El arte de la adivinación

En Vigàta, la fiesta de Carnaval nunca ha tenido mucho sentido. Para los mayores, naturalmente, porque no organizan bailes de máscaras ni cenas especiales. Para los pequeños es harina de otro costal, porque recorren el paseo arriba y abajo pavoneándose con sus trajes inspirados en la televisión. Ya no se encuentran disfraces de Pierrot o del ratón Mickey aunque se paguen a precio de oro, el Zorro sobrevive, pero hacen furor Batman e intrépidos astronautas con resplandecientes escafandras espaciales.

Aquel año, sin embargo, la fiesta de Carnaval tuvo sentido al menos para un adulto: el profesor Gaspare Tamburello, director del instituto local Federico Fellini, de muy reciente creación, como se deducía por el nombre que le habían puesto.

—¡Anoche intentaron matarme! —proclamó el director, entrando y tomando asiento en el despacho de Montalbano.

El comisario lo miró atónito. No por la dramática afirmación, sino por el curioso fenómeno que se manifestaba en su semblante, y que pasaba, sin solución de continuidad, del pálido de la muerte al rojo del pimiento.

«A este le da un síncope», pensó Montalbano.

—Señor director, no se ponga nervioso y cuénteme todo. ¿Quiere un vaso de agua?

—¡No quiero nada! —rugió Gaspare Tamburello. Se enjugó el rostro con un pañuelo y a Montalbano le sorprendió que los colores de la piel no hubieran teñido la tela—. ¡Ese cabrón lo dijo y lo ha hecho!

—Oiga, señor director, tranquilícese y cuénteme todo desde el principio. Dígame cómo ha sucedido exactamente.

El director Tamburello hizo un esfuerzo evidente para dominarse y empezó.

—¿Ya sabe, comisario, que tenemos un ministro de Educación que es comunista? Ese que quiere que en las escuelas se estudie a Gramsci. Y yo me pregunto: ¿por qué Gramsci sí y Tommaseo, no? ¿Puede decírmelo usted?

—No —repuso con sequedad el comisario, que ya estaba perdiendo la paciencia—. ¿Quiere empezar por los hechos?

—Bien, pues para adecuar el instituto que tengo el honor de dirigir a las nuevas normas del ministerio, ayer me quedé a trabajar en mi despacho hasta medianoche.

En el pueblo todos conocían el motivo de las excusas del director para no volver a casa: allí, como una tigresa en su guarida, lo esperaba Santina, su mujer, más conocida en el instituto como Jantipa. Bastaba la mínima ocasión para enfurecer a Jantipa. Entonces los vecinos oían los gritos, las ofensas y los insultos que la terrible mujer dirigía a su marido. Si volvía pasada la medianoche, Gaspare Tamburello esperaba encontrarla dormida y ahorrarse la consabida escena.

—Siga, por favor.

—Apenas había abierto el portal de casa cuando oí un estallido muy fuerte y vi una llamarada. Hasta oí claramente unas risitas.

—¿Y qué hizo usted?

—¿Qué quería que hiciera? Eché a correr escaleras arriba. Olvidé coger el ascensor. Estaba muy asustado.

—¿Se lo contó a su esposa? —inquirió el comisario, que cuando se lo proponía sabía ser perverso.

—No. ¿Por qué? La pobre estaba durmiendo.

—Y usted vio la llamarada.

—Naturalmente. —En el semblante de Montalbano apareció una expresión de duda y el director se dio cuenta—. ¿No me cree?

—Le creo. Pero es extraño.

—¿Por qué?

—Porque si alguien, pongamos por caso, le dispara por la espalda, usted oye el disparo, pero no puede ver la llamarada. ¿Me explico?

—Pues yo la vi, ¿de acuerdo?

El color ceniciento de la muerte y el rojo del pimiento se fundieron en un verde aceituna.

—Antes me ha dado a entender que conoce a quien le disparó.

—Sé perfectamente quién lo hizo. Y estoy aquí para presentar una denuncia formal.

—Espere, no corra. Según usted, ¿quién ha sido?

—El profesor Antonio Cosentino.

Claro. Directo.

—¿Lo conoce?

—¡Qué pregunta! ¡Da clases de francés en el instituto!

—¿Y por qué querría hacerlo?

—¡No utilice el condicional! Porque me odia. No soporta mis continuas amonestaciones, mis notas de desmerecimiento. Pero ¿qué puedo hacer? ¡Para mí el orden y la disciplina son un imperativo categórico! En cambio, el profesor Cosentino se burla de ellos. Llega tarde a las reuniones del claustro, discute casi siempre todo lo que digo, se ríe, adopta aires de superioridad, subleva a sus compañeros contra mí.

—¿Y usted cree que es capaz de matar?

—¡Ah! ¡Ah! Usted me hace gracia. ¡Ese no sólo es capaz de matar, sino también de cosas peores! —«¿Es que hay algo peor que matar?», pensó el comisario. «Descuartizar el cadáver del muerto, quizá, y comerse la mitad con caldo y la otra mitad al horno con patatas»—. ¿Sabe qué ha hecho? —siguió diciendo el director—. ¡He visto con mis propios ojos cómo invitaba a fumar a una alumna!

—¿Hierba?

Gaspare Tamburello, asombrado, exclamó apenas con un balbuceo:

—¡No, hierba no! ¿Por qué tendrían que fumar hierba? Le estaba ofreciendo un cigarrillo.

El señor director vivía fuera del tiempo y del espacio.

—Si no he entendido mal, hace un momento ha dicho que el profesor lo había amenazado.

—Amenazarme, amenazarme, no. Me lo dijo como quien no quiere la cosa, haciendo ver que bromeaba.

—Con orden, por favor.

—Bien. Hará unos veinte días, la profesora Lopane invitó a todos sus compañeros al bautizo de su nieta. Yo no pude excusarme, ¿sabe? No me gusta que los jefes y los subordinados confraternicen, siempre hay que mantener ciertas distancias.

Montalbano lamentó que el tirador, si es que había un tirador, no hubiera tenido mejor puntería.

—Luego, como siempre sucede en estos casos, todos los del instituto nos encontramos reunidos en una habitación. Los profesores más jóvenes organizaron un juego. En un momento dado, el profesor Cosentino dijo que poseía el arte de la adivinación. Aseguró que no necesitaba observar el vuelo de las aves o las vísceras de un animal. Le bastaba con mirar fijamente a una persona para ver con claridad su destino. La profesora suplente Angelica Fecarotta, que es un poco cabeza loca, pidió que le adivinara el futuro. El profesor Cosentino le predijo grandes cambios en el amor. ¡Vaya cosa! Todos sabíamos que la suplente, novia de un dentista, lo traicionaba con el protésico y que el dentista, antes o después, se enteraría. Con gran solaz…

Cuando escuchó la palabra solaz, Montalbano no pudo más.

—¡Ah, no, señor director, nos eternizamos! Cuénteme sólo lo que el profesor le dijo. O, mejor, le predijo.

—Como todos le insistían para que me adivinara el futuro, me miró fijamente, tanto rato que se hizo un silencio de muerte. Mire, comisario, se había creado una atmósfera que con sinceridad…

—¡Por Dios, olvide la jodida atmósfera!

El director era un hombre de orden y obedecía las órdenes.

—Me dijo que el 13 de febrero me salvaría de un ataque, pero que dentro de tres meses ya no estaría con ellos.

—Algo ambiguo, ¿no le parece?

—¡Ambiguo! Ayer era día 13, ¿no? Me dispararon, ¿sí o no? Por lo tanto no se refería a un ataque de apoplejía, sino a un ataque con pistola.

La coincidencia inquietó al comisario.

—Mire, señor director, procederemos de esta manera: haré unas cuantas investigaciones y luego, si es necesario, le pediré que presente la denuncia.

—Si usted lo manda, así lo haré. Pero quisiera ver enseguida a ese bribón en la cárcel. Hasta la vista.

Al fin se marchó.

—¡Fazio! —llamó Montalbano.

Pero en lugar de Fazio se asomó de nuevo a la puerta el director. Esta vez su semblante tiraba a amarillo.

—¡Olvidaba la prueba más importante!

Detrás del profesor Tamburello apareció Fazio.

—Mande.

El director continuó, impertérrito:

—Esta mañana, al venir hacia aquí para presentar la denuncia, he visto que en el portla del edificio en el que vivo, arriba, a la izquierda, hay un agujero que antes no estaba. Allí debe de haberse incrustado el proyectil. Investiguen.

Y salió.

—¿Sabes dónde vive Tamburello? —preguntó Montalbano a Fazio.

—Sí.

—Ve a echar un vistazo a ese agujero del portal y luego me lo cuentas. Espera, antes llama por teléfono al instituto. Que te pongan con el profesor Cosentino y le dices que quiero verlo hoy después de almorzar, a las cinco.

Montalbano volvió al despacho a las cuatro menos cuarto, un poco molesto por la digestión de un pescado a la plancha tan fresco que había recuperado la facultad de nadar en su estómago.

—Hay un orificio —le contó Fazio—, pero es muy reciente; la madera está viva. No lo ha causado un proyectil; parece hecho con un cortaplumas. Y no hay ningún rastro de la bala. Tengo una opinión.

—Dila.

—No creo que hayan disparado al director. Estamos en carnaval; quizás algún chico con ganas de jugarle una mala pasada le haya tirado un petardo.

—Es posible. Pero ¿cómo explicas el orificio?

—Lo habrá hecho el director, para que crea las gilipolleces que ha venido a contarle.

Se abrió la puerta bruscamente y golpeó contra la pared. Montalbano y Fazio se sobresaltaron. Era Catarella.

—Está aquí el profesor Cosentino, que dice que quiere hablar personalmente, en persona.

—Hazlo pasar.

Fazio salió y entró Cosentino.

Durante la fracción de un segundo, el comisario se quedó desconcertado. Se esperaba un individuo en camiseta, vaqueros y voluminosas Nikes en los pies; en cambio, el profesor vestía un traje gris con corbata. Hasta poseía un aire melancólico y mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia el hombro izquierdo. Los ojos, sin embargo, eran astutos, inquietos. Montalbano fue directo al grano, le contó la acusación del director y le advirtió que no era una broma.

—¿Por qué no?

—Porque usted adivinó que el día 13 el director sería objeto de una especie de atentado y es lo que ha sucedido.

—Pero, comisario, si es cierto que le han disparado, ¿cree que yo hubiera sido tan estúpido como para anunciarlo delante de tantos testigos? ¡Habría sido lo mismo disparar e irme directamente a la cárcel! Se trata de una desgraciada coincidencia.

—Mire, su razonamiento no me convence.

—¿Por qué?

—Porque puede que no sea tan estúpido y sí más listo para decirlo, hacerlo y después venir aquí a asegurarme que no ha podido hacerlo porque lo había pronosticado.

—Es cierto —admitió el profesor.

—¿Cómo se explica, entonces?

—¿Cree de verdad que poseo dotes adivinatorias, que puedo hacer predicciones? Como mucho, en lo que se refiere al director, podría hacer, ¿cómo lo diría…? Retroadivinaciones. Y serían tan ciertas como la muerte.

—Explíquese.

—Si nuestro querido director hubiera vivido en la época fascista, ¿no cree que habría sido un buen mando? De aquellos con uniforme de lana áspera, botas altas y el pájaro en la gorra que saltaban dentro de círculos de fuego. Seguro.

—¿Quiere hablar en serio?

—Comisario, ¿no conoce una deliciosa novela del siglo XVIII que se titula El diablo enamorado…?

—De Cazotte —lo interrumpió el comisario—. La he leído.

El profesor se recuperó enseguida del ligero estupor.

—Cierta noche, Jacques Cazotte se encontraba con unos amigos célebres y adivinó con exactitud el día de su muerte. Bien…

—Oiga, profesor, ya conozco la anécdota, la he leído en Gérard de Nerval.

El profesor se quedó boquiabierto.

—¡Caramba! ¿Cómo sabe estas cosas?

—Leyendo —replicó el comisario con brusquedad. Y aún más serio añadió—: Este asunto no tiene ni pies ni cabeza. No sé si han disparado contra el director o si se trataba de un petardo.

—Petardito, petardito —dijo con desprecio el profesor.

—Mire, profesor, si dentro de tres meses le sucede algo al director Tamburello, lo consideraré a usted responsable.

—¿Aunque coja la gripe? —aventuró Antonio Cosentino, sin asomo de desconcierto.

* * *

Y sucedió lo que tenía que suceder.

Al director Tamburello le indignó mucho que el comisario no aceptara la denuncia y que no esposara a quien, según su criterio, era el responsable. Y empezó a dar una serie de pasos en falso. Durante el primer consejo de profesores, con un talante a la vez severo y dolorido, comunicó al consternado auditorio que había sido víctima de un atentado del que había escapado milagrosamente por intercesión (así constaba en el orden del día) de la Virgen y del Deber Moral, del que era esforzado defensor. Durante el discursito, no dejó de mirar con clara intención al profesor Antonio Cosentino, que reía a carcajadas. El segundo paso en falso consistió en confiar el asunto al periodista Pippo Ragonese, corresponsal de Televigàta, que tenía al comisario entre ceja y ceja. Ragonese lo contó a su modo, afirmó que Montalbano, al no proceder contra el autor material del atentado, estaba favoreciendo la delincuencia. El resultado fue muy sencillo: mientras Montalbano se carcajeaba, todo Vigàta se enteró de que alguien había disparado contra Tamburello.

También se enteró la esposa del director, que hasta entonces había estado a oscuras de todo el asunto, cuando un día encendió el televisor para ver el noticiario de las doce y media. El director, ignorante de que su mujer lo sabía todo, se presentó a comer a las trece y treinta. Todos los vecinos estaban en las ventanas y en los balcones para disfrutar un rato. Jantipa insultó a su marido y lo acusó de tener secretos con ella, le dijo que era un cagado que se dejaba disparar como un cagado cualquiera y acusó al desconocido de tener, literalmente, «una puntería de mierda». Después de una hora de aporreamiento, los vecinos vieron al director salir precipitadamente del portal, como hace el conejo cuando el hurón lo acosa en la madriguera. Volvió a la escuela y encargó que le llevaran un bocadillo a su despacho.

Hacia las seis de la tarde, como siempre, las mentes más especulativas del pueblo se reunieron en el café Castiglione.

—Es un cabrón —empezó el farmacéutico Luparello.

—¿Quién? ¿Tamburello o Cosentino? —preguntó el contable Prestìa.

—Tamburello. No dirige el instituto, lo gobierna, es una especie de monarca absoluto. Se dedica a joder a todo el que no se doblega a su voluntad. Recordad que el año pasado expulsó a toda la clase de segundo C porque los alumnos no se levantaron inmediatamente cuando entró en el aula.

—Es verdad —intervino Tano Pisciotta, comerciante de pescado al por mayor. Y añadió, bajando la voz hasta convertirla en un soplo—: Y no olvidemos que entre los chicos de segundo C expulsados estaban el hijo de Giosuè Marchica y la hija de Nenè Gangitano.

Se hizo un silencio reflexivo y preocupado.

Marchica y Gangitano eran personas entendidas, a las que no se podía hacer un desaire. ¿Y expulsar a sus hijos no era un desaire?

—¡Ya no se trata de antipatía entre el director y el profesor Cosentino! ¡La cosa es mucho más seria! —concluyó Luparello.

Precisamente en ese momento entró el director. No captó la atmósfera que su presencia suscitaba, cogió una silla y la acercó a la mesa. Pidió un café.

—Lo siento, pero tengo que volver a casa —dijo inmediatamente el contable Prestìa—. Mi mujer tiene un poco de fiebre.

—Yo también tengo que irme, espero una llamada telefónica en el despacho —dijo a su vez Tano Pisciotta.

—Mi mujer también está un poco febril —afirmó el farmacéutico Luparello, que tenía escasa fantasía.

En un abrir y cerrar de ojos, el director se encontró solo ante la mesita. Por si acaso, era mejor no dejarse ver a su lado. Corrían el riesgo de que Marchica y Gangitano se formaran una falsa opinión de su amistad con el profesor Tamburello.

Una mañana, mientras estaba comprando en el mercado, la esposa del farmacéutico Luparello se acercó a la señora Tamburello.

—¡Qué valiente es usted, señora! ¡Yo, en su lugar, me habría escapado o habría echado a mi marido de casa!

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿Y si los que dispararon y se equivocaron deciden asegurarse y ponen una bomba detrás de la puerta de su apartamento?

Aquella misma noche el director se trasladó al hotel. Pero la hipótesis de la señora Luparello prosperó de tal manera, que las familias Pappacena y Lococo, que vivían en el mismo piso, cambiaron de casa.

El director Tamburello, al límite de la resistencia física y mental, solicitó y obtuvo el traslado. Al cabo de tres meses «ya no estaba con ellos», como había adivinado el profesor Cosentino.

* * *

—¿Me despeja una duda? —preguntó el comisario Montalbano—. ¿Qué fue el disparo?

—Un petardo —repuso tranquilo Cosentino.

—¿Y el agujero en el portón?

—¿Me creerá si le digo que no lo hice yo? Debió de ser una casualidad o lo hizo él para dar crédito a la denuncia contra mí. Era un hombre destinado a quemarse en su propio fuego. No sé si sabe que hay una comedia, griega o romana, no lo recuerdo, titulada El atormentador de sí mismo, en la que…

—Sólo sé una cosa —lo interrumpió Montalbano—, y es que no quisiera tenerlo a usted como enemigo.

Y era sincero.