El día comenzó como cualquier otro en Puerto Lowell. Jimmy y Gibson habían desayunado tranquilos…, demasiado tranquilos, ambos absortos en sus problemas personales. El humor del muchacho podía calificarse de estable, aunque, a veces, sufría accesos depresivos ante la idea de separarse de Irene; Gibson, en cambio, cavilaba sobre la decisión que debía tomar la Tierra con respecto a su solicitud. A veces tenía la seguridad de que todo el asunto había sido un terrible error y llegaba a desear que se hubiesen extraviado los papeles. Pero tenía que concluir lo comenzado y decidió acelerar un poco los trámites de Administración.
Desde el mismo instante en que entró en la oficina percibió que algo andaba mal. Lo recibió, como de costumbre, la señora Smith, secretaria de Hadfield. Por lo general lo hacía pasar de inmediato; otras veces explicaba que Hadfield estaba sumamente ocupado o que atendía una llamada de la Tierra; en esos casos le pedía que volviera más tarde. Aquella vez, en cambio, dijo, simplemente:
—Lo siento, pero el señor Hadfield no está aquí. No regresará hasta mañana.
—¿No volverá? —preguntó Gibson—. ¿Ha ido a Skia?
—Oh, no —respondió la señora Smith, algo vacilante y tomando una posición a todas luces defensiva—. Lamento no poder decírselo. Pero regresará dentro de veinticuatro horas.
Gibson decidió no preocuparse por ello en aquel momento. Supuso que la señora Smith estaría informada de todos sus asuntos; quizás ella pudiera darle una respuesta.
—¿Sabe usted si hubo respuesta a mi solicitud? —inquirió.
La señora Smith pareció aún más confundida.
—Creo que sí —respondió—. Pero venía dirigida personalmente al señor Hadfield y no puedo decirle nada al respecto. Supongo que él querrá hablarlo con usted en cuanto regrese.
Aquello lo exasperó. No tener respuesta era ya bastante malo, pero saber que la había y seguir sin conocerla era aún peor. Gibson sintió que su paciencia se agotaba.
—¡No hay razón alguna para que no pueda comunicármela usted! —exclamó—. Especialmente si, de cualquier modo, he de saberla mañana.
—Lo lamento sinceramente, señor Gibson, pero sé que el señor Hadfield se disgustaría muchísimo si yo se lo dijera.
—¡Oh, está bien!
Y Gibson salió, soltando un bufido.
Decidió aliviar su inquietud visitando al mayor Whittaker…, en el caso de que se encontrara aún en la ciudad. Efectivamente, allí estaba pero no pareció muy feliz al ver a Gibson plantado en la silla de los visitantes, con el aspecto de quien sabe muy bien lo que quiere.
—Mire, Whittaker —dijo—. Tengo mucha paciencia y usted sabe que no es mi costumbre hacer demandas exageradas.
Como su interlocutor no diera señales de responder, continuó:
—Aquí ocurre algo muy raro y estoy decidido a ir hasta el fondo del asunto.
Whittaker suspiró. Sabía que tarde o temprano ocurriría aquello. Pero era una pena que Gibson no hubiese esperado hasta el día siguiente, pues entonces no habría tenido importancia.
—¿Por qué ha llegado a tan repentina conclusión? —preguntó.
—Oh, por muchas cosas; y no se trata de nada repentino. Acabo de ir a la oficina de Hadfield y la señora Smith me ha dicho que no está en la ciudad. Además, se cerró como una ostra cuando intenté hacerle algunas inocentes preguntas.
—¡No me cabe la menor duda de que fue así! —comentó Whittaker, sin disimular su entusiasmo.
—Si usted piensa actuar también de este modo soy capaz de destrozar los muebles. En el caso de que no pueda decirme qué es lo que sucede explíqueme al menos por qué no puede hacerlo. Se trata del Proyecto Aurora.
Ante aquellas palabras, Whittaker se irguió, como impulsado como un resorte.
—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó.
—Eso no tiene ninguna importancia. También yo puedo ser tozudo.
—No tengo intenciones de ser tozudo —se quejó Whittaker—. No crea que nos gusta andar con secretos; por el contrario, nos molesta. Pero será mejor que me cuente cuanto sepa.
—Está bien, si con esto consigo que ceda. El Proyecto Aurora tiene relación con la estación de genética vegetal ubicada en las colinas, donde han estado cultivando… ¿cómo se llama la planta? Oxyfera. Pero no veo la razón de mantenerlo en secreto; deduzco, por lo tanto, que esto es apenas una parte de un plan mayor. Sospecho que Phobos tiene algo que ver en todo esto, aunque no llego a comprender de qué se trata. Han logrado mantenerlo tan en secreto que ni siquiera los pocos habitantes enterados del asunto dicen algo al respecto. Sin embargo, les importa menos ocultárselo a la gente de Marte que a la de la Tierra. ¿Qué dice usted ahora?
Whittaker no pareció siquiera levemente confundido.
—Debo felicitarle por su… perspicacia —dijo—. Tal vez le interese saber que, hace un par de semanas, hablé al Jefe sobre la conveniencia de confiar plenamente en usted. Él no tomó ninguna decisión y desde entonces las cosas se han precipitado de un modo que nadie esperaba.
Tras garabatear distraídamente en su libreta de apuntes, tomó una determinación:
—No me es posible soltar la perdiz y revelarle lo que está en marcha. Pero sí voy a contarle cierta pequeña historia que quizá le divierta. Cualquier semejanza con… ejem… personajes y lugares reales es pura coincidencia.
—Comprendo —aceptó Gibson, sonriente—. Prosiga.
—Supongamos que, en el primer arrebato de entusiasmo interplanetario, el mundo A ha establecido una colonia en el mundo B. Tras algunos años, llega a la conclusión de que esto le cuesta mucho más caro de lo que se había calculado; además el dinero invertido no proporciona beneficios tangibles. Surgen entonces en el mundo madre dos facciones opuestas. Uno de los grupos, el conservador, pretende cancelar el proyecto, acabar con los gastos y desentenderse de todo. El otro, el progresista, desea continuar con el experimento, en la creencia de que, tarde o temprano, el hombre ha de explorar y dominar el universo físico, so pena de estancarse en su propio mundo. Pero tales razones no hallan eco entre los contribuyentes, y los conservadores llevan las de ganar.
»Todo esto, naturalmente, resulta un poco alarmante para los colonos, quienes van gestando lentamente cierta independencia de criterios; les parece molesto ser considerados como parientes pobres, mantenidos por caridad. Así y todo, no divisan ninguna solución… Hasta que un día se realiza un descubrimiento científico revolucionario. (Olvidé explicar, al principio, que el planeta B ha estado llevándose los mejores cerebros del A, cosa que ha ocasionado aún más fricciones.) Este descubrimiento abre perspectivas casi ilimitadas para el futuro de B, pero su aplicación involucra ciertos riesgos y también la inversión de casi todos los recursos de B, ya limitados. A pesar de todo, se presenta el proyecto, y A lo rechaza. Se produce entonces un prolongado regateo entre bastidores, pero el planeta madre permanece inexorable.
»Los colonos se encuentran así enfrentados a dos alternativas. Por una parte, pueden presionar para que se ventile el asunto, haciendo una llamada pública a los habitantes de A; como es obvio llevan las de perder pues los dueños de casa pueden amordazarlos. La otra posibilidad consiste en llevar a cabo el plan sin informar a la Tierra…, es decir, al planeta A. Y ésta es, finalmente, la decisión escogida.
»Naturalmente, han surgido muchos otros factores, de índole política y personal, además de los problemas científicos. Sucede que el jefe de los colonos es un hombre de tremenda determinación, sin miedo a nadie. Le apoya un equipo de científicos de primera línea. Y el plan sigue adelante, aunque nadie sabe si tendrá éxito.
»Y ahora, lo siento mucho, pero no puedo contarle el final de la historia. Como usted sabe, estos relatos se interrumpen siempre en el momento más interesante.
—Creo que me lo ha dicho casi todo —dijo Gibson—. Todo, excepto un minúsculo detalle: todavía no sé qué es el Proyecto Aurora. —Y agregó, mientras se ponía en pie para retirarse—: Mañana volveré para que me cuente el final de su intrigante historia.
—Ya no será necesario —respondió Whittaker, echando una mirada involuntaria a su reloj—. Lo sabrá antes de que pase mucho tiempo.
Al salir del edificio de Administración, Gibson fue interceptado por Jimmy.
—Estoy en horario de trabajo —dijo, casi sin aliento—, pero tenía que encontrarlo a usted. Algo muy importante está ocurriendo.
—Lo sé —replicó Gibson, impaciente—. Es el Proyecto Aurora. Está llegando al punto culminante y Hadfield ha salido de la ciudad.
—¡Oh! —exclamó Jimmy, desconcertado—. No creí que usted lo supiera. Pero de cualquier modo hay algo que ignora. Irene está muy afligida; según me dijo, su padre se despidió anoche de ella como si…, como si no creyera volver a verla.
Gibson dejó escapar un silbido. Aquello daba a las cosas un nuevo cariz. Significaba que el Proyecto Aurora, además de ser importante, podía resultar peligroso. No había tenido en cuenta esa posibilidad.
—Lo que está ocurriendo no importa —dijo—. Mañana lo sabremos todo. Whittaker acaba de decírmelo. Pero creo adivinar dónde se encuentra Hadfield en este preciso momento.
—¿Dónde?
—En Phobos. Por alguna razón, allí está la clave del Proyecto Aurora, y el Jefe, ahora, ha de encontrarse allí.
Se sentía capaz de apostar una fuerte suma a que estaba en lo cierto; por fortuna no había nadie para aceptar su apuesta, pues iba muy desencaminado. En aquellos instantes, Hadfield se hallaba a tanta distancia de Phobos como de Marte: estaba incómodamente sentado en una pequeña nave espacial, atestada de científicos y de piezas pertenecientes a un equipo desmantelado a toda prisa. Jugaba al ajedrez con uno de los físicos más destacados del sistema solar y no le iba muy bien. Tampoco su contrincante estaba haciendo un buen juego; cualquier observador habría descubierto en seguida que sólo trataban de pasar el tiempo mientras esperaban; como todo Marte. Sin embargo, había una diferencia: sólo ellos sabían, en realidad, qué esperaban.
El día fue muy largo, uno de los más largos en la vida de Gibson, y transcurrió muy lentamente. Fue un día poblado de extraños rumores y especulaciones. En Puerto Lowell cada habitante había desarrollado alguna teoría y estaba ansioso por difundirla. Pero quienes sabían la verdad nada decían y quienes nada sabían hablaban demasiado. Fue así que, al llegar la noche, la confusión se había apoderado de la ciudad. Gibson se preguntó si valdría la pena permanecer levantado hasta tarde; sin embargo, a medianoche resolvió acostarse. Mientras dormía profundamente, el Proyecto Aurora, apartado de él por todo el espesor del planeta, llegó invisible y silenciosamente a su culminación.
Tan sólo quienes viajaban en la nave espacial pudieron ver cómo se cumplía y se transformaron súbitamente en escolares bulliciosos y sonrientes que corren de regreso a casa.
Durante la madrugada, unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Gibson. Era Jimmy, que le llamaba a gritos diciéndole que saliera.
Aunque se vistió de prisa, Jimmy había salido ya a la calle cuando él llegó a la puerta. Lo alcanzó a la salida. La gente iba apareciendo de todos lados, soñolienta y frotándose los ojos, mientras intentaba adivinar lo que ocurría. Por momentos, el murmullo de voces crecía convirtiéndose en gritos distantes. Puerto Lowell parecía una colmena atacada por sorpresa.
Pasó un minuto completo antes de que Gibson comprendiera por qué se había despertado toda la ciudad. Estaba despuntando el alba. Hacia el oeste el cielo resplandecía con las primeras luces del sol naciente. ¿Hacia el oeste? ¡Dios mío, estaba amaneciendo por el oeste!
Aunque Gibson era menos supersticioso que nadie, los estratos superiores de su mente se hundieron por un instante en una ola de terror irracional. Un momento después, la razón volvió a imponerse. Aquella luz diseminada en el horizonte se tornaba más y más brillante; los primeros rayos tocaban ya las colinas que rodeaban la ciudad. Se desplazaban lentamente, con demasiada lentitud para tratarse del sol. Y de pronto, un dorado y ardiente astro se elevó desde el desierto para ascender hacia el cenit en dirección casi vertical.
Aquella velocidad lo puso al descubierto: se trataba de Phobos, convertido en un dorado disco de fuego cuyo calor ardió sobre la cara de Gibson. La multitud reunida en su entorno contemplaba el milagro en un silencio absoluto; mientras tanto, iba cobrando una débil conciencia del inmenso significado que aquello podía tener para Marte.
¡Esto era, pues, el Proyecto Aurora! El nombre era adecuado. Las piezas del rompecabezas comenzaban a situarse en su lugar, pero el dibujo principal seguía siendo difuso. La transformación de Phobos en un segundo sol había sido, tal vez, un increíble triunfo de la ingeniería nuclear; sin embargo, Gibson no lograba comprender en qué ayudaría aquello a resolver los problemas de la colonia. Mientras seguía cavilando sobre lo mismo, el poco utilizado sistema de altavoces distribuido por la ciudad se animó súbitamente; era la voz de Whittaker, que se difundió suavemente por las calles.
—Mis saludos a todos —dijo—. Supongo que a estas horas estaréis todos despiertos y habréis visto lo ocurrido. El Jefe Ejecutivo, a su regreso del espacio, desea deciros algunas palabras. Aquí está.
Se oyó un chasquido. Alguien dijo, sotto voce:
—Aquí Puerto Lowell, señor.
Un momento después, la voz de Hadfield se oyó por los altavoces. Era la voz cansada, pero victoriosa, de quien ha logrado el triunfo tras una ardua batalla.
—¡Hola, Marte! —dijo—. Aquí Hadfield. Estoy aún en el espacio, en el viaje de regreso; en una hora, más o menos, estaré allí.
»Espero que os guste vuestro nuevo sol. Según nuestros cálculos, tardará casi mil años en apagarse. Activamos a Phobos cuando se hallaba aún muy por debajo de vuestro horizonte, por si la radiación inicial resultaba muy elevada. Hemos logrado estabilizar la reacción precisamente en la intensidad esperada aunque, quizás, aumente en un pequeño porcentaje durante la próxima semana. Se trata, fundamentalmente, de una reacción de resonancia mesónica, muy eficaz, pero no demasiado violenta; dado el material del que está compuesto Phobos, no se corre peligro de una explosión atómica completa.
»Vuestra nueva luminaria proporcionará más o menos la décima parte del calor solar, y eso elevará la temperatura de buena parte de Marte hasta casi igualarla con la terrestre. Pero no es ésta la razón que nos ha inducido a activar a Phobos; no es, al menos, la razón principal.
»Marte necesita mucho más el oxígeno que el calor. Todo el oxígeno necesario para dotar al planeta de una atmósfera casi tan buena como la terrestre está atrapado en la arena, bajo nuestros pies. Hace dos años, descubrimos una planta que puede liberar el oxígeno de la arena. Se trata de una planta tropical; sólo vive en el ecuador y ni siquiera allí llega a medrar. Si tuviéramos suficiente luz, esta planta podría difundirse sobre Marte (con nuestra ayuda, por supuesto) y en cincuenta años tendríamos aquí una atmósfera respirable para el hombre. Tal es nuestro objetivo; cuando lo hayamos logrado podremos visitar cualquier sitio de Marte, prescindir de las cúpulas de nuestras ciudades y olvidar las máscaras de respiración. Muchos de ustedes verán cumplido este sueño; entonces habremos dado un nuevo mundo a la humanidad.
»Pero hay ciertos beneficios que gozaremos de inmediato. El clima será más cálido, al menos cuando Phobos y el sol brillen al mismo tiempo, y los inviernos resultarán más templados. Aunque Phobos no es visible más allá de una latitud de setenta grados, los nuevos vientos convectores calentarán también las regiones polares, lo que evitará que la preciosa humedad quede apresada en las capas de hielo durante la mitad del año.
»Habrá ciertos inconvenientes: tanto las noches como las estaciones resultarán más complicadas. Pero los beneficios serán mucho más considerables. Y todos los días, cuando veáis elevarse en el cielo el sol que hemos encendido, os acordaréis del nuevo mundo que hemos traído a la vida. No lo olvidéis: estamos haciendo historia; ésta es la primera vez que el hombre intenta cambiar la faz de un planeta. Si triunfamos, otros lo intentarán en distintos sitios. En edades futuras habrá civilizaciones enteras en mundos de los que aún no hemos oído hablar, y todas deberán su existencia a lo que hemos hecho esta noche.
»Es todo cuanto puedo deciros por el momento. Tal vez lamentaréis los sacrificios que hemos tenido que hacer para inyectar nueva vida a este mundo, pero recordad esto: si Marte ha perdido una luna, ha ganado un sol. ¿Quién puede dudar sobre qué es más valioso?
»Y ahora, os deseo buenas noches.
Pero nadie en Puerto Lowell volvió a la cama. Por lo que respecta a la población, la noche había terminado con el amanecer del nuevo día. Era difícil apartar la vista de aquel pequeño disco dorado que ascendía lentamente por el cielo, aumentando la intensidad de su calor minuto a minuto.
Gibson se preguntó cómo lo estarían aprovechando las plantas marcianas. Caminó por la calle hasta llegar a las proximidades de la cubierta y miró por la pared transparente. Era tal como había supuesto: todas estaban despiertas, orientadas al nuevo sol. Sería interesante ver cómo se comportarían cuando los dos soles estuvieran en el cielo al mismo tiempo.
El cohete del Jefe arribó media hora después. Hadfield y los científicos responsables del Proyecto Aurora evitaron las multitudes entrando a pie en la ciudad, a través de la Cúpula Siete, mientras el transporte iba hacia la entrada principal, a modo de señuelo. Este ardid dio buenos resultados; antes de que nadie pudiera cobrar conciencia del hecho, todos estaban en casa, sanos y salvos; se evitaron así celebraciones que no habrían podido disfrutar a causa del cansancio.
No obstante, en la ciudad se organizaron muchas fiestas privadas, y en cada una todos decían conocer desde el principio en qué consistía el Proyecto Aurora.
Phobos se aproximaba al cenit y cuanto más lo hacia más cálido resultaba. Jimmy y Gibson se encontraron con sus compañeros de tripulación. La multitud, con buen humor pero con mucha firmeza, insistía para que George abriera el bar. Todos habían ido a aquel sitio seguros de encontrar a los demás.
Era creencia general que Hilton, como primer ingeniero, debía saber mucho más sobre nucleónica que cualquier otro asistente a la reunión, y pronto lo empujaron hacia el frente, pidiéndole que explicara lo ocurrido. Él, con toda modestia, se declaró incapaz de satisfacer esta demanda.
—Lo que se ha hecho con Phobos —aseveró— lleva muchos años de ventaja a cuanto me enseñaron en la universidad. En aquella época las reacciones mesónicas aún no habían sido descubiertas y mucho menos la forma de dominarlas. En realidad, no creo que haya nadie en la Tierra capaz de lograr algo así, ni aún en este momento. Es algo que Marte ha aprendido por sí solo.
—¿Pretendes decir —preguntó Bradley— que Marte ha sobrepasado a la Tierra en física nuclear, o como se llame?
Aquella observación estuvo a punto de provocar un tumulto y los compañeros de Bradley debieron protegerlo, aunque sin apresurarse mucho, ante la furia de los colonos. Cuando se restauró la tranquilidad, Hilton estuvo a punto de complicar las cosas, afirmando:
—Naturalmente, sabéis que muchos de los mejores científicos de la Tierra han emigrado hacia aquí en los últimos años, de modo que eso no es tan sorprendente.
Aquello era muy cierto y Gibson recordó la advertencia que le hiciera Whittaker aquella misma mañana. Marte había atraído a muchos otros, no sólo a él; ahora comprendía las razones. En esos últimos años, Hadfield debió actuar, lisa y llanamente, como un consumado maestro en negociaciones complicadas y en persuasiones milagrosas. Tal vez no había resultado demasiado difícil atraer inteligencias de primera magnitud: eran capaces de valorar el desafío y responderle. Más difícil tuvo que ser encontrar los cerebros de segundo grado, igualmente necesarios, para formar el ejército de la ciencia. Tal vez algún día podría descubrir los secretos ocultos detrás del gran secreto y saber cómo se había logrado lanzar y llevar hasta el éxito final al Proyecto Aurora.
El resto de la noche pareció transcurrir rápidamente. Cuando Phobos se ocultaba ya en el cielo de oriente, el sol se levantó saludando a su rival. Toda la ciudad contempló en silencio, fascinada, aquel duelo, aquel conflicto unilateral que sólo podía tener un resultado. Mientras Phobos brillaba solitario en el cielo nocturno, era fácil creerlo casi tan brillante como el sol, pero la ilusión se desvanecía a la primera luz de la verdadera aurora. El pequeño astro empalidecía minuto a minuto mientras el sol surgía del desierto. Entonces fue posible ver cuán pálido y amarillento resultaba en comparación. No había peligro alguno: las plantas no se engañarían en su lento girar en busca de luz; cuando el sol lucía, Phobos era apenas visible.
Pero tenía el fulgor necesario para cumplir con su misión, y por mil años más sería el amo de la noche marciana. ¿Y después? Al extinguirse su fuego, agotados ya los elementos ahora en combustión, ¿volvería Phobos a transformarse en un satélite común, sólo capaz de reflejar la gloria del sol?
Gibson adivinó que eso no tenía importancia. Aunque sólo durara un siglo, habría cumplido su tarea: Marte gozaría ya de una atmósfera y la conservaría durante edades geológicas. En el día distante en que Phobos se apagara y muriera, la ciencia tendría ya otra respuesta; tal vez una respuesta tan inconcebible para esta época como lo hubiera sido la activación de un astro sólo un siglo antes.
En tanto el primer día de la nueva era llegaba a su plenitud, Gibson contempló durante unos pocos instantes su propia sombra duplicada contra el suelo, ambas orientadas hacia el oeste; sin embargo, aunque él permanecía inmóvil, la más débil se alargaba ante su mirada, tornándose más y más imperceptible. Por último se borró, al descender Phobos por debajo del borde de Marte.
Aquella súbita desaparición recordó a Gibson lo que él, como casi todos los habitantes de Puerto Lowell, había olvidado, debido a la excitación de las últimas horas: para entonces, la noticia debía haber llegado ya a la Tierra. Quizá Marte brillaba espectacularmente en los cielos terrestres, aunque no estaba seguro de ello.
En muy poco tiempo, la Tierra comenzaría a formular preguntas muy difíciles.