Las siglas

Calòrio no se llamaba Calòrio, pero en Vigàta lo conocían con este nombre. Llegó al pueblo no se sabía de dónde unos veinte años atrás, con un par de pantalones que tenían más agujeros que tela, atados a la cintura con una cuerda y una chaqueta hecha de remiendos, a lo arlequín, y descalzo pero con los pies limpísimos. Vagabundeaba pidiendo limosna con discreción, sin molestar, sin asustar a las mujeres y a los pequeños. Toleraba bien el vino cuando podía hacerse con una botella, de tal manera que nadie lo vio nunca borracho: y con ocasión de algunas festividades el vino corría a litros.

Al poco tiempo Vigàta lo adoptó, el padre Cannata le proporcionaba zapatos y trajes usados, en el mercado nadie le negaba un poco de pescado o de verduras, y un médico lo examinaba gratis y le pasaba a hurtadillas las medicinas cuando las necesitaba. En general estaba bien de salud, a pesar de que, a primera vista, debía de haber superado ya los setenta. Por la noche dormía bajo los pórticos del ayuntamiento, y en invierno se resguardaba del frío con dos viejas mantas que le habían regalado. Sin embargo, hace cinco años cambió de casa. En la solitaria playa, al oeste, en la parte opuesta a la que iba la gente a bañarse, habían dejado varados los restos de una embarcación de pesca. Desmantelada al poco tiempo, sólo quedaba el casco. Calòrio tomó posesión de la embarcación y se instaló en el espacio donde antes estaba el motor. Durante el día, si hacía buen tiempo, se acomodaba en cubierta. A leer. Por esto la gente lo llamaba Calòrio: el santo patrono de Vigàta, al que todos querían, creyentes y no creyentes, era un fraile de piel oscura con un libro en la mano. Calòrio tomaba los libros prestados de la biblioteca municipal. La señorita Melluso, la bibliotecaria, aseguraba que nadie mejor que Calòrio sabía cuidar un libro y devolverlo con puntualidad. Lee de todo, informaba la señorita Melluso: Pirandello y Manzoni, Dostoievski y Maupassant…

El comisario Salvo Montalbano, que solía dar largos paseos unas veces por el muelle y otras por la playa oeste, que tenía la virtud de estar siempre desierta, un día se detuvo a hablar con él.

—¿Qué está leyendo?

El hombre, claramente molesto, no levantó los ojos del libro.

Urfaust —fue la sorprendente respuesta. Y dado que el inoportuno no sólo no se había marchado, sino que se había quedado atónito, decidió finalmente levantar la vista—. En la traducción de Liliana Scalero —añadió amablemente—, un poco pasada, pero en la biblioteca no tienen otras. Hay que contentarse.

—Yo lo tengo en la versión de Manacorda —dijo el comisario—. Si quiere se lo presto.

—Gracias. ¿Quiere sentarse? —preguntó el hombre haciéndole un sitio en el saco sobre el que estaba sentado.

—No, tengo que volver al trabajo.

—¿Dónde?

—Soy el comisario de policía del pueblo; me llamo Salvo Montalbano.

Le tendió la mano y el otro se levantó, alargándole la suya.

—Me llamo Livio Zanuttin.

—Por su acento, parece siciliano.

—Vivo en Sicilia desde hace más de cuarenta años, pero nací en Venecia.

—Perdone la pregunta pero ¿por qué un hombre como usted, culto, educado, se ha visto reducido a vivir de este modo?

—Usted es policía y siente una curiosidad innata. No diga «reducido»; se trata de una libre elección. Renuncié. Renuncié a todo: decencia, honor, dignidad, virtud, cosas que los animales ignoran, gracias a Dios, en su feliz inocencia. Me liberé de…

—Me está enredando —interrumpió Montalbano—. Me contesta con las palabras que Pirandello pone en la boca del mago Cotrone. Además, los animales no leen.

Se sonrieron.

Así empezó una extraña amistad. De vez en cuando Montalbano iba a su encuentro y le llevaba regalos: algún libro, una radio y, como Calòrio no sólo leía sino que también escribía, una reserva de bolígrafos y cuadernos. Si se le sorprendía escribiendo, Calòrio guardaba enseguida el cuaderno en un bolsón repleto. En cierta ocasión que de pronto rompió a llover, Calòrio le dio refugio en el interior del hueco del motor, cubriendo la escotilla con un trozo de hule. Allá abajo todo estaba limpio y ordenado. De un trozo de cuerda tensado de pared a pared colgaban algunas perchas con las pobres ropas del mendigo, que hasta había construido una repisa para apoyar los libros, las velas y una lámpara de petróleo. Dos sacos le servían de cama. La única nota de desorden era una veintena de botellas de vino vacías amontonadas en un rincón.

* * *

Y ahora Calòrio yacía boca abajo en la arena, al lado de los despojos de la embarcación, con un corte profundo en la nuca, asesinado. Lo había descubierto el vigilante de la fábrica de cemento próxima, cuando volvía a su casa a primera hora de la mañana. El hombre llamó a la comisaría por su teléfono móvil y no se movió de allí hasta que llegó la policía.

El asesino se había llevado todo lo que había en la habitación de Calòrio, el antiguo lugar del motor: la ropa, el bolsón, los libros. Sólo las botellas vacías seguían en su sitio. El comisario se preguntó si existían en Vigàta personas tan desesperadas como para robar los miserables enseres de otro desesperado.

Calòrio, herido de muerte, de algún modo consiguió bajar del casco del pesquero y caer en la arena, donde intentó escribir, con el dedo índice de la mano derecha, tres letras inciertas. Por fortuna la noche anterior había lloviznado y la arena estaba compacta; sin embargo, las letras no se leían bien.

Montalbano se volvió hacia Jacomuzzi, el jefe de la policía científica, un hombre capaz, sí, aunque dominado por un jodido exhibicionismo.

—¿Podrás decirme exactamente lo que el pobrecillo intentó escribir antes de morir?

—Desde luego.

El doctor Pasquàno, el médico forense, hombre de carácter difícil pero muy competente en su trabajo, llamó por teléfono a Montalbano hacia las cinco de la tarde. Sólo pudo confirmar lo que ya había dicho por la mañana tras un primer reconocimiento del cadáver.

Según su reconstrucción de los hechos, entre la víctima y el asesino debió de producirse una violenta lucha hacia la medianoche del día anterior. Calòrio recibió un puñetazo en plena cara y cayó hacia atrás golpeándose en la cabeza con el guindaste oxidado que antes servía para colgar las redes de pesca: de hecho estaba manchado de sangre. El agresor creyó que el mendigo estaba muerto, arrampló con todo lo que había bajo cubierta y escapó. Al poco rato Calòrio se recuperó un momento e intentó bajar de la embarcación, pero, aturdido y perdiendo sangre, cayó en la arena. Siguió vivo unos cuatro o cinco minutos más, durante los cuales se las ingenió para escribir aquellas tres letras. Según Pasquàno, no había dudas: el homicidio fue intencionado.

—Estoy completamente seguro de no equivocarme —aseguró categóricamente Jacomuzzi—. Cuando iba a morir, el pobrecillo intentó escribir unas siglas. Se trata de una P, de una O y de una E. Unas siglas, tan cierto como la muerte —hizo una pausa—. ¿No podría tratarse de Partido Obrero Europeo?

—¿Y qué coño es eso?

—Pues no lo sé; hoy todo el mundo habla de Europa… A lo mejor es un partido subversivo europeo…

—Jacomù, ¿has perdido la chaveta?

¡Qué demostraciones de ingenio hacía Jacomuzzi! Montalbano colgó el auricular sin darle las gracias. Unas siglas. ¿Qué había querido decir o indicar Calòrio? ¿Algo que se refería al puerto, quizá? ¿Punto de Observación Este? ¿Playa Opuesta Exterior? No, meterse a jugar a las adivinanzas no tenía sentido; aquellas tres letras podían significar todo o nada. Sin embargo, para Calòrio en trance de muerte escribir aquellas siglas en la arena tuvo suma importancia.

* * *

Hacia las dos de la madrugada, mientras dormía, alguien le dio una especie de puñetazo en la cabeza. En alguna ocasión ya se había despertado de esa manera: estaba seguro de que durante el sueño, una parte de su cerebro permanecía en vigilia pensando en algún problema. Y en un momento determinado lo llamaba a la realidad. Se levantó, corrió al teléfono y marcó el número de Jacomuzzi.

—¿Escribió los puntos?

—¿Quién es? —preguntó Jacomuzzi, pillado por sorpresa.

—Soy Montalbano. ¿Escribió los puntos?

—Seguro —contestó Jacomuzzi.

—¿Qué significa «seguro»? Seguro es que voy ahora a tu casa, te rompo los cuernos y tienen que darte diez puntos en la cabeza. Jacomù, ¿crees que te llamo por teléfono a estas horas de la noche sólo para escuchar tus estupideces? Estaban los puntos, ¿sí o no?

—¿Qué puntos, Virgen santa?

—Entre la P y la O y entre la O y la E.

—¡Ah! ¿Hablas de lo que escribió en la arena? No, no había puntos.

—Entonces, ¿por qué mierda me has dicho que eran unas siglas?

Colgó apresuradamente el teléfono y corrió a la estantería, esperando que el libro que buscaba estuviera en su sitio. El libro estaba allí: Cuentos, de Edgar Allan Poe. No eran unas siglas, era el nombre de un escritor lo que Calòrio había escrito en la arena, un mensaje destinado a Montalbano, porque era el único que podía entenderlo. La primera narración del libro se titulaba «El manuscrito encontrado en una botella», y para el comisario fue suficiente.

* * *

A la luz de la linterna eléctrica los ratones, desconcertados, huían por todas partes. Soplaba un fuerte viento frío y el aire, al pasar a través de la tablazón desensamblada, producía en ciertos momentos una queja que parecía de voz humana. En el interior de la botella número quince, Montalbano vio lo que buscaba: un rollo envuelto en papel verde oscuro, perfectamente mimetizado con el color del vidrio. Calòrio era un hombre inteligente. El comisario puso al revés la botella, pero el rollo no salió; se había atascado. En lugar de marcharse de allí lo antes posible, Montalbano salió del cuarto del motor, subió al puente y se dejó caer en la arena como había hecho, aunque no por propia voluntad, el pobre Calòrio.

Al llegar a su casa de Marinella, dejó la botella encima de la mesa y se quedó un rato mirándola, degustando la curiosidad como un vicio solitario. Cuando ya no pudo más, sacó un martillo de la caja de las herramientas y dio un solo golpe, seco, preciso. La botella se rompió en dos partes, casi sin fragmentos. El rollo estaba envuelto en un trozo de papel verde rizado, del que emplean los floristas para cubrir las macetas.

Si estas líneas acaban en las manos adecuadas, bien; en caso contrario, paciencia. Será la última de mis muchas derrotas. Me llamo Livio Zanuttin, o al menos este es el nombre que me asignaron, porque soy inclusero. En el Registro Civil consta que nací en Venecia el 15 de enero de 1923. Hasta los diez años estuve en un orfanato de Mestre. Luego me trasladaron a un colegio de Padua, donde hice mis estudios. En 1939, cuando tenía dieciséis años, ocurrió algo que trastornó mi vida. En el colegio había un chico de mi misma edad, Carlo Z., que era, en todo y para todo, una chica y de buen grado se prestaba a satisfacer nuestros primeros deseos juveniles. Los encuentros tenían lugar por la noche, en un subterráneo al que se accedía por una trampilla situada en la despensa. Carlo negaba tenazmente sus favores solamente a un muchacho de nuestro dormitorio: Attilio C. Le resultaba antipático. Cuanto más se negaba Carlo, más rabioso se ponía Attilio por aquel rechazo que consideraba inexplicable. Una tarde quedé de acuerdo con Carlo para encontramos en el subterráneo a las doce y media (nos retirábamos a las diez de la noche y las luces se apagaban un cuarto de hora después). Cuando llegué, a la luz de la vela que Carlo siempre encendía vi un espectáculo tremendo: el muchacho yacía en el suelo, los pantalones y los calzoncillos bajados, en medio de un charco de sangre. Había sido acuchillado hasta la muerte tras ser forzado. Trastornado por el horror, di la vuelta para escaparme de allí y me encontré ante Attilio, que me amenazaba con el cuchillo. Su mano izquierda sangraba; se había herido mientras mataba a Carlo.

—Si hablas —me dijo—, acabarás como él.

Y yo callé, por cobardía. Y lo bueno es que del pobre Carlo no se supo nada más. Seguramente alguien del colegio, al descubrir el homicidio, ocultó el cadáver: quizás uno de los celadores que mantuvo relaciones ilícitas con Carlo actuó así por temor al escándalo. Quién sabe por qué razón, días después, cuando vi a Attilio tirar a la basura la gasa ensangrentada, la recogí. He pegado un trocito en la última página; ignoro para qué servirá. En 1941 me llamó el ejército, combatí y en 1943 fui hecho prisionero en Sicilia por los Aliados. Me liberaron tres años después, pero mi vida ya estaba marcada, y contarla aquí no sirve de nada. Un encadenamiento de errores, uno detrás del otro: quizás, digo quizás, el remordimiento por aquella remota cobardía, el desprecio hacia mí mismo por haber callado. Hace una semana, aquí en Vigàta, he visto por casualidad a Attilio y lo he reconocido enseguida. Era domingo e iba a la iglesia. Lo he seguido, he preguntado y me he enterado de todo sobre él: Attilio C. ha venido a visitar a su hijo, que es director de la fábrica de cemento. Attilio está jubilado pero es administrador delegado de Saminex, la mayor industria conservera de Italia. Anteayer fui a su encuentro y me detuve ante él.

—Hola, Attilio —le dije—, ¿me recuerdas?

Me miró durante un rato, me reconoció y dio un respingo. En los ojos negros apareció la misma mirada de aquella noche en el subterráneo.

—¿Qué quieres?

—Ser tu conciencia.

No lo habrá creído y pensará que tengo la intención de vengarme. Uno de estos días, o de estas noches, dará señales de vida.

Habían dado las cinco de la mañana; era inútil irse a la cama. Permaneció mucho rato bajo la ducha, se afeitó, se vistió y se sentó en el banco de la terracita a contemplar el mar que se rizaba lentamente, como una respiración tranquila. Se había preparado una cafetera napolitana de cuatro tazas: de vez en cuando se levantaba, entraba en la cocina, llenaba la taza y volvía a sentarse. Estaba contento por su amigo Calòrio.

Encontró la dirección en la guía de teléfonos. A las ocho en punto hizo sonar el telefonillo del doctor Eugenio Comaschi. Le respondió una voz masculina.

—¿Quién es?

—Entrega a domicilio.

—Mi hijo no está.

—No importa, puede firmar cualquiera.

—Tercer piso.

Cuando el ascensor se detuvo, un viejo distinguido esperaba en el rellano vestido con un pijama. En cuanto Attilio Comaschi vio al comisario, desconfió, comprendió enseguida que aquel hombre nada tenía que ver con entregas a domicilio, sobre todo porque no llevaba nada en la mano.

—¿Qué desea? —preguntó el viejo.

—Entregarle esto —respondió Montalbano sacando del bolsillo el cuadradito de gasa manchado de marrón oscuro.

_¿Qué porquería es esa?

—Es un pedazo de la venda con la que usted, hace cincuenta y ocho años, se envolvió la herida que se hizo al matar a Carlo.

Dicen que hay balas que cuando hieren a un hombre lo desplazan tres o cuatro metros hacia atrás. Fue como si uno de esos proyectiles le hubiera dado en el pecho porque el viejo chocó literalmente contra la pared. Luego, se recuperó lentamente y hundió la cabeza en el pecho.

—No quería matar a Livio —dijo Attilio Comaschi.