CAPÍTULO XVI

Aquélla era una de esas pequeñas ceremonias tan apreciadas por los reporteros televisivos. Hadfield y todo su personal estaban reunidos en un grupo compacto, junto a un claro, con las cúpulas de Puerto Lowell como telón de fondo. Formaban una escena bien compuesta, según pensó el realizador, aunque la iluminación doble, con sus constantes cambios, dificultaba las cosas.

Después de una señal del cuarto de control empezó a filmar de derecha a izquierda, con la intención de proporcionar un poco de movimiento a los televidentes, antes de que el acto se iniciara. En realidad no había mucho para mostrar; el paisaje era muy llano y su único interés se perdería en la transmisión monocroma (las retransmisiones en directo desde allí a la Tierra no permitían la amplitud de banda indispensable para emisiones en color; ni siquiera resultaba fácil transmitir en blanco y negro). Cuando terminaba de recorrer la escena recibió la orden de enfocar a Hadfield, quien ya había comenzado su pequeño discurso. Éste saldría por el canal de sonido y, aunque resultaba inaudible para la cámara en el cuarto de control, se combinaría con la imagen registrada por ella. De cualquier modo, conocía bien lo que el Jefe estaba diciendo: lo había escuchado con anterioridad.

El mayor Whittaker entregó la pala sobre la que se había apoyado con gracia durante los últimos cinco minutos; Hadfield echó arena hasta cubrir las raíces de la planta marciana que allí se erguía, alta y escuálida, sobre su estaca de madera. El «alga de aire», como se la llamaba ya universalmente, no parecía muy atractiva; ni siquiera tenía aspecto de ser suficientemente fuerte para mantenerse erecta con la mínima gravedad existente. Nadie habría dicho que era la depositaria de todo el futuro de un planeta.

Hadfield dio por cumplida su obligada tarea de jardinero; alguien más se encargaría de rellenar el hoyo. Los cultivadores rondaban ya por el fondo, a la espera de que todos aquellos señorones despejaran el terreno para continuar su labor. Hubo muchos apretones de manos y palmadas en las espaldas. Hadfield quedó oculto tras la multitud reunida a su alrededor. El único que no prestaba la menor atención a todo aquello era la mascota marciana de Gibson. No hacía sino mecerse sobre sus cuartos traseros como un tentetieso que vuelve a quedar derecho por mucho que se le sacuda. La cámara lo enfocó y tomó un primer plano; por primera vez, la Tierra vería un marciano auténtico en un programa transmitido en directo.

¡Eh! ¿Qué iba a hacer? Algo le había llamado la atención, según revelaba el cambio de dirección de aquellas enormes orejas membranosas. Echó a andar con pequeños brincos cautelosos. La cámara lo siguió con su objetivo, ampliando el campo visual al mismo tiempo para ver adónde se dirigía. Nadie se había percatado de sus movimientos: Gibson seguía hablando con Whittaker y parecía haber olvidado completamente a su mascota.

¡Con que ésas eran sus intenciones! Aquello sería divertido y los de la Tierra se morirían de risa. Pero ¿podría llegar sin que lo descubrieran? ¡Sí, ya estaba allí! Con un brinco final el marciano aterrizó en el sembrado; su piquito triangular empezó a mordisquear la esbelta planta que acababan de colocar allí con tanto cuidado. Sin duda, debía de pensar que sus amigos eran muy amables al tomarse tantas molestias por él… ¿O sabía, acaso, que estaba cometiendo una travesura? Sus movimientos habían sido demasiado hábiles y astutos para hacer creer en su total inocencia. De cualquier modo, la cámara no tenía intenciones de interrumpir su diversión: la escena no tenía precio. Cortó por un instante para enfocar a Hadfield y compañía, quienes seguían congratulándose del trabajo que Scuick iba destruyendo a toda velocidad.

Tanta belleza no podía durar. Gibson descubrió las cosas y alarmó a todos con un chillido, para lanzarse enseguida hacia Scuick. Éste echó una rápida mirada a su alrededor; viendo que no había dónde esconderse, permaneció allí sentado con aire de inocencia ofendida. Cuando Gibson lo cogió de la oreja para arrastrarlo fuera de la escena del crimen, se dejó llevar tranquilamente sin agravar su delito con la resistencia a la fuerza de la ley. Un grupo de expertos se reunió con ansiedad en torno al alga de aire; para alivio de todos, decidieron que el daño no era fatal.

Fue sólo un incidente trivial y nadie habría imaginado que pudiera tener consecuencias posteriores. Sin embargo, inspiraría a Gibson una de sus más brillantes y fecundas ideas, aunque él jamás reconocería el origen.

A partir de la puesta en marcha del Proyecto Aurora, Martin Gibson había visto su existencia súbitamente complicada…, y de modo muy interesante. Fue el primero en ver a Hadfield a su regreso, pues el Jefe Ejecutivo lo había hecho llamar. Aunque sólo pudo dedicarle unos minutos, bastó ese tiempo para cambiar todo el futuro del escritor.

—Siento haberlo hecho esperar —dijo Hadfield—, pero recibí la respuesta de la Tierra precisamente antes de partir. Dicen que puede usted quedarse, a condición de que le encontremos trabajo en nuestra estructura administrativa, como dice la jerga oficial. Puesto que el futuro de nuestra «estructura administrativa» depende en gran parte del Proyecto Aurora, me pareció mejor dejar el asunto para mi regreso.

Gibson sintió que su mente se aliviaba del enorme peso de la incertidumbre. Ya estaba todo resuelto: aunque hubiese cometido un error (y no lo creía), ya no podría echarse atrás. Había unido su destino al de Marte: formaría parte de la colonia en su lucha para regenerar aquel mundo que se deleitaba perezosamente en su sueño.

—¿Y qué trabajo me tiene preparado? —preguntó, con cierta ansiedad.

—He decidido regularizar su puesto no oficial —respondió Hadfield, sonriente.

—¿A qué se refiere?

—¿Recuerda lo que le dije en nuestra primera entrevista? Le pedí que nos ayudara informando a la Tierra, no sólo de los hechos desnudos de la situación, sino también de alguna de nuestras metas, lo que usted llamaría el espíritu creado aquí, en Marte. Lo ha hecho usted bien, aunque ignoraba lo del proyecto en el que estaban depositadas nuestras mayores esperanzas. Siento haber tenido que ocultárselo, pero habría sido más difícil para usted conocer nuestro secreto y no poder explicárselo a nadie. ¿No está de acuerdo?

A Gibson no se le había ocurrido aquella idea pero sonaba convincente.

—He observado con mucho interés —continuó Hadfield— el resultado de sus artículos y de sus charlas radiadas. Quizás usted no conozca el delicado método con que lo medimos.

—¿Cómo lo hacen? —preguntó Gibson, sorprendido.

—¿No lo adivina? Cada semana, unas diez mil personas, diseminadas por toda la Tierra, deciden venir a Marte. Aproximadamente el tres por ciento pasan las pruebas preliminares. Desde que sus artículos comenzaron a aparecer con regularidad, esta cifra ha aumentado hasta llegar a quince mil personas por semana, y sigue creciendo aún.

—Oh —exclamó Gibson, pensativo. Soltó una risita abrupta, y agregó—: Me parece recordar que usted no quería tenerme de visita aquí.

—Todos cometemos errores, pero yo he aprendido a sacar provecho de los míos —respondió Hadfield, sonriendo—. Para resumir: me gustaría que usted dirigiera una pequeña sección, que ha de ser, en términos directos, nuestro departamento de publicidad. ¡Ya pensaremos un nombre más bonito, por supuesto! Su trabajo consistirá en vender Marte. Las oportunidades serán mucho mayores ahora, puesto que tenemos algo para poner en el escaparate. Si logramos que haya muchos interesados en venir aquí, la Tierra se verá forzada a proporcionar suficientes naves. Y en cuanto hayamos logrado esto, podremos prometer a la Tierra que en poco tiempo seremos capaces de andar solos. ¿Qué opina usted?

Gibson sintió un ligero desencanto. Desde cierto punto de vista no cambiaba gran cosa, pero el Jefe Ejecutivo tenía razón: de esa manera podía ser más útil a Marte que de ninguna otra forma.

—Puedo hacerlo —dijo—. Deme una semana para arreglar mis asuntos en la Tierra y para acabar con mis compromisos más urgentes.

Era un poco optimista calcular que en una semana podría solucionar todo lo que tenía pendiente, pero, al menos, bastaría para lo más importante. ¿Qué diría Ruth? Tal vez le creyera loco, y probablemente estuviera en lo cierto.

—Cuando se sepa que usted va a quedarse aquí —dijo Hadfield, satisfecho—, se despertará mucho interés, lo que será un gran apoyo para nuestra campaña. ¿Tiene algún inconveniente en que lo anunciemos ahora mismo?

—Creo que no.

—Bien. Whittaker quiere hablar con usted para arreglar detalles. Como usted comprenderá, su sueldo será el de un superior administrativo de segunda clase, de igual edad que usted.

—Por supuesto, ya lo he tenido en cuenta —respondió Gibson.

No le pareció necesario agregar que aquello tenía una importancia muy relativa. El sueldo de su trabajo en Marte, aunque representaría apenas la décima parte de sus ingresos totales, bastaría para vivir cómodamente allí, donde los lujos eran tan escasos. No sabía muy bien de qué modo podría hacer uso de sus haberes en la Tierra, pero le sería posible, sin duda, emplearlos en hacer traer algunas cosas a pesar de la escasez de embarques.

Tras una larga conversación con Whittaker (quien estuvo a punto de acabar con su entusiasmo a fuerza de lamentarse de la falta de personal y de oficinas disponibles), Gibson pasó el resto del día escribiendo docenas de radiogramas. El más largo fue para Ruth; estaba dedicado (en su mayor parte, aunque no por entero) a asuntos de negocios. Ruth solía comentar la cantidad de cosas que debía hacer a cambio de su diez por ciento; cabía preguntarse qué diría en esta oportunidad ante su nueva petición: debía velar un poco por James Spencer y ocuparse de él mientras estuviera en Nueva York, lo que ocurriría con frecuencia, pues debía completar sus estudios en el Instituto de Tecnología de Massachusetts.

Las cosas podrían simplificarse mucho si pudiera explicarle los hechos (de cualquier modo, ella era capaz de adivinarlos). Pero si lo hiciera no sería justo con Jimmy: Gibson había decidido que debía ser él el primero en saberlo. Algunas veces le resultaba muy difícil callar y la próxima partida le parecía casi un alivio. Sin embargo, Hadfield tenía razón, como siempre. Había esperado durante toda una generación y debía esperar algo más. La revelación, en estos momentos, habría dejado a Jimmy confuso y herido; hasta podría causar la ruptura de su compromiso con Irene. La oportunidad llegaría cuando ya estuvieran casados y, así lo esperaba Gibson, aislados aun de cualquier golpe que el mundo exterior pudiera propinarles.

Había encontrado tarde a su hijo y se veía obligado a perderlo otra vez; parecía irónico. Pero quizás era parte del castigo que había que pagar por el egoísmo y la falta de valor (para decirlo en términos suaves) demostrados veinte años antes. De cualquier manera, debía enterrar el pasado y no pensar sino en el porvenir.

Jimmy regresaría a Marte tan pronto como pudiera: esto era indudable. Y aunque Gibson hubiese perdido el orgullo y la satisfacción de la paternidad, podría compensarlo más adelante, cuando los nietos llegaran al mundo que él estaba ayudando a rehacer. Por primera vez en su vida podía mirar hacia el futuro con entusiasmo e interés, pues no sería una simple repetición del pasado.

La Tierra lanzó su bomba cuatro días después. La primera noticia, para Gibson, fue el gran titular de la primera página del Martian Times. Por un momento, aquellas dos palabras le resultaron tan sorprendentes que olvidó seguir leyendo:

HADFIELD RETIRADO

Acabamos de saber que el Cuerpo de Desarrollo Interplanetario ha requerido al Jefe Ejecutivo que retorne a la Tierra en la Ares; ésta partirá de Deimos dentro de cuatro días. No se han dado a conocer los motivos.

Esto era todo, pero bastaría para encender a Marte. No se habían dado a conocer los motivos y no hacía falta. Todos sabían exactamente por qué la Tierra citaba a Warren Hadfield.

—¿Qué te parece esto? —preguntó Gibson a Jimmy mientras le entregaba el diario por sobre la mesa del desayuno.

—¡Dios mío! —exclamó el muchacho—. ¡Ahora habrá problemas! ¿Qué hará él?

—¿Qué puede hacer?

—Pues podría negarse a ir. Aquí lo apoyaría todo el mundo.

—Lo que no haría sino empeorar las cosas. Sin duda, irá. Hadfield no es de los que rehúyen la lucha.

Súbitamente, los ojos de Jimmy se iluminaron.

—¡Entonces, Irene también irá!

—¡No podías dejar de pensar en eso! —rió Gibson—. Debes de creer que, aunque soplen malos vientos, traerán algo bueno para vosotros dos. Pero no cuentes con eso; tal vez Hadfield deje a Irene aquí.

Era muy poco probable; el Jefe necesitaría, al partir, de todo el apoyo moral de que pudiera disponer.

A pesar de la cantidad de trabajo que le esperaba, Gibson hizo una breve visita a Administración, donde encontró un ambiente de indignación e incertidumbre generales. Indignación, por la falta de miramientos con que la Tierra trataba al Jefe; incertidumbre, porque nadie sabía cuál sería su reacción. Había llegado temprano por la mañana y hasta entonces no había recibido más que a Whittaker y a su secretaria privada. Quienes habían logrado verlo decían que parecía muy alegre; ocurría que, técnicamente, había caído en desgracia.

Cavilando sobre aquellas noticias, Gibson se desvió hacia el laboratorio de biología. Llevaba dos días sin visitar a su amiguito marciano y se sentía bastante culpable al respecto. Mientras caminaba por la calle del Regente se preguntó qué defensa podría presentar Hadfield. ¿Bastaría el éxito para justificarlo todo? Pero el éxito estaba aún lejano: tal como el mismo Jefe había dicho, el Proyecto Aurora tardaría aún medio siglo en cumplir con su finalidad, aun contando con la máxima ayuda de la Tierra. Esta ayuda era esencial y Hadfield debería esforzarse mucho para no ganarse el antagonismo del planeta madre. Lo mejor que Gibson podría hacer en su apoyo seria cubrirlo desde lejos con el fuego de su departamento de publicidad.

Scuick lo recibió encantado, como de costumbre, aunque Gibson le devolvió el saludo con cierta distracción. Según su hábito, ofreció a Scuick un trozo de las algas de aire que había en el laboratorio. Aquel simple acto debió de despertar algo en su subconsciente, pues hizo una súbita pausa para volverse luego al biólogo en jefe.

—Tengo una idea maravillosa —dijo—. Usted me hablaba de las tretas que ha logrado enseñar a Scuick, ¿verdad?

—¡Enseñar! ¡El problema consiste en que deje de aprenderlas!

—Y, según me dijo también, los marcianos parecen comunicarse entre sí, ¿cierto?

—Nuestras investigaciones in situ han revelado que pueden transmitirse ideas simples y hasta algunos conceptos abstractos, como el color. No es gran cosa, por supuesto; también las abejas lo hacen.

—Siendo así, ¿qué opina usted de esto? ¿Por qué no enseñarles que cultiven las algas por nosotros? Ellos gozan de una ventaja colosal: pueden ir a cualquier lugar de Marte que les plazca; nosotros, en cambio, debemos hacerlo todo por medio de máquinas. No haría falta hacerles comprender la tarea, naturalmente. Podríamos darles los retoños Z (la planta se reproduce de ese modo, ¿verdad?), enseñarles los procedimientos necesarios y recompensarlos después.

—¡Un momento! La idea es buena, pero ¿no olvida usted algunos aspectos prácticos? Creo que sería posible entrenarlos como usted sugiere: nuestros conocimientos sobre su psicología son suficientes para eso. Pero me atrevo a recordarle que sólo sabemos de la existencia de diez ejemplares, incluyendo a Scuick.

—No lo he olvidado —replicó Gibson, impaciente—. Pero no creo que este grupo sea el único en el planeta. Sería demasiada coincidencia. Indudablemente, son escasos, pero debe de haber cientos y hasta miles de especímenes. Voy a sugerir que se efectúe un reconocimiento fotográfico de todas las zonas donde crece el alga del aire; podremos localizar los claros dejados por ellos sin ninguna dificultad. Pero, en todo caso, hablo de hacer las cosas a largo plazo. Ahora que sus condiciones de vida han mejorado tanto, empezarán a multiplicarse rápidamente, tal como está ocurriendo con la vida vegetal del planeta. No olvide que, aunque dejáramos a las algas a su aire, llegarían a cubrir las regiones ecuatoriales, según nuestros cálculos, en cuatrocientos años. ¡Si los marcianos y nosotros las ayudáramos a extenderse podríamos acelerar en mucho el desarrollo del Proyecto Aurora!

El biólogo meneó la cabeza, indeciso, pero empezó a hacer algunos cálculos en una libreta de apuntes; cuando hubo terminado, movió los labios.

—No puedo probar que sea imposible —dijo—; hay demasiados factores desconocidos incluyendo el más importante de todos: la tasa de reproducción de los marcianos. A propósito, ¿sabía usted que son marsupiales? Acabamos de confirmarlo.

—¿Como los canguros?

—Exacto. La cría vive a cubierto hasta que está bastante crecida para salir a este mundo duro y frío. Según parece, varias de las hembras están preñadas, de modo que deben reproducirse una vez al año. Y, puesto que Scuick es el único cachorro del grupo, la tasa de mortalidad debe de ser terrible…, cosa no muy sorprendente dado el clima.

—¡Las condiciones son ideales! —exclamó Gibson—. Ahora nada impedirá que se multipliquen, si tratamos de proporcionarles toda la comida que necesitan.

—¿Qué quiere usted, criar marcianos o cultivar algas de aire? —le desafió el biólogo.

—Ambas cosas —respondió el escritor, con una amplia sonrisa—. Van juntas, como el pescado y las patatas fritas o el jamón y los huevos.

—¡Por favor! —rogó el científico.

Había tal intensidad en su sentimiento que Gibson se disculpó inmediatamente por su falta de tacto. Había olvidado que la gente de Marte llevaba años sin probar tales manjares.

Cuanto más pensaba Gibson en su nueva idea, más atractiva le parecía. A pesar de lo ocupado que estaba en sus asuntos personales, encontró tiempo para dirigir a Hadfield un memorándum sobre el tema, confiando en que el Jefe Ejecutivo pudiera discutirlo con él antes de retornar a la Tierra. Había mucha inspiración en el pensamiento de regenerar, no sólo un mundo, sino también una raza, tal vez más antigua que la humana.

Gibson se preguntó cómo afectaría a los marcianos el cambio de condiciones climáticas después de unos cien años. Si se volvía demasiado cálido para ellos, podrían emigrar fácilmente hacia el norte o hacia el sur y, en caso necesario, hasta las regiones subpolares donde Phobos no era visible. En cuanto a la atmósfera oxigenada… si en el pasado estuvieron adaptados a ella, igualmente podían volver a hacerlo. Ya estaba comprobado que Scuick obtenía gran parte de su oxígeno del aire existente en Puerto Lowell y que parecía sentirse a gusto con él.

Pero no había respuesta aún para el gran interrogante causado por el descubrimiento de los marcianos. ¿Eran acaso los sobrevivientes degenerados de una raza que, largo tiempo atrás, había alcanzado una civilización, sólo para dejarla escapar cuando las condiciones se tornaron demasiado severas? Ése era un punto de vista romántico, puesto que no había prueba alguna al respecto. Los científicos coincidían en la opinión de que Marte no había conocido culturas elevadas…, pero se habían equivocado una vez y podrían hacerlo nuevamente. De cualquier modo, sería muy interesante ver qué nivel podían alcanzar los marcianos en la escala evolutiva, ahora que su mundo volvía a florecer.

Porque aquel mundo era de ellos y no del Hombre. Aunque éste lo moldeara para que sirviera a sus fines, sería su deber salvaguardar los intereses de sus verdaderos propietarios. Era imposible predecir qué papel deberían desempeñar en la historia del universo. Y si alguna vez, como parecía inevitable, el hombre llegaba a ponerse en contacto con razas más sabias, tal vez se le juzgara por el comportamiento demostrado en Marte.