—Desembucha de una vez, Jimmy. ¿En qué estás pensando? Parece que esta mañana no tienes apetito.
Jimmy jugueteó inquieto con la omelette sintética que tenía en el plato, reducida previamente a fragmentos microscópicos.
—Estaba pensando en Irene; es una vergüenza que no tenga la oportunidad de ver la Tierra.
—¿Estás seguro de que quiere verla? Desde que estoy aquí no he oído decir una sola palabra en favor de aquel lugar.
—Oh, claro que le gustaría. Se lo he preguntado.
—Deja de dar vueltas. ¿Qué estáis planeando vosotros dos? ¿Queréis fugaros en la Ares?
Jimmy esbozó una sonrisa bastante forzada.
—¡Sería buena idea! —dijo—. Aunque muy complicada. Francamente, ¿no cree que Irene debería volver a la Tierra para terminar allá su educación? Si se queda aquí terminará por convertirse en una… una…
—¿Una campesina simple y nada sofisticada? ¿Una ruda colona? ¿Es eso lo que piensas?
—Algo así, efectivamente. Pero preferiría que usted no lo dijese con tanta crudeza.
—Lo siento, no era ésa mi intención. En realidad, estoy bastante de acuerdo con vosotros; esta idea ya se me había ocurrido. Creo que alguien debería comentársela a Hadfield.
—Esto es exactamente lo que… —empezó Jimmy, excitado.
—¿… lo que tú e Irene queréis que haga yo?
Jimmy levantó las manos, fingiendo desesperación.
—Es inútil tratar de engañarle. Sí.
—Si lo hubieses dicho desde el principio, mira cuánto tiempo habríamos ahorrado. Pero sé sincero conmigo, Jimmy. ¿Qué intenciones tienes con respecto a Irene?
La mirada de Jimmy, firme y directa, era ya suficiente respuesta.
—Las intenciones más serias —dijo—; usted debería saberlo. Quiero que nos casemos en cuanto ella tenga suficiente edad y yo sea capaz de ganarme la vida.
Hubo un silencio profundo. Por último, Gibson replicó:
—Pudiste elegir mucho peor; es una muchacha magnífica. Y creo que le vendría muy bien pasar un año en la Tierra. Sin embargo, en este momento prefiero no molestar a Hadfield. Está demasiado ocupado y…, además, ya le he presentado otra petición.
—¿Si? —preguntó Jimmy, levantando la vista con interés.
Gibson se aclaró la garganta.
—Se sabrá en cualquier momento, pero no digas nada a los demás, por ahora. He pedido autorización para quedarme en Marte.
—¡Dios mío! —exclamó Jimmy—. Es una…, sí, claro, toda una idea.
—¿Una buena idea, no te parece? —preguntó Gibson, escondiendo una sonrisa.
—Supongo que sí. A mí también me gustaría poder hacerlo.
—¿Aunque Irene fuera a la Tierra? —inquirió Gibson en tono seco.
—¡Esto no es jugar limpio! Pero, ¿cuánto tiempo piensa quedarse?
—Francamente, no lo sé; depende de muchos factores. Para empezar, debo aprender un oficio.
—¿Qué clase de oficio?
—Algo que esté de acuerdo con mi temperamento y que sea productivo. ¿Se te ocurre alguna idea?
Jimmy guardó silencio por un momento con la frente arrugada. El escritor se preguntó qué estaría pensando. Tal vez se entristecía porque debían separarse. En las últimas semanas la tensión y la animosidad que alguna vez los uniera y separara a la vez se había disuelto. Habían llegado a un estado de equilibrio emocional agradable aunque no tan satisfactorio como Gibson ansiaba. Tal vez la culpa era suya; tal vez, por el temor de mostrar sus sentimientos más profundos, los había disimulado con burlas y hasta, en ocasiones, con sarcasmos. Temía haberlo conseguido demasiado bien. Había tenido la esperanza de ganar la confianza de Jimmy; ahora, según parecía, el muchacho acudía a él sólo cuando necesitaba algo. No, eso tampoco era justo; Jimmy sentía aprecio por él, sin duda, tal vez el mismo aprecio que un muchacho puede sentir por su padre. Era toda una conquista y podía estar orgulloso de ella. Algo había tenido que ver, además, en el cambio producido en el carácter de Jimmy desde que partieran de la Tierra. Ya no era hosco y tímido; aún se mostraba muy serio, pero jamás estaba sombrío. Y eso era algo de lo que Gibson podía sentirse muy satisfecho. Sin embargo, poca cosa más podría hacer. Jimmy se escapaba de su mundo; en adelante, Irene sería lo único importante.
—Temo que no se me ocurre nada —dijo Jimmy—. ¡Oh, claro! ¡Podría usted pedir mi empleo en Administración! Oh, eso me recuerda algo que oí allí el otro día.
Bajó su voz hasta reducirla a un susurro conspirador y se inclinó sobre la mesa:
—¿Ha oído usted hablar del «Proyecto Aurora»?
—No. ¿De qué se trata?
—Es lo que estoy tratando de averiguar. Es algo muy secreto y creo que muy importante.
—¡Oh! —exclamó Gibson, súbitamente alerta—. Es posible que haya oído hablar de él. Cuéntame lo que sepas.
—Verá. Un día me quedé trabajando hasta muy tarde en la sección de archivos. Estaba sentado en el suelo, entre algunos de los muebles, clasificando papeles; entonces, entraron el Jefe y el mayor Whittaker. Estaban charlando y no se dieron cuenta de mi presencia. No era mi intención escuchar, pero ya sabe usted lo que ocurre. De pronto, el mayor Whittaker dijo algo que me dejó clavado como ante un disparo. Creo que sus palabras exactas fueron: «Pase lo que pase, en cuanto la Tierra sepa lo del Proyecto Aurora nos lo hará pagar muy caro…, por mucho éxito que logremos». El Jefe soltó una risita extraña y dijo algo así como que el fin justifica los medios. Esto es todo lo que pude oír; después se fueron enseguida. ¿Qué le parece la historia?
—¡Proyecto Aurora!
El nombre tenía algo de mágico que aceleró el pulso de Gibson. Casi con certeza debía tener algo que ver con la investigación que se llevaba a cabo en las colinas cercanas a la ciudad, aunque difícilmente podía justificar el comentario de Whittaker. ¿O quizá sí?
Gibson conocía en parte el juego de fuerzas políticas libradas entre la Tierra y Marte. Por los comentarios ocasionales de Hadfield y de la prensa local, podía apreciar que la colonia estaba atravesando un período crítico. En la Tierra se alzaban voces poderosas que protestaban por el enorme gasto que, según parecía, no dejaría de proseguir en el futuro, sin señales de reducirse. Más de una vez, Hadfield había hablado con amargura de los planes que se veía forzado a abandonar en aras de la economía y de otros proyectos para los que no podía obtener autorización.
—Veré qué puedo averiguar a través de mis… ejem… diversas fuentes de información —dijo Gibson—. ¿Lo has comentado con alguien más?
—No.
—En tu lugar, no lo haría. Quizá carezca de importancia. Te contaré cualquier cosa que averigüe.
—¿No se olvidará usted de preguntar lo de Irene, verdad?
—En cuanto se presente la oportunidad. Pero tal vez tarde algún tiempo. ¡Tendré que pescar a Hadfield con el humor apropiado!
Como detective privado Gibson era un fracaso. Hizo dos torpes intentos directos antes de descubrir que estas maniobras resultaban inútiles. Su primera víctima fue George, el tabernero, pues éste parecía saber cuanto ocurría en Marte y era uno de los contactos más valiosos. Sin embargo, esa vez no sirvió de nada.
—¿El Proyecto Aurora? —repitió, con expresión intrigada—. Nunca oí hablar de él.
—¿Seguro? —preguntó Gibson, observándole atentamente.
George pareció perderse en profundos pensamientos.
—Segurísimo —respondió al fin.
Y esto fue todo. George era un excelente actor y resultaba imposible adivinar cuándo mentía y cuándo decía la verdad.
Con el editor del Martian Times le fue algo mejor. Por lo común trataba de evitar a Westerman, pues éste se pasaba la vida intentando conseguir algún artículo suyo y él iba siempre atrasado en sus compromisos con la Tierra. Por esta causa, las dos personas que componían el personal lo miraron con cierta sorpresa cuando entró en la diminuta oficina del único periódico marciano. Tras entregar algunas copias al carbón como muestra de buena voluntad, Gibson activó la trampa.
—Estoy tratando de recoger toda la información posible con respecto al «Proyecto Aurora» —dijo, como sin darle importancia—. Sé que aún se mantiene secreto pero quiero tener todos los datos listos para cuando pueda publicarlos.
Por varios minutos reinó un silencio mortal. Por último, Westerman indicó:
—Para ese asunto le aconsejaría que viera al Jefe.
—No quisiera molestarlo. Está demasiado ocupado —dijo Gibson, con aire inocente.
—Lo siento, pero no puedo decirle nada.
—Es decir, ¿no sabe nada?
—Si prefiere expresarlo así. Sólo unos pocos habitantes de Marte podrían decirle de qué se trata.
—¿Y usted está entre ellos?
—Mantengo los ojos bien abiertos —respondió Westerman, encogiéndose de hombros—, y adivino un poco.
Esto fue todo lo que Gibson pudo sacarle. Tenía la fuerte sospecha de que el hombre sabía algo más que él mismo sobre el asunto, pero él estaba ansioso por disimular su ignorancia. Sin embargo, la entrevista había confirmado dos hechos importantes: el «Proyecto Aurora» existía en realidad y era algo muy secreto. Sólo quedaba seguir el ejemplo de Westerman: mantener los ojos abiertos y tratar de adivinar.
Decidió abandonar la empresa por el momento y darse una vuelta por los laboratorios de biofísica, donde Scuick era huésped de honor. Encontró al pequeño marciano sentado sobre las patas traseras; se tomaba las cosas con calma, mientras los científicos conversaban en un rincón sobre lo que harían a continuación. En cuanto vio a Gibson soltó un gorjeo de alegría y cruzó a saltos la habitación; en el trayecto derribó una silla pero tuvo la suerte de esquivar los artefactos más valiosos. El grupo de biólogos contempló esta demostración con cierto fastidio: era presumible que no coincidía con sus teorías sobre psicología marciana.
—¡Hola! —dijo Gibson, dirigiéndose al jefe del equipo, una vez que se hubo liberado de las garras de Scuick—, ¿os habéis puesto de acuerdo respecto a su nivel de inteligencia?
El científico se rascó la cabeza.
—Es una bestezuela extraña —dijo—. A veces tengo la impresión de que se está burlando de nosotros. Lo raro es que parece bastante diferente del resto de sus congéneres. Como usted sabe, tenemos un equipo estudiándolos sobre el terreno.
—¿Y en qué difiere Scuick de ellos?
—Hasta donde hemos podido investigar, los otros no demuestran experimentar emociones de ningún tipo. Carecen de toda curiosidad. Ya puede uno ponérseles delante mismo que al cabo de cierto tiempo, lo suficientemente largo, llegan, como máximo, a comer alrededor de los pies. Mientras no se los moleste directamente no reparan en nadie.
—¿Y si se les molesta?
—Tratan de apartarlo a uno, a empujones, como si fuera un obstáculo cualquiera. Y si no lo consiguen se van a otra parte. Por mucho que se haga es imposible sacarlos de quicio.
—¿Es buen carácter o sólo estupidez?
—Me inclino a pensar que ni una cosa ni la otra. Llevan tanto tiempo sin tropezar con enemigos naturales que la maldad les resulta inconcebible. A estas alturas deben haberse convertido en animales de costumbres; la vida les es tan dura que no pueden permitirse ciertos lujos, tales como la curiosidad, ni otro tipo de emociones.
—Siendo así, ¿cómo se explica el comportamiento de este muchachito? —preguntó Gibson, señalando a Scuick, que investigaba sus bolsillos—. No tiene hambre, puesto que acabo de ofrecerle comida; debe tratarse de pura curiosidad.
—Tal vez pasan por esta etapa mientras son jóvenes. Piense en la diferencia que existe entre un gatito y un ejemplar adulto, o un bebé y un hombre, si viene al caso.
—Es decir, que será como los otros cuando crezca.
—Tal vez, pero no es seguro. No conocemos su capacidad para aprender nuevos hábitos. Por ejemplo, tiene gran habilidad para salir de cualquier laberinto, una vez se le convence de que haga el esfuerzo.
—¡Pobre Scuick! —se compadeció Gibson—. A veces me siento culpable por haberte sacado de tu casa. Sin embargo, fue idea tuya. Vamos a dar un paseo.
Scuick saltó instantáneamente hacia la puerta.
—¿Visteis eso? —exclamó Gibson—. Comprende todo lo que digo.
—Oh, también los perros comprenden ciertas órdenes. Pero también puede ser cuestión de costumbre; usted lo ha sacado a pasear todos los días a esta hora y se ha ido habituando. ¿Puede traerlo dentro de treinta minutos? Queremos hacerle algunos electroencefalogramas.
Estos paseos vespertinos eran una forma de reconciliar a Scuick con su destino, al tiempo que tranquilizaban la conciencia de Gibson. A veces se sentía como un secuestrador de bebés que ha abandonado a su víctima inmediatamente después del rapto. Pero todo era en beneficio de la ciencia y los biólogos le habían jurado que no harían daño a Scuick bajo ningún concepto.
Los habitantes de Puerto Lowell ya se habían acostumbrado a ver a aquella extraña pareja que solía pasear diariamente por las calles, y ya no se reunían en grupos a su paso. Fuera de las horas de escuela, Scuick congregaba un cortejo de jóvenes admiradores ansiosos por jugar con él, pero a estas horas de la tarde la población infantil estaba todavía confinada.
Cuando Gibson y su compañero desembocaron en la avenida Broadway, no había nadie a la vista; al cabo de un rato apareció, a distancia, una silueta familiar. Era Hadfield, en su diario paseo de inspección, acompañado por sus dos mascotas, como de costumbre.
Fue el primer encuentro de Topacio y Turquesa con Scuick y su aristocrática serenidad sufrió un serio golpe, aunque hicieron lo posible por ocultarlo. Tirando de sus correas trataron de pasar desapercibidos detrás de las piernas de Hadfield, mientras Scuick ni siquiera reparaba en ellos.
—¡Vaya zoológico! —rió Hadfield—. Parece que a Topacio y a Turquesa no les gusta mucho tener un rival; hasta ahora han sido los únicos y han acabado por creer que el planeta les pertenece.
—¿Tiene alguna noticia desde la Tierra? —preguntó Gibson, ansioso.
—¿Respecto a su solicitud? Cielos, la envié hace apenas dos días. Ya sabe la cachaza con que se mueven allá abajo. Pasará una semana, al menos, antes de que tengamos respuesta.
La Tierra era siempre «abajo» y los planetas exteriores «arriba»; así lo había descubierto Gibson. Estos términos le sugerían una extraña imagen mental consistente en una gran pendiente que llevaba hacia el Sol, en la que los planetas se situaban a distintas alturas.
—Sin embargo, no sé qué tiene que ver todo esto con la Tierra —dijo Gibson—. Si hubiese problemas para conseguir espacio en una nave se explicaría. Pero yo estoy ya aquí y, en realidad, habrá muchos menos problemas si no regreso.
—¿Y usted cree que esos argumentos, por muy lógicos que sean, importan algo a los terráqueos encargados de crear las normas? ¡Oh, cielos, no! Todo tiene que seguir el Curso Debido.
Sin duda, Hadfield no solía hablar de forma tan liberal de sus superiores, por lo que Gibson sintió la satisfacción que se experimenta cuando se comparte una deliberada imprudencia. Era otra señal de que el Jefe Ejecutivo confiaba en él y lo consideraba su aliado. ¿Y si hiciera mención de los otros dos asuntos que le preocupaban? Irene y el Proyecto Aurora. Respecto a Irene había hecho una promesa y, tarde o temprano, tendría que cumplirla. Pero, antes, convendría mantener una conversación con la joven en persona. Sí, era una excusa perfecta para posponer el tema.
* * *
Lo pospuso durante tanto tiempo que el asunto escapó de sus manos. La misma Irene se encargó de ello, sin duda, apremiada por Jimmy, que presentó a Gibson un informe completo al día siguiente. Por la expresión del muchacho no era difícil adivinar el resultado.
La sugerencia de Irene debió de suponer un considerable golpe para Hadfield, quien, en un error común a todos los padres, creía haber dado a su hija cuanto ésta necesitaba. Sin embargo, lo tomó con calma y no provocó escena alguna. Hadfield era demasiado inteligente para adoptar actitudes de padre herido. En cambio, se limitó a dar razones contundentes por las cuales Irene no podría viajar a la Tierra antes de cumplir los veintiún años. Para entonces, él tenía planeado volver en unas largas vacaciones, a fin de recorrer el mundo con ella. Y sólo faltaban tres años.
—¡Tres años! —se lamentó Jimmy—. ¡Serían como tres siglos!
Gibson, aunque lo comprendía muy bien, trató de ver el lado bueno de las cosas.
—No es tanto tiempo. Para entonces tendrás tus diplomas y ganarás mucho más de lo que suelen hacerlo los jóvenes de tu edad. ¡Y el tiempo pasa tan rápido!
Tales consuelos, dignos de Job, no aliviaron la pesadumbre de Jimmy. Gibson iba a agregar que, afortunadamente, el tiempo de Marte aún se medía según el calendario terrícola y no de acuerdo con el año marciano de 687 días. Pero lo pensó mejor y dijo:
—De cualquier modo, ¿qué piensa Hadfield de todo esto? ¿Ha hablado de ti con Irene?
—No creo que sepa nada sobre lo nuestro.
—¡Apostaría la cabeza a que lo sabe! Te diré algo: creo que sería buena idea ir a aclarar las cosas con él.
—Lo he pensado una o dos veces —respondió Jimmy—. Pero creo que tengo miedo.
—¡Alguna vez tendrás que pasar por eso si quieres que sea tu suegro! —replicó Gibson—. Además, ¿qué puedes perder?
—Podría impedir que Irene y yo nos viéramos durante el tiempo que nos queda.
—No es de ésos; y si lo fuera, lo habría hecho hace mucho tiempo.
Jimmy lo meditó y se vio incapaz de refutarlo. Hasta cierto punto, Gibson podía comprender sus temores, pues recordaba su propio nerviosismo durante el primer encuentro con Hadfield. Y él tenía menos excusas que Jimmy, pues la experiencia le había enseñado, hacía ya mucho, que pocos hombres siguen siendo grandes cuando se los conoce íntimamente. Sin embargo, Hadfield era aún para Jimmy la cúspide, el intocable amo de Marte.
—Si voy a verlo —dijo Jimmy—, ¿qué le diré?
—¿Por qué no la verdad simple y llana? Suele obrar maravillas en estas ocasiones.
El muchacho lo miró con cierto resentimiento; nunca sabía si Gibson se reía de él o hablaba en serio. La culpa era del escritor y aquél era el principal obstáculo para el completo entendimiento entre los dos.
—Mira —dijo Gibson—, ven esta noche conmigo a casa del Jefe y habla con él. Pero piensa que también debes tener en cuenta su punto de vista. Para él puede ser un asunto pasajero que ninguno de los dos toma muy en serio. Pero si le dices que tienes intenciones de comprometerte, las cosas cambian.
Para gran alivio suyo Jimmy se mostró de acuerdo sin más discusiones. En realidad, si el muchacho era alguien debía tomar las decisiones por su cuenta, sin insistencias ajenas. Gibson era lo bastante sensato para comprender que, en su ansiedad por ayudarlo, podía hacer que Jimmy perdiera la confianza en sí mismo.
* * *
Una de las virtudes de Hadfield era que siempre y en cualquier momento podía saberse dónde encontrarlo; pero, ¡ay del que lo molestara con asuntos oficiales de rutina durante las pocas horas reservadas para su descanso! Aquel asunto, sin embargo, no era de rutina ni oficial; tampoco le cogería muy inesperadamente, según suponía Gibson, pues Hadfield no mostró la menor sorpresa cuando le vio entrar acompañado. Irene, con toda prudencia, se había evaporado. Gibson hizo otro tanto en cuanto le fue posible.
Esperó en la biblioteca examinando los libros de Hadfield, mientras se preguntaba cuántos habría podido leer el Jefe en su poco tiempo disponible. De pronto entró Jimmy.
—El señor Hadfield quiere hablar con usted —dijo.
—¿Cómo te ha ido?
—Todavía no lo sé, pero no tan terriblemente como yo suponía.
—¿Has visto? Y no te preocupes. Daré sobre ti las mejores referencias que me sea posible sin cometer perjurio.
Al entrar en el estudio, Gibson encontró a Hadfield hundido en uno de los sillones, contemplando la alfombra como si la viera por primera vez. Con un ademán indicó a su visitante que tomara asiento.
—¿Cuánto hace que conoce usted a Spencer? —preguntó.
—Sólo después que partimos de la Tierra. No lo conocí hasta subir a la Ares.
—¿Y usted cree que basta ese tiempo para formarse una opinión clara sobre una persona?
—¿Basta acaso una vida entera? —contraatacó con rapidez Gibson.
Hadfield, con una sonrisa, levantó la vista por primera vez.
—No rehúya el tema —dijo, sin dar muestras de irritación—. ¿Qué piensa usted de él? ¿Le gustaría tenerlo como hijo político?
—Sí —respondió Hadfield, sin dudar—. Me gustaría.
Por suerte, Jimmy no oyó la conversación que mantuvieron durante los diez minutos siguientes; sin embargo, en otros aspectos quizá fuera una pena, pues le habría ayudado mucho a comprender los sentimientos de Gibson. Hadfield, con su cuidadoso interrogatorio, ponía a prueba a Gibson en tanto averiguaba cuanto le era posible sobre Jimmy. El escritor debió haberlo previsto, y el hecho de que lo hubiese pasado por alto en su deseo de ayudar a Jimmy acrecentaba su mérito. Súbitamente, las preguntas de Hadfield cambiaron de dirección de ataque, hallándole totalmente desprevenido.
—Dígame, Gibson —continuó—. ¿Por qué se toma tantas molestias por el joven Spencer? Según dice, lo conoce desde hace sólo cinco meses.
—Es cierto. Pero a las pocas semanas descubrí que sus padres fueron compañeros míos en la universidad.
Se le había escapado, sin poder evitarlo. El Jefe levantó levemente las cejas; sin duda, se preguntaría por qué Gibson no había llegado a graduarse. Pero era demasiado prudente para iniciar el tema y se limitó a formular unas pocas preguntas casuales con respecto a los padres de Jimmy y a la época en que él los había conocido.
Al menos, parecían casuales, lógicas, y Gibson las respondió con toda inocencia, sin recordar que estaba frente a una de las mentes más agudas del sistema solar, la cual podía competir con la suya en el análisis de los motivos y las fuentes de la conducta humana. Cuando comprendió lo que estaba ocurriendo, era ya demasiado tarde.
—Lo siento —dijo Hadfield con engañosa suavidad—, pero a su historia le falta convicción. No digo que usted mienta. Es perfectamente posible que se tome tanto interés en el muchacho por haber conocido a los padres hace veinte años. Pero está dejando a un lado demasiadas cosas y es obvio que todo esto le afecta muy profundamente.
De súbito se incorporó, para blandir un dedo ante Gibson.
—No soy tonto, Gibson, y mi oficio es comprender la mente humana. No conteste si no quiere, pero me debe esta respuesta. Jimmy Spencer es hijo suyo, ¿verdad?
La bomba había estallado y la explosión pasó. En el silencio siguiente Gibson experimentó tan sólo un enorme alivio.
—Sí —dijo—. Es mi hijo. ¿Cómo lo ha adivinado?
Hadfield sonrió; parecía complacido consigo mismo, como el que ha solucionado finalmente un problema que venía preocupándole desde tiempo atrás.
—Es extraordinaria la ceguera de los hombres respecto a las consecuencias de sus propios actos. ¡Y con qué facilidad desdeñan el poder de observación ajeno! Entre usted y Spencer hay un parecido leve, pero notable. La primera vez que los vi juntos pregunté si eran parientes y me sorprendió mucho enterarme de que no era así.
—Es muy extraño —intercaló Gibson—; pasamos tres meses juntos en la Ares y nadie lo notó.
—¿Le parece a usted tan extraño? Los compañeros de Spencer creían conocer sus antecedentes y nunca se les ocurrió asociarlo con usted. Tal vez eso les impidió descubrir el parecido que yo capté de inmediato puesto que no tenía ideas preconcebidas. Pero lo habría tomado por una mera coincidencia si usted no me hubiese contado su historia. Esto proporcionó las claves que faltaban. Dígame, ¿lo sabe Spencer?
—Ni siquiera lo sospecha; estoy seguro.
—¿Y por qué está tan seguro? ¿Por qué no se lo ha dicho usted?
El interrogatorio era implacable, pero Gibson no lo tomó a mal. Nadie tenía más derecho que Hadfield a preguntarle tales cosas. Y él necesitaba confiar en alguien, tal como Jimmy lo había necesitado en la Ares, cuando comenzara el descubrimiento del pasado. ¡Y pensar que él mismo había dado origen a todo aquello! Sin la menor idea, por cierto, de lo que resultaría después.
—Creo que es mejor empezar por el principio —dijo, moviéndose incómodo en el sillón—. Cuando abandoné la facultad tuve un colapso nervioso y estuve hospitalizado durante más de un año. Al salir había perdido todo contacto con mis amigos de Cambridge; aunque unos pocos trataron de continuar las relaciones, yo no quería recordar el pasado. Por supuesto, me encontraba con alguno de vez en cuando. Sin embargo, sólo varios años después tuve noticias de lo que le ocurrió a Kathleen, la madre de Jimmy. Por aquel entonces, ella ya había muerto.
Hizo una pausa; después de tantos años volvía a recordar la poca emoción que le causaron aquellas noticias y su intrigado desconcierto ante tan escasa reacción.
—Supe que había tenido un hijo —continuó—, pero no me preocupé mucho. Siempre habíamos… tomado precauciones, o al menos eso creíamos. Pensé que el chico era de Gerald; no sabía cuándo se habían casado ni cuándo había nacido Jimmy, ¿comprende usted? Quería olvidar todo aquello y lo borré de mi mente. Ni siquiera puedo recordar si en algún momento se me ocurrió que el muchacho pudiera ser mío. Tal vez le cueste creerlo, pero así fue.
»Y de pronto conocí a Jimmy; todo volvió a cobrar actualidad. Al principio sentí pena por él y después le tomé cariño. Pero nunca imaginé quién era. Trataba incluso de encontrarle un parecido con Gerald, aunque no podía apenas recordar a aquel hombre.
»¡Pobre Gerald! Naturalmente, él había sabido toda la verdad, pero amaba a Kathleen y se sintió feliz de casarse con ella bajo cualquier condición. Tal vez era tan digno de lástima como ella, pero eso jamás se sabrá.
—¿Y cuándo descubrió la verdad? —insistió Hadfield.
—Hace apenas una semana, cuando Jimmy me pidió que firmara como testigo algunos documentos oficiales que debía llenar; era su solicitud para empezar a trabajar aquí. Fue en esa ocasión cuando supe su fecha de nacimiento.
—Comprendo —dijo Hadfield, pensativo—. Pero ni siquiera esto es una prueba absoluta, ¿verdad?
—Estoy completamente seguro —replicó Gibson, con un amor propio tan evidente que Hadfield no pudo contener una sonrisa—; fui el único. Y aunque tuviera alguna duda, usted acaba de despejarlas.
—¿Y Spencer? —preguntó Hadfield, volviendo a su pregunta original—. No me ha dicho por qué está usted tan seguro de que él no lo sabe. ¿Acaso no puede haber verificado un par de fechas? Por ejemplo, el día en que se casaron los padres. Lo que usted le contó puede haber despertado sus sospechas.
—No lo creo —respondió Gibson, lentamente, eligiendo las palabras con la delicada precisión que emplea un gato para caminar por una ruta mojada—. Tiene una imagen idealizada de su madre, ¿entiende?; aunque sospeche que no se lo he contado todo, no creo que haya llegado a la conclusión correcta. No es de los que hubiesen guardado silencio sobre una cosa así. Además, no tendría pruebas, ni siquiera conociendo la fecha de matrimonio de los padres… y esto es algo que pocos saben. No, estoy seguro. Él no lo sospecha y temo que cuando lo descubra se llevará una fuerte impresión.
Hadfield guardó silencio sin que Gibson pudiera adivinar sus pensamientos. No era una historia muy edificante, pero, al menos, había dado pruebas de franqueza.
Al fin, Hadfield se encogió de hombros; aquel gesto pareció condensar toda una vida de estudios sobre la naturaleza humana.
—Él le tiene aprecio —dijo—. Lo superará sin problemas.
Gibson se relajó con un suspiro de alivio. Lo peor había pasado.
* * *
—¡Dios mío, cuánto ha tardado! —dijo Jimmy—. Pensé que no acabaría jamás. ¿Qué ha pasado?
—No te preocupes —respondió Gibson, tomándole del brazo—. Todo saldrá bien.
* * *
Creía estar diciendo la verdad y deseaba que fuera así. Hadfield se había mostrado mucho más sensato de lo que otros padres habrían hecho en su lugar.
—Poco me importa quiénes hayan sido los padres de Spencer —fue su respuesta—. No estamos en la época victoriana. Lo único que me importa es el muchacho y debo decir que mi opinión es favorable. Ya he tenido una larga charla sobre él con el capitán Norden, por lo que no me baso únicamente en la entrevista de esta noche. ¡Oh, sí, lo preví hace tiempo! Había algo que era inevitable dada la escasez de muchachos jóvenes en Marte.
Extendió las manos frente a sí (Gibson ya había reparado en esta costumbre suya), para mirarse los dedos como si nunca hasta entonces los hubiera visto.
—Podemos anunciar el compromiso mañana mismo —dijo, con suavidad—. Pero, ¿qué dice usted sobre ello?
Y miró fijamente a Gibson, quien le devolvió la mirada sin parpadear.
—Haré lo que sea mejor para Jimmy —dijo—, en cuanto haya decidido qué es lo mejor.
—¿Sigue con la idea de quedarse en Marte?
—También he pensado en este aspecto. Pero si volviera a la Tierra, ¿qué ganaría? Sólo podría ver a Jimmy un par de meses al año. En realidad, de ahora en adelante lo veré más seguido si me quedo en Marte.
—Sí, supongo que así será —replicó Hadfield, sonriente—. Queda por ver cómo se las arreglará Irene para disfrutar de un esposo que pasa la mitad de su vida en el espacio. Pero las esposas de los marineros han sobrellevado ese problema durante mucho tiempo. —Se interrumpió abruptamente, para agregar luego—: ¿Sabe usted qué haría yo en su lugar?
—Me alegraré mucho de que me dé su opinión —expresó Gibson, con sinceridad.
—Deje las cosas como están hasta que no se hayan comprometido y todo esté en marcha. No se ganaría nada con que usted revelara ahora su identidad; al contrario, podría ser bastante perjudicial. En cambio, más tarde podrá decirle a Jimmy quién es usted…, o quién es él, según cómo se vean las cosas. Pero el momento apropiado tardará en llegar.
Era la primera vez que Hadfield se refería a Spencer por su nombre de pila. Probablemente lo había hecho sin premeditación, pero para Gibson aquélla fue una señal clara e inequívoca de que lo consideraba ya su hijo político. Esta seguridad le inspiró una súbita sensación de afinidad y simpatía hacia Hadfield. Los unía una dedicación sin egoísmos al mismo propósito: la felicidad de los dos hijos en quienes veían renacer su propia juventud.
Más tarde, al repasar los hechos, Gibson identificaría ese momento con el comienzo de su amistad con Hadfield, el primer hombre a quien podía entregar su admiración y su respeto sin reservas. Y aquella amistad tendría un papel de mucha importancia en el futuro de Marte, hasta un punto que ninguno de los dos habría podido prever.