unanimidad. —Mimì Augello no reaccionó—. Pasquàno —siguió diciendo Montalbano— plantea claramente la sospecha de que, dada la poca sangre que se encontró en el lugar, Bonpensiero fue asesinado en otra parte y luego llevado al claro de Zingarella, donde le dispararon cuando ya era cadáver desde hacía algunas horas. Un tiro de escopeta casi a quemarropa, entre el cuello y el mentón. En resumen, un teatro, una puesta en escena. ¿Por qué? Según Pasquàno, porque a Bonpensiero lo estrangularon mientras dormía; el escopetazo no logró borrar las huellas del estrangulamiento, como esperaban. Y ahora, Mimì, ¿qué idea te has formado tras haberte dignado echar un vistazo al informe?

—Que si las cosas están así, este homicidio no entra en la praxis.

Montalbano le lanzó una mirada de admiración y fingió que se quedaba estupefacto.

—A veces, Mimì, tu inteligencia me asusta. ¿Ya está? ¿No entra en la praxis y basta?

—Quizás… —aventuró Augello, pero se detuvo.

Se quedó con la boca abierta, porque el pensamiento lo sorprendió a él antes que a nadie.

—Vamos, habla, que no voy a comerte.

—Quizá los Sinagra no tengan nada que ver con la muerte de Bonpensiero.

Montalbano se levantó, se le acercó le cogió las mejillas con las manos y le dio un beso en la frente.

—¿Ves cómo cuando te estimulan el culito con perejil consigues hacer caquitas?

—Comisario, me ha mandado decir que quería verme uno de estos días, pero me he apresurado a venir. No porque tenga nada que temer, sino por la gran estima que le profesamos mi padre y yo.

Don Lillino Cuffaro, regordete, calvo, un ojo entreabierto, vestido de cualquier manera, a pesar de su aspecto humilde poseía una especie de secreto atractivo. Era un hombre de mando, de poder, y no lograba ocultarlo del todo.

Montalbano ignoró el cumplido, como si no lo hubiera oído.

—Señor Cuffaro, ya sé que tiene muchos asuntos que atender y no le haré perder el tiempo. ¿Cómo está la señora Mariuccia?

—¿Quién?

—La señora Mariuccia, la hija de su amigo Di Stefano, la viuda de Titìllo Bonpensiero.

Don Lillino Cuffaro abrió la boca como para decir algo y luego la cerró. Estaba desconcertado, no esperaba un ataque por ese flanco. Pero se recuperó.

—Cómo quiere que esté, pobre mujer; se casó hace tan sólo dos años y ahora encontrarse con el marido muerto de ese modo…

—¿De qué modo? —preguntó Montalbano, el semblante inocente como el de un angelote.

—Me…, me han dicho que recibió un tiro —repuso vacilante don Lillino. Comprendió que caminaba sobre un terreno minado. Montalbano era una estatua—. ¿No? —preguntó don Lillino Cuffaro. El comisario alzó el dedo índice derecho, lo movió de izquierda a derecha y viceversa. Ahora tampoco habló—. Y entonces, ¿cómo fue?

Esta vez Montalbano se dignó contestar.

—Estrangulado.

—¿Qué me dice? —protestó don Lillino.

Sin embargo, se veía que no era muy bueno haciendo teatro.

—Si se lo digo yo, debe creerme —repuso muy serio el comisario, aunque se estaba divirtiendo. Se hizo un silencio. Montalbano contemplaba el bolígrafo que tenía en la mano como si fuera un objeto misterioso que veía por primera vez—. Cosimo Zaccaria cometió una gran equivocación —continuó el comisario Montalbano poco después.

Dejó el bolígrafo encima del escritorio renunciando definitivamente a entender lo que era.

—¿Y qué tiene que ver el bueno de Cosimo Zaccaria?

—Tiene que ver, tiene que ver.

Don Lillino se movió en la silla.

—Según usted, y sólo por hablar, ¿cuál fue su equivocación?

—Sólo por hablar, endosar a los Sinagra el asesinato que él cometió. Pero los Sinagra hicieron saber a quien entendiera que ellos nada tenían que ver con esa historia. Entonces los de la otra parte, convencidos de la no implicación de los Sinagra, investigan en su casa. Y descubren algo que, si se sabe, los puede cubrir de vergüenza. Corríjame si me equivoco, señor Cuffaro…

—No entiendo cómo podría corregirlo en una cosa que…

—Déjeme acabar. Veamos, Mariuccia Di Stefano y Cosimo Zaccaria son amantes desde hace tiempo. Lo hacen tan bien que nadie sospecha su relación, ni la familia ni fuera de casa. Después, es tan sólo una hipótesis mía, Titìllo Bonpensiero empieza a olerse algo y agudiza la vista y los oídos. Mariuccia se alarma y advierte a su amante. Juntos organizan un plan para liberarse de Titìllo y que la culpa recaiga sobre los Sinagra. Una noche, mientras el marido duerme profundamente, la señora se levanta de la cama, abre la puerta y Cosimo Zaccaria entra…

—Deténgase —dijo de pronto don Lillino levantando una mano.

Le fastidiaba oír la historia. Sorprendido, Montalbano vio ante él a otra persona, transformada. Los hombros derechos, el ojo sano como la hoja de un cuchillo, el rostro duro y decidido: un jefe.

—¿Qué quiere de nosotros?

—Ustedes ordenaron la muerte de Cosimo Zaccaria para devolver la calma a la familia. —Don Lillino no pronunció ni una sílaba—. Bien, quiero que el asesino de Cosimo Zaccaria venga a entregarse. Y también quiero a Mariuccia Di Stefano como cómplice de la muerte de su marido.

—Tendrá pruebas de todo lo que me ha dicho.

Era el último muro de defensa, que el comisario derribó enseguida.

—En parte sí y en parte no.

—¿Puedo saber entonces por qué me ha molestado?

—Sólo para decirle que tengo la intención de hacer algo peor que exhibir unas pruebas.

—¿Y?

—A partir de mañana mismo empiezo la investigación de los homicidios de Bonpensiero y Zaccaria a toque de tambor, hago que la sigan paso a paso las televisiones locales y los periódicos y mantengo una conferencia de prensa un día sí y el otro no. Os putearé. Los Sinagra se mearán de risa cuando os vean por la calle. Os putearé de tal manera que no sabréis dónde esconderos para ocultar la vergüenza. Sólo tendré que decir cómo han ido las cosas y perderéis el respeto de todos. Porque diré que en vuestra familia no existe la obediencia, que reina la anarquía, que quien tiene ganas de follar, folla con quien se le antoja, mujeres casadas o solteras, que se puede matar libremente cuando, cómo y a quien se quiere…

—Deténgase… —dijo nuevamente don Lillino. Se levantó, se inclinó ligeramente ante el comisario y salió.

* * *

Tres días más tarde, Vittorio Lopresti, de la familia Cuffaro, se entregó y declaró haber matado a Cosimo Zaccaria porque no se portó bien como socio suyo en unos negocios.

A la mañana siguiente, Mariuccia Di Stefano, completamente vestida de negro, salió pronto de casa y, con paso apresurado, llegó hasta la punta del muelle del poniente. Estaba sola, pero muchos la observaron. Cuando llegó debajo del faro, tal como dijo Pippo Sutera, testigo ocular, la mujer hizo la señal de la cruz y se tiró al mar. Pippo Sutera se lanzó tras ella para salvarla, pero aquel día el mar estaba grueso.

«La convencieron de que se suicidara porque no tenía otra salida», pensó Montalbano.

En el pueblo todos creyeron que Mariuccia Di Stefano se había matado porque no soportaba la pérdida de su adorado marido.