Annibale Verruso ha descubierto que su mujer le pone los cuernos y va a encargar a alguien que la mate. ¡Si la mata, vosotros seréis los responsables!
El anónimo, escrito con letra de imprenta con un bolígrafo de tinta negra, había sido enviado desde Montelusa a la comisaría de Vigàta. El inspector Fazio, que era el encargado de repartir la correspondencia, lo leyó y se lo llevó inmediatamente a su superior, el comisario Salvo Montalbano. Como aquella mañana soplaba viento sudoeste, el comisario estaba de un humor agrio, se odiaba a muerte y también odiaba al mundo entero.
—¿Quién coño es ese tal Verruso?
—No lo sé, comisario.
—Entérate y luego me lo cuentas.
Dos horas después, Fazio volvió a presentarse y ante la mirada de interrogación de Montalbano, soltó:
—Annibale Verruso, hijo de Carlo y de Filomena Castelli, nació en Montaperto el 3 de junio de 1960, está empleado en la cooperativa agrícola de Montelusa pero reside en Vigàta, en el número 22 de la calle Alcide De Gasperi…
El grueso volumen de la guía telefónica de Palermo y su provincia, que casualmente se encontraba encima de la mesa del comisario, se levantó en el aire, atravesó la habitación y chocó contra la pared de enfrente, provocando la caída del calendario, amable obsequio de la pastelería Pantano y Torregrossa. Fazio sufría lo que el comisario llamaba «complejo de censo», algo que si lo ponía nervioso cuando hacía buen tiempo, imagínense cuando soplaba el lebeche.
—Perdone —dijo Fazio mientras iba a recoger la guía de teléfonos—. Pregunte y yo le contesto.
—¿Cómo es el tipo?
—No tiene antecedentes.
Montalbano aferró la guía de teléfonos con expresión amenazadora.
—Lo he repetido cientos de veces, Fazio. No tener antecedentes no significa nada de nada. Repito: ¿cómo es?
—Me han dicho que es un hombre tranquilo, de pocas palabras y pocos amigos.
—¿Jugador? ¿Bebedor? ¿Mujeriego?
—No.
—¿Desde cuándo está casado?
—Desde hace cinco años. Con una mujer de aquí, Serena Peritore. Tiene diez años menos que él. Dicen que es muy guapa.
—¿Le pone los cuernos?
—Bah.
—Se los pone, ¿sí o no?
—Si lo hace, se las arregla para que no se sepa. Unos dicen una cosa y otros lo contrario.
—¿Tienen hijos?
—No. Dicen que él no quiere tenerlos.
El comisario lo contempló admirado.
—¿Cómo has conseguido enterarte de estas intimidades?
—Hablando en la barbería —contestó Fazio pasándose una mano por la nuca recién rasurada. En Vigàta el Salón seguía siendo el gran lugar de reunión, como en los viejos tiempos—. ¿Qué hacemos? —preguntó.
—Esperemos a que la mate y luego ya veremos —decidió Montalbano con una expresión dura que dejó helado al otro.
Con Fazio había fingido antipatía e indiferencia, pero el anónimo lo había intrigado.
Aparte de que nunca había acontecido un delito de los llamados de honor desde que vivía en Vigàta, a simple vista el asunto no lo convencía. En primer lugar, contestó a la pregunta de Fazio diciendo que había que esperar a que Verruso matase a su mujer. Había sido un error. En la carta se decía que Verruso quería mandar matar a la traidora; es decir, que tenía la intención de recurrir a otra persona para lavar su honor. Y esto no era lo habitual. En primer lugar, el marido al que le llegan rumores de traición, espera escondido, sigue, espía, sorprende y dispara. Y todo en primera persona, sin aguardar al día siguiente ni encargarle a un desconocido que le resuelva el asunto. Además, ¿quién puede ser el desconocido? Un amigo no habría aceptado. ¿Un asesino a sueldo? ¿En Vigàta? ¡Bobadas! Claro que había asesinos en Vigàta, pero no estaban disponibles para trabajitos extra porque todos tenían un empleo fijo y un sueldo que pagaba con regularidad quien los contrataba. En segundo lugar, ¿quién había escrito la carta? ¿La señora Serena para parar el golpe? Pero si sospechaba de verdad que antes o después su marido iba a encargar que la mataran, ¡no perdería el tiempo escribiendo anónimos! Habría corrido a pedir ayuda a su padre, a su madre, al párroco, al obispo y al cardenal o bien se habría fugado con su amante, y si te he visto no me acuerdo.
No, se mirase por donde se mirase, la cosa no se sostenía.
Entonces se le ocurrió una idea. ¿Y si el marido había conocido en la cooperativa a un cliente de pocos escrúpulos, que en un primer momento aceptó la propuesta criminal y luego, arrepentido, escribió el anónimo para salir del atolladero?
Sin pérdida de tiempo telefoneó a la cooperativa de Montelusa y puso en práctica un recurso que ya había utilizado con éxito en los despachos públicos.
—¿Diga? ¿Quién habla? —contestó alguien en Montelusa.
—Póngame con el director.
—Sí, pero ¿de parte de quién?
—¡Cristo! —aulló Montalbano, y como en el teléfono había un poco de eco, sus propios gritos lo ensordecieron—. ¿Es posible que no reconozca nunca mi voz? ¡Soy el presidente! ¿Ha entendido?
—Sí, señor —contestó el otro, aterrorizado. Transcurrieron cinco segundos.
—A sus órdenes, presidente —dijo la voz obsequiosa del director, a quien ni se le ocurrió preguntar de qué presidencia era presidente el que le estaba hablando.
—¡Me sorprende mucho su retraso! —empezó Montalbano disparando casi a ciegas.
Casi, porque en una oficina siempre hay diligencias atrasadas o no despachadas, como se dice en el lenguaje burocrático.
—Presidente, perdone, pero no comprendo…
—¿No comprende? ¡Por Dios, me refiero a los informes! —Montalbano se imaginó la cara atónita del director, las gotitas de sudor en la frente—. ¡Los informes del personal que espero desde hace más de un mes! —ladró el presidente, y siguió, implacable—: ¡Quiero saberlo todo! ¡Edad, categoría, tarea, contribución, todo! ¡No quiero que se repita nunca más el caso Sciarretta!
—Nunca más —repitió como un eco el director, que no tenía ni idea de quién era Sciarretta.
Montalbano tampoco, porque había elegido el nombre al azar.
—¿Qué me dice de Annibale Terruso?
—Verruso, con V, señor presidente.
—No importa, es él. Ha habido quejas, reclamaciones. Al parecer tiene por costumbre frecuentar…
—¡Calumnias! ¡Calumnias infames! —interrumpió con inesperada firmeza el director—. ¡Annibale Verruso es un empleado modelo! Se encarga de la contabilidad interna, no tiene ninguna relación con…
—Es suficiente —cortó imperioso el presidente—. Espero los informes en veinticuatro horas.
Colgó el auricular. Si el director de la cooperativa ponía las manos en el fuego por su empleado Annibale Verruso, ¿cómo había conseguido este un asesino a sueldo con tanta facilidad?
Llamó a Fazio.
—Oye, me voy a comer. Volveré al despacho hacia las cuatro. A esa hora quiero que me cuentes todo sobre la familia Verruso. Desde el bisabuelo hasta la séptima generación futura.
—¿Y cómo lo hago?
—Ve a otra barbero.
El árbol genealógico de los Verruso hundía sus raíces en un terreno abonado con respetabilidad y virtudes domésticas y cívicas: un tío coronel de la Benemérita, otro también coronel del cuerpo de Aduanas y casi rozaba la santidad con un hermano del bisabuelo, monje benedictino en proceso de beatificación. Difícil encontrar a un asesino escondido entre las hojas de ese árbol.
—¿Alguien conoce a un tal Annibale Verruso? —preguntó el comisario a sus hombres tras haberlos convocado.
—¿Ese que trabaja en la cooperativa de Montelusa? —preguntó Germanà para evitar equivocaciones.
—Sí.
—Lo conozco.
—Quiero verlo.
—Muy fácil, comisario. Mañana, que es domingo, irá como de costumbre a misa de doce con su esposa.
—Allí están —dijo Germanà a las doce menos cinco en punto, cuando las campanas ya habían dado el último toque para llamar a misa.
Annibale Verruso tendría unos treinta y siete años, pero aparentaba cincuenta bien llevados. Un poco más bajo que la media, vientre prominente, una calvicie que sólo le había dejado cabello alrededor de la parte baja de la cabeza, manos y pies diminutos, gafas con montura de oro, aspecto afligido.
«Parece el vivo retrato del futuro beato, el monje benedictino hermano del bisabuelo», pensó Montalbano. Pero sobre todo, aquel hombre irradiaba una paciente imbecilidad. «Guárdate del cornudo paciente», decía el refrán. Cuando el cornudo paciente pierde la paciencia se vuelve peligroso y está dispuesto a todo. ¿Era el caso de Annibale Verruso? No. Porque si uno pierde la paciencia, la pierde de golpe, no reflexiona sobre que la va a perder, tal como denunciaba el anónimo.
En cuanto a la mujer, la señora Serena Peritore de Verruso, el comisario tuvo la certeza más absoluta de que le ponía los cuernos al marido, y en abundancia. Lo llevaba escrito en la manera de mover el culo, en el ímpetu con que sacudía los larguísimos cabellos negros, pero sobre todo en la mirada que lanzó a Montalbano cuando se sintió observada, con los ojos como cañones de lupara.
Era mora, bella y traidora, como dice la canción.
—Dicen que lo engaña.
—Unos dicen que sí, otros dicen que no —contestó Germanà con prudencia.
—Y los que dicen que sí, ¿saben con quién se acuesta la señora?
—Con Agrò, el aparejador. Pero…
—Habla.
—Mire, comisario, no se trata de unos simples cuernos. Serena Peritore y Giacomino Agrò se amaban desde que eran niños y…
—… y jugaban a médicos.
El comentario fastidió a Germanà. Quizá para él la historia de amor entre Serena y Giacomino era tan apasionante como una telenovela.
—La familia quiso que se casara con Annibale Verruso, porque era un buen partido.
—Y después de la boda Giacomino y Serena han seguido viéndose.
—Eso parece.
—Pero haciendo las cosas que normalmente hacen los mayorcitos —concluyó Montalbano con perfidia.
Germanà no contestó.
* * *
A la mañana siguiente se despertó pronto, con una idea que le machacaba el cerebro. La respuesta la obtuvo a la media hora de llegar al despacho y se la proporcionó el ordenador de la comisaría de Montelusa.
Cinco días antes de que llegara el anónimo, Annibale Verruso había comprado una Beretta calibre 7,65 con su caja de municiones. Cuando la registró, dado que no poseía permiso de armas, declaró que la guardaría en una casita de veraneo, muy solitaria, que poseía en la comarca de Monterussello.
Un hombre con dotes de lógica habría llegado a la conclusión de que Annibale Verruso, al no ser capaz de contratar a un asesino, había decidido limpiar él mismo el honor mancillado por la hermosa traidora.
Salvo Montalbano poseía una lógica que a veces fallaba y empezaba a girar enloquecida. Por esta razón, ordenó a Fazio que llamara por teléfono a la cooperativa agraria de Montelusa: en cuanto finalizara el trabajo de la mañana, el señor Annibale Verruso tenía que presentarse sin pérdida de tiempo en la comisaría de Vigàta.
—¿Qué pasa? —preguntó Verruso muy agitado.
Fazio, que había recibido las órdenes oportunas de Montalbano, le contó un cuento.
—Se trata de establecer si usted no es usted. ¿Me explico?
—La verdad, no…
—Quizás usted es usted. En caso contrario, no. ¿Me explico?
Colgó el auricular, ignorante de haber desencadenado un estado de angustia pirandelliana en la cabeza del pobre empleado de la cooperativa.
* * *
—Señor comisario, me han dicho por teléfono que venga corriendo y lo he hecho en cuanto he podido —dijo Verruso jadeando, mientras tomaba asiento ante el escritorio de Montalbano—, pero no he entendido nada.
Había llegado el momento más difícil, el de jugar la partida y lanzar los dados. El comisario dudó un segundo y luego inició el cuento.
—¿Sabe que todo ciudadano tiene la obligación de denunciar un delito?
—Sí, creo que sí.
—No es que usted lo crea, es que es cierto. ¿Por qué no ha denunciado el robo en su casa de campo de Monterussello?
Annibale Verruso se ruborizó y se agitó en la silla que, de pronto, le resultó muy incómoda. Montalbano sintió entonces que unas campanas repicaban en el interior de su cabeza y sonaban a gloria. Había acertado, el cuento había dado resultado.
—Dado el escaso valor del daño sufrido, mi mujer ha considerado no…
—Su esposa no tenía por qué considerar nada, sino denunciar el robo. Veamos, dígame cómo sucedió todo. Estamos investigando porque ha habido otros robos en la zona.
Annibale Verruso sufrió un ataque de tos. El tono áspero del comisario le había secado la garganta. Luego explicó cómo había sucedido todo.
—Hace quince días, un sábado, fuimos mi señora y yo a nuestra casa de Monterussello con la intención de quedarnos allí hasta el domingo por la tarde. En cuanto llegamos, observamos que habían forzado la puerta de la casa. Habían robado el televisor, que era viejo, en blanco y negro, y una radio portátil, que era nueva. Arreglé la puerta lo mejor que pude pero Serena, mi mujer, no se quedó tranquila y quiso que volviéramos a Vigàta. Hasta me dijo que no pondría nunca más un pie en aquella casa si no encontraba algo para defenderla. Me obligó a comprar una pistola.
Montalbano frunció el entrecejo.
—¿La ha registrado? —inquirió con expresión muy severa.
—Claro, lo hice enseguida —repuso el otro con sonrisa de ciudadano escrupuloso. Y hasta se permitió un chistecito—: Y lo gracioso es que no sé cómo se utiliza.
—Puede irse.
Salió corriendo, como la liebre cuando el cazador ha fallado el primer disparo.
Pasadas las siete y media de la mañana, Annibale Verruso salió del portal de la calle De Gasperi 22, subió apresuradamente al coche y se encaminó a la cooperativa agraria de Montelusa.
El comisario Montalbano se apeó de su automóvil y echó una ojeada a la tarjeta del telefonillo: «Verruso, interior 15». A primera vista, supuso que el apartamento estaba en el tercer piso. La puerta no cerraba bien y le bastó empujarla un poco para que se abriera; entró y cogió el ascensor. El cálculo había sido correcto: los Verruso vivían en el tercer piso. Hizo sonar el timbre.
—¿Se puede saber qué has olvidado ahora? —exclamó desde el interior una enojada voz femenina.
Se abrió la puerta y, al ver a un desconocido, la señora Serena se llevó una mano al pecho para cerrarse la bata. Un instante después intentó cerrar la puerta, pero el pie del comisario se interpuso.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
No parecía en absoluto preocupada o asustada. Estaba espléndida con sus ojos verdes de loba y emanaba tal olor a mujer y a cama que Montalbano sufrió un ligero vértigo.
—No se preocupe, señora.
—No me preocupo en absoluto, sólo que a estas horas no me apetece que me toquen los cojones.
Quizá la señora Verruso no fuera tan señora, después de todo.
—Soy el comisario Montalbano.
Ni un sobresalto, apenas un gesto de irritación.
—¡Menuda murga! ¿Viene por ese robo de nada?
—Sí, señora.
—Anoche mi marido me dio la lata con el cuento ese de que usted lo había llamado. Se asustó tanto que estuvo a punto de cagarse en los pantalones.
La señora Serena era cada vez más fina.
—¿Puedo entrar?
La señora se apartó haciendo una mueca y luego lo acompañó hasta una salita decorada con unos horripilantes muebles imitación siglo XVIII y lo invitó a sentarse en un incómodo sillón con relucientes dorados. Ella tomó asiento en el de enfrente.
De pronto sonrió, los ojos estriados con vetas de luz negra, esa que hace que el blanco brille con un tono violáceo. Los dientes fueron un contenido relámpago.
—He sido desagradable y vulgar. Le ruego que me perdone.
Estaba claro que había decidido seguir otra estrategia. Sobre la mesita había una pitillera y un encendedor enorme de plata maciza. Se inclinó, cogió la pitillera, la abrió y se la tendió al comisario. Durante el movimiento perfectamente calculado se le desbocó la parte superior de la bata, que puso al descubierto dos tetas pequeñas pero aparentemente tan duras que Montalbano habría jurado que con ellas se podían romper nueces.
—¿Qué quiere de mí? —inquirió en voz baja, clavando en él sus ojos negros mientras seguía sosteniendo la pitillera abierta.
La muda invitación fue evidente: estoy dispuesta a darte todo lo que desees. Montalbano hizo un gesto de rechazo, y no estaba rechazando sólo el cigarrillo. Ella cerró la pitillera, la volvió a dejar encima de la mesita y siguió observando al comisario de arriba abajo, con la bata abierta.
—¿Cómo se ha enterado del robo de Monterussello?
La muy audaz había ido directa al punto más débil de la celada que Montalbano había tendido a su marido.
—He puesto una trampa —contestó el comisario—, y su marido ha caído en ella.
—Ah —exclamó enderezándose en el asiento.
Las tetas desaparecieron como por arte de magia. Por un momento, sólo por un momento, el comisario lamentó la desaparición. Quizá fuera mejor salir de aquella casa lo antes posible.
—¿Tengo que explicarle, con pelos y señales, cómo he llegado a la conclusión de que tenía la intención de matar a su marido? ¿O puedo ahorrarme el esfuerzo?
—Ahórreselo.
—Tenía pensada una buena puesta en escena, ¿verdad?
—Podía haber funcionado.
—Corríjame si me equivoco. Una de las noches que van a dormir a Monterussello, usted despierta a su marido diciendo que ha oído un ruido sospechoso fuera y lo convence para que tome el arma y salga. En cuanto él está fuera, usted, desde dentro, le asesta un buen golpe en la cabeza. El aparejador Agrò se quita el disfraz de falso ladrón y se pone el verdadero de asesino. Dispara a su marido con la pistola que usted le ha obligado a comprar, lo mata y desaparece. Luego usted contará que a su pobre marido el ladrón lo cogió por sorpresa, lo desarmó y lo mató. La cosa debía de ir más o menos así, ¿no?
—Más o menos.
—Usted entiende que esto es sólo una simple conversación, palabras que se las lleva el viento. No tengo nada concreto para enviarla a la cárcel.
—Lo he comprendido perfectamente.
—Y también ha entendido que si le sucede algo malo a Annibale Verruso, la primera persona que va a la cárcel es usted seguida de su amiguito Giacomino. Rece a su Dios para que no sufra ni el menor dolor de vientre, porque la acusaré de quererlo envenenar.
La advertencia de Montalbano le entró a la señora Serena por un oído y le salió por el otro.
—¿Me despeja una duda, comisario?
—Cómo no.
—¿En qué me equivoqué?
—Se ha equivocado enviándome el anónimo.
—¡¿Yo?! —casi gritó ella.
Montalbano se puso nervioso.
—¿De qué anónimo habla?
Estaba completa y sinceramente sorprendida. El comisario también se sorprendió: ¿no había sido ella?
Se miraron, perplejos.
—El anónimo en el que se decía que su marido quería matarla porque había descubierto su traición —explicó con un esfuerzo Montalbano.
—Pero yo nunca he…
La señora Serena se interrumpió de golpe, hizo un movimiento brusco y la bata se desbocó por completo. Montalbano entrevió suaves colinas, valles ocultos, lujuriantes praderas. Cerró los ojos, pero el golpe del enorme encendedor contra un cuadrito que representaba unas montañas nevadas, le obligó a abrirlos enseguida.
—¡Ha sido ese imbécil de Giacomino! —gritó la, llamémosla, señora—. ¡El muy cagueta se ha rajado! —La pitillera rompió un jarrón que había encima de una repisa—. ¡Ese mierda se ha echado atrás y ha montado el cuento del anónimo!
Cuando la mesita hizo añicos los cristales del balcón, el comisario ya estaba fuera y cerraba a sus espaldas la puerta de la casa de los Verruso.