CAPÍTULO XIII

Tras lo que dio en llamarse el accidente más provechoso en la historia de la exploración marciana, la visita a Trivium Charontis y Puerto Schiaparelli resultó, inevitablemente, una especie de desilusión. En realidad, Gibson habría preferido posponerla para regresar inmediatamente a Puerto Lowell con su presa. Había tenido que abandonar todo intento de liberarse de Scuick y, suponiendo que todos los colonos estarían deseando ver a un marciano en carne y hueso, decidió emprender el viaje con la pequeña criatura.

Pero Puerto Lowell no les dio autorización para regresar; pasarían diez días antes de que pudieran ver nuevamente la capital. Bajo las grandes cúpulas se estaba librando una de las batallas decisivas para la posesión del planeta. Gibson sólo tuvo noticias de ella a través de los informes de radio; era una lucha callada, pero mortal, y se sintió agradecido por haberse librado de ella.

La epidemia que una vez pidiera el doctor Scott se había presentado. En su apogeo, los enfermos de fiebre marciana llegaron a sumar el diez por ciento de la población. Pero el suero traído desde la Tierra dominó el brote y la batalla se ganó al único precio de tres víctimas mortales. Fue aquélla la última vez que la fiebre amenazó la colonia.

Trasladar a Scuick hasta Puerto Schiaparelli creaba considerables dificultades, pues era necesario llevar también grandes cantidades de su principal alimento. Al principio pareció dudoso que pudiera vivir en la atmósfera oxigenada de las cúpulas, pero pronto se descubrió que no le molestaba en absoluto, aunque reducía considerablemente su apetito. La explicación de esta afortunada casualidad no pudo darse hasta mucho después. Lo que nunca pudo saberse fue la razón por la que Scuick se había apegado tanto a Gibson. Algunos sugerían, con poca gentileza, que se debía a la similitud de sus siluetas.

Antes de continuar el viaje, Gibson y sus colegas, acompañados por el piloto del avión de rescate y la cuadrilla de reparaciones que llegó algo después, hicieron varias visitas a la pequeña familia de marcianos. No descubrieron ningún otro grupo y Gibson se preguntó si serían los últimos especímenes del planeta. No era así, como se descubriría más tarde.

Mientras el avión de rescate los buscaba a lo largo de la ruta de vuelo, su piloto había recibido un mensaje radiado desde Phobos, donde se informaba sobre destellos brillantes vistos en Aetheria. (El modo en que podían haberlos provocado intrigó considerablemente a todo el mundo, hasta que Gibson dio la explicación, con justificado orgullo.) Tras descubrir que las unidades a reacción podían reemplazarse en pocas horas, decidieron esperar a que las reparaciones quedaran terminadas y emplear este tiempo estudiando a los marcianos en su hábitat natural. Fue entonces cuando Gibson tuvo la primera sospecha en cuanto al secreto de su existencia.

Probablemente, en un pasado remoto habían necesitado respirar oxígeno y sus procesos vitales dependían aún de este elemento. No podían obtenerlo directamente del suelo, donde existía por trillones de toneladas, pero las plantas que comían eran capaces de suministrárselo. Gibson no tardó en descubrir que las numerosas «vainas» de las hojas contenían oxígeno a alta presión. Los marcianos habían logrado retardar sus metabolismos hasta desarrollar un equilibrio, casi una simbiosis, con las plantas que les proveían, literalmente, la comida y el aire. Era un equilibrio precario que hacía pensar en que cualquier catástrofe natural acabaría con él en cualquier momento. Pero en Marte las condiciones habían llegado a la estabilidad hacía mucho tiempo, y ese equilibrio se mantendría durante siglos, a menos que el hombre interfiriera en él.

Las reparaciones exigieron más tiempo del que habían calculado, por lo que llegaron a Puerto Schiaparelli tres días después de la partida de Puerto Lowell. La segunda ciudad de Marte no contaba sino con mil habitantes, quienes vivían bajo dos cúpulas levantadas sobre una meseta larga y angosta. Aquél había ido el sitio donde se aterrizó en Marte por primera vez, y la ubicación de la ciudad era, por lo tanto, un accidente histórico. Sólo varios años después, cuando comenzaron a conocerse mejor los recursos del planeta, se decidió trasladar el centro de gravedad de la colonia a Lowell, con lo que se interrumpió la expansión de Schiaparelli.

En muchos aspectos, la pequeña ciudad era una réplica exacta de su rival, aunque ésta fuera mayor y más moderna. Sus especialidades eran la ingeniería ligera, la investigación geológica (o aerológica, mejor dicho) y la exploración de las regiones circundantes. El hecho de que Gibson y sus compañeros hubiesen tropezado accidentalmente con el mayor descubrimiento efectuado en Marte hasta este momento fue, por lo tanto, causa de cierta envidia.

La visita tuvo un efecto contraproducente para la actividad normal de Puerto Schiaparelli, pues, dondequiera que iba Gibson, todo se detenía y la gente se agrupaba en torno a Scuick. La ocupación favorita era llevarlo hasta un sitio de iluminación uniforme para ver cómo se tornaba completamente negro, tratando de aprovechar al máximo aquella bendición. Fue en esta ciudad donde alguien tuvo la deplorable idea de proyectar imágenes simples sobre Scuick para fotografiar el resultado antes de que se borrara. Y cierto día, Gibson tuvo el disgusto de hallar una fotografía de su mascota plasmando la caricatura burda, pero reconocible, de una conocida estrella de la televisión.

En general, la estancia en Puerto Schiaparelli fue poco grata. Bastaron tres días para ver cuanto valía la pena, y los pocos paseos que pudieron hacer por los alrededores no resultaron de gran interés. Jimmy vivía preocupado por Irene y hacía costosas llamadas a Puerto Lowell. Gibson se sentía impaciente por volver a la gran ciudad, a la que, poco tiempo antes, calificara como «aldea superdesarrollada». Sólo Hilton, quien parecía poseer ilimitadas reservas de paciencia, tomaba las cosas con calma; mientras los otros armaban ruido a su alrededor, él descansaba.

Hubo sólo un hecho emocionante durante la estancia en la ciudad. Gibson se había preguntado con frecuencia, un poco aprensivo, qué ocurriría si alguna vez fallaba la cúpula a presión. Una tarde despejada tuvo la respuesta (o cuanto quería saber al respecto), mientras entrevistaba al ingeniero en jefe de la ciudad, en el despacho de este último. Scuick estaba con ellos, erguido sobre sus largos y flexibles miembros inferiores, como un extraño muñeco para bebés.

En el curso de la entrevista, Gibson notó que su víctima daba muestras de una inquietud mayor que la normal en estos casos. Sus pensamientos estaban muy lejos, sin duda, y parecía estar a la espera de que algo ocurriera. De pronto, sin previo aviso, todo el edificio se estremeció ligeramente, como bajo los efectos de un terremoto. Se sucedieron otros dos temblores a intervalos iguales. Una voz clamó con urgencia por los altavoces instalados en la pared:

—¡Fuga de aire! ¡Simulacro! ¡Diez segundos para buscar refugio! ¡Fuga de aire! ¡Simulacro! ¡Diez segundos para buscar refugio!

Gibson, que había saltado de la silla, comprendió inmediatamente que no era necesario moverse. A cierta distancia se oyeron golpes de puertas. Luego se hizo el silencio. El ingeniero se levantó para dirigirse a la ventana que daba a la calle principal.

—Por lo visto, todos se han refugiado —dijo—. No es posible, por supuesto, efectuar estas pruebas por sorpresa. Hay una por mes y debemos advertir a la población en qué día se producirá para que no crean real el accidente.

—¿Y qué deben hacer? —preguntó Gibson.

Se lo habían explicado ya dos veces pero no lo recordaba bien.

—En cuanto se produce la señal (es decir, las tres explosiones subterráneas) hay que ponerse a cubierto; si se está en el interior de un edificio, uno tiene la obligación de tomar su máscara de respiración para rescatar a cualquiera que no logre hacerlo. Como usted comprenderá, si se pierde la presión, cada casa se convierte en una unidad separada con aire suficiente para varias horas.

—¿Y los que están fuera?

—La presión tarda varios segundos en perderse totalmente y, como cada edificio tiene su propia esclusa de aire, siempre es posible buscar refugio a tiempo. Aunque uno se desmaye en el exterior no le pasará nada si lo rescatan en dos minutos, a menos que sufra del corazón. Y los enfermos cardíacos no pueden venir a Marte.

—Bien, espero que nunca haga falta poner en práctica estas teorías.

—También nosotros lo esperamos. Pero en Marte debemos estar preparados para cualquier cosa. Ah, aquí llega la señal de «Problema resuelto».

El altavoz volvía a funcionar:

—El ejercicio ha terminado. Quienes no hayan logrado ponerse a salvo en el tiempo debido, sírvanse informar a la Administración por los medios acostumbrados. Fin de la transmisión.

—¿Lo harán? —preguntó Gibson—. Es de esperar que muchos callen.

El ingeniero se echo a reír.

—Eso depende. Callarán si ha sido culpa suya, pero es la mejor manera de descubrir los puntos débiles de nuestras defensas. A veces, alguien viene a decir: «Mire, estaba limpiando uno de los hornos de metales cuando sonó la alarma; tardé dos minutos en salir de aquel maldito lugar. ¿Qué debo hacer si hay una verdadera pérdida de aire?». En estos casos nos corresponde a nosotros, si es posible, buscar la solución.

Gibson miró con envidia a Scuick, que parecía dormido, aunque las sacudidas ocasionales de sus grandes orejas demostraban que escuchaba la conversación con cierto interés.

—Sería hermoso vivir como él, sin preocuparse por la presión del aire. Así podríamos hacer algo importante en Marte.

—¿Lo cree usted? —replicó el ingeniero, pensativo—. ¿Qué han hecho ellos, salvo sobrevivir? Siempre es fatal adaptarse al medio. Es mucho mejor adaptar el medio a nuestras necesidades.

Estas palabras eran casi un eco del comentario hecho por Hadfield en su primer encuentro con Gibson, y éste las recordaría con frecuencia durante los años siguientes.

El regreso a Puerto Lowell fue casi un desfile triunfal. La capital rebosaba alegría debido a la derrota de la epidemia y estaba ansiosa por ver a Gibson y a su presa. Los científicos habían preparado una auténtica recepción para Scuick, especialmente los zoólogos, quienes se veían ante la tarea de justificar sus primeras afirmaciones respecto a la ausencia de vida animal en Marte.

Antes de entregar su mascota a los expertos, Gibson les hizo jurar solemnemente que ni siquiera pensarían en disecarlo. Después, lleno de ideas, se apresuró a visitar al Jefe.

Hadfield lo recibió calurosamente. Gibson notó con interés el visible cambio de actitud hacia él. Al principio se había mostrado…, no exactamente hostil, pero sí algo reservado, sin intentar disimular siquiera el hecho de que creía muy molesta la presencia de Gibson en Marte, una carga más que se añadía a las que ya llevaba. Esta actitud había ido cambiando lentamente y ahora resultaba obvio que el Jefe Ejecutivo ya no lo consideraba una calamidad irremediable.

—Usted ha agregado algunos ciudadanos interesantes a mi pequeño imperio —dijo Hadfield, con una sonrisa—. Acabo de echar una mirada a su simpática mascota. Ya ha mordido al Jefe del cuerpo médico.

—Confío en que lo estén tratando debidamente —expresó Gibson, ansioso.

—¿A quién? ¿Al jefe del cuerpo médico?

—No, a Scuick, por supuesto. Me gustaría saber si hay alguna otra forma de vida animal aún no descubierta, tal vez más inteligente.

—En otras palabras, si éstos son o no los únicos marcianos genuinos.

—Sí.

—Pasarán años antes de que lo sepamos con certeza, pero estoy casi seguro de que así es. Las condiciones que les han facilitado la subsistencia no se dan en muchos lugares del planeta.

—Precisamente quería hablarle sobre esto.

Gibson metió la mano en el bolsillo y sacó una brizna de «alga» parda. Perforó una de las vainas y se produjo el ligero silbido del gas al escapar.

—Si cultivamos esto de modo conveniente, podría resolver el problema del oxígeno en las ciudades y eliminar toda esa complicada maquinaria actual. Con bastante arena para alimentar las plantas, éstas darían todo el oxígeno necesario.

—Prosiga —dijo Hadfield, sin comprometerse.

—Naturalmente, habría que hacer una selección para obtener una variedad capaz de dar la mayor cantidad de oxígeno posible —continuó Gibson, entusiasmado con el tema.

—Por supuesto —replicó Hadfield.

Gibson miró a su interlocutor con una súbita sospecha, consciente de que su actitud era extraña. En los labios de Hadfield asomaba una leve sonrisa.

—¡Me parece que usted no me toma en serio! —protestó Gibson con amargura.

Hadfield se irguió en su asiento.

—¡Al contrario! —replicó—. Le estoy tomando mucho más en serio de lo que usted imagina.

Mientras jugaba con el pisapapeles pareció llegar a una decisión. Se inclinó bruscamente hacia el intercomunicador de su escritorio y oprimió una llave.

—Consígame una Pulga de Arena y un conductor —dijo—. Que me esperen en la salida Uno Oeste dentro de treinta minutos.

Y se volvió hacia Gibson, preguntando:

—¿Cree que podrá estar listo a esa hora?

—¿Cómo? Oh, sí, supongo que sí. Sólo tengo que ir hasta el hotel por mi equipo de respiración.

—Entonces, lo veré en media hora.

Gibson llegó con diez minutos de adelanto, el cerebro convertido en un torbellino. La división de Transportes se las había arreglado para conseguir un vehículo a tiempo y el Jefe, como siempre, fue puntual. Gibson no logró escuchar las indicaciones que dio al conductor; la Pulga saltó hacia el exterior de la cúpula en dirección a la ruta que circundaba la ciudad.

—Lo que estoy haciendo es una imprudencia, Gibson —dijo Hadfield, en tanto el paisaje, verde y brillante, pasaba junto a ellos—. ¿Me da usted su palabra de que no dirá nada mientras yo no lo autorice?

—Claro que sí —respondió Gibson, sorprendido.

—Le creo porque me parece que usted está de nuestra parte y porque no ha estorbado tanto como yo pensaba.

—Gracias —respondió Gibson, en tono seco.

—Y también por lo que nos ha enseñado respecto a nuestro propio planeta. Supongo que le debo algo a cambio.

La Pulga había girado hacia el sur siguiendo el sendero que llevaba hacia las colinas. Y de pronto Gibson comprendió hacia dónde iban.

* * *

—¿Te preocupaste mucho al conocer nuestro accidente? —preguntó Jimmy, ansioso.

—Por supuesto —respondió Irene—. Me afligí muchísimo. La preocupación por ti no me dejaba dormir.

—Pero ahora que todo ha terminado, ¿no crees que valía la pena?

—Supongo que sí, pero he de recordar constantemente que dentro de un mes tendrás que irte. Oh, Jimmy, ¿qué vamos a hacer?

Una profunda desesperación cayó sobre los dos enamorados. La satisfacción de Jimmy se convirtió en melancolía. No había forma de escapar a lo inevitable: la Ares despegaría de Deimos en menos de cuatro semanas y tal vez pasarían años antes de que pudiera volver a Marte. Era una perspectiva demasiado terrible para expresarla con palabras.

—Yo no podría quedarme en Marte aunque me autorizaran —dijo—. No puedo ganarme la vida mientras no esté graduado, y todavía me quedan dos años de trabajo y un viaje a Venus. ¡Sólo hay una solución!

Los ojos de Irene se iluminaron, pero volvió a caer en la tristeza.

—Oh, ya he pasado por esto. Estoy segura de que papá no lo permitiría.

—De todos modos, nada se pierde con probarlo. Le pediré a Martin que lo hable con él.

—¿Al señor Gibson? ¿Crees que se prestará?

—Sin duda, si yo se lo pido. Y sabrá presentar las cosas de forma convincente.

—No veo por qué tendría que tomarse tanta molestia.

—Oh, me tiene afecto —replicó Jimmy, con mucha confianza—. Y sé que estará de acuerdo con nosotros. No es correcto que sigas retenida en Marte y no conozcas la Tierra. París, Nueva York, Londres…, quien no las ha visto no ha vivido. ¿Sabes cuál es mi opinión?

—¿Cuál?

—Tu padre es muy egoísta al mantenerte aquí.

Irene puso mala cara. Sentía mucho cariño por su padre y el primer impulso fue defenderlo con vigor. Pero sentía la llamada de dos afectos y era evidente cuál ganaría, tarde o temprano. Jimmy, comprendiendo que había ido demasiado lejos, agregó:

—Él quiere lo mejor para ti, no lo dudo, pero tiene demasiadas cosas en que ocuparse. Probablemente ha olvidado cómo es la Tierra; no comprende lo que estás perdiendo. No, debes salir de aquí antes de que sea demasiado tarde.

Irene pareció vacilar todavía. Por último, su sentido del humor, mucho más agudo que el de Jimmy, vino en su rescate.

—Si estuviéramos en la Tierra y tuvieras que volver a Marte —dijo—, ¿sabrías demostrarme con la misma facilidad que debo seguirte hasta allá?

Jimmy pareció algo dolorido, pero enseguida comprendió que Irene no se burlaba de él.

—De acuerdo —dijo—. Está decidido. Hablaré con Martin en cuanto le vea…, y le pediré que convenza a tu padre. Ahora olvidemos el asunto hasta entonces, ¿de acuerdo?

Y lo hicieron casi por completo.

* * *

El pequeño anfiteatro de las colinas cercanas a Puerto Lowell era tal como Gibson lo recordaba, aunque el verde de su brillante vegetación se había oscurecido un poco, atento ya a los primeros signos del otoño, aún distante. La Pulga de Arena se detuvo frente a la mayor de las cuatro primeras cúpulas; Gibson y Hadfield se dirigieron a la esclusa de aire.

—La vez anterior —dijo Gibson, en tono seco— me dijeron que debíamos desinfectarnos antes de entrar.

—Una ligera exageración para desanimar a los visitantes indeseables —dijo Hadfield, sin turbarse en absoluto—. Antes empleábamos esas precauciones pero ya no son necesarias.

La puerta exterior se abrió a su señal y ambos se quitaron rápidamente las máscaras de respiración. La puerta interior giró sobre sus goznes permitiéndoles entrar a la cúpula. Allí los esperaba un hombre vestido con la típica bata blanca de los científicos (más concretamente, con la bata blanca y perfectamente limpia que corresponde a un científico de alta categoría).

—Hola, Baines —saludó Hadfield—. Gibson, le presento al profesor Baines. Supongo que ya habéis oído hablar el uno del otro.

Se estrecharon la mano. Gibson sabía que Baines era uno de los principales expertos mundiales en genética de plantas y había leído, hacía uno o dos años, que viajaría a Marte para dedicarse al estudio de su flora.

—Así que usted es el nuevo descubridor de la Oxyfera —dijo Baines, soñador.

Era un hombre fuerte y corpulento, cuyo aspecto distraído contrastaba sorprendentemente con su constitución maciza y sus rasgos bien marcados.

—¿Así la llamáis? —preguntó Gibson—. Pues yo creía ser el descubridor, pero empiezo a tener mis dudas.

—Lo que usted descubrió es de igual importancia —le aseguró Hadfield—. Pero a Baines no le interesan los animales, de modo que no vale la pena hablarle de sus amigos marcianos.

Mientras hablaba iban caminando entre tabiques provisionales que dividían la cúpula en numerosos cuartos y corredores. Todo aquello parecía haber sido construido con mucha prisa; pasaron junto a hermosos aparatos científicos emplazados sobre vulgares cajones de embalaje; por doquier reinaba una atmósfera de improvisación febril. Sin embargo, Gibson notó con extrañeza que había muy pocas personas trabajando; parecía que la tarea que debían desarrollar estuviera ya concluida, por lo que bastaba un mínimo de personal en funciones.

Baines los condujo hasta una esclusa de aire que conducía a una de las otras cúpulas. En tanto esperaban a que se abriera la última puerta les dijo:

—Esto suele irritar un poco la vista.

Ante esta advertencia, Gibson se llevó la mano a la frente a modo de visera. Tuvo una fuerte sensación de luz y de calor, como si hubiese pasado del polo al trópico en un solo paso. Una batería de poderosas lámparas inundaba de luz aquella cámara hemisférica. El aire tenía una densidad opresiva que no se debía al calor; se preguntó qué clase de atmósfera estaría respirando.

La cámara no tenía compartimento alguno; era sólo un gran espacio circular, dividido en parcelas en las que crecían todas las plantas que Gibson viera en Marte y muchas más. Una cuarta parte de la superficie estaba cubierta de unas hojas altas y pardas que Gibson reconoció de inmediato.

—De modo que ya las conocíais —observó, sin sorpresa ni desilusión.

(Después de todo, Hadfield estaba en lo cierto: los marcianos eran mucho más importantes.)

—Sí —dijo Hadfield—. Fueron descubiertas hace unos dos años; abundan a lo largo del cinturón ecuatorial. Sólo vegetan a pleno sol; el grupito que usted encontró es el más septentrional de cuantos se han descubierto por el momento.

—Hace falta mucha energía para absorber el oxígeno contenido en la arena —explicó Baines—. Aquí las hemos ayudado por medio de luces y llevamos a cabo algunos experimentos. Venga a ver los resultados.

Gibson siguió con cuidado el angosto sendero hasta una de las parcelas. Aquellas plantas no eran, si las miraba de cerca, iguales a las que él descubriera, aunque fueran, sin duda, de la misma especie. La diferencia más notable consistía en la ausencia de vainas gasíferas, reemplazadas por miríadas de poros diminutos.

—Aquí está lo importante —dijo Hadfield—. Hemos desarrollado una variedad que exhala directamente el oxígeno al aire, pues ya no necesita almacenarlo. Mientras tenga luz y calor en abundancia puede extraer cuanto necesita de la arena y exhalar el resto. Todo el oxígeno que usted está respirando en este momento proviene de las plantas; no hay otra fuente en esta cúpula.

—Ya comprendo —dijo Gibson, con lentitud—. Es decir, ustedes ya habían tenido la misma idea que yo, y han ido mucho más lejos. Pero no entiendo aún la necesidad de tanto secreto.

—¿Qué secreto? —preguntó Hadfield, con aire de inocencia ofendida.

—¡Caramba! —protestó Gibson—. ¡Acaba de pedirme que no diga nada con respecto a este lugar!

—Oh, es sólo porque dentro de unos días haremos un anuncio oficial y no deseamos despertar falsas expectativas. Pero en realidad no ha habido tal secreto.

Mientras volvían a Puerto Lowell, Gibson meditó sobre este último comentario. Hadfield le había revelado cosas importantes, pero ¿le había dicho toda la verdad? ¿Qué papel desempeñaba Phobos en este esquema? Tal vez sus sospechas sobre el satélite más próximo eran totalmente infundadas y éste no tenía conexión alguna con el proyecto. Le habría gustado preguntar directamente a Hadfield otras varias cosas pero no lo hizo; quizá sirviera sólo para hacer el papel de tonto.

De regreso, cuando las cúpulas de Puerto Lowell comenzaban a trepar por el escarpado horizonte convexo, se atrevió a tocar el tema que lo venía preocupando desde hacía dos semanas.

—La Ares volverá a la Tierra dentro de veinte días, ¿verdad? —preguntó a Hadfield.

Éste se limitó a asentir; evidentemente, la pregunta era mera retórica, pues Gibson conocía la respuesta, como cualquier otro.

—Estaba pensando —continuó lentamente el escritor— que me gustaría permanecer un poco más en Marte. Quizás hasta el próximo año.

—Oh —exclamó Hadfield.

Aquello no revelaba aprobación ni desagrado, y Gibson se sintió algo resentido ante el fracaso de su asombroso anuncio.

—¿Y qué hará con su trabajo? —preguntó Hadfield.

—Igual puedo hacerlo aquí que en la Tierra.

—Como usted bien sabe —observó Hadfield—, en el caso de quedarse aquí tendría que ejercer alguna profesión útil.

Y añadió, con una sonrisa algo irónica:

—¡Qué falta de tacto!, ¿verdad? Me refiero a que usted debería colaborar en el gobierno de la colonia. ¿Ha pensado algo al respecto?

Esto era muy alentador; al menos, significaba que Hadfield no rechazaba de plano su sugerencia. Pero Gibson había pasado por alto ese punto en su primer arranque de entusiasmo.

—No pensaba establecerme aquí de modo permanente —dijo con humildad—. Sólo quisiera tener un poco más de tiempo para estudiar a los marcianos y ver si puedo hallar algunos más. Por otra parte, no quiero irme de Marte precisamente cuando las cosas empiezan a ponerse interesantes.

—¿A qué se refiere? —preguntó rápidamente Hadfield.

—Pues, a estas plantas de oxígeno y a la Cúpula Siete, que entrará próximamente en funcionamiento. Quiero ver qué resulta de todo esto en los próximos meses.

Hadfield miró a su pasajero, pensativo. No estaba tan sorprendido como Gibson había supuesto, pues no era la primera vez que sucedía algo así. Había llegado a preguntarse si Gibson sería uno de aquellos casos, y el nuevo aspecto de la cuestión no le desagradaba en absoluto.

La explicación, en realidad, era muy simple. Gibson era más feliz allí de lo que había sido nunca en la Tierra. Había efectuado ya una buena contribución y sentía que se estaba convirtiendo en parte de la comunidad marciana. La identificación era ya casi completa y el ataque que Marte hiciera contra su vida sólo había fortalecido su decisión de quedarse. Regresar a la Tierra no sería ya volver a la patria, sino perderse en el exilio.

—Pero el entusiasmo no basta, ¿sabe?

—Lo comprendo bien.

—Este pequeño mundo nuestro se basa en dos cosas: habilidad y mucho trabajo. Si no contáramos con ellas sería mejor volver a la Tierra.

—El trabajo no me asusta; sin duda, puedo aprender alguno de los trabajos administrativos que se hacen aquí…, y muchos de los trabajos técnicos de rutina.

«Tal vez tenga razón», pensó Hadfield. La habilidad para cumplir estas tareas era una función de la inteligencia, y Gibson la tenía en abundancia. Pero hacía falta algo más que inteligencia: había también factores personales. Sería mejor no alentar las esperanzas del escritor mientras no hubiese hecho nuevas averiguaciones; también debía discutir el asunto con Whittaker.

—Le diré qué podemos hacer —dijo—. Presente usted una solicitud provisoria para quedarse y yo la transmitiré a la Tierra. En una semana nos llegará la respuesta. Naturalmente, si allá se oponen, nosotros no podremos hacer nada.

Gibson lo puso en duda, pues sabía que Hadfield era muy capaz de ignorar las decisiones de la Tierra cuando convenía a sus proyectos. Pero se limitó a decir:

—Y si la Tierra se muestra de acuerdo supongo que usted decidirá.

—Sí; entonces comenzaré a pensar mis respuestas.

De momento resultaba bastante satisfactorio. Ahora que había dado el paso decisivo sentía un alivio inmenso, como si todo estuviera ya fuera de su control. Sólo le quedaba dejarse llevar por la corriente y esperar la marcha de los acontecimientos.

La puerta de la esclusa de aire se abrió ante ellos y la Pulga entró en la ciudad. Si la decisión era equivocada, el mal no sería muy grande; siempre cabía la posibilidad de volver a la Tierra en la nave siguiente, o en la otra.

Lo que era indudable, sin embargo, es que Marte lo había cambiado. Podía adelantar la opinión de algunos amigos al enterarse de la noticia: «¿Has leído lo de Martin? ¡Parece que Marte lo ha convertido en otro hombre! ¡Quién lo hubiera pensado!».

Gibson se agitó, incómodo; no tenía intención de convertirse en un ejemplo moralizador para nadie, si podía evitarlo. Ni siquiera en sus momentos más sentimentales había encontrado alguna utilidad en estas pretenciosas parábolas victorianas sobre hombres perezosos y egocéntricos que se convertían en miembros útiles para la comunidad. Pero tenía la horrible sensación de que empezaba a ocurrirle algo por el estilo.