CAPÍTULO XVII

—Lamento que no vuelvas con nosotros, Martin —dijo Norden, mientras se acercaban a la Puerta Uno Oeste—; pero tu decisión es buena, no lo pongo en duda; merece todo nuestro respeto.

—Gracias —respondió Gibson, con sinceridad—. Me habría gustado hacer con vosotros el viaje de regreso. Pero ya habrá más oportunidades. Pase lo que pase, no pienso quedarme en Marte durante el resto de mi vida. —Y agregó, con una risita—: Supongo que nunca pensasteis cambiar de pasajeros de este modo.

—No, ciertamente. En algunos aspectos será algo embarazoso. Me siento como el capitán del barco que llevó a Napoleón hasta Elba. ¿Cómo lo ha tomado el Jefe?

—No he hablado con él desde que llegó la orden, pero iré mañana a visitarlo antes de que parta hacia Deimos. Según Whittaker parece tener mucha confianza y no aparenta la menor preocupación.

—Y en tu opinión, ¿qué ocurrirá?

—Oficialmente tendrán que reprenderlo por malversación de fondos, de personal, de equipos y… Oh, hay suficiente para encerrarlo en la cárcel por el resto de su vida. Pero la mitad de los ejecutivos y todos los científicos de Marte están implicados también, y ¿qué puede hacer la Tierra? Ciertamente, es una situación muy divertida. El Jefe Ejecutivo es un héroe popular en dos mundos y el Cuerpo de Desarrollo Interplanetario tendrá que tratarlo con guantes de seda. Supongo que el veredicto será: «No debió usted hacerlo, pero nos alegra que lo hiciera».

—¿Y le dejarán volver a Marte?

—No hay otra salida. No hay quien lo reemplace.

—Alguien tendrá que hacerlo un día u otro.

—Es cierto, pero sería una locura no aprovechar a Hadfield mientras se pueda; aún es capaz de trabajar muchos años. ¡Y el Señor proteja a quien se atreva a tomar su puesto aquí!

—Es una situación peculiar, sin duda. Han de ocurrir muchas cosas que nosotros ignoramos. ¿Qué razones tuvo la Tierra para rechazar el Proyecto Aurora cuando lo presentaron?

—También yo quisiera saberlo, y algún día llegaré al fondo del asunto. Mientras tanto, mi teoría es ésta: creo que en la Tierra hay muchas personas decididas a que Marte no llegue a ser demasiado poderoso ni se independice por completo. No por alguna razón siniestra, compréndeme bien, sino porque la idea no les agrada. Se sienten heridas en su amor propio. Para ellas, la Tierra debe seguir siendo el centro del universo.

—Sabes —dijo Norden—, es divertido oírte hablar de la Tierra; pareces considerarla como alguien entre avaro y bravucón, decidido a impedir el progreso de Marte. ¡Y, en realidad, no es justo! Quienes merecen tus reproches son sólo los administradores del Cuerpo de Desarrollo Interplanetario y sus organizaciones subsidiarias; ellos mismos hacen cuanto pueden. No olvides que, si tenéis algo aquí, lo debéis a la iniciativa de la Tierra. —Y agregó, con una sonrisa irónica—: Temo que vosotros, los colonos, tenéis un punto de vista muy egocéntrico. Yo puedo ver ambos lados de la cuestión. Mientras estoy aquí, me adhiero a vuestro punto de vista y os comprendo bien. Pero dentro de tres meses estaré del otro lado y probablemente os considere un hatajo de gruñones desagradecidos.

Gibson se echó a reír, aunque no del todo a sus anchas. Había verdad en lo que Norden acababa de decir. La misma dificultad y el alto costo de estos viajes interplanetarios, así como el tiempo requerido para ir de un mundo a otro, hacían inevitable cierta falta de comprensión y hasta de tolerancia entre la Tierra y Marte. Era de esperar que la velocidad del transporte fuera en aumento hasta acabar con esas barreras psicológicas para que los dos planetas se unieran en tiempo y en espíritu.

Ya estaban en la salida y allí esperaron la llegada del transporte que debía llevar a Norden hacia la pista de aterrizaje. Los demás tripulantes ya se habían despedido e iban camino de Deimos. Sólo Jimmy había recibido un permiso especial para subir con Hadfield e Irene al día siguiente. Por cierto, el muchacho había cambiado mucho su posición jerárquica desde que la Ares partiera de la Tierra. Gibson se preguntó, divertido, si Norden conseguiría hacerlo trabajar en algo durante el viaje de regreso.

* * *

—Bien, John, espero que tengas buen viaje —dijo Gibson, al abrirse la esclusa de aire, mientras le extendía la mano—. ¿Cuándo volveremos a vernos?

—Dentro de dieciocho meses, más o menos. Antes debo hacer un viaje a Venus. Cuando vuelva aquí, espero encontrar grandes diferencias: ¡algas de aire y marcianos por todas partes!

—No puedo prometerte gran cosa en tan poco tiempo —rió Gibson—, pero trataremos de no desilusionarte.

Se estrecharon las manos y Norden partió. El escritor no pudo dejar de sentir cierta envidia al pensar en todas las cosas buenas que su amigo volvería a ver, todas aquellas pequeñas bellezas terrestres que él una vez diera por sentadas y que no volvería a disfrutar durante muchos años.

Aún tenía por delante dos despedidas, las más difíciles. Aquella última entrevista con Hadfield requería mucha delicadeza y considerable tacto. La analogía de Norden era correcta: equivalía casi a una entrevista con un monarca destronado, a punto de partir rumbo al exilio.

Pero la realidad resultó muy distinta. Hadfield seguía siendo el dueño de la situación y el futuro no parecía perturbarlo. Cuando Gibson entró acababa de ordenar sus papeles; el cuarto lucía desnudo e inhospitalario; tres cestos de papeles rebosaban de formularios y notas desechadas. Whittaker se trasladaría a esta oficina al día siguiente como Jefe Ejecutivo provisional.

—He echado un vistazo a su nota sobre los marcianos y las algas de aire —dijo Hadfield, explorando los últimos rincones de su escritorio—. La idea es muy interesante, pero nadie es capaz de asegurarme que se pueda o no llevar a cabo. Es muy complicado y aún no tenemos suficiente información. En realidad, todo se reduce a esto: ¿cómo obtendremos mayores beneficios, enseñando a los marcianos a realizar el trabajo o haciéndolo nosotros mismos? De cualquier modo, designaremos un pequeño grupo de investigadores para que analice la idea, aunque no será mucho lo que podamos hacer mientras no haya más marcianos. He pedido al doctor Petersen que se encargue del aspecto científico y me gustaría que tú encararas los problemas administrativos que puedan surgir; naturalmente, cualquier decisión de importancia corresponderá a Whittaker. Petersen es un hombre muy digno de confianza pero le falta imaginación. Reuniéndolos lograremos el justo equilibrio.

—Será un placer y haré lo que pueda —dijo Gibson halagado por las perspectivas.

Con algún nerviosismo se preguntó cómo lo haría para afrontar tantas responsabilidades. Sin embargo, el hecho de que el Jefe le encargara aquella tarea resultaba alentador; significaba que Hadfield le creía capaz de cumplirla.

Mientras discutían los detalles administrativos, Gibson comprendió que Hadfield no pensaba pasar más de un año fuera de Marte. Hasta parecía deseoso de viajar a la Tierra, como si tomara el viaje a manera de unas vacaciones atrasadas. Era de esperar que los resultados justificaran su optimismo.

Hacia el final de la entrevista la conversación giró, como era inevitable, hacia el tema de Jimmy e Irene. El largo viaje hasta la Tierra proporcionaría a Hadfield todas las oportunidades necesarias para estudiar a su futuro yerno; era de esperar que Jimmy se comportara de modo irreprochable. Hadfield parecía bastante divertido por ese aspecto del viaje. Según comentó con Gibson, si Irene y Jimmy podían soportarse mutuamente en esas condiciones durante tres meses, el matrimonio sería un éxito. Y si no eran capaces de ello, cuanto antes lo descubrieran mejor sería.

Gibson salió de aquella oficina con la esperanza de haber puesto en claro su propia simpatía. El Jefe Ejecutivo sabía que todo Marte estaba dispuesto a respaldarlo, y él, por su parte, haría lo posible por conseguirle también el respaldo de la Tierra. Se volvió a mirar el neutro cartel de la puerta. No habría necesidad de cambiarlo, cualquiera fuese el curso de los acontecimientos, pues designaba el cargo y no el hombre. Durante doce meses, más o menos, Whittaker se desenvolvería tras esa puerta como gobernante democrático de Marte y siervo consciente de la Tierra, dentro de los límites razonables. No importaba quién entrara o saliera de la oficina: el cartel de la puerta seguiría siendo el mismo. Era otra de las ideas concebidas por Hadfield: la tradición de que el puesto era más importante que el hombre. Sin embargo, no había dado a aquel concepto un gran apoyo, pues el anonimato no figuraba entre sus características personales.

Tres horas después partió el último cohete hacia Deimos llevando a bordo a Hadfield, a Irene y a Jimmy.

Mientras Jimmy hacía las maletas, Irene había ido al Grand Martian Hotel para ayudarle y despedirse de Gibson. Ardía de entusiasmo y de felicidad; era un placer contemplar su aspecto radiante. Sus dos sueños se habían hecho realidad al mismo tiempo: volvía a la Tierra y lo hacía acompañada por Jimmy. Era de esperar que ninguna de las dos experiencias resultara una desilusión; difícilmente lo serían.

Jimmy tuvo dificultades para empaquetarlo todo debido a la cantidad de recuerdos que había reunido en Marte, en su mayor parte plantas y muestras minerales recogidas en diversos paseos fuera de las cúpulas. Todo tuvo que pesarse cuidadosamente, tras lo cual se descubrió que excedía en dos kilos el peso permitido para efectos personales, lo que supuso dolorosas decisiones; finalmente logró cerrar la última maleta y enviarla hacia el aeropuerto.

—No olvides —dijo Gibson— ponerte en contacto con la señora Goldstein en cuanto llegues; estará esperando tus noticias.

—No lo olvidaré —replicó el muchacho—. Es muy gentil por su parte tomarse tantas molestias. Le agradecemos sinceramente todo lo que ha hecho, ¿verdad, Irene?

—Sí, realmente —respondió ella—. No sé qué habríamos hecho sin usted.

Gibson sonrió con cierta ironía.

—Habríais salido adelante de un modo u otro. Pero me alegro de que todo haya resultado bueno para vosotros y confío en que seáis muy felices. Y… espero que pronto estéis de regreso a Marte.

Mientras estrechaba la mano de Jimmy, Gibson sintió otra vez un irresistible deseo de revelarle su identidad para despedirlo como a su hijo, cualesquiera que fueran las consecuencias. Pero si lo hacía el motivo principal sería el puro egoísmo. Constituiría un acto de posesión, de imperdonable autoafirmación, y no haría sino echar por tierra todos los progresos logrados en los meses pasados. Sin embargo, al soltar la mano del joven, notó en su expresión algo que no había visto hasta entonces. Pudo ser la aurora de una sospecha asombrada, el nacimiento de una idea casi inconsciente, que iría creciendo hasta transformarse en una total comprensión, en el reconocimiento absoluto. Ojalá fuera cierto: de este modo las cosas serían más sencillas cuando llegase el momento.

Los miró alejarse por la calle angosta, tomados de la mano, ajenos a cuanto los rodeaba; sus pensamientos volaban ya hacia el espacio. A esa altura lo habrían olvidado; sin embargo volverían a recordarlo más adelante.

* * *

Antes de que amaneciera, Gibson salió por la esclusa de aire y se alejó de la ciudad, aún dormida. Phobos se había puesto hacía una hora; sólo quedaba la luz de las estrellas y el resplandor de Deimos, ya alto hacia el oeste. Miró su reloj: faltaban diez minutos para el despegue, siempre que no hubiesen surgido problemas.

—Ven, Scuick —dijo—. Vamos a dar un hermoso paseo para entrar en calor.

Aunque la temperatura era de varios grados bajo cero, Scuick no pareció molestarse. Sin embargo, Gibson consideró conveniente mantenerlo en movimiento. Por su parte, estaba muy cómodo pues llevaba todo su equipo protector.

¡Cuánto habían crecido las plantas en las últimas semanas! Ya habían sobrepasado la altura de un hombre; aunque aquel crecimiento podía, en parte, ser normal, Gibson no dudó que Phobos tenía mucho que ver en ello. El Proyecto Aurora comenzaba a estampar su marca sobre el planeta. Hasta el casquete del polo norte, donde el invierno reinaría ya en todo su rigor, había dejado de avanzar hacia el hemisferio opuesto, y los restos del casquete meridional se habían desvanecido por completo.

Se detuvieron a un kilómetro de la ciudad donde las luces no les impidieran la observación. Gibson volvió a mirar su reloj. Faltaba menos de un minuto; le fue fácil comprender lo que sus amigos sentirían en este instante. Con la mirada fija en el disco de Deimos (diminuto, giboso, apenas visible), permaneció a la espera.

De pronto, Deimos se tornó llamativamente brillante. Un momento más tarde pareció dividirse en dos fragmentos y una estrella pequeñísima, increíblemente luminosa, se separó de su costado para trepar lentamente hacia el oeste. Aún desde tantos miles de kilómetros, el fulgor de los cohetes atómicos era deslumbrante.

No le cupo la menor duda de que lo estaban observando. Allá arriba, en la Ares, todos estarían ante las ventanillas de observación, contemplando el gran mundo en cuarto creciente del que se alejaban tal como él mismo se había despedido de la Tierra; tuvo la sensación de que habían pasado siglos desde entonces.

¿En qué pensaría Hadfield, mientras tanto? Tal vez se preguntaba si volvería a Marte. Gibson, por su parte, no lo ponía en duda. Por muchas batallas que Hadfield debiera afrontar, saldría victorioso, como siempre. Su retorno a la Tierra era un retorno triunfal.

Aquella chispa blanquiazul estaba ya a varios grados de Deimos; caía hacia atrás, perdiendo velocidad, para tomar la dirección del Sol… y de la Tierra.

El borde del sol asomó por el horizonte oriental; las altas plantas verdes de los alrededores se sacudieron el sueño (sueño que había sido ya interrumpido por el meteórico paso de Phobos a través del cielo). Gibson volvió a mirar las dos estrellas que descendían hacia el oeste y alzó la mano en un adiós silencioso.

—Vamos, Scuick —dijo—. Es hora de volver. Tengo mucho trabajo. —Y pellizcó la oreja del pequeño marciano con sus dedos enguantados—. Eso reza también para ti —agregó—. Aunque todavía no lo sabes, ambos tenemos una gran tarea por delante.

Caminaron juntos hacia las grandes cúpulas, que centelleaban suavemente bajo la primera luz matinal. Puerto Lowell parecería extraño sin Hadfield, con otro hombre sentado en el despacho que rezaba: JEFE EJECUTIVO.

Súbitamente, Gibson se detuvo. Por un momento fugaz le pareció echar un vistazo al futuro, quince o veinte años más adelante. ¿Quién sería el Jefe en aquella época, cuando el Proyecto Aurora entrara en su fase media y comenzara a divisarse su culminación?

Pregunta y respuesta parecieron presentarse simultáneamente. Por primera vez Gibson adivinó qué le esperaba al final del camino recién emprendido. Tal vez un día sería su deber, y su privilegio, hacerse cargo de la labor que Hadfield comenzara. Tal vez se tratara de una simple ilusión, pero también podía ser la primera conciencia de la existencia de poderes aún ocultos en él. Fuera lo que fuese, tarde o temprano lo sabría.

Imprimiendo a su paso nuevas energías, Martin Gibson, escritor, ex terrícola, reanudó el camino hacia la ciudad. Su sombra se confundió con la de Scuick mientras el pequeño marciano brincaba a su lado. Las últimas tinieblas de la noche se escurrían ya por el cielo; a su alrededor, las plantas altas, sin flores, empezaban a desplegarse para recibir al sol.