Gibson despertó mucho después del alba. El sol permanecía oculto tras los barrancos, pero sus rayos, reflejados por los riscos de color escarlata, inundaban la cabina con una luz extraterrena, casi siniestra. Se desperezó con dificultad; los asientos no habían sido diseñados para servir de cama y había pasado una noche muy incómoda.
Buscó a sus compañeros con la mirada. Tanto Hilton como el piloto habían salido, pero Jimmy dormía aún profundamente; los otros debían de haberse despertado temprano y estarían explorando. Gibson sintió un leve fastidio; habría preferido ir con ellos, pero comprendió que se habría sentido aún más molesto si hubiesen interrumpido su sueño.
Hilton había dejado una breve nota clavada visiblemente en la pared. Decía: «Salimos a las 6.30. Tardaremos una hora. Volveremos con hambre. Fred».
No se podía pasar por alto la sugerencia. Además, también Gibson estaba sintiendo hambre. Tomó por asalto la despensa de emergencia que el avión llevaba para tales casos, preguntándose cuánto debería hacerla durar. Sus esfuerzos por preparar una bebida caliente en el diminuto calentador a presión despertaron a Jimmy; el muchacho pareció avergonzarse un poco al comprobar que era el último en despertar.
—¿Has dormido bien? —preguntó Gibson, mientras buscaba las tazas.
—Muy mal —respondió Jimmy, pasándose las manos por el pelo—. Me siento como si no hubiese dormido en una semana. ¿Dónde están los otros?
Su pregunta quedó contestada con los ruidos provocados por alguien al entrar en la esclusa del aire. Un momento después apareció Hilton, seguido por el piloto. Se quitaron las máscaras y el equipo de calefacción (la temperatura exterior era aún inferior a cero grados) y se lanzaron sobre las porciones de chocolate y carne comprimida que Gibson había servido con impecable habilidad.
—Bien —dijo Gibson, ansioso—, ¿cuál es el veredicto?
—Hay algo indudable —respondió Hilton, entre bocados—: Tenemos mucha fortuna de estar vivos.
—Ya lo sé.
—No sabes ni la mitad. No has visto dónde aterrizamos. Descendimos en dirección paralela a este barranco a lo largo de un kilómetro antes de detenernos. Si hubiésemos girado un par de grados hacia estribor, ¡bam! En realidad, cuando tocamos tierra nos desviamos un poquito, pero no lo bastante para sufrir daños.
»Estamos en un largo valle que corre en dirección este-oeste. Parece una falla geológica y no el lecho de algún antiguo río, aunque ésta fue mi primera impresión. El barranco de enfrente tiene sus buenos cien metros de alto y es prácticamente vertical; hasta tiene un saliente en la parte superior. Quizá sea posible escalarlo pero no lo hemos intentado. Tampoco hay necesidad de hacerlo; si queremos que nos vean desde Phobos, sólo hay que caminar un poquito hacia el norte hasta que el barranco no bloquee la vista. En realidad, creo que ésta podría ser la solución si pudiéramos empujar el avión hasta campo abierto. Así podríamos utilizar la radio y quedar más a la vista de los telescopios y de las búsquedas aéreas.
—¿Cuánto pesa este artefacto? —preguntó Gibson, vacilante.
—Alrededor de treinta toneladas con carga completa. Pero podríamos sacar muchas cosas.
—¡Nada de eso! —dijo el piloto—. Eso haría descender la presión y no podemos desperdiciar el aire.
—Oh, Dios, lo había olvidado. De cualquier modo, el suelo es bastante liso y el tren de aterrizaje está en perfectas condiciones.
Gibson expresó sus dudas con ciertos chasquidos. Aun cuando la gravedad equivalía sólo a un tercio de la terrestre, no iba a ser empresa fácil arrastrar el avión.
Durante varios minutos dedicó su atención al café que había tratado de servir antes de que se enfriara demasiado.
Al soltar la presión del calentador, el cuarto se llenó inmediatamente de vapor; por un momento pareció que todos iban a inhalar un refresco líquido. En Marte era siempre una incomodidad preparar bebidas calientes, pues el agua a presión normal hervía a sesenta grados centígrados; los cocineros que olvidaban ese detalle elemental solían acabar en el desastre.
Los náufragos terminaron en silencio la insulsa pero nutritiva comida, mientras hacían planes para el rescate. No estaban muy preocupados: sabían que ya se habría puesto en marcha una búsqueda intensiva y que el rescate era sólo cuestión de tiempo. Pero este tiempo podía reducirse a unas pocas horas si lograban enviar alguna señal a Phobos.
Acabado el desayuno, intentaron mover la nave. Tras mucho empujar y arrastrar, consiguieron moverla unos cinco metros. Pero las ruedas de oruga se hundieron en la tierra blanda y la máquina pareció embarrarse por completo a pesar de todos los esfuerzos combinados. Jadeando, se retiraron a la cabina para discutir el próximo paso que debían dar.
—¿No tenemos algo blanco que podamos extender sobre una gran superficie? —preguntó Gibson.
Esta excelente idea se quedó en nada cuando, tras una búsqueda intensiva, encontraron sólo seis pañuelos y unos trapos mugrientos. Todos estuvieron de acuerdo en que no serían visibles desde Phobos, aun bajo las mejores condiciones.
—Sólo hay una solución —dijo Hilton—; tendremos que arrancar las luces de aterrizaje, llevarlas con un cable más allá del barranco y dirigirlas hacia Phobos. Habría preferido cualquier otra cosa; tal vez estropeemos el ala y es una lástima echar a perder un buen aeroplano.
Por la expresión sombría del piloto, fue evidente que compartía esta opinión.
De pronto, Jimmy tuvo una idea.
—¿Y por qué no enviamos un heliograma? —sugirió—. Si hacemos señales con un espejo en dirección a Phobos, tendrán que resultar visibles.
—¿Desde seis mil kilómetros? —preguntó Gibson, lleno de dudas.
—¿Por qué no? Sus telescopios aumentan mil veces las cosas. ¿No podría verse un espejo centelleando bajo el sol si estuviera sólo a seis mil kilómetros?
—Me parece que hay un error de cálculo, aunque no sé cuál —replicó Gibson—. Las cosas nunca son tan sencillas. Pero estoy de acuerdo con las lineas generales de la idea. ¿Quién tiene un espejo?
Un cuarto de hora después el proyecto de Jimmy quedó abandonado. No había un solo espejo en toda la nave.
—Podríamos cortar un trozo del ala y pulirlo —dijo Hilton, pensativo—. Daría casi el mismo resultado.
—Esta aleación de magnesio no acepta muy bien el pulido —objetó el piloto, decidido a defender su máquina hasta el fin.
De pronto, Gibson se puso en pie de un salto y se dirigió hacia la parte trasera del avión, donde empezó a revolver su equipaje, de espaldas a los intrigados espectadores. Encontró muy pronto lo que buscaba y se volvió con aire de triunfo, diciendo:
—Aquí está la solución.
Un súbito relámpago de luz llenó la cabina, inundando todos los rincones con un fulgor violento e intolerable; la pared se llenó de sombras distorsionadas. Fue como si el avión hubiese sido alcanzado por un rayo; durante varios minutos, todos permanecieron semicegados, aún grabada en las retinas la imagen petrificada de la cabina en el momento de la incandescencia.
—Lo siento —se excusó Gibson, contrito—. Nunca lo había usado en toda su potencia: esto es para trabajar de noche y en espacios abiertos.
—¡Uf! —exclamó Hilton, frotándose los ojos—. Pensé que habías hecho estallar una bomba atómica. ¿Hay que matar del susto a la gente para tomar una fotografía?
—Para su uso normal en interiores es sólo así —explicó Gibson, haciendo otra demostración.
Todos volvieron a fruncir los ojos, pero esta vez el fogonazo apenas fue visible.
—Es un aparato especial que hice construir en la Tierra antes de venir. Quería estar seguro de poder tomar fotografías en colores durante la noche si se presentaba la oportunidad. Hasta ahora no lo he usado.
—Déjame ver —pidió Hilton.
Gibson le entregó el disparador de flashes y explicó el modo como funcionaba.
—Se basa en un condensador de alta capacidad. Una sola carga basta para cien destellos y está prácticamente lleno.
—¿Cien destellos de alto poder?
—Sí; equivale a unos dos mil de los normales.
—En este caso, tienes suficiente energía eléctrica en este condensador para construir una hermosa bomba. Espero que no tenga pérdidas.
Hilton examinó el pequeño tubo de descarga, del tamaño de una bolita, situado en el centro del reflector.
—¿Puede enfocarse para trazar un buen rayo? —preguntó.
—Hay un gancho detrás del reflector, precisamente con ese fin. Da un rayo muy amplio, pero servirá.
Hilton pareció muy complacido.
—Los de Phobos tendrán que verlo, aun a la luz del día, si enfocan esta zona con un buen telescopio. Pero no debemos desperdiciar carga.
—Phobos está bastante alto en este momento, ¿verdad? —preguntó Gibson—. Saldré para hacer un disparo ahora mismo.
Y se puso de pie para ajustarse el equipo de respiración.
—No hagas más de diez destellos —le advirtió Hilton—. Conviene reservarlos para la noche. Y ponte a la sombra, si puedes.
—¿Puedo ir con él? —preguntó Jimmy.
—Está bien —respondió Hilton—. Pero manteneos juntos y no os alejéis para explorar. Yo trataré de ver si podemos hacer algo con las luces de aterrizaje.
Puesto que ya tenían un plan de acción definido, se sintieron mucho más animados. Gibson, con la cámara y el precioso disparador apretados contra su pecho, cruzó el valle a saltos, como una joven gacela. Uno de los hechos curiosos de Marte era que se tardaba muy poco en adaptar el esfuerzo muscular a la poca gravedad: la marcha se igualaba a la de la Tierra; sin embargo, esta reserva de energía quedaba disponible para casos en que la necesidad o el optimismo necesitaran de ella.
Pronto salieron de la sombra arrojada por el acantilado; desde allí el cielo abierto era claramente visible. Phobos estaba alto, hacia el oeste, en forma de pequeña media luna que pronto, en su carrera hacia el sur, quedaría reducida a una hoz.
Gibson lo contempló, pensativo; quizás alguien, en este preciso momento, observaba esta zona del planeta. Era muy probable, pues ya sabrían la posición aproximada del accidente. Sintió el impulso irracional de echar a bailar agitando los brazos y hasta de gritar: «¡Aquí estamos! ¿No nos veis?».
¿Cómo se vería esta región a través de los telescopios que, según cabía esperar, examinaban ahora la Aetheria? Probablemente se distinguirían las manchas verdes de la vegetación a través de la cual avanzaba, y el gran barranco, con el aspecto de una banda roja, que lanzaría una ancha sombra sobre el valle cuando el sol estuviera bajo. En este instante las sombras serían escasas, pues faltaba poco para el mediodía. Gibson decidió que lo mejor sería situarse en mitad de la zona verde más oscura que pudiera hallar.
A un kilómetro del avión, el suelo descendía ligeramente; allí, en la parte más baja del valle, un amplio cinturón parduzco aparecía cubierto de altas hierbas. Gibson se encaminó hacia allí mientras Jimmy le seguía desde cerca.
Se encontraron entre plantas delgadas y duras, desconocidas para ellos. Las hojas se elevaban verticalmente desde el suelo, en bandas largas y angostas; las incontables vainas que las recubrían parecían contener semillas. Las zonas planas estaban, en este momento, dirigidas hacia el sol; Gibson notó con interés que las caras iluminadas por el sol eran negras, mientras que las partes sombreadas tenían un color blanco grisáceo. La treta era simple pero reducía efectivamente la pérdida de calor.
Sin entretenerse en estudios botánicos, Gibson se abrió paso hasta el centro del pequeño bosque. Las plantas no crecían demasiado densas y le fue bastante fácil abrir un sendero entre ellas. Cuando estuvo casi en el centro, levantó su flash y lo apuntó hacia Phobos.
El satélite era ya una delgada hoz próxima al sol, y a Gibson le pareció una tontería apuntar su rayo contra el fuerte resplandor del cielo estival. Pero el momento, en realidad, estaba bien escogido: en Phobos, la cara dirigida hacia ellos estaría en sombras y los telescopios podrían funcionar en condiciones favorables.
Disparó diez destellos, por pares y bien espaciados entre sí. Parecía la mejor forma de economizarlos y, así, no cabría duda de que las señales eran obra del hombre.
—Por hoy es suficiente —dijo Gibson—. Reservaremos el resto de nuestras municiones para cuando oscurezca. Ahora echemos un mirada a estas plantas. ¿Sabes qué me recuerdan?
—Algas superdesarrolladas —replicó Jimmy, de inmediato.
—Exactamente. ¿Qué habrá en esas vainas? ¿Tienes un cuchillo? Gracias.
Comenzó a cortar la hoja más cercana hasta perforar uno de los pequeños globos negros. Parecían contener gas, y a presión considerable, pues el cuchillo, al penetrar, dejó escapar un leve siseo.
—¡Qué extraño! —exclamó Gibson—. Nos llevaremos algunas.
No sin dificultad cortó una de aquellas largas briznas negras a la altura de la raíz. Un fluido de color pardo oscuro manó de la herida, desprendiendo diminutas burbujas gaseosas. Con el recuerdo colgado al hombro, Gibson emprendió el regreso hacia la nave. No sabía que llevaba consigo el futuro de todo un mundo.
Apenas habían avanzado unos pasos, tropezaron con un macizo más denso y se vieron obligados a efectuar un desvío. Con el sol como punto de referencia no corrían peligro de perderse y menos en una región tan pequeña; tampoco tenían intención de volver exactamente sobre sus pasos. Gibson llevaba la delantera, marchando con cierta dificultad. Ya estaba a punto de ceder su puesto a Jimmy cuando llegó, con alivio, a un angosto sendero serpenteante que seguía aproximadamente la dirección adecuada.
Para cualquier observador, aquélla habría sido una excelente demostración de la lentitud con que se dan ciertos procesos mentales. Porque tanto Gibson como Jimmy recorrieron sus buenos seis pasos antes de que se les ocurriera el hecho simple, pero pasmoso, de que los senderos no suelen abrirse por sí mismos.
* * *
—Ya va siendo hora de que nuestros dos exploradores regresen —dijo el piloto, mientras se afanaba a ayudar a Hilton a desprender los focos de debajo del ala.
La tarea, dentro de lo que cabe, había resultado bastante sencilla y Hilton confiaba en encontrar suficiente cable dentro de la máquina para llevar las luces lejos del barranco, hasta donde pudieran ser visibles desde Phobos cuando éste volviera a aparecer. No tendrían la posibilidad de crear un brillo como el del flash de Gibson, pero su luz continua les daría más oportunidades de ser detectados.
—¿Cuánto hace que salieron? —preguntó Hilton.
—Unos cuarenta minutos. Confío en que hayan tenido el sentido común de no perderse.
—Gibson es demasiado prudente para andar sin rumbo. Pero yo no dejaría solo al joven Jimmy; ¡enseguida saldría a la búsqueda de marcianos!
—¡Oh, allí vienen! Parecen tener prisa.
Dos siluetas diminutas habían aparecido a cierta distancia, caminando a saltos por el valle. Su urgencia era tan evidente que los espectadores dejaron las herramientas para observarlos con creciente curiosidad.
Que Gibson y Jimmy hubieran regresado con tanta prontitud representaba todo un triunfo de la cautela y del autocontrol. Durante un largo instante de incrédula perplejidad se habían quedado mirando aquel camino abierto entre las esbeltas plantas pardas. En la Tierra aquello habría sido perfectamente normal: era el tipo de sendas que abre el ganado en una colina o los animales salvajes en medio de la selva. Su misma familiaridad les había impedido notarlo en un principio; y después de forzarse a reparar en él, seguían tratando de explicarlo por medio de la lógica.
Gibson fue el primero en hablar, en voz muy baja, como si tuviera miedo de ser oído.
—Es un sendero, Jimmy. Pero, por amor de Dios, ¿quién pudo trazarlo? Nadie ha llegado hasta aquí.
—Quizás haya sido alguna especie de animal.
—Y bastante grande.
—Como un caballo, tal vez.
—O como un tigre.
El último comentario provocó un silencio incómodo. Por último, Jimmy dijo:
—Pero, si el bicho quisiera atacarnos, podríamos espantarlo con un destello de su aparato.
—Siempre que tuviera ojos —observó Gibson—. Supón que sus sentidos fueran diferentes.
Jimmy trató de pensar en alguna razón de peso para continuar adelante.
—Pero nosotros podemos correr más rápido y saltar más alto que ningún ser marciano.
Gibson prefirió creer que su decisión se basaba en la prudencia y no en la cobardía.
—No vamos a correr ningún riesgo —dijo, con firmeza—. Regresemos para explicar esto a los demás y entonces decidiremos si echamos un vistazo por ahí.
Jimmy tuvo el sentido común suficiente para no protestar, pero no cesó de mirar hacia atrás, esperanzado, mientras regresaban a la nave. Cualesquiera que fuesen sus defectos, la falta de coraje no estaba entre ellos.
Les costó bastante convencer a los otros de que no se trataba de una broma de mal gusto. En realidad, nadie ignoraba por qué no podía haber vida en Marte. Era cuestión de metabolismo: los animales consumen combustible con mucha más rapidez que las plantas; por lo tanto, no podían existir en esta atmósfera escasa, casi inerte. Los biólogos habían aclarado este aspecto desde el momento mismo en que las condiciones del suelo marciano quedaron debidamente determinadas, y el tema de la vida animal en el planeta se había dado por resuelto en los últimos diez años, excepto, claro está, para los románticos incurables.
—Si visteis algo así —objetó Hilton—, ha de tener alguna explicación lógica.
—Ven a verlo tú mismo —replicó Gibson—. Te digo que era un sendero muy trillado.
—Oh, voy contigo.
—También yo —agregó el piloto.
—¡Un momento! No podemos ir todos. Uno de nosotros, al menos, debe permanecer aquí.
Por un instante, Gibson tuvo deseos de ofrecerse como voluntario. Pero en seguida comprendió que nunca podría perdonárselo a sí mismo si lo hacía.
—Fui yo quien encontró el sendero —dijo, con firmeza.
—Según parece, tendré que habérmelas con un motín —comentó Hilton—. ¿Todos tenéis una moneda? Se quedará quien de vosotros tres saque la cara.
El piloto sacó la única cara.
—De cualquier modo —dijo—, es como ir a cazar fantasmas. Os espero dentro de una hora. Si tardáis más, volved al menos con una genuina princesa marciana, al estilo de Edgar Rice Burroughs.
Hilton, a pesar de su escepticismo, comenzaba a tomar las cosas más en serio.
—Seremos tres —dijo—; en caso de que tropezáramos con algo peligroso podríamos defendernos bien. Pero en el caso de que ninguno volviera deberás quedarte aquí. Nada de salir a buscarnos, ¿entendido?
—Muy bien. Me quedaré quietecito.
El trío se encaminó cruzando el valle hacia la pequeña selva. Gibson llevaba la delantera. Tras llegar al campo de «algas» no tuvieron dificultad en hallar nuevamente el sendero. Hilton lo contempló en silencio durante un largo minuto mientras Gibson y Jimmy lo miraban como quien dice: «Ya te lo advertí». Por último, el astronauta dijo:
—Dame tu disparador de flashes, Martin. Iré delante.
No tenía sentido discutir. Hilton era el más alto y el más fuerte y despierto. Gibson le entregó el arma sin decir una palabra.
No podía haber sensación más extraña que la de caminar por un sendero angosto entre altas paredes de briznas, sabiendo que, en cualquier momento, uno podía encontrarse cara a cara con alguna criatura totalmente desconocida y tal vez hostil. Gibson se dijo que los animales que no han tenido contacto alguno con el hombre rara vez se muestran hostiles…, aunque esta regla tenía la suficiente cantidad de excepciones para hacer la vida más interesante.
En mitad del matorral, el camino se dividió en dos. Hilton tomó el desvío de la derecha pero descubrió muy pronto que no tenía salida: conducía a un claro de unos veinte metros de diámetro en el que todas las plantas habían sido cortadas (o comidas) casi hasta el suelo; sólo quedaban las bases de los tallos que empezaban a rebrotar; evidentemente, las criaturas que utilizaban aquel sector lo habían abandonado tiempo atrás.
—Herbívoros —susurró Gibson.
—Y muy inteligentes —dijo Hilton—. Observad: han dejado las cepas para que vuelvan a crecer. Retrocedamos hasta el otro desvío.
Cinco minutos después estaban ante un segundo claro. Era mucho más amplio que el anterior y no estaba desierto.
Mientras Hilton aferraba con fuerza el flash, Gibson, de un solo movimiento, fácil y efectivo, puso a punto su cámara para tomar las fotografías más famosas jamás hechas en Marte. Después, todos se relajaron y esperaron a que los marcianos repararan en su presencia.
En aquel momento quedaron borrados siglos enteros de fantasía y de leyenda. Todos los sueños humanos sobre vecinos similares al hombre se perdieron en el limbo. Con ellos, sin lamentaciones, desaparecieron las monstruosidades tentaculares de Wells y todas las legiones de horrores rastreros, dignos de una pesadilla. Y se esfumó también el mito de la inteligencia fríamente inhumana, capaz de contemplar objetivamente al hombre desde la fabulosa altura de su sabiduría o barrerlo sin más malicia que la del hombre al destruir un miserable insecto.
En el claro había diez criaturas, todas demasiado ocupadas en la comida para reparar en los intrusos. Su aspecto recordaba el de un canguro muy rollizo; el cuerpo, casi esférico, se balanceaba sobre dos miembros traseros largos y delgados. Carecían de pelo; la piel desnuda tenía un extraño brillo ceroso, como el del cuero lustrado. Los dos delgados miembros delanteros parecían completamente flexibles; se insertaban en la parte superior del cuerpo y terminaban en manos diminutas como garras de un ave; demasiado pequeñas y débiles, se diría, para ser de mucha utilidad. La cabeza surgía directamente del tronco, sin señales de cuello, y presentaba dos grandes ojos pálidos de grandes pupilas. No había fosas nasales, pero sí una boca triangular muy extraña, con tres picos romos que se lanzaban afanosamente sobre el follaje. Las orejas, grandes y casi transparentes, pendían flácidas de la cabeza, torciéndose ocasionalmente o doblándose para tomar la forma de trompeta, lo que podía ser de extrema eficacia para detectar sonidos, aun en esta escasa atmósfera.
La mayor de las bestias tenía la estatura de Hilton, pero las demás eran bastante más pequeñas. Entre ellos había un cachorro que apenas llegaba al metro de altura; sólo podía aplicársele el gastado adjetivo de «gracioso». Saltaba lleno de entusiasmo esforzándose por alcanzar las hojas más suculentas y, de vez en cuando, emitía débiles gritos, agudos e irresistiblemente patéticos.
—¿Qué inteligencia les calculas? —susurró Gibson, por fin.
—Es difícil decirlo. ¿Ves con qué cuidado comen para no destrozar las plantas? No obstante, puede ser también puro instinto, como la habilidad de las abejas para construir la colmena.
—Se mueven con mucha lentitud, ¿verdad? Me pregunto si serán de sangre caliente.
—No veo por qué han de tener sangre. Su metabolismo debe de ser muy extraño, puesto que sobreviven en este clima.
—Ya es hora de que reparen en nosotros.
—El mayor sabe que estamos aquí. Lo he sorprendido un par de veces mirándonos por el rabillo del ojo. ¡Mira cómo mantiene las orejas apuntadas hacia nosotros!
—Salgamos al claro.
Hilton meditó esta idea por un momento.
—No parecen capaces de hacernos mucho daño ni aunque quisieran. Las manecitas son muy débiles. Pero estos picos triangulares quizá podrían lastimar bastante. Nos adelantaremos seis pasos, muy lentamente. Si vienen hacia nosotros dispararé el flash mientras vosotros salís corriendo. Sin duda, les sacaremos bastante ventaja; no parecen hechos para la velocidad.
Se adelantaron hacia el claro con la lentitud que, según esperaban, despertaría confianza y no recelo. Ya no cabía duda de que los marcianos los habían visto: cinco o seis pares de grandes ojos tranquilos se clavaron en ellos para apartarse enseguida, pues sus propietarios debían proseguir con la tarea, mucho más importante, de alimentarse.
—Ni siquiera demuestran curiosidad —dijo Gibson, con cierto desencanto—. ¿Es que somos tan poco interesantes?
—¡Eh! ¡El cachorro nos ha visto! ¿Qué intenta hacer?
El más pequeño de los marcianos había dejado de comer y los miraba con una expresión que podía significar cualquier cosa, desde la completa incredulidad hasta la ansiosa esperanza de recibir otro alimento. Soltó un par de gritos agudos y uno de los adultos respondió con un «honk» nada comprometido. El pequeño empezó a brincar en dirección a los interesados espectadores.
Se detuvo a dos o tres pasos, sin señal alguna de temor o de cautela.
—¿Cómo estás? —preguntó Hilton, solemne—. Permíteme que nos presentemos: a mi derecha James Spencer; a mi izquierda, Martin Gibson. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
—Scuick —dijo el pequeño marciano.
—Hola, Scuick, ¿qué podemos hacer por ti?
La criatura extendió una mano investigadora y tiró de las ropas de Hilton. Luego saltó hacia Gibson, el cual había estado muy atareado fotografiando el intercambio de saludos. Volvió a extender su inquisitiva zarpa y Gibson apartó la cámara para evitar que la estropeara. Alargó a su vez una mano y los pequeños dedos se cerraron sobre ella con sorprendente vigor.
—Amistoso, el muchachito, ¿verdad? —comentó Gibson, tras desembarazarse dificultosamente de él—. Al menos es más cortés que sus parientes.
Hasta entonces los adultos no se habían ocupado lo más mínimo en estos menesteres. Continuaban mascando plácidamente en el otro extremo del claro.
—Ojalá tuviéramos algo para darle, pero no creo que pueda comer ninguno de nuestros alimentos. Préstame tu cuchillo, Jimmy. Le cortaré un par de algas, sólo para probar que somos amigos.
El regalo fue recibido con gratitud y prontamente comido. Las pequeñas manos se extendieron pidiendo más.
—Parece que hiciste una conquista, Martin —dijo Hilton.
—Temo que sea un amor interesado —suspiró Gibson—. ¡Eh, deja mi cámara! ¡No se come!
De pronto, Hilton observó:
—Oye, aquí hay algo raro. ¿De qué color dirías que es este muchachito?
—Vaya, pardo en el pecho y…, ¡oh!, gris sucio en el lomo.
—Pues ve hacia el otro lado y ofrécele otro poco de comida.
Obligado por Gibson, Scuick giró sobre los miembros traseros para tomar el nuevo bocado. Y al hacerlo ocurrió algo extraordinario.
El color pardo del pecho se desvaneció lentamente para convertirse, en menos de un minuto, en un gris deslucido. Al mismo tiempo, en el lomo del animal ocurría exactamente lo contrario hasta que el intercambio fue completo.
—¡Dios mío! —dijo Gibson—. Parece un camaleón. ¿Qué función puede cumplir esto? ¿Coloración protectora?
—No, es algo más inteligente aún. Mira los que están allí. Como verás, son siempre pardos, o casi negros, en el lado expuesto al sol. Es sólo un sistema para captar tanto calor como sea posible, evitando irradiarlo de nuevo. Las plantas también lo hacen. ¿Quién lo habrá copiado de quién? El hecho en sí no serviría de nada a un animal que debiera moverse con rapidez, pero algunos de estos mastodontes no han cambiado de posición en los últimos cinco minutos.
Gibson se apresuró a fotografiar este singular fenómeno, cosa no muy difícil, pues Scuick se volvía siempre hacia él y esperaba, paciente. Cuando hubo terminado, Hilton observó:
—Es una pena interrumpir esta conmovedora escena, pero dijimos que regresaríamos en una hora.
—No hace falta que vayamos todos. Sé bueno, Jimmy, corre hasta allá y dile que estamos todos bien.
Pero Jimmy tenía los ojos fijos en el cielo; había sido el primero en notar que un avión volaba en círculos sobre el valle, a gran altura, desde hacía poco menos de cinco minutos.
El entusiasmo de los tres llegó al punto de molestar a los marcianos, que dejaron de rumiar plácidamente para volverse a mirarlos con aire de reproche. Scuick se asustó tanto que dio un tremendo salto hacia atrás, pero pronto superó su temor y volvió a acercarse.
—¡Hasta pronto! —saludó Gibson por encima del hombro, mientras salían del claro a la carrera.
Los nativos no se dieron por enterados.
Cuando llegaron a mitad de la pequeña selva, Gibson notó de pronto que lo seguían. Se detuvo para mirar hacia atrás. Scuick venía, con alguna dificultad, pero siempre saltando juguetonamente.
—¡Fuera! —gritó Gibson, agitando los brazos como un espantapájaros enloquecido—. ¡Vuelve con tu madre! No tengo nada para darte.
No sirvió de nada, sino que Scuick lo alcanzó. Los demás se habían perdido de vista sin advertir que Gibson se retrasaba. No vieron, por lo tanto, una interesante escena de camafeo, mientras Gibson trataba de deshacerse de su nuevo amigo sin herir sus sentimientos.
Pasados cinco minutos abandonó el método directo para probar la astucia. Por suerte aún tenía el cuchillo de Jimmy; tras muchos jadeos y hachazos, logró reunir un pequeño montón de «algas» y lo puso frente a Scuick. Con esto tal vez se entretuviera un rato.
Acababa de hacerlo cuando Hilton y Jimmy retrocedieron, apresuradamente, para ver qué le ocurría.
—Está bien, ya voy —dijo—. Tenía que librarme de Scuick. Esto lo detendrá.
* * *
En el avión, el piloto comenzaba a inquietarse, pues había transcurrido casi una hora sin que hubiera señales de sus compañeros. Trepó al techo del fuselaje y desde allí contempló la mitad del valle y la zona oscura de vegetación donde habían desaparecido. Mientras la examinaba, el avión de rescate apareció desde el este y empezó a volar en círculos sobre el valle.
Una vez seguro de que lo habían visto, el piloto volvió su atención al valle, justo a tiempo para ver aparecer un grupo de siluetas. Un momento después se frotó los ojos con absoluta incredulidad.
Habían entrado en el plantío; pero eran cuatro los que salían. Y el cuarto parecía, por cierto, una persona muy extraña.